Consideraciones previas
Cuando trabajaba en el Centro de Salud Mental e invitaba a un paciente a incorporarse a un grupo terapéutico, solía explicar las razones por las que pensaba que el grupo era el mejor tipo de atención que podía ofrecer. Entre esas razones, el paciente podía recibir en grupo muchas más horas de terapia que si fuera en consulta individual e iba a tener más regularidad en las sesiones. Por otro lado, existía la posibilidad de que la experiencia le llegase a resultar, aparte de terapéutica, atractiva e incluso pudiese llegar a disfrutarla.
Había otra razón que no decía, aunque seguro que se me notaba: que me gustaba mucho la tarea de coordinar grupos. ¿Por qué un terapeuta opta por situar el grupo terapéutico como una de las mejores opciones para ayudar al otro? El grupo, bien coordinado, es uno de los mejores y más potentes espacios para poder pensar en las relaciones con los otros.
El grupo terapéutico es una buena opción de trabajo para los terapeutas que necesitamos al otro para realizar nuestra tarea. También es una manera de contrarrestar y frenar los momentos de inseguridad y desánimo sobre nuestro oficio y función. Sentir que no eres el único responsable de que las cosas funcionen da fuerzas para ayudar mejor.
A veces se piensa y se imagina el grupo como un lugar básicamente confuso y exento de claridad; sin embargo, para los que trabajamos coordinando grupos, sabemos que es uno de los mejores espacios y escenarios donde se representan los dramas de la vida cotidiana. Es idóneo como lugar de análisis de nuestra relación con los otros.
Múltiples y ambivalentes miradas lo circundan, pero es posible que esta sea la época en la que la actividad grupal (en salud mental) ha aumentado enormemente. Prácticamente, todos los dispositivos asistenciales acogen algún tipo de trabajo en grupo. Me refiero al trabajo con los pacientes, pues el trabajo en equipo de los profesionales no ha tenido este crecimiento, más bien ha sufrido un empobrecimiento.
Es una paradoja: se considera necesaria esta herramienta de trabajo, pero poco se cuida y apoya.
En estas estaba cuando recibo una invitación de las profesionales Rosa Gómez y Victoria de Felipe, ambas docentes de la Escuela de Área3, para dar una clase en los cursos de psicoterapia grupal que realizan en la Escuela. Tenía que hablar sobre las etapas de un proceso grupal. Me pareció todo un desafío, una oportunidad para ordenar y sintetizar aspectos de mi experiencia con grupos terapéuticos.
Objetivar parecidos, caracterizar estas etapas e incluso sugerir indicadores de paso de una etapa a otra, me colocaba en un lugar nuevo para reflexionar.
Desafío también, dado que es un tema controvertido entre los terapeutas de orientación psicoanalítica: muchos piensan que hablar de etapas es dividir el proceso de forma arbitraria, que el grupo lo componen personas que no caminan al unísono, que unos progresan más rápido que otros.
Pero los años de experiencia coordinando grupos de larga duración, tanto de terapia como de aprendizaje, enseñan que hay situaciones que se parecen unas a otras. Y que estos parecidos también suceden en similares periodos del calendario grupal.
Los mayores parecidos se suelen dar en las etapas iniciales, aunque en el resto del recorrido también encontramos similitudes.
Otro desafío aparece al consultar la literatura sobre grupos. El tema de las etapas no suele ocupar mucho espacio, salvo cuando hacen referencia a las fases iniciales de un grupo. En estos escritos se reflexiona más sobre momentos que sobre etapas. Etapa, fase, periodo, no son términos similares a “momentos”. Este último término se suele utilizar para situaciones concretas y en continuo cambio. Se habla de momentos para discernir el movimiento de un grupo frente a los problemas de su existencia (indiscriminación, discriminación y síntesis). También se utiliza para explicar el pasaje de un grupo por un tema (información, emoción y producción). Estos momentos se suelen suceder en una única sesión grupal, incluso a veces se pasa dos veces por los mismos momentos. En una etapa se suceden muchos momentos, pero en un momento no se suceden etapas.
Acepté la invitación y me puse manos a la obra. Basándome en el esquema conceptual al que me adhiero, el grupo operativo, y estando bien acompañado (más adelante hablaré de estos acompañantes), empecé a construir un discurso sobre el tema. Mentalmente, viajé de un grupo a otro, recordando situaciones y ajustándolas a momentos cronológicos distintos. A veces me ayudaba de los cuadernos de observación de esos grupos, otras veces de fotos o sesiones grabadas en vídeo; en otras ocasiones tuve conversaciones con las compañeras y compañeros que me habían acompañado en la coordinación. Y sin olvidar las lecturas, siempre las lecturas, buscando ideas aproximadas y/o divergentes.
Una idea o concepto que me ha ayudado a afrontar la cuestión fue planteado por Enrique Pichon-Rivière: el concepto de espiral dialéctica (1). Para él, el proceso grupal se representa como un proceso espiralado en donde el grupo avanza y vuelve sobre sus pasos como si se hubiera dejado algo pendiente, y continúa el camino. Algunos prefieren hablar de oscilaciones, pero la genialidad de Pichon-Rivière insufla al grupo de una positividad importante y también nos ayuda a despojarnos de términos que oprimen y sancionan: regresiones, fijaciones y estancamientos. Es dialéctica esa espiral, porque no rechaza los problemas que van a apareciendo y busca transformar los dilemas que fácil y prontamente aparecen en problemas menos fáciles pero más cercanos a la realidad compleja del grupo. Escribe Pichón-Rivière: “En los últimos años, al uso instrumental de la lógica formal, se agregó el de la lógica dialéctica y la noción de conflicto, donde los términos no se excluyen, sino que establecen una continuidad genética sobre la base de síntesis sucesivas. La operación correctora o terapéutica se lleva a cabo siguiendo el trayecto de un vínculo no lineal, que se desarrolla en forma de una espiral continua, a través de la cual se resuelven las contradicciones entre las diferentes partes del mismo sujeto” (1).
La segunda idea que me ha servido de apoyo aparece este verano, con este escrito bastante avanzado. La idea surge ante el comentario de la persona con la que paseaba por el puente de una ría, cercana a su desembocadura en el mar. Mirando la ría se preguntaba si se podría saber dónde acaba el agua dulce y dónde empieza el agua salada. Pensé en el escrito que tenía entre manos y me pareció que esa pregunta podía ser una buena metáfora de las dificultades para discernir los pasajes entre una etapa del grupo a la siguiente.
El grupo tipo
He practicado durante muchos años el grupo de larga duración. Es el modelo clásico de terapia grupal, el que se empezó a experimentar hace más de 80 años. Es el grupo más estudiado y al que hacen referencia la mayoría de los principales autores. En su momento, significó una revolución en las ciencias médicas y sociales. El modelo sigue vigente aunque, con pasitos cortos y cautelosos, vamos ideando nuevos encuadres y programas, eso sí, casi siempre esos nuevos encuadres tienden a reducir tanto la duración como el compromiso. Y es que el contexto actual, social e institucional, no ayuda ni estimula a aventurarse por procesos terapéuticos más o menos largos.
El grupo, como método, es bastante exigente. Para que pueda alcanzar sus metas y se pueda optimizar todo lo bueno que tiene, se necesitan tres cosas básicas: tiempo por delante, una buena coordinación y una selección y preparación cuidadosa.
Imaginemos un Centro Ambulatorio de Salud Mental donde vamos a poner en marcha un grupo de terapia. Durará dos años, con posibilidad de prolongarse seis meses más, y una frecuencia semanal con sesiones de dos horas. Con este proyecto e ilusión, buscamos a nuestra jefa para informarle de ello. Es importante su visto bueno y su compromiso de cuidar el proyecto; conozco situaciones aberrantes en que el jefe impone con razones superficiales tanto el encuadre temporal como quién trabaja con quién.
También es importante ese visto bueno porque el equipo coordinador necesita respaldo para la implicación tan importante que acaba de adquirir. En equipos con ambiente hostil hacia la práctica grupal este respaldo es esencial.
Los preparativos
Lo considero casi como la primera etapa del proceso, aunque todavía no haya grupo. Los preparativos están pensados para construir el mejor ambiente (2, 3).
Lo primero es buscar y conseguir el compañero o compañera para trabajar juntos. Es la condición primera y básica. Si esa condición falla, está casi asegurada la merma de calidad y eficacia en nuestra intervención. Elegimos compañero o compañera con la intuición y expectativa de que es alguien con quien vamos a aprender, aunque tenga menor experiencia en el trabajo con grupos. Elegimos a alguien con quien esperamos compartir las ganas de modificar la rutina cotidiana en la labor asistencial, buscando en el grupo un espacio saludable en comparación con otros espacios institucionales. Últimamente escucho a muchos colegas decir que suelen respirar mejor en el ambiente del grupo de terapia que en la reunión de equipo.
La sala es la segunda condición. A veces no es fácil conseguir y se transforma en uno de los primeros obstáculos. Poder disponer de un espacio cómodo y agradable para acoger las casi 200 horas de terapia grupal que vamos a tener no es un asunto baladí.
La selección de los pacientes es el otro aspecto fundamental. Conviene que sea una selección cuidadosa, donde edad, sexo, forma de ser, tipo de transferencia con la autoridad, así como ansiedades predominantes, estén compensadas unas con otras. También son importantes las capacidades de expresión e introspección, la comprensión de la necesidad de pasar del síntoma al problema, la existencia o no de alguna experiencia grupal previa (remontándonos a la familia) de relación satisfactoria.
Es importante que no exista un conocimiento previo (directo o indirecto) de los integrantes entre sí.
No cualquier paciente puede beneficiarse de un grupo y, a su vez, beneficiar a sus compañeros. En un centro público, en teoría, hay más posibilidades de realizar una buena selección, ya que la población para el grupo es mucho más amplia que en un centro privado. Invitamos a 8 o 10 pacientes.
Cuando el grupo tiene un solo terapeuta, es muy posible que la selección sea algo diferente a cuando se trabaja en equipo de coordinación (en adelante, EC). En el primer caso buscaremos, consciente o inconscientemente, a algún paciente con quien nos sintamos “acompañados”, o menos solos, ante las posibles transferencias negativas.
Este grupo tipo funcionará básicamente con sesiones grupales, pero no se descarta la existencia de sesiones individuales en momentos y situaciones concretas. Pensamos el grupo como tratamiento principal y/o único.
Preparación de los pacientes y del grupo
La preparación de los pacientes es un tema sobre el que solemos debatir los terapeutas. Algunos prefieren una preparación e información mínima para que las incertidumbres y angustias que genera la situación grupal sean en sí mismas motivo de análisis y elaboración. Otros terapeutas, entre los que me encuentro, prefieren una buena información e instrucción y con ello postergar el afrontamiento de las situaciones difíciles para cuando el grupo haya dado sus primeros pasos y esté mejor preparado para sostener la tensión. Obviamente, en esta segunda opción, es muy posible que el terapeuta sea el depositario de gran parte de la tensión.
A lo largo de los años hemos ido introduciendo estrategias y pequeñas técnicas con el objetivo de que la selección y la preparación realizada (y posiblemente vivida como impuesta, como otros muchos elementos del encuadre) se transformen en decisiones conscientes de mantenerse y continuar en el camino propuesto. Algunas de estas estrategias son: sugerir un periodo de prueba durante los 2-3 primeros meses (si un paciente se incorpora más tarde, una vez pasado este periodo de prueba, darle la oportunidad de que acuda a 1 o 2 sesiones para que experimente cómo se siente en la situación, y de esta manera pueda decidir), algunas veces apoyamos a algún paciente durante unas pocas sesiones individuales.
Hay una estrategia más útil y efectiva para una buena selección: los grupos de admisión o grupos de espera. Pero hoy día no cualquier dispositivo asistencial es capaz de crear y mantener ese espacio.
Los acompañantes
Refería anteriormente que la idea de un proceso grupal como proceso en espiral dialéctica ayuda al EC a mejor tolerar las dificultades y a esperar que el grupo las vaya abordando.
La formación del terapeuta grupal, de la que Rosa Gómez nos recuerda su importancia y necesidad (4), se nutre de los estudios e investigaciones que comenzaron en las primeras décadas del siglo pasado, concentrando lo más importante de esos estudios en el periodo de treinta años que abarcan los años 50-80.
Los principios básicos de la terapia de grupo fueron establecidos por los autores de esos estudios y han pasado a constituir el bagaje teórico-técnico con el que trabajamos.
En un proceso de larga duración como el que estamos tratando, donde se suceden multitud de situaciones y complicaciones, donde la duración del trayecto favorece la sensación de sentirnos perdidos en muchos momentos, las recomendaciones y conceptualizaciones planteadas por estos pioneros-creadores nos guían en la penumbra, nos acompañan siempre. En nuestro interior buscamos el diálogo con esos escritos, les preguntamos qué harían o qué hicieron en situaciones grupales similares a la que estamos viviendo. Es un acompañamiento interno (5).
Estos personajes con los que dialogo provienen, en mi caso, de dos importantes fuentes: el grupo operativo y la psicoterapia grupal de orientación psicoanalítica.
Los primeros que conocí y estudié son los que construyeron los principios básicos del grupo operativo y, por ende, de mi ECRO (esquema conceptual, referencial y operativo): Enrique Pichon-Rivière (1), José Bleger (6) y, sobre todo, Armando Bauleo (7).
W.R. Bion (8) también está muy presente junto a ellos. Su teoría de los supuestos básicos es de las mejores explicaciones que conozco sobre la complejidad de la dinámica grupal.
También acompañantes de mi generación como la psicóloga mexicana Margarita Baz, que con sus escritos sobre el final de los grupos me ha ayudado a pensar de una manera más productiva esta etapa tan controvertida (9, 10); Diego Vico, acompañante también externo durante muchos años y del que aprendí a dar a la etapa de los preparativos un estatus de mayor rango (2, 3); Antonio Tarí (11), con quien trabajo en la actualidad y aprendo a demorar mis intervenciones en el grupo y del que he aprendido a estar más callado.
El otro grupo de acompañantes está formado por algunos de los más importantes terapeutas de grupo. Todos ellos se caracterizan por su imaginación para poner en marcha recursos técnicos beneficiosos para el grupo, por la amplitud de sus experiencias grupales, así como por el apoyo recibido de sus centros e instituciones para realizar investigaciones. Son merecedores de estar siempre cerca. En mi caso me estoy refiriendo a Slavson (12), Bach (13), Foulkes (14, 15) y el inagotable Yalom (16). Buenos referentes para el terapeuta de grupo.
Estudiando a todos estos autores observamos claramente sus matices diferenciadores. Incluso ellos mismos se encargan de señalarlos. Pero todos los citados (a excepción quizás de Bion) muestran un interés común por el desarrollo de un pensamiento grupal y por eso resulta reconfortante y útil la comunicación con ellos.
Los inicios
Podríamos hablar de tres etapas: inicial, intermedia y final. Otros autores hablan de seis, de siete fases… Pero la mayoría están de acuerdo con esta división en tres fases, por otro lado bastante genérica. No sé si debemos de esforzarnos en hacer estudios para escudriñar una mayor y más específica división en el proceso grupal. Quizás las energías haya que ponerlas en otros problemas. Al fin y al cabo, la terapia grupal es ciencia pero también es arte y siempre se resistirá a una excesiva categorización.
Las tres etapas guardan similitud con una representación teatral. Existe la apertura, el desarrollo y el cierre.
Como dije al principio con el símil de la ría en su desembocadura al mar, los pasajes de una etapa a otra no son nítidos, los pasajes entremezclan lo anterior con lo siguiente. Ninguno de los que participamos en la experiencia podemos certificar con exactitud ese momento de pasaje.
En los inicios, muchos integrantes, a la tercera o cuarta sesión, “dictaminan” que ya son grupo. También algunos enfoques grupales consideran que desde la primera reunión el grupo está constituido. Me parece que tienen excesiva prisa y se olvidan de que los grupos siempre caminan más despacio que los individuos.
En nuestro grupo tipo, esta etapa inicial puede abarcar los 4-6 primeros meses. La primera sesión, por muchas a las que hayamos asistido, siempre va a sorprendernos. Armando Bauleo (17) hace una de las mejores descripciones que conozco sobre este primer encuentro: “Estamos a la hora fijada y en el espacio establecido. Se enuncia la tarea convenida y el tiempo que se tiene para trabajar. Una vez instalados, cada uno de acuerdo con su comportamiento social habitual, intentará colocarse cómodo siguiendo sus preferencias y, aplicando una especie de táctica, se ubicará así cerca o lejos del coordinador, o con el picaporte de una puerta al alcance de la mano, o para codearse con quien imagina que lo puede proteger, o arrimado a una ventana con una doble mirada fuera-dentro, o entre mujeres o entre hombres buscando complicidades, o frente a quien considera objeto de seducción, o en oblicuo a quien (sin conocer) fantasea como posible rival; alguien se cree transparente (sin miramientos se ubica delante de otros), otro invisible (mira al suelo o al ‘más allá', como los niños en la escuela que no miran para no ser mirados), alguno es un ausente-presente (no se sabe bien cuándo llegó), otro será presente-ausente (no se conocerá fácilmente a partir de cuándo otros pensamientos lo arrastraron fuera de esta situación grupal. […] Los integrantes llegaron con la sensación, casi certera, de que poseían una idea clara sobre aquella finalidad o tarea que los convocaba. […] Ellos suponían que dichos esquemas permitirían conocer de antemano el tema a tratar. De pronto la situación grupal deviene casi catastrófica y así durará en innumerables encuentros”.
Quizás sea la etapa más difícil. Es el nacimiento del grupo, repleto de inmadurez y desconocimiento. Las ansiedades de carácter paranoide pueden ser las más sobresalientes. Por eso los mayores abandonos ocurren en esta etapa, porque es la más persecutoria. Etapa difícil pero no imposible. El estar con otros, el sentirse reconocido en los otros, puede ser una sensación agradable, placentera y que suele compensar las dificultades.
Las ansiedades propias de cada paciente comienzan desde el primer momento a mezclarse con la tensión grupal. Algunos autores hablan de ansiedad endógena y ansiedad inducida (por el grupo). Un choque externo-interno de difícil reconocimiento y elaboración. Será más adelante cuando se pueda hablar de ello, ya que la ansiedad que impregna al grupo es más difícil de reconocer que cuando nos viene estando solos, sin los otros. De momento, lo importante es poder sostener la sesión.
Desde este primer encuentro, el equipo coordinador está muy pendiente de que la tensión permanezca en niveles tolerables. Es una de sus principales funciones. Al mismo tiempo que vigila esta tensión, se autoobserva. El terapeuta indaga en su relación con el grupo, el efecto de su intervención y presencia. Su manera de actuar también puede incrementar esta ansiedad inducida.
Probablemente existan muchas dudas, ambivalencias y miedos (sobre todo, miedo al ataque) ante una situación muy nueva y con gran desconocimiento del funcionamiento de un grupo de terapia. Hemos comprobado que el establecimiento de un periodo de prueba (unas ocho-diez sesiones) ayuda a disminuir la tensión y sobre todo la ambivalencia.
Pasado este periodo, si el paciente decide continuar, su compromiso y participación toma una cualidad distinta. Pocas veces este periodo de prueba ha sido utilizado para abandonar el grupo, lo que me lleva a pensar en su valor simbólico más que práctico, pero de claros efectos beneficiosos, pues creo que incrementa el interés y la confianza de los pacientes añadiendo una buena dosis de “prestigio” al grupo, tan necesitado de ello al ser un lugar de acumulación de sufrimiento y desgracias.
En muchas ocasiones, aunque no en todos los grupos, suele aparecer el líder o líderes iniciales, el “L1” descrito por algunos autores (18). Aunque el EC se muestre activo y facilitador, siempre su participación va a ser deficitaria a los ojos del grupo. Su aparente y malentendida pasividad suele provocar airadas reacciones por parte de los presentes. Una de estas reacciones es la aparición del líder inicial, la persona del grupo que intenta cubrir ese déficit, proponiendo al grupo respuestas a las preguntas sobre los objetivos y el funcionamiento del grupo de terapia. Es posible que la aparición de este líder, además de su efecto balsámico, prevenga al grupo de algunas deserciones.
El L1 es un rol importante y, en mi opinión, ayuda bastante a poner en marcha el grupo de terapia. El EC debe cuidarse de los posibles indicios de rivalidad que pueden surgir con este/estos integrantes y aceptar la complejidad que está comenzando a construirse.
Otra forma que tiene el grupo para superar esta etapa inicial es mediante la impostura. El hacer como que se sabe lo que hay que hacer ayuda a superar los momentos más tensos.
El terapeuta (EC) ocupa un lugar esencial. De todos los presentes, es el que tiene mayores conocimientos sobre lo que es un grupo y lo que se puede esperar. Conoce el método, ellos no. Su participación suele ser activa y motivada no solo por sus miedos sino también por la tensión que absorbe, ya que en estos inicios suele ser uno de los principales depositarios de las ansiedades más difíciles para un grupo, las ansiedades paranoides.
El terapeuta es muy consciente de que esta depositación ineludible es operativa aunque efímera y con sus días contados. Sabe que, en unos meses, estas depositaciones puestas en él van a ir disminuyendo y cambiando. Este saber lo utiliza para ir preparando al grupo para la llegada del momento en que el EC deja de ser tan imprescindible.
Conforme los pacientes van haciéndose con la situación grupal, conociéndose entre ellos, invistiendo la sala, aprehendiendo el estilo del EC, conforme el grupo va aumentando su conocimiento de la metodología, el terapeuta va abandonando o disminuyendo ese lugar de “oráculo” del que hablan algunos autores.
Resulta difícil definir esta primera fase como terapéutica en el sentido estricto del término. Es una etapa necesaria, aunque el tema central, tanto a nivel manifiesto como latente, no sea el problema individual que originó la petición de ayuda en el paciente. Es una etapa principalmente de aprendizaje. Aprender de una situación poco habitual y sin embargo muy lógica: conocer a gente con la que vas a realizar algo en común. No es un conocer de cualquier manera. Es un conocer e interaccionar pertinente a los objetivos que se persiguen: mejorar la salud. Para que este aprendizaje se pueda dar es muy importante la ausencia de emergencias y por eso no seleccionamos a pacientes en situaciones muy agudas. Estos pacientes y sus aparentes urgencias secuestran las energías destinadas a la constitución y proceso del grupo, tarea central para nosotros y que está en la base de nuestra concepción grupal.
El grupo operativo tiene una forma específica de entender el funcionamiento grupal, consistente en considerar imprescindible que para alcanzar sus objetivos el grupo consiga poseer características de grupo de trabajo o de equipo, tal como escribió Bleger: “Gran parte del trabajo del grupo operativo consiste, sucintamente expresado, en el adiestramiento para operar como equipo” (6).
Y también Bauleo: “El aprender aparece después de una cierta resolución de lo grupal” (7).
Es muy posible que, en los albores de la siguiente etapa, los integrantes hayan incorporado la esencia del método de trabajo, es muy posible que empiecen a entender que el grupo terapéutico no solo es una terapia directa, sino que es sobre todo indirecta, ya que todos los participantes nos esmeramos en cuidar a las personas del grupo y su funcionamiento, y al mismo tiempo el grupo va a ayudar a cada una de las personas que lo integran.
En estas etapas iniciales, pueden aparecer problemas que sobrepasan la capacidad de respuesta del grupo y que resultan muy difíciles de abordar. Hemos escrito sobre dos de estas situaciones: en una de ellas (19) el grupo estaba a punto de finalizar la etapa inicial (sesión 23). Había habido abandonos y decidimos incorporar tres nuevos integrantes, los cuales tuvieron una acogida afectivamente exagerada (¿contrafóbica?) por parte de los que estaban en el grupo. Una de las pacientes nuevas tenía un diagnóstico de fobia social bastante grave pero eso no la impidió participar en una especie de postgrupo informal en la calle, cerca del Centro de Salud Mental, de más de dos horas de duración, repitiéndose esta situación en sesiones posteriores. Esta conducta, esta “amistad apresurada” que algunos interpretarán como acting out, se convirtió en una especie de estructura de poder, incidiendo bastante en la dinámica grupal. El grupo tuvo que convivir hasta su final tanto con los factores terapéuticos como con los antiterapéuticos provenientes de esa falsa amistad.
En otro grupo (20), a los seis meses de funcionamiento y unas horas antes de la última sesión antes de las vacaciones de verano, el psiquiatra de uno de los pacientes del grupo nos informa del suicidio de este. Antes de esta tragedia, el grupo había sufrido otros abandonos, quizá demasiados, y por eso titulamos el escrito Sálvese quien pueda. Esta tragedia marcó el devenir posterior. Todos nos quedamos mal. El equipo coordinador pudo compartir y elaborar nuestra angustia, pero fue muy difícil compartirla con el resto del grupo, rechazaban cualquier alusión al tema. Transcribimos la elaboración que aparece al final del artículo, donde intentamos dar algo de positividad a una situación complicada: “Inclusive me atrevo a decir que para Óscar el grupo terapéutico le ‘alargó' la vida. El grupo ejerció de sostén. Óscar se suicidó en el período de interrupción del grupo por las vacaciones; mientras el grupo funcionó, no lo intentó. El grupo no le impulsó al suicidio; sin embargo, la falta de grupo sí facilitó que se matara”.
Estas situaciones tan críticas que hacen su aparición en etapas iniciales ponen en un serio aprieto al grupo. Los temores y las incertidumbres (persistentes) sobre uno mismo y sobre los otros, así como sobre la tarea en común, hacen muy difícil conseguir el sosiego necesario para pensar lo que está pasando.
Por eso algunos grupos no consiguen pasar a la siguiente fase y se rompen, lo cual no conviene vivirlo como drama o fracaso. A veces es mejor esta disolución prematura que mantener con vida (y con nuestro beneplácito como terapeutas) situaciones de imposturas y estereotipias que van creando una especie de caracterología grupal con pocas posibilidades terapéuticas.
Pero la mayoría de los grupos superan esta fase.
Fase intermedia
Existen señales, indicadores y otras características que definen tanto la entrada en esta fase como la existencia de esta:
- El periodo de prueba ha finalizado.
- Parece que de momento no va a haber más abandonos (aunque siempre puede haber sorpresas); si el número de integrantes que asisten con asiduidad resulta suficiente para continuar hasta el final, mejor que no haya nuevas incorporaciones.
- Tenemos la impresión de que están más tranquilos, que conocen un poco más a los otros y también conocen la manera de trabajar del equipo coordinador.
- Parece que empiezan a pensar sobre el uso que pueden dar a las sesiones y cómo tienen que participar para aprovechar esta oportunidad terapéutica.
- Las ansiedades son más tolerables y los momentos de silencio no son rechazados, incluso se reciben como necesarios. Algunos autores denominan a esta fase “fase meseta”.
- El líder o líderes iniciales han caído en desgracia. Ya no resultan útiles, pues la necesidad de salvadores del grupo ha desaparecido, y cada uno de los integrantes quiere buscar su sitio y su forma de estar.
- El EC también ha rebajado su tensión y empieza a confiar en el grupo, en sus recursos para mejorar el análisis y la comunicación. Siente que su misión ahora es más la de acompañar y contener, si bien está vigilante ante las posibles crisis o descompensaciones que pueden desencadenar la ruptura de estereotipos y defensas. Esta vigilancia, por momentos tensa, se combina con sensaciones calmadas y agradables por ser testigo y partícipe de los momentos de insight que se estaban fraguando.
- La participación de todos aumenta respecto a la fase anterior, lo que requiere una mayor habilidad para administrar el tiempo de la sesión.
- Es la etapa de mayor duración. En nuestro grupo tipo, esta etapa puede abarcar casi 2/3 de todo el encuadre, entre un año y un año y medio. Está repleta de momentos muy distintos unos de otros.
- Es la fase en la que el grupo más se acerca a los problemas de cada uno de sus integrantes, a su grupo interno, a lo intrapsíquico. Hay un compromiso del grupo y del individuo en esa búsqueda.
Este compromiso e implicación emocional, fruto del mismo progreso del grupo, puede romper el dique establecido por el encuadre y algunas personas comienzan a verse fuera de la sesión. Esto también lo hemos visto en las etapas iniciales (11), pero de manera más impostada.
Puede que aparezca la amistad, incluso relaciones íntimas. En estos años de experiencia he sido testigo del surgimiento, en dos ocasiones, de relaciones de pareja que, hasta donde sabemos, todavía se mantienen después de transcurridos muchos años.
Con la disminución (o cambio) de las defensas, pueden surgir otros sufrimientos nuevos o desconocidos. Más bien, ocultos.
Algunos autores sitúan en esta etapa los momentos de mayor cohesión. El grupo, la sesión grupal, llega a convertirse en una de las actividades más importantes y necesarias a lo largo de la semana. Se desea el momento de la sesión y supone una perturbación si alguna sesión tiene que ser suspendida.
Temas tan importantes como el deseo, el afecto, la familia, la sexualidad, la agresividad, el odio hacia el otro y hacia uno mismo, los mecanismos obsesivos, la culpa, las manías inconfesables pueden ser soportados. Cada integrante va expresando sus problemas, exponiendo “su caso”. Pero esta exposición no sigue un procedimiento establecido, ya que se mezcla con “otros casos” (nunca una sesión se dedica solo a un caso). El tema-caso coge fuerza, se debilita hasta casi desaparecer y luego resurge en otro integrante.
Se entra en las zonas peligrosas de cada integrante. Se entra, se sale. La espiral dialéctica casi se puede “palpar”.
Consideramos esta fase la más terapéutica en sentido estricto. Es cuando suelen darse la mayoría de los insights. Uno de los más significativos es el que enlaza el afuera con el adentro, sobre todo cuando sentimos y vemos claramente los parecidos en nuestro comportamiento vincular, tanto en el grupo terapéutico como en los otros grupos o espacios de vida.
Al exponer el integrante su problema puede verse sorprendido por los comentarios del grupo, puede que le hagan pensar, incluso puede que accedan a su conciencia datos ocultos (reprimidos).
Todos tenemos la sensación de que “estamos haciendo algo entre todos y para todos”. Gran parte de las dinámicas de esta fase pueden asimilarse a lo que Bion llamó “grupo de trabajo” y Yalom denominó “grupo maduro”.
En esta fase pueden darse muchas situaciones significativas que iluminan desde el punto de vista terapéutico y humano, y que tenemos la suerte de presenciar, vivir y disfrutar con ellas. Siempre recordamos una experiencia sobre la que hemos escrito (21). Fue en un grupo terapéutico de jóvenes, en el que pudimos apreciar los notables cambios experimentados por una de las integrantes del grupo, cambios que mejoraron su vida y cambios que ayudaron al grupo. De ser “la reina del silencio” pasó a ser el agente terapéutico más importante, y esto ocurría cuando el grupo se acercaba al final de su segundo año.
Esta etapa tan centrada en la tarea conlleva esfuerzo y trabajo psíquico. Slavson (12) lo describe muy bien: “Las sesiones focalizadas son aquellas en las que el grupo en su conjunto, o una parte importante del mismo, lucha con un sentimiento, un problema o un tema determinados y dirige su atención y su comunicación al mismo. Suele ocurrir que este tipo de sesión provoque considerable agotamiento y fatiga emocional, pero terapéuticamente es el más constructivo. Aparece con más frecuencia a medida que el tratamiento avanza y los pacientes se tornan menos defensivos, se encuentran más cómodos en la mutua compañía y se sienten más comprometidos con su terapia”.
El esfuerzo es difícil mantenerlo constante. Necesitan/necesitamos momentos de reposo en la propia sesión. Nos tomamos un tiempo para descansar, para irnos por las ramas, pero no conviene confundir este remoloneo grupal con algo resistencial.
Antes de finalizar esta fase intermedia y enfilar camino a la terminación, tenemos que decidir sobre la fecha de finalización, si mantenemos la fecha fijada en el inicio o pensamos que sería más conveniente para los objetivos terapéuticos prolongar hasta un máximo de seis meses el final. Y lo tenemos que decidir con ellos, lo cual nos permite a todos “chequear” el estado del grupo.
Última etapa
La fecha de terminación fijada de antemano, como señala M. Baz (9), es una garantía frente a la ansiedad que provoca la fantasía de absorción del colectivo. Ayuda a quedarse, aunque tiene algo de violento por su imposición.
Quienes trabajamos con grupos operativos estamos acostumbrados a realizarlos con encuadres cerrados donde el final está programado desde el inicio. Esta costumbre está en revisión y vamos aprendiendo que no es lo mismo el final de un grupo de formación que el final de un grupo terapéutico, por eso en la actualidad estamos implementando encuadres terapéuticos grupales más abiertos.
Muchos son los autores que desaprueban fijar un final desde el principio. Slavson (12) fue uno de los primeros en cuestionarlo: “Dudas aún mayores se plantean con respecto a la ‘fase terminal'. No todos los pacientes alcanzan un nivel idéntico de mejoría ni están listos para su alta al mismo tiempo. El progreso se logra según ritmos diferentes en cada uno de los miembros del grupo. Por ende, mientras que algunos pueden estar listos para ‘terminar', a otros puede faltarles todavía mucho… Por lo tanto, suponer que existe una fase ‘terminal' para el grupo como tal es cosa que no se compagina con las realidades terapéuticas. La fase terminal o de cierre es cosa puramente individual: rara vez pueden terminar los grupos como unidades”.
Más cercanos a nosotros, en tiempo y espacio, Guillem Nacher y Lorén Camarero (22) también prefieren no fijar al inicio la fecha de terminación: “La elaboración de los temas del duelo y la separación, se puede decir que está conseguida cuando los pacientes, al cabo de muchos meses de hablar de estos temas, pueden fijar una fecha definitiva para la terminación del grupo. El terapeuta tiene que dejar que este hecho se produzca por sí mismo, sin ser él el que lo proponga. Sin embargo, los pacientes hacen todo lo posible por provocarlo para evitar ser ellos los que tengan que hacerse cargo de esta decisión”.
La manera como lo venimos haciendo (poner una fecha de terminación al inicio y más adelante revisarla con todo el grupo) intenta hacerse eco de estas aportaciones críticas.
Señales e indicadores de esta etapa final:
- Empieza a nombrarse por ambas partes.
- Hay una sensación de agotamiento (en tema y dinámica).
- Languidece la tensión grupal.
- El afuera se hace más presente.
- Pueden aparecer esbozos de proyectos.
- Hay una sensación de haber llegado a un tope en los resultados positivos.
- Pueden aumentar las ausencias a las sesiones.
- El EC aumenta su actividad, de manera parecida a como ocurrió en los inicios, quizás porque esté influido por un recrudecimiento de defensas y resistencias. Seguimos en esto a Yalom (16): “Con frecuencia el grupo evita la tarea difícil y desagradable de terminar la terapia ignorando o negando sus intereses, y el terapeuta debe recordársela. El terapeuta a menudo debe llamar la atención de los miembros sobre la terminación de la terapia. Si este tema se evita (por ejemplo, hay un aumento de la tasa de faltas de asistencia), el terapeuta debe enfrentar al grupo su conducta”.
En nuestro grupo tipo, esta etapa final puede abarcar los dos o tres meses últimos. Al igual que en la primera etapa, hay más ingredientes de aprendizaje que de terapia. Se trata de finalizar la experiencia terapéutica, aprender a acabar, cerrar algo, aprender a decir adiós. M. Baz (9) señala, con bastante acierto, dos cosas importantes: que la forma como finaliza un grupo ayuda a entender cómo han sido los vínculos, y también resalta la importancia de los rituales de despedida.
Hablar de final es hablar de duelos. Una relación, un vínculo complejo, un método o estructura terapéutica, uno de los espacios personales “más sociales” llega a su fin. El duelo existe aunque será más consciente cuando el grupo no esté, cuando no haya más sesiones, ese será el momento en que más lo sentiremos.
Algunos autores (22) comentan que antes del final el grupo ya ha atravesado situaciones de microduelos y que han tenido que ser tratadas como tal, ya que: “Sin ello, este último (el duelo final) se presenta como una vivencia intolerable y los pacientes recurren a la tendencia maníaca de ‘apearse del tren en marcha', hacer una huida en la curación”.
Elaborar el final nos compromete a todos. Escribe Lothstein (23): “Cuando todo el grupo termina, uno o varios pacientes pueden descompensarse o hacer regresiones. Sus estructuras defensivas han cambiado debido al proceso grupal y pueden volverse particularmente vulnerables a los efectos de la terminación”. Serían los depositarios.
También el EC puede tener reacciones resistenciales ante el final. Puede rechazar que el grupo se acabe, ya que costó mucho trabajo ponerlo en marcha, se puso mucho cariño y energía. Otras veces, al contrario, puede tener muchas ganas de finalizar y se precipita, entierra el grupo antes de tiempo e intenta eludir su compromiso en la elaboración de la terminación. Atentos.
Cuando un grupo ha trabajado, compartido y aprendido, la huella que deja en todos, EC e integrantes, es muy grande. La pérdida es muy real. Los que tenemos la suerte de haber tenido alguna experiencia grupal larga, terapéutica o formativa, sabemos que ha sido un momento importante en nuestra vida.
Baz y Zapata (10) reflexionan sobre las significaciones del final de un grupo. Escriben: “Podemos decir que la despedida de un espacio colectivo, además de ser referida a los procesos de duelo tal como el psicoanálisis los ha concebido, referidos a la reconstitución subjetiva a que obliga toda pérdida (que, por otra parte, es la experiencia inevitable de la vida, ya que esta implica enfrentar una sucesión de pérdidas -las pequeñas ‘muertes' cotidianas y otras pérdidas más traumáticas de seres amados, de vínculos o ilusiones-), nos ha llevado a preguntarnos por el papel específico de las experiencias colectivas en el devenir subjetivo, qué son los vínculos grupales y de qué tipo de pérdida estamos hablando cuando estos se terminan. Los caminos recorridos, en diálogo con la experiencia de un grupo que se despide de un espacio cotidiano de dos años de duración, nos llevaron a destacar la complejidad de este tipo de vínculo, que no se agota en la tarea común, sino que actualiza el posicionamiento ante los otros y ante el tiempo de la historia. Por ello hemos planteado que la disolución de un vínculo grupal remueve profundamente el diálogo con el mundo, lo fractura de alguna manera, pero también posibilita la renovación del compromiso vital ante el devenir, ante ‘el paso de vida' que gesta la existencia humana”.
En el período de duelo es cuando más solos nos podemos sentir, es inevitable. Pero pensamos que hay algo en nuestras Instituciones de Salud Mental que agrava esta soledad en el duelo. La institución se maneja con términos y conceptos que la sustentan, pero el duelo como concepto y sentimiento no está en su glosario. Parece que el duelo no tiene espacio dentro de nuestros centros de trabajo. Hace años, una compañera psicóloga, Milagros Viñas, en el transcurso de una conversación, me ayudó a entender esta ausencia.
¿ Y después de la última sesión? El postgrupo desconocido
El grupo ha acabado, ya no hay más sesiones programadas, pero algo se mantiene en movimiento (interno y externo). Pueden suceder algunas de las siguientes situaciones:
- Puede que el grupo se reúna durante algún tiempo sin nosotros saberlo, puede que lo sepamos e incluso que nos inviten a sus encuentros.
- Puede que se establezcan relaciones duraderas entre algunos integrantes del grupo.
- Puede que acudan a las sesiones de seguimiento (si así se estipulan). Pero también pueden no acudir y mantener la experiencia interiorizada y silenciada.
- Puede que vuelvan a buscar a uno de los dos terapeutas, aunque no desesperadamente, o que vuelvan buscando un terapeuta distinto para proseguir el camino.
- Algún integrante (los menos) puede sentirse desorientado. Se va encontrando mejor consigo mismo pero su proceso terapéutico no terminó con el final del grupo. Ha podido ser depositario de aspectos sin tratar. No es culpa suya, es más responsabilidad nuestra, ya que, en general, nos solemos quedar cortos respecto a las expectativas y objetivos terapéuticos planteados y el tiempo necesario para conseguirlo. Es uno de los riesgos de nuestro oficio, pero, aun así, estamos de acuerdo con Foulkes (15) cuando plantea que es mejor no llegar que pasarse.
Algún interrogante siempre nos va a acompañar: ¿cuánto de mejoría han conseguido y durante cuánto tiempo?, ¿hemos acertado con la duración del grupo?
Para todo este proceso terapéutico, contando los preparativos y el seguimiento, hemos necesitado unos tres años del calendario. ¿Cuántos dispositivos asistenciales están dispuestos a sostener este proceso? Y si los hay, ¿cuántos de ellos se atreven a subir otro escalón y realizar los estudios necesarios sobre los objetivos terapéuticos que se han logrado y la permanencia de estos?
A manera de epílogo. Terapia de grupo y psicología social
Estas reflexiones que ahora terminan han estado centradas en las etapas y el funcionamiento de un grupo terapéutico, pero ahora quisiera, para finalizar, alejarme un poco de ese tema central y mirar más allá del pequeño grupo, mirar a la vida cotidiana.
La mayoría de los terapeutas grupales poseemos una sensibilidad marcada por lo social, por la comunidad de la que nos sentimos parte y a la que observamos y estudiamos. La antropología, la sociología y, sobre todo, la psicología social abastecen al terapeuta grupal de datos y conocimientos que ayudan a dar coherencia a su práctica terapéutica. El paciente no es solo un paciente, es portavoz y depositario de un malestar más amplio. No es un enfermo social, pero sí es un emergente social, o, como solía decir Armando Bauleo, el paciente con el que trabajamos es el “terminal” de toda una cadena de dificultades sin afrontar.
Me pregunto si esa cadena de dificultades la contemplamos dentro de nuestro campo de trabajo, de intervención, o se queda solo en nuestro campo de reflexión. Me pregunto si con nuestros recursos técnicos más conocidos y utilizados, así como con los encuadres grupales que vamos proponiendo, nos acercamos o alejamos en el trabajo sobre el emergente.
No tengo las respuestas aunque me parecen importantes las preguntas. Lo clínico y lo social debieran tener una relación más comprometida y explícita. Todavía hay mucho camino por indagar.