INTRODUCCIÓN
Muchas personas con trastornos de personalidad (TP) presentan importantes dificultades para adaptarse a su mundo social como consecuencia de utilizar unos patrones mentales rígidos e inflexibles para dar sentido a sus relaciones interpersonales (Inchausti et al., 2018a). En la literatura científica, estos patrones se han denominado esquemas interpersonales desadaptativos (Dimaggio, Montano, Popolo y Salvatore, 2015; 2020; Luborsky, 1984; Lubosrky y Crits-Christoph, 1998). El objetivo principal de este trabajo es presentar al lector los procedimientos utilizados en la terapia metacognitiva interpersonal (MIT; Dimaggio et al., 2015; 2020) para trabajar con estos esquemas de forma global a través del uso de las imágenes mentales y diversos ejercicios sensoriomotores. Con tal objetivo, el artículo se organiza de la siguiente manera. En primer lugar, se presenta la estructura básica del esquema interpersonal según los principios de MIT y se ofrecen algunos ejemplos clínicos. A continuación, se exponen los principales hallazgos que sustentan el uso de las imágenes mentales y el trabajo corporal en psicoterapia. Después, se describen los procedimientos para implementar este tipo de técnicas en MIT y, para facilitar la exposición, estos métodos se ilustran en un caso clínico. Finalmente, se discuten las implicaciones clínicas del trabajo experiencial como un componente especialmente útil en el trabajo con pacientes con problemas interpersonales graves, como ocurre en los TP.
ESTRUCTURA BÁSICA DE UN ESQUEMA INTERPERSONAL EN MIT
Bajo los principios de MIT (Dimaggio et al., 2015; 2020) y siguiendo una versión modificada del Tema Central de Conflicto Relacional (Luborsky, 1984; Lubosrky y Crits-Christoph, 1998), un esquema se estructura con tres elementos:
Un deseo o motivo personal principal (p.ej., el apego, el rango social, la inclusión grupal o la autonomía/exploración);
Una autoimagen central subyacente al deseo o motivo principal anterior (p.ej., "soy digno" vs. "soy indigno", "soy autónomo y me siento apoyado por los demás" vs. "soy dependiente y me siento frustrado por los demás");
Una respuesta esperada o deseada del otro. Cuando existe psicopatología, esta respuesta por lo general confirma una autoimagen negativa subyacente; por ejemplo, cuando el otro actúa de forma despreocupada, el paciente interpreta que esto fortalece su idea de que es "indigno". Del mismo modo, los pacientes ponen continuamente a prueba, tanto en su diálogo interno como en sus interacciones sociales reales, si la respuesta del otro es positiva, algo que inflexiblemente exigen para poder reforzar sus autoimágenes más benévolas. Siguiendo con el ejemplo anterior, el paciente necesitaría probar que es alguien "valioso" a través de sentirse validado por los otros (Gazzillo et al., 2019; Weiss, 1993).
Desde una aproximación clínica, por ejemplo, un paciente impulsado por un intenso deseo de sentirse valorado y que, además, tiende a retratar a los demás como individuos negligentes, es muy probable que con frecuencia se sienta poco querido. Para afrontar su sufrimiento y frustración secundarios, podría comportarse de un modo que no solo no le ayudara, sino que aumentase su malestar y deteriorase aún más sus relaciones sociales. Por ejemplo, podría reaccionar distanciándose, finalizando abruptamente sus relaciones o aislándose cada vez que percibiera que los demás son poco amables con él. Alternativamente, podría recurrir a autosacrificarse y cuidar a los demás para mantener sus relaciones personales. Si bien es cierto que estas estrategias podrían ayudarle a sobrellevar mejor sus sentimientos de soledad a corto plazo, difícilmente le permitirán satisfacer sus necesidades originales de ser cuidado y querido a largo plazo. Existen abundantes pruebas de que este tipo de patrones interpersonales con el tiempo cristalizan, se perpetúan y provocan altos niveles de sufrimiento y desesperanza (Dimaggio, et al, 2007; Inchausti et al., 2020).
EL TRABAJO CORPORAL Y EN IMAGINACIÓN
Los esquemas no solo incluyen cogniciones y emociones, también se enraízan al cuerpo o, dicho de otro modo, se corporizan (Dimaggio et al., 2020; Centoze, Inchausti, Macbeth y Dimaggio, 2020). Si partimos de las primeras observaciones de William James (1884) y de los postulados de la teoría de la cognición corporizada, el cuerpo es un elemento fundamental en el procesamiento cognitivo (Shapiro, 2011; Osypiuk, Thompson y Wayne, 2018; Castro-Alonso, Paas y Ginns, 2019). Las personas entendemos nuestras experiencias emocionales a través de la conciencia de las interacciones entre las señales corporales y el comportamiento (Damasio, 1995). La teoría de la cognición corporizada brinda múltiples ejemplos de esta influencia y, en particular, de cómo la postura y los movimientos corporales afectan a las emociones y los procesos cognitivos. Por ejemplo, cuando se pide a una persona que adopte una postura erguida y se ría, es más probable que recuerde episodios autobiográficos agradables (Riskind, 1984). Igualmente, cuando se recibe un resultado positivo, por ejemplo de un examen,˗ en una posición erguida, tienden a experimentarse más sentimientos de orgullo que cuando esto ocurre en una postura relajada (Stepper y Strack, 1993). Se ha visto que agrandar el ancho del pecho aumenta la probabilidad de recordar episodios positivos de alegría y orgullo frente al recuerdo de experiencias negativas de desilusión y culpabilidad (Hepach, Vaish y Tomasello, 2015). Por el contrario, cuando se enumeran palabras negativas asociadas con la decepción, la altura postural disminuye en comparación a cuando se incluyen palabras asociadas al orgullo (Oosterwijk, Rotteveel, Fischer y Hess, 2009). Se ha descrito que las personas con trastornos depresivos suelen mantener posturas más encorvadas (Wilkes, Kydd, Sagar y Broadbent, 2017), y caminar más lentamente y con mayor flaccidez que controles no clínicos (Michalak et al., 2009).
En varias condiciones experimentales se ha demostrado que adoptar posturas expansivas ˗comúnmente asociadas con el poder˗ facilita que aparezcan experiencias subjetivas de orgullo, responsabilidad y autoridad. No obstante, los estudios disponibles aún no confirman que esto tenga efectos sobre la toma de decisiones de riesgo y sus parámetros fisiológicos (Carney, Cuddy y Yap, 2010; 2015; Ranehill et al., 2015; Credé y Phillips, 2017; Simmons y Simonsohn, 2017), y su influencia parece estar mediada por el contexto, el nivel de conciencia y las variables interpersonales (Gronau et al., 2017; Cesario y McDonald, 2013; Cesario, Jonas y Carney, 2017).
También existen pruebas que apuntan a que la manipulación experimental de las expresiones faciales no solo induce cambios en la respuesta autónoma, sino que genera los sentimientos subjetivos asociados con esa emoción (Laird, 1974; Levenson, Ekman y Friesen, 1990; Mori y Mori, 2009; Coles, Larsen y Lench, 2019). Recientes investigaciones han propuesto que diversas respuestas físicas, como las sensaciones intestinales, la postura, los gestos voluntarios habituales o las expresiones faciales, constituyen los correlatos somáticos de los esquemas que se han internalizado en el cuerpo a lo largo del tiempo por efecto de la repetición (Ogden y Fisher, 2015). En cierto modo es como si nuestro cuerpo registrase la manera en que nos relacionamos con las personas importantes de nuestra vida (Liotti, 1994; Ogden y Fisher, 2015; Van der Kolk, 2014). El trabajo corporal en algunas tradiciones de la Psicología, como la Gestalt (Perls, Hefferline y Goodman, 1994), la terapia bioenergética (Lowen, 1971) o la terapia focalizada (Gendlin, 1981), siempre ha tenido como objetivo promover una mayor conciencia de los propios estados internos.
Las implicaciones clínicas de estos hallazgos son varias. Por ejemplo, si se detecta que un paciente es dirigido de forma rígida e inflexible por una autoimagen de vulnerabilidad y debilidad, podría invitársele no solo a observar y analizar sus cogniciones, emociones y comportamientos sino también a prestar atención a en qué partes de su cuerpo ubica estas sensaciones. El paciente podría rastrear su postura y descubrir, por ejemplo, si en esas situaciones siente debilidad en sus brazos. De esta manera, el paciente conseguiría desarrollar también una autoimagen corporizada y, lo que es más importante, identificarla como un estado mental propio en lugar de como una mera reacción a estímulos externos.
Como se ilustrará a continuación, en MIT los aspectos corporales generalmente se integran con el trabajo en imaginación (Centonze et al., 2020). De hecho, los procesos asociados al uso de imágenes mentales también son relevantes desde la perspectiva de la cognición corporizada. Las imágenes mentales implican a la experiencia sensorial y propioceptiva, y van más allá de las cogniciones y las emociones (Hackmann, Bennett-Levy y Holmes, 2011). Cuando los individuos imaginan recuerdos autobiográficos específicos, es frecuente que afloren experiencias subjetivas ricas en elementos emocionales y sensoriales (Holmes et al., 2006). A la par, se ha demostrado que imaginar acciones activa la corteza premotora y las redes neuronales asociadas con la realización real de esa acción (Cattaneo, Caruana y Jezzini, 2009; Pilgramm et al., 2016). Llevar a cabo una tarea concreta con un propósito específico e imaginarla con el mismo propósito parece que activa áreas similares del cerebro, sobre todo en las regiones donde se localizan las neuronas espejo (Rizzolatti y Sinigaglia, 2016).
El uso de imágenes mentales tiene una larga tradición en psicoterapia, aunque ha sido en los últimos años cuando se ha comprobado su relevancia científica (Blackwell, 2017). Las imágenes mentales se refieren a "aquellas representaciones y sus experiencias sensoriales asociadas que se desencadenan sin la presencia directa de un estímulo externo" (Pearson, Naselaris, Holmes y Kosslyn, 2015, p. 590). A menudo se ha considerado un tipo de "visión mental" (Kosslyn, Ganis y Thompson, 2001) y una forma "débil" de percepción (Pearson et al., 2015). Parece que la superposición mental de este tipo de imágenes establece canales directos con la memoria episódica y con los sistemas emocionales y conductuales (Blackwell, 2017). Es por ello por lo que los seres humanos tenemos una capacidad excepcional para simular mentalmente estímulos que no están físicamente presentes. Por ejemplo, las imágenes motoras (O'Shea y Moran, 2019; Lotze y Halsband, 2006; Decety, 1996) permiten llevar a cabo acciones mentales al mismo tiempo que se inhiben los impulsos motores (Jeannerod, 2006). Característicamente, este tipo de imágenes se acompañan de sensaciones visuales o cinestésicas subjetivas, es decir, uno cree ver o sentir el movimiento del cuerpo (Moran, Guillot, MacIntyre y Collet 2012). Este fenómeno explica por qué muchas personas son capaces de reexperimentar en su mente episodios pasados con una activación emocional incluso superior a la que tuvieron en vivo (Mathews, Ridgeway y Holmes, 2006).
Estos resultados tienen implicaciones relevantes puesto que proporcionan una justificación para un trabajo psicoterapéutico desde una perspectiva abajo-arriba para alterar los procesos cognitivos y afectivos relacionados con los esquemas interpersonales disfuncionales (Dimaggio et al., 2020; Ogden y Fisher, 2015). En particular, la reescritura guiada en imaginación (Hackmann et al., 2011; Blackwell, 2017; Hitchcock, 2017; Jain y Fonagy, 2020) ha ido ganando relevancia en MIT en los últimos años (Dimaggio, et al. 2018; 2020; Centonze et al., 2020). Esta técnica consiste en ayudar al paciente a revivir episodios autobiográficos específicos, a menudo con los ojos cerrados, y alterar posteriormente en su imaginación lo ocurrido. Para llevarla a cabo, en primer lugar, se solicita al paciente que recuerde e imagine un acontecimiento específico. Es importante señalar que no le estamos pidiendo que relate lo ocurrido, sino que lo imagine y reexperimente con el máximo detalle posible. Es precisa una recuperación de elementos multimodales, es decir, de todos los sonidos, olores y sensaciones táctiles que estaban presentes durante el episodio, e integrarlos posteriormente en un microrrelato (Damasio, 1994). El terapeuta debe ayudar al paciente a rescatar cualquier detalle y, a continuación, a explorar los pensamientos, las emociones y los estados somáticos que aparecieron, tal cual se desarrollaron. Una vez conseguido esto ˗y no antes˗, el terapeuta invita al paciente a alterar el curso de los acontecimientos, reescribiendo lo ocurrido a través de escenas imaginadas. Esto puede incluir, por ejemplo, adoptar diferentes posturas corporales al enfrentarse a una situación o expresar los deseos y necesidades propios en una situación interpersonal difícil. El objetivo es que la persona sea capaz de modificar la manera en la que habitualmente entiende y actúa en sus relaciones, estableciéndose el embrión para una posterior "reescritura" de sus patrones interpersonales disfuncionales. Es importante recalcar que esta reescritura no significa cambiar el pasado sino su significado, de modo que los nuevos finales alternativos (con sus respectivos resultados) actúen como un nuevo mapa psicológico que facilite alterar el mundo relacional. En este contexto, el uso de las imágenes mentales no debe entenderse como un acto de fantasía, sino como un intento de activar áreas neuroanatómicas diferentes relacionadas con el movimiento. Cuando una persona imagina de otra manera una escena, está preparando a su cuerpo para actuar de otra manera (Dimaggio et al., 2020).
USO DE IMÁGENES Y TRABAJO CORPORAL EN MIT
En MIT se utilizan procedimientos manualizados para alentar el cambio psicoterapéutico. Las imágenes mentales y las técnicas corporales siguen procedimientos formalizados de toma de decisiones (Dimaggio et al., 2015; 2020; Centonze et al., 2020). Los principales objetivos del uso combinado de las imágenes mentales y las técnicas corporales son:
Mejorar el conocimiento de los propios estados mentales, que aquí denominaremos monitorización metacognitiva (Semerari et al., 2003). Estas técnicas se utilizan para aumentar la conciencia de las propias experiencias emocionales y ayudar a los pacientes a reconocerlas y etiquetarlas.
Fomentar el sentido de agencia. A través de técnicas experienciales, se guía a los pacientes para que descubran que tienen capacidad para controlar sus estados mentales internos (sentido de agencia). Esto les permitirá apartar sus autoimágenes disfuncionales como sujetos "pasivos" o "débiles" frente a los demás y conseguir una autoimagen ˗incluidos los aspectos corporales˗ más adaptativa en la que puedan ser conscientes de que tienen el control de sus experiencias, que no son simples rehenes de sus emociones y que son capaces de actuar de acuerdo con sus propias necesidades e intenciones.
Promocionar el descentramiento metacognitivo. Este objetivo, que incluye al segundo, pretende superar la creencia inicial de los pacientes de que son meros receptores pasivos de las intenciones de los demás y que no pueden controlar sus propias reacciones. Para que los procesos de descentramiento sean posibles, es necesario que el paciente primero descubra que sus creencias sobre sí mismo, los demás y el mundo son subjetivas, están ligadas a una perspectiva cognitiva egocéntrica y, por lo tanto, son susceptibles de modificarse. La figura 1 representa el proceso de análisis compartido (paciente-terapeuta) de episodios autobiográficos para favorecer la monitorización y el descentramiento metacognitivo. El objetivo postremo es que el individuo sea consciente de que sus ideas sobre las relaciones humanas no reflejan necesariamente la realidad.
Acceder a autoimágenes más saludables. Este objetivo busca que los pacientes adquieran una autoconciencia más equilibrada que incluya aspectos positivos, como "afectuoso", "digno" "amable", "capaz" o "fuerte". Por lo general, cuanto más graves son las dificultades del paciente, más reducido es su insight sobre el impacto de las autoimágenes negativas en su funcionamiento social. Esto suele originar que infrautilicen las autoimágenes positivas o que incluso no sean capaces de acceder a recuerdos autobiográficos con autoimágenes positivas. Las técnicas que se describen a continuación y en el caso clínico se ha demostrado que parecen ser eficaces para facilitar el acceso a autoimágenes más saludables.
PROCEDIMIENTO DE INTERVENCIÓN
Cuando los pacientes han adquirido suficiente conocimiento sobre lo que piensan, sienten y experimentan, el trabajo corporal tiene como siguiente objetivo cambiar los aspectos procedimentales de los esquemas interpersonales disfuncionales (Dimaggio et al., 2018; 2020). Cuando se pide al paciente que respire conscientemente, adopte otras posturas o lleve a cabo otros comportamientos cuando imagina episodios problemáticos, lo que queremos es que se posicione frente a su mundo interpersonal de manera diferente. La construcción de estas imágenes mentales y el uso de las técnicas corporales se desarrolla a partir de una base específica de episodios narrativos (Dimaggio et al., 2018; 2020; Centonze et al., 2020; Neimeyer, 2000). Si el paciente no es capaz de acceder a sus estados mentales durante el episodio, el objetivo de los experimentos corporales será ayudarle a hacerlo o enriquecer la información disponible. Si el paciente es capaz de monitorizar adecuadamente su mente durante el episodio, el objetivo será reescribirlo. Para ello, en primer lugar, se solicita al paciente que se siente, por lo general con los ojos cerrados. Habitualmente en esta fase se hace uso de la respiración profunda y consciente característica del mindfulness. Para asegurar que la práctica comienza en un estado basal de buena regulación, suele comenzarse con ejercicios de grounding o enraizamiento (Lowen, 1971). En estos ejercicios, la persona adopta una postura erguida, con las piernas ligeramente abiertas y las rodillas sutilmente dobladas. Después de unos minutos en esta postura, la sensación que suele describirse es de anclaje, presencia en el mundo y estabilidad. A lo largo del ejercicio, la tensión corporal que produce esta postura ayudará a evitar el distanciamiento mental del episodio sobre el que estamos trabajando. Como se dijo antes, es importante obtener el máximo número de detalles específicos y vividos para que las coordenadas espaciotemporales del episodio sean lo más exactas posibles: el paisaje, las paredes, los muebles, los sonidos, los olores, etc. Después, se pide al paciente que averigüe detalles de las personas que aparecen en el escenario: su rostro, ropa, postura, voz, etc. En paralelo, momento a momento, se indagan las posibles resonancias cognitivo-afectivas. Por ejemplo: "Así que ahora ves a tu padre enfadado y crítico, ¿qué ves en sus ojos? ¿Cómo te sientes en este momento? ¿Qué estás pensando al ver su rostro?".
En ocasiones, cuando se exploran recuerdos traumáticos, los pacientes pueden desregularse momentáneamente por lo que el clínico puede hacer uso de ejercicios de mindfulness, prácticas corporales o, si fuera preciso, estrategias de distracción hasta que se restablezca una regulación emocional efectiva. Es muy importante atender a estos aumentos de mayor arousal emocional puesto que suelen impedir el acceso a toda la gama de material sensorial del episodio. Una vez reguladas las emociones, debe explorarse con el paciente lo ocurrido porque estos hechos suelen revelar el núcleo del esquema disfuncional que desencadena el sufrimiento. Durante el ejercicio, el clínico debe mantener con cuidado al paciente en la experiencia y evitar que racionalice el episodio. Si lo hiciera, habría que ofrecer indicaciones no directivas tales como "esta idea está muy bien, podemos centrarnos en ella después del ejercicio, pero ahora por favor concéntrate en la cara y la voz de tu pareja de nuevo, ¿qué notas? ¿cómo te sientes? ...".
Una vez que la escena ha sido escaneada en profundidad, el ejercicio finalizaría y pediríamos al paciente que respirara una vez más profundamente antes de abrir los ojos. Es en este momento cuando el terapeuta invita al paciente a reflexionar sobre el suceso y buscar nuevas conexiones. Los recuerdos que afloren en esta fase deben incluirse en el análisis metacognitivo ya que suelen permitir enriquecer las formulaciones de los esquemas disfuncionales. Cuanta más información se analice, más fácil será que el paciente reconozca su patrón disfuncional y active sus habilidades de descentramiento. Una vez acordada la formulación del esquema, se iniciaría la fase de reescritura.
En la fase de reescritura se pide de nuevo al paciente que cierre sus ojos y reviva el episodio por segunda vez, pero en esta ocasión pidiéndole que modifique la trama. Lo que se pretende ahora es que el paciente actúe en coherencia con su deseo o motivo original (p.ej., ser autónomo e independiente o sentirse querido y valorado). Si el paciente no fuera capaz de hacerlo, el terapeuta puede sugerir acciones consistentes con su necesidad básica. Por ejemplo, el terapeuta puede reclamar que persistan en su deseo de búsqueda de autonomía, diversión o exploración. Si desean sentirse cuidados, invitarles a que lo pidan sin sumisión. Si desean sentirse valorados, estimularles a que persistan en sus esfuerzos manteniendo una autoimagen positiva en lugar de rendirse si perciben a los otros como críticos. Además, se puede pedir a los pacientes que interrumpan cualquier comportamiento de afrontamiento disfuncional, como abstenerse de actuar con perfeccionismo, no evitar o escapar de la situación o no reaccionar con agresividad. Cuando las personas son capaces de mantener sus necesidades primarias, por lo general suelen aparecer nuevas emociones y pensamientos más detallados, lo que aumenta progresivamente la capacidad de los pacientes para monitorizar su mundo interior.
Reescribir no significa simplemente contar lo ocurrido de forma diferente, sino que lo que se pretende es que cambien, por ejemplo, los comportamientos (p.ej., alejarse de un padre que obstaculiza la autonomía y niega la aprobación) o la posición del cuerpo (p.ej., adoptar una postura diferente o modificar la prosodia y el tono de voz al replicar a personajes agresivos o poco cuidadosos). Después de reescribir el episodio, hay una fase de reflexión adicional donde los pacientes toman conciencia de sus nuevas experiencias, adquieren un mayor insight de su control y poder sobre su mente e identifican áreas de trabajo futuro. El mecanismo del cambio que propone MIT es el aumento de la conciencia del paciente que el núcleo de su problema se encuentra más en el mundo interior que exterior. No obstante, si se detectara que un paciente vive en un entorno de riesgo (p.ej., con una pareja maltratadora), uno de los objetivos de la terapia debe ser ayudarle a construir un entorno más seguro, por ejemplo, motivando al paciente a protegerse y a poner fin a una relación abusiva.
EL CASO DE LUCÍA
Este caso fue tratado por la primera autora, una psicóloga clínica con unos 18 años de experiencia como psicoterapeuta y 7 años específicamente con MIT.
Lucía (nombre ficticio) es una mujer de 31 años que en el momento de la primera consulta trabajaba como paleontóloga en una universidad. Tras una primera evaluación de Lucía con la Entrevista Clínica Estructurada para los Trastornos del Eje II del DSM-IV (SCID-II; First et al., 1995) y la Entrevista Neuropsiquiátrica Internacional MINI (Lecrubier et al., 1997), se identificaron síntomas y signos clínicos compatibles con un trastorno narcisista (encubierto) de la personalidad, así como rasgos paranoides y dependientes. Adicionalmente, presentaba un trastorno de ansiedad social relacionado con un miedo intenso a actuar de forma inadecuada y que los demás la criticaran. Temía "no estar a la altura" en su trabajo y se consideraba inferior a sus compañeros quienes, según comentaba, tendían a despreciar airadamente todo lo que hacía siempre que tenían oportunidad. La puntuación en la Escala de Evaluación de la Actividad Global (EEAG; APA, 2000) fue de 41, indicativa de sintomatología y afectación de la funcionalidad graves.
Desde las primeras sesiones, la terapeuta tuvo importantes dificultades para monitorizar los estados emocionales de Lucía, lo cual complicó la formulación del caso. No era capaz de describir cómo se sentía y, aunque reconocía estar nerviosa, no sabía por qué. Por ejemplo, en una sesión relató que unos días antes había tenido un ataque de pánico mientras trabajaba en el ordenador. Según contó en sesión, sentía que debía terminar un artículo, pero cuando trató de hacerlo comenzó a sentir una fuerte ansiedad, rabia, opresión en el pecho e intenso dolor de cabeza. En ese momento decidió parar y dejar de trabajar todo el día. La terapeuta trató de explorar mejor este episodio con el objetivo de entender, por ejemplo, qué imagen tenía de sí misma en ese momento, pero Lucía se opuso, primero con silencio y luego con críticas: "¡Qué difícil se me hace responder a tus preguntas, no sé qué contestarte! Ya te he dicho que me sentí agobiada y con dolor de cabeza…". Lucía pareció fluctuar entre el nerviosismo y el distanciamiento durante lo sesión, lo que parecía indicar la presencia de síntomas disociativos leves.
La terapeuta le propuso a Lucía algunos ejercicios para reducir su ansiedad y regular sus niveles de activación, valiéndose de la respiración diafragmática, la relajación muscular y los ejercicios de grounding (Dimaggio et al., 2020). Sin embargo, se negó a realizarlos, refirió que tenía un fuerte dolor de cabeza y devaluó todas las propuestas terapéuticas de esa sesión: "Nada de esto funciona conmigo, ¿de verdad crees que con estas tonterías puedo resolver mis problemas?". Su actitud fue de intensa crítica y protesta, pero, en realidad, como se verá luego, este tipo de mensajes son la expresión de una autoimagen negativa.
Este tipo de impasse ocurrió en varias sesiones y a la terapeuta le fue muy difícil explorar lo que Lucía sentía en la relación terapéutica. Cuando la terapeuta le preguntaba abiertamente sobre lo que le ocurría en las sesiones, Lucía daba respuestas automáticas: "Nada, sólo lucho, eso es todo". Esto desencadenó en la terapeuta sentimientos contratransferenciales de fatiga y de estar esforzándose inútilmente.
Tras varias sesiones, ocurrió un acontecimiento significativo para la relación terapéutica. Media hora antes de la sesión, Lucía avisó por email a la terapeuta de que ese día llegaría más tarde a la sesión. La terapeuta, que estaba atendiendo otro caso en ese momento, leyó el mensaje, pero no la contestó. Cuando Lucía llegó a la consulta, se sentó en la sala de espera y vio a su terapeuta hablar con otro paciente que Lucía conocía de vista de su gimnasio. Pasados unos minutos, la terapeuta la llamó, como siempre. En ese momento, Lucía entró a la sesión visiblemente enfadada:
Paciente (P): ¿Ha visto mi mensaje, doctora?
Terapeuta (T): Sí, claro, no hay ningún problema, ya lo sabes. No te respondí porque estaba en sesión.
P: No, salí tarde de casa porque me llamaron por teléfono y me retrasé… he venido corriendo…
Lucía estaba ruborizada y su postura corporal encogida. En ese momento, la terapeuta exploró los estados internos de Lucía.
T: Te siento preocupada y nerviosa, ¿te sucede algo conmigo?
P: No… estoy algo estresada porque he venido a toda prisa…
T: Lo siento, ya sabes que no hay problema siempre que avises de que llegas tarde.
P: Sí, sí…
T: ¿Hay algo más relativo a mí? Tengo la impresión de que sí...
P: ¡No, no, nada!
Esta era su respuesta automática habitual. La terapeuta entonces decidió no indagar más en ese momento. Después, Lucía se mantuvo distante y pasiva.
T: Bueno, ¿y cómo te va todo?
P: Como siempre… con algunos problemas en la universidad...
T: ¿Qué quieres decir?
T: Bueno, lo de siempre. Manuel ha vuelto a actuar como de costumbre, con su insoportable competitividad.
P: ¿Te apetece contarme más sobre lo ocurrido?
T: Psss… no lo recuerdo bien. Sinceramente, no quiero hablar de ello.
T: Como quieras...
(...)
Durante la sesión, Lucía no quiso hablar ni recordar ningún episodio. La terapeuta entonces se lo comunicó abiertamente. Tras esto, Lucía se liberó y fue capaz de expresar lo que pensaba desde el principio: "Bueno, mire doctora, honestamente quiero dejar de venir a las sesiones, no tengo tiempo, no necesito nada. Hemos estado dando vueltas a lo mismo mucho tiempo. La próxima sesión la cancelo y no quiero volver más".
La terapeuta, desorientada, pidió a Lucía mantener la siguiente cita para poder hablar con más calma sobre su decisión, ya que en ese momento no había tiempo, y le invitó a no actuar impulsivamente. Lucía se negó, se disculpó y se marchó.
Este pasaje deja claro cómo el patrón interpersonal disfuncional de la paciente se ha activado en la relación terapéutica: la sensación de desvalorización e inferioridad, que apareció solo esporádicamente en su relato en las sesiones, que se reavivó en la relación terapéutica y que Lucía convirtió en una prueba de su escasa valía (Gazzillo et al., 2019; Weiss, 1993): ella esperaba recibir atención y consideración pero temía que la terapeuta, consistentemente con su esquema disfuncional, la ignorara como sentía que hacían todos los demás y la dejara en un segundo plano, lo que confirmaría que es una persona inferior e inútil. Si la terapeuta actúa de acuerdo con este patrón, no pasaría la prueba y la relación terapéutica se rompería. Sin darse cuenta, la terapeuta había confirmado el esquema desadaptativo de Lucía.
Reflexionando sobre lo ocurrido, la terapeuta decidió enviarle un email después de unas horas: "Tengo la impresión de que te has sentido incomprendida y que no he valorado tus esfuerzos por llegar a tiempo a la sesión. Lamento mucho lo ocurrido y que dejes la terapia". Al día siguiente, por fortuna, Lucía le respondió: "Disculpa, estaba enfadada, perdí el control, ahora me he calmado. Quiero continuar con la terapia". La terapeuta respondió con satisfacción y acordaron mantener la siguiente cita.
Durante el reencuentro, Lucía mantuvo una actitud completamente diferente a la expresada en las sesiones anteriores y fue capaz de contar lo que le había sucedido. Explicó que estaba enfadada porque la terapeuta no había respondido a su email mientras se esforzaba por llegar a tiempo a la sesión. Entonces, le apareció la sensación habitual de ser minusvalorada, ignorada y rechazada por los demás. Además, pensó que esto era inaceptable viniendo de un terapeuta. En consecuencia, ese día llegó a la sesión con la sensación de ser "invisible", lo cual confirmó cuando vio a su terapeuta hablando con su colega del gimnasio. Esto la llevó a creer que su terapeuta prefería más a su colega que a ella. Lucía, enfadada, pensó: "Pues le diré que quiero dejar la terapia justo al final de la sesión para que se quede preocupada y no podamos hablar de ello".
La terapeuta, por otro lado, le reveló cómo se había sentido ese día: "desorientada", "indefensa" y "sin intención de dañarla". También su tristeza por todo el dolor que le había causado al hacerla sentir rechazada. Tras validar sus emociones, Lucía fue capaz de verbalizar lo siguiente: "Vaya, ¡realmente a veces me siento como una mierda! Luego me enfado y aparecen los problemas… Pierdo completamente el juicio". La terapeuta seguidamente le preguntó: "el hecho de sentirte poco valorada o importante, ¿te ocurre a menudo?". En ese instante, la paciente se dio cuenta de que sus ataques de rabia eran frecuentes: "Sí, me pasa muy a menudo. Antes era consciente de que tenía este problema, y creo que hablamos de ello un poco, pero ahora me acabo de dar cuenta de lo fuertes que son y que también me ha ocurrido contigo. En esos momentos no veo las cosas como son en realidad. Siempre he confiado en ti y sé que te preocupas por mí".
Tras este insight, el estilo relacional cambió por completo y Lucía se mostró mucho más relajada y accesible en las sesiones. Esto le llevó a aceptar probar algunas técnicas experienciales. La formulación fue tomando forma y algunos aspectos todavía confusos se clarificaron: cuando Lucía sentía la necesidad de ser valorada, los otros se representaban como críticos, devaluadores e incluso, a veces, manipuladores y dañinos. La imagen nuclear de sí misma era que debía ser una persona tonta e inadecuada. Los sentimientos resultantes eran el fracaso y la vergüenza. En raras ocasiones, Lucía experimentaba situaciones en las que se guiaba por autoimágenes positivas ("me sentí bien esa vez en el doctorado", "ayer con mi amigo me sentí apreciada y capaz"), pero las vivía como experiencias extrañas y fugaces. La sensación de fracaso a menudo se acompañaba de rabia al percibir a los demás no solo como superiores sino también como hostiles e indiferentes, por lo que se sentía "aplastada" y "humillada". Esto, a su vez, le llevaba a reaccionar con una intensa rabia por la sensación de maltrato.
A partir de esta primera formulación fue más fácil entender la estrategia de afrontamiento de Lucía: el miedo a ser criticada o rechazada le llevaba a desarrollar comportamientos irrazonablemente perfeccionistas. A veces tenía éxito y, por tanto, el feedback positivo reforzaba estos comportamientos problemáticos; pero en otras, como es lógico, esto no era posible por lo que aparecían intensos sentimientos de fracaso y vergüenza. Ponerse a trabajar en la oficina le resultaba muy difícil: tan pronto como encendía el ordenador para trabajar, se desencadenaba un fuerte sentimiento de humillación y ansiedad relacionados con su idea de tener que ser perfecta y no poder cometer errores, y se imaginaba las críticas de sus compañeros, por lo que competía por ser mejor que ellos. El miedo a no hacer un trabajo brillante o a no ser capaz de terminarlo a tiempo hacía que esos momentos fueran extremadamente duros y agotadores, hasta el punto de que tendía a evitarlos, postergándolos de manera perjudicial, lo que provocaba que se le acumulara el trabajo, que recibiera quejas de sus compañeros y que aumentara su sensación de inutilidad.
Sus comportamientos de evitación social abarcaban todo tipo de situaciones. Lucía relató que tuvo varias oportunidades de conseguir dinero interviniendo en congresos científicos pero que siempre rechazaba por su intenso miedo a sentirse inferior. Esto retroalimentaba sus sentimientos de inferioridad social. Lucía contó cómo, en una reunión de trabajo, sintió mucha rabia y ansiedad porque creyó que su compañero había conspirado contra ella hablándole mal a un profesor de su trabajo para impedirle que participara en un proyecto. Dentro de una relación de tratamiento colaborativo y con una correcta alianza (Prado-Abril, Gimeno-Peón, Inchausti y Sánchez-Reales, 2019), la terapeuta animó a Lucía a explorar su mundo interior. No sin ciertas dificultades, fue capaz de identificar cómo se ruboriza su rostro cuando se enfada y cómo sus piernas tiemblan y sus brazos permanecen débiles, sensaciones que pudo asociar con el miedo. La terapeuta le propuso entonces focalizar la atención en su estado corporal (Gendlin, 1981; Ogden y Fisher, 2015). Para ello, le pidió que cerrara los ojos y observara las áreas de su cuerpo donde sentía el miedo y la debilidad muscular, dejando emerger y fluir sus pensamientos e imágenes libremente. En esta ocasión, Lucía no se opuso y se permitió realizar el ejercicio. En términos de compresión de los esquemas problemáticos, Lucía relató un episodio autobiográfico muy significativo. Con 5 años, recordó estar en la playa con su familia y sentirse muy feliz mientras jugaba con otros niños en la arena. Según contó, comenzó a caminar sola y, en cierto momento, se detuvo y se dio cuenta de que se había perdido. Comenzó a llorar: "¡Mamá! ¡Papá!". Sintió miedo y una sensación de debilidad y parálisis. Se sentía perdida y aterrorizada. Su padre apareció después de un rato, gritándola: "¡Vaya, querías escaparte!". Su padre la había visto irse y la siguió a escondidas, dejándola que se perdiera a propósito para darle una lección. La terapeuta le propuso entonces enfrentarse al episodio en imaginación. En primer lugar, se recreó con detalle la escena. Lucía fue capaz de contactar con su intenso miedo a perderse: "Quiero a mi madre... ¡Oh, Dios mío! Necesito a mis padres, tengo miedo de perderlos". Lucía describió una sensación de parálisis y debilidad en sus piernas. Aquí, la terapeuta le pidió que abriera los ojos y le propuso un ejercicio de grounding (Lowen, 1971) para una primera modulación de ese estado. Lucía recuperó la sensación de estabilidad y firmeza en su cuerpo y, al mismo tiempo, consiguió regular su respiración. A continuación, terapeuta y paciente exploraron los aspectos que caracterizaron el sufrimiento de Lucía, lo que permitió enriquecer la formulación del caso. Cuando se activaba el sistema de apego de Lucía, aparecían sentimientos de debilidad, vulnerabilidad y de que no era digna de atención, por lo que a menudo entraba en pánico. Cuando se activaba su sistema de exploración, se paralizaba al sentirse inadecuada para explorar el mundo exterior, lo que le provocaba una sensación de tristeza y retraimiento. Al mismo tiempo, Lucía logró reconocer que era una persona merecedora de atención y protección por parte de los demás y que, al mismo tiempo, su deseo de ser independiente era legítimo.
Por último, la terapeuta invitó a Lucía a reescribir el suceso. Durante este segundo ejercicio de imaginación guiada, afloraron nuevos elementos del paisaje interior de la paciente de los que se infirió un aumento en su capacidad de autorreflexión metacognitiva (Semerari et al., 2003; Inchausti et al., 2017; 2018b). Lucía cerró los ojos y se trasladó al episodio. Se visualizó de nuevo con 5 años caminando, dándose la vuelta con la esperanza de encontrar a su madre o padre para que le sonrieran como señal de aprobación. En cambio, se encontró primero sola y después frente a su padre que la estaba reprendiendo. Lucía sintió miedo y su corazón latía con fuerza. Estaba avergonzada y se juzgaba a sí misma como una niña "tonta" e "incapaz", pero también se sintió "humillada" por un hombre al que percibía como tiránico. En esta segunda parte, la terapeuta ayudó a Lucía a modular su estado emocional adoptando una postura de fortaleza. A partir de estos estados, Lucía experimentó una mayor sensación de fuerza que le permitió ponerse en contacto con sus autoimágenes más benévolas. Después, la terapeuta le pidió que regresara a la escena y, desde una perspectiva de yo adulto más sólida, le pidió que intentara cambiar el final del episodio. Lucía dudó, pero tras unos minutos incluso fue capaz de decirle a su yo infantil lo siguiente: "Hola pequeña, ¿tienes miedo? Pobre, solo quieres jugar en la playa. No estás haciendo nada malo, eres una niña y es lógico que quieras jugar. Te has asustado cuando te has visto sola... es normal, solo quieres jugar". Lucía se conmovió al decir esas palabras. A continuación, sintió cómo la rabia emergía de nuevo hacia la figura de su padre: "¡Esta no es la manera de tratar a una niña pequeña! Estos trucos no son buenos". En ese punto, Lucía decidió coger a la niña de la mano y llevársela a jugar.
RESULTADOS DE LA TERAPIA
La psicoterapia duró dos años (50 sesiones individuales, en total) y, al finalizar el tratamiento, la paciente fue reevaluada con la SCID-II (First et al., 1995) y la MINI (Lecrubier et al., 1997). En el momento del alta, Lucía no cumplía criterios diagnósticos para un trastorno narcisista de la personalidad y sus rasgos paranoides y dependientes de personalidad habían disminuido. En la EEAG (APA, 2000), su puntuación ascendió hasta 75, indicativa de presencia de algunos síntomas leves o alguna dificultad en la actividad social o laboral, pero con un funcionamiento general aceptable.
Lucía refería que había dejado de procrastinar y su perfeccionismo desadaptativo se había reducido considerablemente. La ansiedad social prácticamente desapareció a medida que Lucía aprendía a controlar su evitación social y a regular sus emociones asociadas a la creencia de ser inadecuada. En ocasiones, informaba de que se sentía inferior y avergonzada, pero ahora era capaz de reconocer rápidamente que estas eran ideas y sentimientos relacionados con su esquema disfuncional y podía modularlos rápidamente.
Cuando se guiaba por el deseo de demostrar sus cualidades (p.ej., en su trabajo), era capaz de corporizar más fácilmente una autoimagen positiva de capacidad sin representar al otro como invalidante o dañino. En presencia de otra persona muy competitiva, Lucía actuaba con naturalidad y trataba de mantener sus proyectos personales sin sentirse, por ejemplo, que "siempre soy la que pierde".
Si un amigo o pareja parecían distantes, Lucía podía comprender que esa actitud no significaba que quisieran dejarla de lado por "cosas más importantes", sino que probablemente era porque estaban ocupados por otros temas más importantes. También fue capaz de renunciar a su trabajo en la universidad al entender que este no le satisfacía y comenzó a trabajar en un colegio con niños.
En las sesiones de seguimiento, Lucía informó que había iniciado una nueva relación sentimental. Aunque aún se sentía ambivalente cuando su pareja no parecía presente y sentía miedo a recaer en su autoimagen de escasa valía o imaginar a su pareja como alguien manipulador o incluso déspota, Lucía era consciente de este patrón y conseguía descentrarse y modular sus estados mentales.
CONCLUSIONES
El cambio terapéutico significa alterar la forma en que los individuos representan las respuestas de los demás a sus necesidades, así como conseguir que accedan a autoimágenes más saludables y benévolas. A lo largo de la terapia, se pretende que las personas adquieran esquemas mentales más flexibles, descartando aquellas posiciones más problemáticas que generan malestar y que activan estilos de afrontamiento desadaptativos. El objetivo último es alentar un sentido de autoeficacia y agencia en los pacientes, que conecten de forma positiva con los demás y que puedan satisfacer sus propios deseos y necesidades.
Desde el enfoque de MIT, se considera que los patrones interpersonales van más allá de ser simples narraciones verbales o procesos de pensamiento, sino que estos incluyen también información afectiva y corporal sobre las relaciones humanas. El cambio requiere, por tanto, que se influya en los procesos corporales que sustentan las representaciones de uno mismo y los demás. Las imágenes mentales y el trabajo corporal ofrecen oportunidades únicas para acelerar este cambio y son una potencial alternativa terapéutica donde otras técnicas han resultado ineficaces (Inchausti et al., 2018b). Guiar a los pacientes para que reexperimenten episodios problemáticos permite explorar aspectos desatendidos y ocultos de la experiencia interna. A través de la imaginación y la reescritura somática, los individuos pueden aprender patrones corporales nuevos, permitiéndoles ser más conscientes de su influencia negativa. No obstante, tal y como se ha visto en el caso clínico, antes de utilizar estas técnicas es fundamental atender y regular de forma cuidadosa la relación terapéutica (Inchausti et al., 2018b; Prado-Abril et al., 2019). Gracias a esta regulación y al uso táctico de la relación, los pacientes pueden lograr aumentar su conciencia y comunicar mejor sus estados internos, así como acceder y relatar recuerdos autobiográficos importantes (Singer et. al., 2013).
Como limitación principal de este trabajo cabe destacar que los resultados terapéuticos del caso descrito no fueron monitorizados a lo largo de todo el tratamiento con instrumentos estandarizados y que se trata únicamente de un éxito terapéutico (n=1). Futuros estudios deberán centrarse en replicar estos resultados en muestras amplias y mediante evaluaciones psicométricas más rigurosas que permitan examinar los mecanismos del cambio en pacientes con otras presentaciones psicopatológicas.