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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.42 no.142 Madrid Jul./Dez. 2022  Epub 20-Fev-2023

 

Crítica de Libros

Mujeres vaciadas y vueltas a llenar

Emptied and refilled women

Rosana Corral-Márquez1 

1Psiquiatra y escritora. Hospital de Sagunto, Valencia

Huertas Zarco, María. 2021. Nueve nombres. Barcelona: Ediciones Temporal, ISBN: 978-84-121933-2-9. 144p.

Apenas retiradas las inyecciones, María iba a dar cuenta de su historia poco a poco. Corría el año 74 y dos centenares de no enfermos como ella (homo-sexuales, disidentes, parias, madres solteras) iban a dejar el psiquiátrico valenciano de Bétera en tres años dado que ni siquiera sufrían una enfermedad. A María la esperaban una hermana, dos hijas y un hombre dispuesto a quererla. Su único mal: el olvido. Madre soltera en la adolescencia, había perdido a su novio antes de cumplir los veinte y se colapsó. Se ganaría la desconexión absoluta de su hijo y de su familia, un arrullo enloquecedor de cerrojos y siseos de monjas, anotaciones escuetas de sus guardianes: “Muestra cierto alivio porque ya cose”. Vainicas y sobrevainicas. Punto de cruz, de sombra, de arenilla. La joven psiquiatra que escuchó su historia en los setenta cuando la sacaron del viejo manicomio y la llevaron a Bétera le daría el alta, pero no iba a olvidarla jamás. Entonces era una joven residente y hoy está jubilada. Se llamaba María, como ella. María Huertas. Acaba de juntar su historia con otras ocho que quitan el aliento cuando se leen.

Felipa, treinta años de internamiento, ni un solo día en el que no pensara en sus tres hijos. Lo impactante es que nadie en el equipo de Huertas imaginara que los tenía. Su sonrisa plácida hacía que pocos repararan en ella. Tardarían mucho en conocer que había estado casada: a los dieciséis, con un maltratador absolutamente impune. Un día, el niño de tres años abriría la puerta a los vecinos con la nariz sangrando y eso iría ligado a la cita obligada en la Guardia Civil, comparecencia oficial, ultimátum en unos cuantos días. Las órdenes del marido sobre lo que debía decir en esa cita olían a pólvora y al óxido de la sangre seca. El día señalado, Felipa iba a dejar la casa sin nada pensado, con su hijo en brazos y la calderilla para un remoloneo por el puerto, que no una fuga. El mar y su promesa de frontera. Una confusión de voces y gaviotas, turistas que embarcan en una golondrina y no atienden a la mujer acalambrada con su bebé en brazos que fija la vista en la borda. Cuando quisiera darse cuenta, Felipa estaría saltando al agua agarrada a su pequeño. “Un impulso —le contaría a Huertas—, buscando la luz, la vida, no la muerte”. Fundido en negro y una habitación blanca donde las muñecas y los tobillos escuecen por el roce de unas correas. Que el niño estaba bien. Que no hiciera más preguntas. La violencia institucional se ejercía de una forma tan tosca, tan impune e implacable, que había que tener la sensibilidad de una piedra pómez para no buscar la ruptura con el manicomio.

Licenciarse en medicina y aterrizar en un psiquiátrico debió de ser una experiencia transformadora en los setenta. Huertas, como tantos jóvenes que alentaron la reforma desde su versión embrionaria, no tuvo que pensárselo para contestar a la miseria del viejo asilo. Bajo la batuta de Ramón García, iba a llevar uno de los pabellones más ruidosos de la Reforma. La espuma de aquella experiencia, el poso amable que domina en su recuerdo, lo ha volcado en su libro Nueve nombres, publicado por la editorial Temporal.

Para un neófito de la salud mental en el siglo XXI, la cosa es distinta. Uno toma la orilla de la especialidad con el orgullo vano de haber superado más fatigas que un caballo de tiro en la estepa rusa. El residente es aplaudido por su resistencia y capacidad deglutoria, ha triturado toneladas de apuntes y parece un pura sangre de la ciencia psiquiátrica, la cosa va a ser suave y satinada en adelante. Y cuando la miseria del enfermo le roza, que no tardará en pasar, el escándalo está atenuado por las promesas de la ciencia psiquiátrica. Tarda uno unos cuantos años en asumir que hay gato encerrado. Que la violencia institucional no se ha ido, si bien se esconde detrás de una sofisticación artera. Que la reforma quedó varada en los ochenta y no se ha completado ni cuenta con actores que la puedan completar, porque estamos todos agotados, o miopes, o embelesados.

Se habla desde hace unos lustros de la pospsiquiatría y de la crisis de la psiquiatría, ¿dónde ha quedado el paradigma de la recuperación? Leer las líneas de María Huertas puede ejercer un efecto disuasorio para seguir adelante, funcionar como un paseo complaciente por la Historia. Ese es el riesgo del libro. Si nos suena tan lejano como las guerras napoleónicas será un fracaso, ¿quién se identificaría hoy con Curro Jiménez y el Algarrobo? Qué bien que aquello pasó, nos diremos, sabedores de que el enfermo mental hoy está bien peinado y perfumado, vayámonos de congreso. Qué terribles eran los manicomios, sí. Yo leo estas líneas y me pregunto si me hubiera hecho neuróloga o internista o incluso técnica de laboratorio en los setenta.

Hay otra lectura, sin duda, que el libro de Huertas puede suscitar y debería. Necesitamos que nos saque un poco los colores y animar a la militancia. Supongo que el ángulo en el que estemos ubicados marcará nuestra lectura. Hablaré del mío, el de una psiquiatra que pasó la primera década de los 2000 seducida por lo biológico, la segunda por lo psicodinámico y, finalmente, se define como una psiquiatra social o comunitaria. Mi último punto de inflexión tiene que ver precisamente con personas como ella.

Conocí a María Huertas hace unos cuantos años, todos me hablaban de ella mientras yo rastreaba batallitas de la vieja psiquiatría valenciana. En ella convergían todas las líneas. Su nombre sonaba en cada conversación y mi imaginación la hizo grande, épica. Pero el día que me tomé un café con ella salí perpleja. Era una activista proveniente de un mundo que se hizo añicos, pero no había ni un atisbo de la rigidez que esperaba en ella. Recién jubilada, parecía más bien una mujer mayor preguntándose por el fin de la profesión y por su siguiente campo de batalla. ¿Se deja de ser psiquiatra alguna vez? —le pregunté—, y me contestó que sí, que había empleado medio año en despedirse de los pacientes y había sido hermoso, pero que el feminismo no lo dejaría. “Vosotros habéis vivido un mal momento —me concedió— pero yo viví una serie de cosas, la universidad era el centro de todo, luego abren Bétera y faltaban médicos: hicimos la especialidad que quisimos y donde quisimos”. Después de cuatro horas de charla torrencial, me levanté y me volví a sentar, temerosa de resultar maleducada, vacilante respecto a estar ante un principio o ante un final. Entendí que ella venía de una época en la que nadie se concedía límites, no había horarios ni rayitas limitadoras. La influencia de Ramón García y las madrugadas infinitas en su casa las llevaba engastadas muy adentro, la gran batalla contra lo dicotómico: psicótico/neurótico, mental/ cerebral, dentro/fuera. Cuando nos despedimos supe que me había deslizado hacia el otro ángulo, pero aún no podía ponerle palabras, ni mucho menos rayitas.

El año del confinamiento Huertas fue más rápida que yo y puso tinta por medio para hacer navegar esas historias y esas estampas en color sepia que yo quise coleccionar. Las anécdotas que me contó debajo de su casa se vuelven párrafos impresos, oralidad atrapada y adecentada. A su Ana, su Amparo, su María Jesús, su Felipa, Blanquita, Dolores, Aurora, Margarita y María las ha acicalado y sacado brillo para el ojo público. Pero, meses después de su publicación, Huertas se confiesa perpleja: el libro interesa más a la sociedad que al mismo gremio. Pocos son los psiquiatras que se hacen eco de sus líneas. Su libro es un texto testimonial sobre la reconstrucción de seres humanos en ruinas, personas desposeídas, fantasmales, felices de ver terminado su mal sueño, ¿cuántos de estos casos puede encontrar hoy el joven sanitario entre los boxes de urgencias?

La lectura feliz de estos relatos es la que nos recuerda de dónde venimos y nos reclama en la parte que hemos dejado anestesiar. La que nos contrapone a un ejercicio holístico y humano, lejos de la atomización perversa del sufrimiento emocional. Algunos de nosotros hemos entendido que valía más la pena preguntarle a un loco qué necesitas que cuáles son tus síntomas. Meterse en sus zapatos y dar la locura como válida antes que meterse en el vademécum para salir de su mundo por la puerta de atrás.

Pero los libros, como las personas, como los sueños, son imperfectos y este no podía ser distinto: se echan en falta los enfermos mentales graves. Las páginas reúnen un ramillete de sanaciones rápidas, dado que se centra en mujeres abusadas. Víctimas puras del maltrato machista o de la miseria y el desarraigo. Salvo una mujer epiléptica, una bipolar y una monja abusada con un delirio místico, el resto engrosa la lista del estrés postraumático y el esperpento social. El veterano con horas de vuelo en la materia echará en falta relatos en los que asome la parte turbia de la ruptura, las escenas en las que, igual que hoy en día, se fragua siempre el fracaso: psicosis aguda, toxicomanía, violencia, fugas, embarazos no deseados, suicidios. Pero este no es un libro con el que Huertas pretenda abarcar la experiencia de una forma totalizadora ni taxonómica. Ella simplemente se ha topado con su memoria, con los dedos del recuerdo cuando uno enfrenta un cambio de ciclo y le rozan desde el pasado. Y, como a todo el mundo, la visita lo más hermoso.

“Pues yo no recuerdo esta etapa como triste”, insiste ella una mañana en la que bajo a saludarla a la Feria del Libro. Sus antiguas colegas se quejan de lo sórdidos que eran aquellos manicomios, pero ella fuma y sonríe satisfecha, se siente en familia. Una coetánea jubilada pone los ojos en blanco al hablar de su primera guardia con ciento veinte internos a bocajarro, otra se queja de que tuvo que dejar el psiquiátrico de Castellón, donde los internos iban descalzos y la Guardia Civil pasaba visita con el haloperidol en la mano. Huertas se encoge de hombros y niega con la cabeza, calla, sonríe de nuevo. Su mirada no ha perdido la serenidad que encuentro siempre. Echa el humo relajada y le asoman las intenciones. Me digo que no ha volcado en sus páginas una búsqueda fiel a la realidad, pero ¿qué cosa es, la realidad? La escritora Clara Obligado dice que es mentira todo lo que recordamos, pero es verdad todo lo que imaginamos. Y ella deja entrever que imaginó un mundo más justo, lo sigue imaginando y en su libro lo hace. No es una escritora sesuda, ni siquiera es escritora, ni mucho menos científica. Su propuesta es tan espontánea como la de quien se enamora y confiesa que no andaba buscándolo. Dio con una celebración o una despedida, un diálogo consigo misma. Una psiquiatra jubilada, un pueblo perdido, horas por delante por culpa de una pandemia y un cuaderno por rellenar. No le sería fácil convocar a estas nueve mujeres.

El estilo es libre, el mismo que la guiaría cuando aterrizara en Bétera y descubriera esas personas en ruinas. Su paso por la facultad estaba más lleno de huelgas y carreras delante de los grises que de tochos de farma y semiología. Casi todos los de su perfil habían cursado filosofía a la vez que medicina. Esos fueron los ojos que se llenaron de ternura frente a las nueve mujeres de su libro. Ni siquiera se ruboriza cuando repite, una y otra vez, que no tenían ni idea de psiquiatría cuando llegaron allí. Que los enfermeros veteranos los dirigían con elegancia: “¿Y si le ponemos tal o cual cosa, doctora?”, a lo que ellos asentían agradecidos. Bedate se tuvo que emplear a fondo con unos seminarios de farmacología, “y eso que solo había tres o cuatro medicamentos”. No asomaban a la especialidad como lo hace un MIR del siglo XXI, taladrado por las convocatorias de examen, por nombres y datos, desde tripletes de aminoácidos a síndromes de nombre impronunciable en alemán o en ruso.

Se achaca a las nuevas generaciones de psiquiatras haber dejado de lado el humanismo y es cierto, los jóvenes no somos grandes lectores. No podemos ser fenomenólogos. Si nos acecha el desaliento nos pedimos unos niveles de TSH antes de pensar introspectivamente, ¿cómo vamos a escuchar de otro modo a nuestros enfermos? Quizá libros como Nueve nombres nos empujen de nuevo a ello. Hay en él una denuncia implacable del efecto rodillo que ejerce la institución, de cómo se silencian los relatos de la rabia, de lo injusto, hasta hacer tanto daño que se subsumen a una capa freática más cerca del núcleo de lo que somos, demasiado lejos de lo visible o audible. Deberíamos aguzar el oído para que nunca vuelvan a darse historias encriptadas. Deberíamos, claro que sí, cultivar esa escucha humanista que se nos perdió por el camino.

Correspondencia: rosana.corram@gmail.com

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