Las personas hemos buscado desde siempre un remedio a los males que nos afligen. Cuando aparecen, si la época y el lugar en el que nos ha tocado vivir y/o los medios de que disponemos nos lo permiten, acudimos a aquellos a quienes sus inquietudes les han llevado a dedicarse a tales quehaceres. Se establece entonces una relación basada en la necesidad de unos y en el deseable buen hacer de los otros. Una relación que se fundamenta en la esperanza de que nos podrán curar o aliviar y en la confianza de que, en el peor de los casos, el daño que nos puedan causar quedará compensado con el beneficio obtenido.
Aunque pacientes y médicos, en tanto que personas, son iguales en dignidad y derechos la relación que se establece entre ambos no lo es. Los primeros explican, desde la vulnerabilidad que implica la enfermedad y poniendo al descubierto cuestiones intimas, sus antecedentes familiares y personales, los males antiguos y los que les afligen en ese momento. Una vulnerabilidad influenciada por las características personales del paciente, la forma en que se da/percibe la información, la gravedad de la patología y/o la repercusión que la misma tenga en su proyecto de vida. Para los segundos, aunque en el momento de la visita ese paciente sea su único paciente, éste no deja de ser uno más, con una patología seguramente ya vista anteriormente y al que, después de la inquietud y preocupación que le puede comportar hacer un diagnóstico certero, deberá informar del mismo al paciente, del pronóstico y de las posibilidades terapéuticas.
Diferentes personas vivirán de distinta forma esa misma situación. Valgan a modo de ilustración dos ejemplos: Henning Mankell y el Sr. X.
Al escritor sueco Henning Mankell, creador de la serie de novela negra del comisario Wallander, le fue diagnosticado a principios de 2014 un cáncer de pulmón que finalmente le provocó la muerte en octubre de 2015. En su libro Arenas Movedizas1 narra, entre otras cosas, su vivencia ante la enfermedad y cuenta cómo recibió la información y la repercusión que en él tuvo la misma. Refiere que la doctora que le atendió dio muestras del arte de curar, le habló claramente y sin prisas y que destinó, aunque afuera había otros pacientes esperando, el tiempo necesario para ello, facilitando sus preguntas hasta asegurarse de que había aclarado todas sus dudas. Mankell explica que entonces volvió el miedo, el pavor, a ser arrastrado y tragado por aquellas arenas movedizas de un cuento de su niñez en las que un miembro de una expedición se iba hundiendo hasta desaparecer y morir ahogado por la arena. Hace hincapié también en los días que le llevó no quedar paralizado por el miedo y que cuando, finalmente, logró salir de esas arenas se dedicó a ofrecer resistencia a lo que representaba aquel diagnostico con lo que para él era su mejor herramienta: los libros.
La vivencia del Sr. X fue muy diferente. Hace unos años, un compañero otorrinolaringólogo me comentó que atendió a un paciente remitido desde el servicio de urgencias por una posible neoplasia de laringe. Se trataba de un varón de 70 años, fumador y con antecedentes de enolismo que había acudido a urgencias por una afonía. El residente que le atendió le informó que por la sintomatología que presentaba, pese a que la exploración física no pudo objetivar ninguna anomalía, seguramente tenía un cáncer de laringe y que hacia una interconulta urgente al médico especialista. Nada más. Las exploraciones posteriores confirmaron el diagnóstico que ya apuntó el médico residente. En el tiempo de espera entre una y otra visita el paciente volvió a beber y recayó en el enolismo que había superado años antes. La familia manifestó su malestar por la forma en que recibió la información en urgencias y no presentó una queja en aquel momento porque, en el fondo, su temor era que ese diagnostico fuera cierto.
Hemos hablado de dos pacientes, pero ¿qué pasó con los médicos? No lo sabemos, pero es probable que aquel día el médico residente de urgencias siguiera con su trabajo y tratara patologías leves y/o solucionara casos graves con la gratitud, o no, de los afectados y que la especialista en oncología que atendió a Mankell atendiera a otros pacientes y, quizás, a algunos les informara también de un cáncer, a otros de la curación de su enfermedad y a otros de que la biopsia de aquel nódulo que había aparecido en una radiografía de rutina era benigno. Acabada su jornada, posiblemente, ambos profesionales siguieron con su vida habitual, algo que quedó truncado en algunas de las personas que atendieron y que se encontraron con una información con la que tenían que convivir. No sería justo olvidar aquí que, en ocasiones, también el profesional sanitario se lleva consigo el problema de sus pacientes, bien sea porque no tiene un diagnóstico, bien por el temor de haber errado en el mismo, bien por no disponer de un tratamiento eficaz o por su empatía con la persona que sufre. Como todo en la vida, nada es blanco o negro y los matices son tantos como casos se puedan presentar.
Se puede objetar, no sin cierta razón, que son casos particulares y que no se puede generalizar. Sin embargo, ahí está el error. Las patologías son frecuentemente las mismas pero los individuos son únicos y es esa unicidad la que no se debe olvidar y la que debe estar siempre presente en el proceso asistencial, adecuando los actos y las palabras según el buen hacer clínico y según la persona a la que se está atendiendo. Ante los avatares de la vida las personas necesitamos una liana a la que asirnos. En los ejemplos citados esa liana fueron los libros y el alcohol; para otros lo serán la familia, la religión, los modernos gurús o los productos milagro que ofrecen las mal llamadas medicinas alternativas o cualquier otra cosa que nos dé una brizna de esperanza que nos ayude a sobrellevar nuestros pesares.
Al principio he hecho referencia a que los pacientes ponen al descubierto cuestiones íntimas. Según los casos, el paciente se desnuda literal y metafóricamente ante su médico. Lo hace con las exploraciones físicas y/o las intervenciones quirúrgicas, en las que quedan al descubierto partes que habitualmente no solemos mostrar en nuestra vida cotidiana, pero también en las conversaciones entre ambos en las que pueden aparecer cuestiones que sólo nosotros conocemos y que deseamos preservar. No importa la relevancia que tengan los datos, el paciente tiene derecho a que se respete su intimidad y el médico debe guardar la confidencialidad de aquello que conozca, directa o indirectamente, en el ejercicio de su profesión, cosa que, desgraciadamente, no siempre ocurre.
Los profesionales sanitarios deberían ser menos cotillas era el título de un artículo publicado por el diario El Mundo en 20072 y que se hacía eco de un trabajo publicado en la Revista Medicina Clínica3. Recogía el resultado de una encuesta realizada en siete hospitales del Estado en la que participaron 2480 profesionales sanitarios y en la que un 54.9% reconocía haber consultado historias clínicas por curiosidad. A la pregunta de cómo consideraban el tratamiento que los profesionales sanitarios de su hospital dispensan a la confidencialidad un 48.8% de los encuestados lo calificaba de regular y el 24.8% de malo o muy malo, señalando como puntos débiles los comentarios en los pasillos, el acceso improcedente a la historia clínica y la libre circulación de resultados de análisis y exploraciones
Este trabajo estaba en línea de otra encuesta presentada en 20044 en la que un 55.2% de los participantes manifestaban que otras personas, aparte de los familiares, se enteran de la información que se da a los pacientes y que un 48.1% hacen comentarios en lugares que pueden ser oídos por otras personas.
En 2010 la cosa no parecía haber mejorado. El diario El País5 publicaba que, según la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), la mayoría de los hospitales públicos custodiaba mal las historias clínicas y recordaba los casos de la multa de la APED a la Agencia Valenciana de Salud porque almacenaba historiales médicos en lugares inseguros, los casos de la tarjetas sanitarias de los centros de salud de Lorca, Totana y Aledo que fueron halladas en un contenedor de escombros en 2008 o los documentos encontrados en los cubos de basura del Hospital de Segovia.
No voy a entrar a discutir el hecho de que, al menos desde que a la medicina se la puede llamar por ese nombre, es una obligación ética preservar la confidencialidad. Tampoco en que ello se ha convertido en un derecho de los ciudadanos y en una obligación legal para los profesionales6. Lamentablemente, como hemos visto con los ejemplos anteriores, ni la ética ni las leyes evitan que ocurran hechos desafortunados Mi interés está en la influencia que los nuevos cambios en la asistencia sanitaria pueden tener en la relación de los pacientes con sus médicos.
Uno, que ya tiene sus años, ha pasado de enviar al hospital de beneficencia de referencia a las personas que acudían a su centro de trabajo y que no estaban adscritos a la Seguridad Social al sistema actual, que reconoce el derecho de toda la población a la asistencia sanitaria. Otro cambio, no menor, ha sido el de pasar de escribir el historial y cursos clínicos de mis pacientes en papel, que se guardaban en grandes sobres junto con lo escrito por otros profesionales, a un sistema informatizado que no sólo me permite, previa identificación y contraseña, acceder a los cursos clínicos de mis pacientes y, también, haciendo un click en un icono y si existen motivos para ello, sino, además, a los de otros profesionales de mi centro que también han atendido a ese mismo paciente. Desde la implantación de la historia clínica compartida, puedo acceder, siempre identificándome y si lo considero justificado, a la analítica e informes realizados en otros centros. Puedo también, desde la implantación de la receta electrónica, consultar los fármacos que toma el paciente (la pastilla redondita y rosa pasa a tener un nombre), tener una idea de las patologías que padece esa persona y ver cuándo los ha retirado por última vez de la oficina de farmacia, lo que me permite saber que un paciente no toma la medicación prescita si no se ajustan los plazos de retirada del fármaco al número de comprimidos de los envases.
Algunos profesionales alegan que la historia clínica compartida vulnera la intimidad del paciente y su derecho a la confidencialidad de los datos de salud. En una sesión conjunta de la CAMFYC y el Observatori de Bioètica i Dret sobre "Historia clínica y confidencialidad" que tuvo lugar en junio de 2015, a la que fui invitado a participar, manifesté, después de exponer las deficiencias en la preservación de la confidencialidad que he citado anteriormente, que de no haberse inventado la historia clínica compartida habría que inventarla. En el debate posterior surgieron opiniones controvertidas, algunas a favor y otras en contra. Entre estas últimas, predominaban las que defendían que su implantación implicaba la muerte de la historia clínica, o que había que limitar la información que se daba a otros profesionales si el paciente así lo solicitaba, o que deberíamos escribir en clave para que otros profesionales no conocieran aquello que el paciente deseaba mantener en secreto, o que los cursos clínicos deberían redactarse de acuerdo con el paciente (de hecho, algunos profesionales expusieron que ya lo hacían así).
Hace algunos años existía la figura del médico de cabecera. En muchas ocasiones, solía atender a varias generaciones de una misma familia. Atendía los nacimientos y acompañaba en las horas de agonía y, entre uno y otra, trataba, como buenamente podía y con los medios de que disponía, los males que aquejaban a sus pacientes. Hacía punciones lumbares, drenaba derrames pleurales y colocaba sondas vesicales y, cuando nada más quedaba por hacer, los consolaba visitándolos periódicamente, en ocasiones diariamente, en sus domicilios, proporcionando, cuando era el caso, los fármacos necesarios para evitar el dolor con el convencimiento de que "sobretodo no hay que dejarlos sufrir"7. Raramente los pacientes acudían a un especialista o al hospital salvo por patologías graves o que requirieran una intervención quirúrgica.
Actualmente, lo más parecido al médico de cabecera es el médico de primaria o médico de familia. La base de un buen sistema sanitario está en la atención primaria por sus funciones de educación y promoción de hábitos saludables, de prevención, de tratamiento de aquellas patologías que están a su alcance y por su cercanía al ciudadano, convirtiéndose estos profesionales en las personas de referencia en lo tocante a la salud. Todo eso debe convivir hoy día con el hecho de que muchas personas son atendidas por varios médicos, de tal forma que, por ejemplo, la gestante que antes sólo seguía controles por su médico de cabecera (en el mejor de los casos) ahora la visita el obstetra, el endocrino si presenta una diabetes y el nefrólogo si aparece una hipertensión y, además, no siempre es atendida por el mismo especialista.
Hace unos meses tuve que acudir a urgencias por una complicación de una patología crónica que padezco. El especialista que estaba de guardia era el que me trata habitualmente, hecho que me complació ya que conocía mi historial. Indicado el tratamiento, me aconsejó un nuevo control en unas semanas. Al acudir al mismo mi sorpresa fue que, como esta visita se derivaba de una urgencia previa, fui atendido por el profesional que estaba de guardia aquel día, que no conocía mi historial pero que sí pudo revisar al atenderme. Su consulta estaba en el despacho contiguo de "mi" especialista, que también visitaba en ese momento y que me atendió de nuevo, semanas después, en una visita de control rutinario. Aunque la realidad la tenía presente y no la ignorara, en ese momento se hizo más evidente: que paralelamente a la relación médico-paciente ha aparecido una nueva figura, la relación usuario-sistema de salud. Somos pacientes de nuestros médicos pero usuarios del sistema de salud. Aunque tengamos un médico de referencia, ese médico no es siempre nuestro médico ni tampoco va a estar siempre disponible en el momento que lo necesitemos, o no va a poder tratar la patología que nos afecta en ese momento. Lo que sí está siempre presente es el sistema sanitario del que nuestra sociedad se ha dotado para dar respuesta a nuestras necesidades de salud y que debe dar a los profesionales las herramientas necesarias, entre ellas la historia clínica compartida, para su buen hacer, y a los ciudadanos la seguridad de la atención y la preservación de su intimidad.
En la historia clínica quedan reflejados antecedentes, hábitos tóxicos, profesión, enfermedades, exploraciones, comentarios y todo aquello que los diferentes profesionales consideran relevante. Son datos sensibles y su mal uso constituye un atentado contra la intimidad de los pacientes, viola la obligada confidencialidad y aumenta la vulnerabilidad de los mismos.
Aunque el paciente no acude fragmentado a la consulta, esos datos suelen estar dispersos en los cursos clínicos que realizan los diferentes profesionales. Una historia clínica parcial va en perjuicio de los pacientes que, como la mayoría de individuos manifiesta, desean ser tratados como personas que padecen una enfermedad y no como una enfermedad. La historia clínica compartida viene a unificar las diferentes parcelas y permiten ver a la persona en su conjunto, lo que, a mi entender, va en beneficio del paciente.
La historia clínica es del paciente, en tanto que titular de la misma, pero sus redactores son los profesionales que le atienden. Su redacción ha de ser veraz y ha de reflejar todos los datos que sean clínicamente significativos como historia de salud del interesado y como reflejo de la evolución y acciones que se han realizado. Las enfermedades evolucionan y un reflejo fiel de lo que sucede permite una mejor evaluación en el tiempo y una mejor toma de decisiones. Es posible que un paciente desee que algunos de sus antecedentes o patologías actuales no sean conocidos. No deja de ser cierto que algunos datos pueden no tener ningún interés y pueden ser eliminados de la historia clínica. Un antecedente de aborto voluntario realizado sin complicaciones hace años puede ser perfectamente suprimido. El paciente tiene los derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición en relación a los datos recogidos en su historial, aunque que no siempre le resulta fácil ejercerlos.
Pero ¿qué ocurre con aquellos datos que, siendo clínicamente relevantes, el paciente, en defensa de su intimidad, no desea que sean conocidos salvo por un número reducido de profesionales? La cuestión que aquí se plantea es si, a petición de su paciente, ¿puede el médico obviar información clínicamente relevante cuando lo deriva a otro centro? Creo que no. Si yo no puedo llevar a cabo mi trabajo, por falta de conocimientos o de medios, debo proporcionar los datos de que dispongo a la persona que va a asumir esa responsabilidad con la obligación, eso sí, de informar al paciente de que lo voy a hacer y de tomar las precauciones oportunas para que la información no trascienda a personas no implicadas en la asistencia.
Hoy en día el ejercicio de la medicina no es unipersonal. Intervienen diferentes agentes, desde los trabajadores de limpieza a los superespecialistas, en un conglomerado en el que cada uno tiene su función y en el que todos son necesarios. No podemos matar al mensajero (la historia clínica), ni censurar el mensaje (los datos), pero sí debemos establecer los filtros y controles necesarios para que sólo acceda quien está autorizado a hacerlo y detectar los casos en que ello no se cumpla. El desconocimiento de partes relevantes del historial del paciente puede llevar a retrasos en el diagnóstico, a la aparición de complicaciones y/o a la realización de exploraciones o tratamientos contraindicados o no indicados. Inconvenientes que padecerá el paciente, que puede decidir asumirlos si es él quien oculta la información, pero que también acabarán afectando al profesional que no es, y no es deseable que lo sea, insensible ante las personas a las que trata.
Mark Siegler8 expone que hay tres edades/épocas en la medicina y que deberíamos evolucionar a la cuarta. Éstas serían la del paternalismo, la de la autonomía y la edad de la burocracia. En la edad del paternalismo el médico decidía. En la edad de la autonomía, o edad del paciente, surgió el documento informado que, como cita Siegler, fue un "concepto médico y jurídico primordial" y en una situación extrema del modelo "se proponía que los médicos actuaran como sirvientes, proveedores o vendedores respecto a sus pacientes, sin intentar influir en sus decisiones". En la edad de la burocracia, o del financiador, no sólo cuenta el bien del paciente ya que éste debe contraponerse a los bienes de la sociedad. Siegler propone una cuarta edad, la de las decisiones compartidas, en "las que el médico y el paciente colaboran como socios hacia una meta común: ayudar al paciente que había acudido al médico con ese fin". Los beneficios con claros: los pacientes tienen una mayor confianza en sus médicos, adoptan decisiones adecuadas desde el punto de vista económico, cumplen mejor los tratamientos, se sienten más satisfechos y presentan mejores resultados en algunas enfermedades crónicas como hipertensión o diabetes.
He vivido las tres edades de la medicina e intento vivir la cuarta, ya en la etapa final de mi profesión, dentro de las posibilidades y limitaciones del momento actual. No puedo saber cómo serán las cosas en el futuro, pero sí sé que, independientemente de los avances y de los cambios en el ejercicio de la práctica médica, de los cambios sociales que sin duda toda sociedad conlleva y del modelo sanitario que esa misma sociedad adopte, continuarán habiendo personas que sufrirán y otras que intentaran aliviar ese sufrimiento y que, unas y otras, buscarán y sabrán encontrar lo que, en ese momento, sea mejor para eso que llamamos la relación médico-paciente.