En los últimos años a nivel mundial y en los últimos meses en España, especialmente a raíz de la sentencia de ‘La Manada’, están proliferando debates sobre el tratamiento judicial en los medios de comunicación y, en general, en la sociedad de algunas cuestiones relacionadas con la violencia sexual: ¿qué es y qué no es abuso y violencia sexual? ¿Cuáles son los límites del consentimiento? ¿Qué entendemos por sexo?
Las siguientes páginas tratan sobre violencia sexual y salud mental, pero ¿tenemos algo que decir lxs profesionales de salud mental sobre este tema? Siguiendo a Donna Haraway en su propuesta del conocimiento situado (1), en la que recomienda que cuando emitamos un discurso explicitemos el lugar desde el que lo hacemos para que no dé la impresión de que lo hacemos desde un lugar neutral respecto al privilegio y al poder, explicitamos aquí que las autoras de este texto somos mujeres cis, blancas, europeas, feministas y psiquiatras. Consideramos que todos estos ejes atraviesan también nuestros saberes, experiencias, aprendizajes y discurso. Este texto surge del diálogo entre nosotras y posiblemente de lo aprendido en conversaciones con otras muchas, también de la confluencia y de la discrepancia en algunas cuestiones puntuales.
Saberes feministas sobre la violencia sexual
Aunque la violencia sexual está representada históricamente de forma continua en la cultura europea —en cuadros, narrativas, películas, e incluso en la publicidad—, han sido principalmente las pensadoras feministas las que han tratado la cuestión de una forma teórica, abordando dos aspectos importantes como causas de la misma: la agresión y la sexualidad. La priorización de uno de estos aspectos sobre el otro ha marcado las diferencias entre algunas corrientes feministas.
Desde el feminismo de la segunda ola, en los años 70, el movimiento puso en relación la violencia sexual con la subordinación general de las mujeres, entendiéndola como una amenaza que genera miedo y subordinación en todas nosotras. Los aportes de Catharine MacKinnon (2), referencia clásica en el análisis feminista de la sexualidad, suponen que la propia construcción de la sexualidad en hombres y mujeres lleva implícita una estructura de poder que se traduce en las violencias de las relaciones sexuales heteropatriarcales.
Si tomamos a Michel Foucault (3) como referencia, podemos plantear que siempre existen dinámicas de poder en cualquier tipo de relación, sean o no visibilizadas. Y en la sexualidad heteropatriarcal, este poder se distribuye de una forma desigual y rígida, asumiendo los hombres posiciones dominantes y las mujeres sumisas, al tiempo que se dificulta o niega la posibilidad de negociar, variar o flexibilizar esta estructura. Desde esta perspectiva, esta forma de conceptualizar la sexualidad heteropatriarcal supone en sí misma la raíz de la violencia sexual. En la construcción de la sexualidad, tanto mujeres como hombres heterosexuales incorporamos dinámicas de sumisión y dominación relacionadas con el género que no son conscientes, visibilizadas ni consentidas. Siguiendo esta línea, la estructura patriarcal del deseo empujaría a las mujeres heterosexuales a erotizarse y construir los deseos desde la infancia en función de la mirada del hombre, del deseo masculino. Y aquellas mujeres cuyo deseo sexual no existe o se construye ajeno a la mirada masculina, como las mujeres asexuales o lesbianas, son castigadas socialmente por ello. Este castigo puede ir desde la violencia simbólica (“A ti lo que te hace falta es una buena…”) a (en algunos contextos, si atendemos a las “violaciones correctivas”, por ejemplo) un castigo por medio de la propia violencia sexual que actúa la amenaza de violación implícita en la violencia verbal. Siguiendo este planteamiento, la masculinidad patriarcal no puede concebir no ser bienvenida, por lo que asume que las mujeres que dicen no desearla siempre lo hacen en el fondo por mucho que se resistan. En esta lógica de la masculinidad patriarcal, la violación no existiría.
Algunas autoras (entre ellas, Kate Millett) (4) hacen énfasis en la violación como una cuestión política de orden sexual. Desde este punto de vista, se reconoce la sexualidad en sí misma como una estructura de poder, así como también se perciben las violencias generadas en el acto sexual heterosexual normativo. Otras (por ejemplo, Rita Laura Segato) (5) desexualizan la violación y recalcan el uso del poder y la agresión no ligados al sexo. Esta desvinculación se explica muy gráficamente en un meme feminista referido a la violencia sexual que reza “Si te golpease con una pala, no dirías que es jardinería”.
En una línea parecida a Segato, autoras como Virginie Despentes (6) proponen una mirada de la violación como una forma de control de los cuerpos de las mujeres que las mantiene subordinadas y en el espacio privado (en el que, paradójicamente, es donde más abusos se producen). Por medio de la representación repetitiva, de forma histórica (y actual), de las mujeres como víctimas indefensas de los hombres que las quieren violar (con las excepciones de la representación de venganza de Artemisia Gentileschi o la propia Fóllame, de Despentes), se produce el efecto de hacer creer a las mujeres que no pueden defenderse de las violaciones, y que están irremediablemente indefensas ante el supuesto apetito sexual descontrolado y la teórica mayor fuerza física de los hombres. Esto es parte central de la narrativa de la cultura de la violación. En el impactante relato de su propia violación en Teoría King Kong (6), Despentes explica que el día que la violaron llevaba una navaja en el bolsillo, que habría sacado sin dudar si le hubieran intentado robar la cazadora, pero que, en el momento en que se dio cuenta de que iba a ser violada, solo podía pensar en que los violadores no la encontraran. En ningún momento pensó que podría defenderse con ella. Representando una y otra vez a mujeres indefensas ante una violación se produce el efecto performativo de crearlas. Desde esta perspectiva, el silencio y la culpa forman parte de la propia cultura de la violación. En primer lugar, porque la palabra de una mujer que acusa a un hombre de violación es puesta inmediatamente en duda. La narrativa de la cultura de la violación nos dice que una mujer que sobrevive a una violación tiene que ser una mujer rota, traumatizada, asustada y deshonrada para el resto de su vida, que debería haber preferido la muerte a ser violada. Después de que le ocurra, debe enclaustrarse y no volver a salir al espacio público, funcionando además como ejemplo disuasorio para otras mujeres que tengan la tentación de ocuparlo. Según esta lógica, el hecho de que una mujer que ha sido violada sobreviva (y viva) pone en duda que no lo deseara realmente.
En palabras de Segato, para los hombres, la violación es un mandato que cumple varios objetivos: funciona como un castigo para evitar que la mujer se escape de su lugar, tiene un efecto de agresión hacia otro hombre y es un signo de virilidad para asegurarse un lugar entre los hombres. Esta línea explicativa que desexualiza la violación plantea bastantes preguntas: ¿por qué aparecen la vergüenza y la culpa en las mujeres que han sido violadas y no aparecen en otro tipo de violencias? ¿Por qué se niega la agresión sexual por encima de otro tipo de agresiones? ¿Por qué no se usa el cuerpo de la mujer sin hacer uso de la agresión sexual?
Para MacKinnon y otras feministas radicales, con la llegada de la llamada “liberación sexual” se produjo un movimiento solo aparentemente subversivo. Aunque el movimiento podría haber significado un enfrentamiento al poder patriarcal, la experiencia en muchos casos supuso una reafirmación del mismo. Desde esta línea de la liberación sexual mal entendida, también se patologizaba y culpabilizaba a las mujeres que se negaban (o “resistían”) a mantener relaciones sexuales. MacKinnon señala que “se estudia a las mujeres que se resisten a la sexualidad, se considera que necesitan explicación y ajuste, se las estigmatiza por inhibidas, reprimidas y asexuales. […] La reticencia, aversión y frigidez de las mujeres, su puritanismo y su mojigatería ante este sexo”. Sin embargo, según algunas feministas radicales, la negativa a mantener relaciones sexuales heterosexuales podría ser “una rebelión de las mujeres contra la erotización del poder masculino”. En esta línea, Lola López Mondéjar (7) señala en un artículo reciente que la revolución sexual reconoció el derecho al placer de las mujeres, pero “confundiendo nuestro deseo […] con un deseo masculino más urgente y genital…”, siendo “ambas expresiones del deseo construcciones patriarcales”.
Desde otras miradas feministas, como las perspectivas transfeministas, se asume que mientras no se lleve a cabo una educación sexual centrada no en el miedo a la anticoncepción y las infecciones de transmisión sexual, sino en el placer, el deseo y el consentimiento, la pedagogía sexual de lxs jóvenes será la pornografía convencional, con los riesgos que esto supone. Desde esta perspectiva, se propone la creación de representaciones que funcionen como referentes de sexualidades alternativas, desde cuerpos no normativos (cuerpos más allá de la ecuación mujer-cis-joven-delgada-femenina hombre-cis-joven-musculado-masculino del ideario del porno convencional), construidas de forma ajena a la mirada masculina, en las que las dinámicas de poder (que se asumen como inevitables) sean visibilizadas y negociadas, y el placer y el consentimiento (activo y entusiasta) estén en el centro.
En relación a este debate, coincidimos con las palabras de MacKinnon en la necesidad de una salida política: “Postular una sexualidad igualitaria sin transformación política es postular la igualdad en condiciones de desigualdad”.
¿Y lxs profesionales de salud mental tenemos algo que decir? propuestas para el debate
Si entendemos que es necesario hacer cambios desde la crítica, ¿tenemos lxs profesionales de salud mental algo que decir sobre este tema? Creemos que hay diversas propuestas que nos pueden ayudar en el debate.
Lo primero que queremos reconocer es que la psiquiatría y la psicología tienen una enorme deuda con las víctimas de abusos sexuales. Si revisamos en nuestra historia el tratamiento que se ha dado a los abusos sexuales y al trauma, encontraremos referencias que han justificado, desde la biología, la ciencia y el psiquismo diferencial, la naturalización de la violencia sexual a través de la agresividad “natural” masculina y la pasividad femenina. También existen en la tradición psicoterapéutica numerosas referencias que relacionan la fantasía y la ensoñación con los relatos de las mujeres que refieren abusos sexuales en la infancia, lo que ha facilitado que lxs profesionales pongan en duda dichos relatos (8). Además, tenemos que reconocer que han sucedido experiencias de abuso sexual bajo la relación terapéutica, en diferentes contextos, a las que lxs profesionales no hemos prestado la suficiente atención, a veces por temor a que visibilizarlas pudiera suponer un problema para el profesional o para la institución, otras escudándonos en la falta de convicción con que se relataban, otras pensando que la revelación podría ser retraumatizante para la mujer…
Por otra parte, cuando se trata de personas institucionalizadas, es una práctica relativamente frecuente prohibir activamente todo tipo de relación sexual, o directamente obviar que estas personas tienen sexualidad, para esquivar las posibles dificultades derivadas de los debates sobre la capacidad de consentimiento. Como consecuencia de ello, en el caso de que estas personas tengan relaciones sexuales, lo harán de una forma precaria, a escondidas, posiblemente sin protección y en situaciones que pueden facilitar que se produzcan abusos, que, además, serán posiblemente menos referidos a los y las profesionales de referencia si se producen.
Más allá de las últimas décadas, nuestra impresión es que también en el momento actual, en todos los campos sanitarios y sociales, tenemos dificultad para dar credibilidad a los relatos de experiencias de abuso sexual cuando nos hacen partícipes de ellas. A veces no “queremos” escucharlo y propiciamos un tipo de preguntas que dificultan la verbalización de estas cuestiones; otras, nos defendemos argumentando que no tenemos tiempo suficiente en nuestras consultas; en otras ocasiones, nos escudamos en la psicopatología para poner en tela de juicio estas narrativas; otras veces preferimos pensar que la visibilización y denuncia van a producir una revictimización…
Para afrontar estas dificultades, consideramos que podríamos iniciar un proceso de cuestionamiento crítico desde varios niveles.
Creemos que sería importante hacernos cargo de nuestra herencia y repensar la responsabilidad histórica de nuestra disciplina a la hora de infravalorar los abusos en las relaciones terapéuticas. Quizá sería importante iniciar un proceso de reconocimiento del daño y reparación en este sentido, similar al que se ha hecho respecto a otras prácticas psiquiátricas.
Consideramos que es esencial que nos formemos para escuchar y reconocer las situaciones de abuso sexual en las narrativas de las personas con las que trabajamos. Cuando redactamos este texto, discutimos sobre el riesgo de que a veces, de forma inconsciente, podamos tratar de forzar el “desvelamiento” del trauma sin adaptarnos a las necesidades de la persona. Reconocer las situaciones de abuso sexual implica trabajar sobre nuestros propios prejuicios, identificar los aspectos de la cultura de la violación que hemos interiorizado y repensar nuestras propias experiencias de abuso, nuestro concepto de sexualidad y nuestra idea de consentimiento. Creemos que hay que hacer esto de una forma interseccional, no solo entendiendo el sujeto “mujeres” como “mujeres blancas españolas, cis, heterosexuales y capaces”, sino cuestionándonos también sobre si, por ejemplo, reaccionamos igual ante un relato de abuso sexual de una mujer migrante o racializada, diagnosticada de trastorno mental grave, trans o con diversidad funcional, colectivos que, de hecho, están más expuestos a estas violencias, en los que tendemos a centrar menos los trabajos de investigación y suelen estar ausentes en nuestra formación con respecto a la violencia sexual.
Pensamos que sería necesario abrir un debate sobre cómo visibilizar la sumisión y dominación interiorizada y no consentida en la construcción de la sexualidad heteronormativa, cosa que no es posible hacer sin visibilizar también el hecho de que, con mucha frecuencia, esta sumisión implícita forma parte de nuestra práctica en la atención a las personas con las que trabajamos. Resulta difícil abordar la primera cuestión cuando las relaciones que mantenemos en contextos terapéuticos no son horizontales, e incluso podemos llegar a utilizar técnicas de persuasión y coerción de baja intensidad como parte de nuestra práctica habitual. Pensamos que no es posible abrir el debate sobre el consentimiento en el plano sexual sin atender también al debate que ya comienza a producirse sobre el consentimiento en el plano profesional.
Asimismo, nos preguntamos: ¿cómo prescindir de nuestro imaginario, creado en una sociedad atravesada por la cultura de la violación?, ¿qué condiciones deben darse para que en las narrativas de las personas con las que trabajamos se considere que una relación es abusiva?
Por otro lado, nos parece que, como profesionales, tendemos a pensar que la psicoterapia es obligatoria, que no hay posibilidad de salir del trauma sin sentirse víctima y “sospechamos” de la sanación fuera del territorio “psi”. En ocasiones, tendemos a restar la individualidad al relato de las mujeres. Corremos el riesgo de pensar que es necesario contarlo siempre y a nuestra manera (“de un modo terapéutico”), infravalorando las redes de apoyo, cuando lo cierto es que algunas mujeres prefieren contarlo y otras no, y cada una puede necesitar hacerlo en un momento distinto del proceso. También corremos el riesgo de creer que para elaborar el trauma es siempre necesario relatar la experiencia en detalle y con continuidad, acompañada de una reacción emocional intensa, por lo que algunos factores, como que se relate de forma fragmentada, incoherente o con distancia emocional, pueden hacernos dudar de su veracidad. En este sentido, consideramos importante que reconozcamos que hay procesos de recuperación que muchas mujeres han desarrollado en contextos alejados de las consultas, por medio del apoyo mutuo, el activismo, las lecturas, a través de estrategias desarrolladas en colectivos feministas o del aprendizaje de autodefensa feminista… Hacer esto no solo nos daría una visión más completa sobre las formas en que se puede afrontar el abuso, sino que, como terapeutas, podríamos aprender de estas estrategias. Virginie Despentes explica que para ella fue revelador en su proceso leer un texto de Camille Paglia que decía que “[la violación] es un riesgo inevitable, es un riesgo que las mujeres deben tener en cuenta y deben correr si quieren salir de sus casas y circular libremente. Si te sucede, levántate, dust yourself, desempólvate y pasa a otra cosa. Y si eso te da demasiado miedo, entonces quédate en casa de mamá y ocúpate de hacerte la manicura” (6). Refiere que leer esto le hizo sentir rabia en un principio, pero después la ayudó a entender la violación como una circunstancia política, a ver que, por primera vez, alguien valoraba la posibilidad de recuperarse de una violación, que ya no se trataba de negar, ni de morir, sino que se trataba de “vivir con”. Esta estrategia no tiene por qué ser válida para todas las mujeres, pero fue una forma de afrontamiento que ella encontró lejos de una consulta. En los relatos recientes en primera persona sobre experiencias de violación recogidos en la revista Pikara también se señala que no hay dos historias iguales: algunas mujeres necesitan años de terapia y feminismo para sanar sus heridas, mientras que para otras lo más difícil ha sido la incomprensión del entorno por la falta de respuesta esperada tras la violación (“No me sentía mal con mi cuerpo ni con mi sexualidad… La sensación era más de pena por el mundo que habíamos creado…”) (9).
En conclusión, pensamos que, como profesionales de salud mental, no solo tenemos cosas que decir con respecto a las violencias sexuales, sino que es importante iniciar un proceso de cuestionamiento crítico de nuestra posición y trayectoria histórica en relación con ellas, un proceso que pueda abrir debates y aprendizajes que amplíen nuestras posibilidades para acompañar a las personas supervivientes cuando lo necesiten.