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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.41 no.140 Madrid jul./dic. 2021  Epub 14-Mar-2022

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352021000200004 

Artículos

La psicopatología de la esquizofrenia

The psychopathology of schizophrenia

Ana Isabel Masedo Gutiérrez1 

1Profesora en la Facultad de Psicología, Universidad de Málaga. Málaga.

Resumen:

El presente artículo pretende realizar una revisión de distintos aspectos teóricos en torno a la psicopatología y la esquizofrenia. Se revisan aspectos epistemológicos que afectan a la psicopatología en general y se revisa el enfoque fenomenológico-conductual para el abordaje de la esquizofrenia según publicaciones de las últimas décadas con objeto de ofrecer un punto de encuentro epistemológico y clínico.

Palabras clave: esquizofrenia; fenomemológico-conductual; ipseidad; psicoterapia; psicopatología

Abstract:

The present article means to carry out a review of some theoretical aspects regarding psychopathology and schizophrenia. Epistemological aspects that affect psychopathology in general are reviewed. In addition, the phenomenological-behavioral approach in schizophrenia is examined specifically in order to offer a possible epistemological and clinical meeting point.

Key words: schizophrenia; behavioral phenomenology; ipseity; psychotherapy; psychopathology

La psicopatología es una ciencia liminal

El libroLas raíces de la psicopatología moderna, de Marino Pérez Álvarez (1), busca ofrecer una psicopatología al hilo de los tiempos, buscando los orígenes sociales y culturales de las problemáticas actuales. La formación de los psicólogos y psiquiatras en materia de psicopatología es una empresa de alta dificultad, pues es inevitable rozar terrenos limítrofes, en tanto que la psicología y la psiquiatría son ciencias liminales. Las críticas a la psicología y a la psiquiatría de corte epistemológico, y aquí entrará cualquier disciplina de la psicología y por ende la psicopatología, se han basado en cuestiones ontológicas relativas a qué concepto de sujeto hay inherente a un modelo explicativo determinado. Un ejemplo es el dualismo cartesiano, ya superado por la filosofía, que debería ser vigilado. También es posible incurrir en un reduccionismo de la realidad o psicologismo, por el que toda una porción de realidad compleja sería explicada en base a conceptos de origen interno o privado. Para ser más exactos, San Martín (2) exponía que “el psicologismo o mentalismo es un modo de fundamentar la ciencia en las características psicológicas propias de la especie humana, esto es, creer que los problemas de fundamentos que las ciencias pueden plantear se van a resolver profundizando en el estudio de la mente humana”. Otro “ismo” que acecha a la psicopatología es el cerebrocentrismo, según el cual todo comportamiento humano está explicado en base a determinantes genéticos o biológicos. Sin querer listar todas las debilidades de la psicopatología desde el punto de vista epistemológico, y con ánimos de que la crítica enriquezca y no destruya, la cuestión radica en la necesidad de revisión, ya que, como ha apuntado el profesor Pérez Álvarez (1), el principal síntoma de la falta de un armazón filosófico es la cantidad de conceptos de que disponemos para nombrar “lo mismo”. Así, es preciso partir de un concepción del ser humano explícita. Por tanto, puede ser vital para la psicología retomar estas reflexiones.

La dificultad de esta tarea epistemológica pendiente no solo radica en la posibilidad de que los nuevos tiempos nos alejan de un modo de hacer ciencia, sino que además la psicopatología es una ciencia liminal, es decir, está entre medias de cosas no psicológicas (1). La naturaleza de esta dificultad podría estar en que la persona o el comportamiento de la persona siempre acontece entre un sistema biológico y fisiológico que la precede y un medio externo. En ese sentido, la psicopatología se enfrenta a los espacios limítrofes, que no son ni cultura ni meramente comportamiento biológico. Esto explica que haya discordancias dentro de la disciplina en cuanto a cuál es el objeto de estudio de la psicología –para algunos, la persona; para otros, la conducta; para otros, la mente…–. Por lo que la cuestión de la delimitación se complica. Es sensato agarrarse a un saber, esto es, a una episteme, ya que dicho espacio intersticial entre la biología y la cultura necesita un anclaje para ser nombrado, conceptuado y analizado.

La Teoría del Cierre Categorial (TCC) es una filosofía de la ciencia que busca establecer el estatuto gnoseológico y ontológico de las ciencias humanas en virtud de algún criterio lógico-material (predictibilidad o matematización) o epistemológico (consenso, verificabilidad, etc.). Lo que fundamenta el grado de cientificidad de una teoría al uso está basado en la delimitación de los términos y conceptos propios respecto a los de otras teorías, al “cierre” en el sentido de la circularidad dialéctica y en el sentido de superar lo meramente descriptivo o adecuacionista (35). Respecto a la aplicación de esta teoría a las escuelas psicológicas, Pérez Álvarez afirma que la teoría de la conducta es la que tiene una mejor consideración como ciencia por la claridad a la hora de determinar el objeto de estudio, que es la conducta, y por sus procedimientos metodológicos y matemáticos (6). Continuando con el desarrollo de estos planteamientos a fin de obtener respuestas, Pérez Álvarez (1) señala que a la psicopatología puede serle útil pensar en torno a la doctrina de los Tres Géneros de Materialidad, doctrina que rescata y plantea como posible referencia. Dicha doctrina defiende tres géneros de materialidad: primer género o mundo uno (M1), segundo género o mundo dos (M2) y tercer género o mundo tres (M3). Así, muy resumidamente, un primer supuesto, al que se denomina M1, es que existe un cuerpo o un organismo, esto es, una dimensión corpórea del ser humano. Por otra parte, existe un sujeto operatorio (M2), que se distingue del anterior por referirse al sujeto que actúa y que dispone de una “intencionalidad operante” en relación al contexto (M3). Para definir M2 es preciso comenzar por hacer explícito que se presta a confusión con M1 y M3. Además, se ha apuntado que en la psicología en general, también la de influencia fenomenológica, el riesgo de reduccionismo radica en que todo se reduzca a M2, que está en el umbral entre la biología y la cultura.

La noción de sujeto operatorio (M2) ha sido ilustrada por parte de Skinner (7), para quien existe una conducta operante que produce cambios, que interviene en el medio, y un mundo privado, el interior del sujeto o la subjetividad que se expresa y es posible a través del lenguaje. Por otro lado, la presencia del cuerpo en la fenomenología tiene un doble aspecto -que fácilmente puede conducir al dualismo o al monismo-: el cuerpo como cuerpo vivido y el cuerpo como cuerpo ejecutivo. Así, mientras que la fenomenología con raíz filosófica sólida se ha ocupado de las experiencias y las vivencias, la escuela conductista ha refinado el análisis del sujeto ejecutivo u operatorio. En consonancia con esta, está la psicología de la acción, que el profesor Fierro (8,9) ha ilustrado en su obra Personalidad, persona, acción. Un tratado de psicología, con su noción de acción (sujeto agente), que supone un concepto vitalista que dota a la persona de un cariz activo y que parte de la premisa de que el sujeto está orientado a la acción.

Por su parte, la fenomenología de la escuela fenomenológica europea, que tiene raíz en Edmund Husserl, al que siguen Maurice Merleau-Ponty y Karl Jaspers por señalar los autores más importantes, podría aportar gracias a su consideración extensa acerca de M1 a la teoría de la conducta (1). Cabe destacar que este matiz es necesario en el marco de la psicopatología, ya que en su seno también se ha construido un llamado modelo fenomenológico que en psicología clínica ha respaldado al denominado modelo existencialista, humanista y gestáltico (10) y que en psiquiatría se presentaba como un modo de hacer clínico (11). Es importante matizar que ha habido muchos “modelos fenomenológicos” en psicología, pero es preciso distinguir que en este caso, más que sostener un modo de hacer terapéutico, se recurre a la fenomenología con otros fines de origen conceptual o epistemológico.

El tercer género de materialidad (M3) puede hallarse en las entidades extraindividuales y la cultura, las instituciones, las organizaciones o dispositivos sociales que tienen una entidad y que están en permanente inter(acción) junto al sujeto. Aquí está la escuela, la familia, el sistema de salud, por destacar algunos. En un sentido muy amplio, el M3 alude al contexto, al sistema cultural que rodea a la persona. Para ahondar en M3, Pérez Álvarez recomienda las obras Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones (5), continuación de Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias (12). Hay que decir que este aspecto es el más olvidado entre los modelos clásicos de la psicopatología. Y M3, puntualizando el planteamiento del autor al hilo de Skinner (13), el espacio limítrofe entre la cultura y la persona, parece que está “inscrito”, se materializa, en el lenguaje. Al respecto, cabe citar la Teoría de los Marcos Relacionales (14,15) y su aplicación terapéutica, como es la Terapia Analítica Funcional (TAF) (16,17), el lenguaje que afecta, que maltrata o que sustenta y motiva o el lenguaje impreciso pero demandante. La conducta verbal es una conducta operante y esto implica que es una conducta que opera e interviene en un medio.

Sin pretender dar prescripciones, sí es de interés reflexionar sobre la implicación que tienen estos presupuestos sobre la psicopatología como disciplina. En este sentido, quien se dedica a la psicopatología tendría que verse en la necesidad de abarcar estos tres mundos y el espacio entre ellos y buscar no reducir M2 a M1 (el sujeto explicado en base al cerebro) ni quedarse solamente en M2 para contemplar a M3 (esto es, contemplar el contexto y no solo la percepción del contexto). El conductismo como teoría de la conducta está interesado en el sujeto orientado a la acción (M2) y tendría que consolidar que dicho sujeto es otro y de naturaleza distinta al cuerpo humano biológico (M1) y que adolece de las vicisitudes que ocurren en la organización o sistema en el que se mueve, por el que se ve influido y en el que puede influir. Sin embargo, a pesar del atributo “contextual” del que ahora se presume en los modelos conductistas de tercera generación, sigue siendo posible que quede muy fuera o completamente fuera de análisis el contexto (M3), en este sentido, sería bueno que también se quisiera contemplar con mayor ambición el mundo 3. Este es el caso de las circunstancias de pobreza, de etnicidad, de género, de crisis económica, de vida nuda, de redes virtuales, de condiciones determinadas de biopoder o el estigma hacia la enfermedad mental en el contexto sanitario como ejemplo muy concreto (18).

Es conocido que ha persistido una psicopatología “ateórica” y descriptiva que tuvo su entrada con el DSM-III (19). No obstante, el DSM-III, o cualquier sistema de clasificación diagnóstica, se asienta inevitablemente en una concepción determinada del sujeto, lo único es que los modelos teóricos no serían explícitos (20, 21). Singer (22) ponía en evidencia que en el DSM-III la noción de esquizofrenia se relacionaba claramente con la teoría de Bleuler, mientras que la perspectiva conductista estaba tras las descripciones de los trastornos de ansiedad. Por otro lado, señalaba que podían apreciarse nociones psicodinámicas tras la descripción de los trastornos somatoformes (o somatomorfos) y los trastornos de conversión. Esto viene a colación porque las bases epistemológicas podrían contribuir a solidificar y marcar la acción terapéutica y, sin embargo, nuestras herramientas de trabajo están marcadas por la ateoricidad y la multiplicación de conceptos y de síndromes. Si ya se han multiplicado tanto las críticas, quizás sea momento más bien de sentarse a teorizar y pensar, y menos de ponerse a recopilar datos empíricos sin ton ni son. Y menos aún de aplicar tratamientos a diestro y siniestro por más que se parta de una medicina/psicología basada en la evidencia que dio con la tecla y con los datos adecuados (demostrando así su eficacia) pero sin saber por qué.

Para terminar, y enlazando con el siguiente apartado, en la rama de la psicología clínica que se estudia en las universidades españolas siempre se aborda el tema de la esquizofrenia. Es frecuente que se subrayen las teorías biológicas y genéticas como las teorías explicativas de mayor peso. Incluso en mis tiempos de estudiante escuché a menudo en las clases que “la esquizofrenia tiene que ser abordada por la figura del psiquiatra porque precisa de medicación”. En este sentido, es un escándalo que se reproduzca el cántico de que la esquizofrenia es “un trastorno grave del cerebro”. Ahora estamos en condiciones de señalar justificadamente que en esta concepción de la esquizofrenia subyace un grave error epistemológico, que consiste en reducir al sujeto a M1. En este artículo se van a abordar los enfoques que, siendo conocedores de estas premisas, buscan ofrecer un boceto de la sintomatología en la esquizofrenia que podría ser referencia por superar al menos algunas de estas deficiencias.

Esquizofrenia y fenomenología

Sass y Parnas (23,24) entienden que la esquizofrenia es un trastorno de la experiencia de sí mismo o ipseidad, esto es, lo que estaría alterado es la base del yo como sujeto de la experiencia, lo que tendría como primera manifestación una reducción o aplanamiento del self.

Esto ya había sido puesto de manifiesto como aspecto central de la esquizofrenia por el propio Bleuler (25), para quien la esquizofrenia pasa por un debilitamiento del sí mismo o una escisión de sí. Este sentido disminuido y escindido del yo, y la consecuente pérdida de contacto vital con los otros y con el mundo, supone para Stanghellini (26) una crisis o pérdida del sentido común. Y es que una desorganización del yo, como también se ha designado a dicha escisión, implica un sentimiento de irrealidad y una desarticulación perceptiva respecto al afuera, de modo que, dado que el yo es el centro de experiencia del mundo, si este se tambalea, el afuera también resulta ser inestable. La hiperreflexibidad se presenta como una segunda manifestación del trastorno del self (23,24). Así, la hiperreflexividad presenta una cualidad cuasi-volitiva y se puede entender como una consecuencia de trastornos primarios a nivel operativo o prerreflexivo. Si falla la consciencia prerreflexiva falla la percepción, de ahí que las operaciones de la consciencia prerreflexiva sean determinantes de la experiencia consciente, hasta el punto de que un cambio en su organización implicaría cambios en el nivel reflexivo de la conciencia. Así visto, una alteración de la ipseidad supone una afección a nivel de la intencionalidad que podría relacionarse con un síntoma básico que se denomina “irritación basal”, que incluye síntomas como la pérdida de la automaticidad del movimiento o trastornos cognitivos y perceptuales.

Para Eugène Minkowski el aspecto central de la esquizofrenia radica en su componente autista, caracterizado por un debilitamiento del “instinto vital”, un “déficit prágmático” y una alteración del dinamismo mental (27). Otra formulación del mismo autor sería el denominado esprit de géométrie, que designa un modo de ser en el que la abstracción y el solipsismo suponen una alienación respecto al cuerpo, la propia vitalidad, los instintos y las emociones (27,28). Esto es, el autor pone sobre la mesa la conexión entre un exceso de razón y una pérdida de conexión con el cuerpo y los instintos. Esto también será retomado posteriormente para dar cuenta de la mayor incidencia de esquizofrenia en el género masculino, al que se atribuye este estilo racional (29).

Puede verse la conexión entre esta experiencia de la exclusión de lo intuitivo y el concepto de hiperreflexividad como aspectos intrínsecos a la experiencia esquizofrénica. De este modo, el racionalismo y el autismo representan un fallo en la comprensión intuitiva o prerreflexiva del mundo y de los demás (28). Esto podría tener su raíz en el concepto de pérdida de la evidencia natural presente en la obra de Wolfgang Blankenburg (citada en 28). Así, es menester resaltar el concepto de cenestesia como facultad que hace posible la síntesis entre las experiencias particulares y las percepciones del afuera que otorgan unidad o sentido a la vivencia. En este sentido, este mismo conocimiento práctico sería el que se pone en juego para aprehender e interpretar las acciones de los otros y se vería trastocado en las personas esquizofrénicas (28).

Siguiendo a Pérez Álvarez (30) y aunando los fragmentos anteriores, habría en resumen tres aspectos característicos en la esquizofrenia: la hiperreflexividad, el sentido disminuido de sí mismo y la alteración de la consciencia del mundo. De un lado, la hiperreflexividad está referida a la irrupción en la consciencia de aspectos que normalmente son implícitos. Una autoconciencia prerreflexiva implica el tenerse a sí mismo como objeto o tema expreso de atención o reflexión. Mientras que esta autoconciencia suele ser implícita, se plantea que en el caso de las personas esquizofrénicas se hace explícita, de manera que aspectos comúnmente tácitos pasan a objetivarse (23). En segundo lugar, el sentido disminuido de sí mismo se entiende también como un descenso de la vitalidad y de la intensidad de la presencia de sí para sí, de modo que la experiencia de uno mismo para sí mismo se ve alterada. Y por otro lado, la alteración de la consciencia del mundo tiene que ver con la consabida pérdida de contacto con la realidad, donde entran en juego todas las alteraciones de la percepción y la desadaptación de la persona esquizofrénica en los contextos sociales, lo cual deriva en aislamiento.

Si bien es difícil, como dicen los autores, encontrar una unificación de los síntomas esquizofrénicos dada la heterogeneidad de los mismos, sí es posible afirmar que el fenómeno del sentido del self y el sentido de estar o ser en el mundo son sentidos inseparables. De acuerdo a Sass y Parnas (23), la ipseidad alterada, como sentido del self primario que es, afectaría a uno en su propio sentido de existencia en el mundo. A este sentido se le considera más básico y tácito que al propio sentido de continuidad a través del tiempo o que a cualquier sentido de identidad propia respecto a los otros. Citando a Sass y Parnas, “cualquier alteración de esta estructura focal tácita es probable que tenga efectos sutiles pero ampliamente reverberantes que alteren el equilibrio y sacudan los cimientos de uno mismo y del mundo” (23, p. 430). Los tres componentes mencionados serían, de acuerdo con Sass y Parnas (23, 24), aspectos íntimamente relacionados en un trastorno de la ipseidad que coinciden con la experiencia de los pacientes.

Para tratar el concepto de hiperreflexividad, Pérez Álvarez (30) distingue entre tres formas de autoconciencia. Una primera, la autoconciencia corporal prerreflexiva, que toma al cuerpo como sujeto, lo que, como se ha dicho, viene ya dado de forma natural y sería intrínseco a la conciencia. Una segunda sería la autoconciencia reflexiva, que es la autoconciencia explícita, intelectual, conceptual, que toma algún componente del propio sujeto como objeto. Y, finalmente, la autoconciencia hiperreflexiva, más intensa que la autoconciencia reflexiva, definida como un exceso de conciencia que toma como objeto a uno mismo, sea el yo, sea cualquier even-to privado (experiencias, sentimientos, pensamientos, etc.) o sea incluso el propio cuerpo. La hiperreflexividad en sí se corresponde con la presentación a la conciencia de aspectos del sí mismo que se convierten en objeto de preocupación (30). Pérez Álvarez y colaboradores (31) subrayan que el concepto de hiperreflexividad proviene de la dinámica de la intencionalidad operante o arco intencional. Este arco intencional es la línea de sentido biográfico: “la toma de conciencia de la infraestructura del funcionamiento psicológico” o “la experiencia de la vida en tercer persona” (31, p. 16). Así, es interesante citar la idea que los autores ponen de manifiesto: mientras que el yo subjetivo se objetiviza, el mundo exterior se subjetiviza.

De otro lado, la experiencia de la corporalidad ha sido tratada bajo la influencia de Maurice Merleau-Ponty, para quien existe una diferencia entre “cuerpo vivido” y “cuerpo objeto”, que designa como una vivencia del cuerpo a modo dualista: “un espíritu sin cuerpo” o “cuerpo sin alma”. En palabras de Stanghellini (26):

“Un cuerpo sin alma (es decir, un cuerpo privado de la posibilidad de vivir experiencias personales, percepciones, pensamientos, emociones…, como propias) y también un espíritu sin cuerpo (es decir, como una especie de entidad abstracta que condensa su propia existencia desde el exterior: una perspectiva en tercera persona o una vista desde la nada). Como un cuerpo sin alma, la persona esquizofrénica experimenta un sentimiento específico de pérdida de presencia. En los casos más ligeros, se siente separado de sí mismo y de sus acciones y experiencias. La unión entre la mente y el cuerpo parece haberse desgarrado. En los casos más severos, se describe a sí mismo como vacío: “No hay nada dentro de mi cuerpo; es solo un marco. Dentro de mi cofre no hay nada, solo un gran agujero. El vacío se manifiesta, en los movimientos, como una falta de contacto entre las distintas partes del cuerpo: Cuando me muevo, parece que pierdo algo, como si todo mi cuerpo me estuviera dejando. La columna vertebral o algo pasa invisible a través de la carne”.

La alteración de la corporalidad se ha considerado entre las experiencias anormales en la esquizofrenia, como las vivencias de alienación e imposición, la despersonalización y desrealización y las alucinaciones cenestopáticas. Hay ciertos autores que encuentran alteraciones de la corporalidad en casos de esquizofrenia desorganizada, paranoide y catatónica (32). Siguiendo a Stanghellini, en primer lugar, la vivencia de la corporalidad guarda estrecha relación con la ipseidad, esto es, la vivencia de la posesión o de ser dueño de la propia experiencia, y ser agente o ejecutor de la conciencia (26). Así, el cuerpo vivido posibilita la relación con los objetos y la consciencia de los mismos, produciendo un “sentido natural de las cosas”. La ausencia de esta noción de cuerpo se conoce como descorporalización (en inglés, disembodiment) y en las personas esquizofrénicas esto se ha descrito como una falta de sintonía corporal entre el yo y los otros, es decir, afectaría al plano intersubjetivo (32). La denominación que se ha señalado al respecto es cenestesia (o alteración cenestésica en su ausencia), como experiencia global de la propia corporalidad que sintetiza todas las sensaciones corporales simples y en la que se fundamenta la conciencia del yo:

“Sentía que mi cabeza no estaba sobre mi cuello, sino encogida y dentro de mi pecho. (…) Sentía que mis pensamientos ahora estaban un poco atrás de la cabeza, como por fuera del cerebro. (…) En mi casa me sentía incómoda estando con mi familia, mejor me sentía cuando estaba a solas en mi cuarto” (32, p. 207).

La clásica distinción entre síntomas positivos y negativos es meramente descriptiva, conductual y ateórica, ya que está referida a un exceso o a una ausencia de determinadas funciones que en condiciones de normalidad-salud estarían presentes. La predominancia o ausencia de esas funciones daría lugar a tres posibles síndromes: 1) que los pacientes puedan estar más o menos activos y expresivos respecto al mundo o los otros; 2) que estén más o menos alerta o apagados; o 3) más o menos coherentes y controlados. Así, las personas esquizofrénicas pueden pasar por los tres síndromes a lo largo de la enfermedad, o bien manifestar uno, dos o los tres, incluso simultáneamente (23).

En este sentido, desde la perspectiva fenomenológica, los síntomas psicóticos se explicarían a partir de una alteración de la ipseidad. Concretamente, en el caso de los síntomas positivos, como las alucinaciones o los delirios, lo que ocurre se entendería dentro de un proceso de alienación y externalización o bien de disociación y despersonalización, después de haber perdido el centro del sí mismo que serviría de anclaje para la experiencia. La disminución del sentido del sí mismo se propone como una pérdida del sentido de vivenciar (en el sentido de habitar o morar) las propias acciones, pensamientos, impulsos, sensaciones y percepciones corporales, de modo que se siente que estos eventos internos están bajo posesión o bajo el control de entidades o fuerzas externas. Como plantean Pérez Álvarez y colaboradores (33), se produce la objetivación de vivencias específicas en hechos externos a uno mismo, de modo que se pierde el control sobre el propio cuerpo, y, por tanto, las acciones ahora emanarían para el sujeto desde un poder externo, es el caso de la enajenación o alienación.

Continuando con los característicos signos clínicos, las alucinaciones auditivas, las más frecuentes, aluden al hecho de experimentar los propios pensamientos en voz alta y como si estos los pudieran escuchar otras personas. Destacan las voces de una suerte de comentador de lo que ocurre o lo que se hace, o voces que hablan del paciente en tercera persona. Con frecuencia se ha mantenido que estas voces involucran a pensamientos del sujeto que no son reconocidos como propios (34). Estudios tempranos relataban que la alucinación auditiva acompaña a una subvocalización simultánea al comprobar que hay actividad en las regiones cerebrales que controlan los músculos del habla a la par que se experimentan las voces. Así fue defendido por Jules Séglas en su tesis sobre las alucinaciones auditivas en la esquizofrenia (35). Otra evidencia de esta hipótesis es que la gramática de las voces tiene las mismas peculiaridades gramaticales que el habla propia de los sujetos (28). En el caso que se expone, se reproduce una experiencia de escucha de voces que particularmente ilustra que dichas voces son propias y que tienen una función probablemente estabilizadora para el sujeto. En este sentido, las voces pueden entenderse como experiencias de diálogo que se dan en un estado crónico de disociación (35).

“Calvin comenzó a oír voces a los 18 años. Precisamente en aquella época había comenzado a recordar un episodio de abusos sexuales sufrido durante su infancia. Esos recuerdos le resultaban muy perturbadores y tenía problemas para dormir. Al intentar conciliar el sueño y con la esperanza de sentirse más tranquilo durante el día, empezó a fumar grandes cantidades de cannabis. Cuando las voces hicieron su aparición descubrió que estas querían apoyarlo diciéndole cosas como «estarás bien» o «no fue culpa tuya»” (34, p. 41).

Otra propuesta de enorme interés, que rescata la obra de Skinner (7), ha sido presentada por García Montes y Pérez Álvarez (36) y sostiene que alucinar es una conducta perceptiva en ausencia de estímulo percibido, al igual que ocurre cuando se imagina o se sueña. Los autores retoman de Skinner varias cuestiones de interés: 1) la percepción en sí tendría una funcionalidad operatoria y está sometida a una serie de contingencias de las que es función; 2) los datos sensoriales son construcciones que devienen de la interacción entre el ser y su entorno; 3) las alucinaciones son conductas enajenadas en tanto que el sujeto no es consciente de las contingencias que controlan el hecho de alucinar; 4) las conductas enajenadas producen a corto plazo consecuencias positivas, como el hecho de aliviar la tensión, pero a largo plazo suelen tener consecuencias negativas. Respecto al caso de Calvin, Morrison y colaboradores (34) señalaban que las voces de Calvin eran en un principio tranquilizadoras y no le incomodaban, pero que, a partir de su primer ingreso en el hospital, las voces se volvieron amenazantes y hostiles para él. Las creencias y la relación particular, en base a una historia de aprendizaje, de cada persona con sus voces tiene una implicación fundamental en el curso patológico de las mismas. De ahí que algunas propuestas terapéuticas se basen en los principios de la Terapia de Aceptación y Compromiso, esto es, en lugar de tratar de eliminar los eventos internos, se trataría de cambiar la relación con los mismos, permitiéndose su observación en ausencia de control mediante distintas estrategias como la meditación (36).

Entre los síntomas negativos se han descrito el “entumecimiento” o “afecto plano”, o la “intensa afectividad” e hipersensibilidad a estímulos emocionales. Desde el punto de vista fenomenológico, estos síntomas pueden entenderse en términos de una alteración de la experiencia del self (23). Lo que caracterizaría al síndrome negativo, según Blankenburg (citado en 28), sería la presencia de ciertas anormalidades o irregularidades que consisten en una pérdida de evidencia propia natural (loss of natural self-evidence), es decir, la pérdida de un sentido común de orientación tácito del yo en su realidad. Sass y Parnas (24) retoman el concepto de perplejidad, que estaría referido a una forma de autoconciencia angustiante y a un sentido inexplicable de no poder afrontar demandas y situaciones cotidianas. Los síntomas negativos, por tanto, se entenderían como fenómenos interrelacionados cuya raíz consiste en una alteración básica de la autoconciencia relativa al anonimato y a un sentido deficiente de la privacidad personal.

El síndrome de desorganización implica la presencia de anormalidades en la organización del pensamiento, de la atención y del habla, como es la tangencialidad, la incoherencia, la presión del habla, la pobreza del contenido del habla y la dificultad de centrar la atención. Según Sass y Parnas (23), supone la pérdida de la habilidad para focalizarse en un tema o en una meta. Además, de forma concomitante, la conciencia está distraída y es disruptiva. Se entiende como una alteración atencional, siendo clasificados comúnmente como trastornos formales del pensamiento que afectan a la dimensión pragmática del habla. Bajo una perspectiva fenomenológica, estas alteraciones serían manifestaciones de la hiperreflexividad, que distorsiona las funciones normales de la conciencia y, en definitiva, conduce a la imposibilidad de poder ser en el marco de un universo perceptivo coherente (23).

En un fragmento de la carta enviada a Jacques Rivière, Antonin Artaud ilustra esta incapacidad para la hilaridad y la coherencia:

“Sufro de una espantosa enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización en la palabra. Palabras, formas de la frase, direcciones interiores del pensamiento, reacciones simples del espíritu, estoy constantemente en la persecución de mi ser intelectual. Así, por ello, cuando puedo asir una forma, por imperfecta que sea, la fijo por temor a perder todo pensamiento”.

Esquizofrenia y enfoque fenomenológico-conductual

Es importante partir de la base de que la tradición cognitivo conductual ha sostenido en términos generales una concepción de la esquizofrenia basada en el modelo de vulnerabilidad, por tanto, entiende que la esquizofrenia es algo que “se tiene” (se habla de “persona con esquizofrenia”) por una propensión, normalmente de tipo hereditario. Así, la persona tiene esta enfermedad y la narrativa de enfermedad inculca y adoctrina a los pacientes a entender que tienen una enfermedad crónica para toda la vida (31). Frente a esto, la apuesta sería hablar de “persona esquizofrénica”, entendiendo que la esquizofrenia es un modo de ser y entraña una forma de experimentarse a sí mismo y al mundo; esto tiene implicaciones idiosincrásicas y permite conceder un respeto y una política interpersonal basada en escuchar dichas experiencias.

A mi juicio, la mayor aportación de la fenomenología es un cambio de actitud radical en cuanto a esta concepción y, por ende, implica sustituir la narrativa de enfermedad por la narrativa de recuperación, esto es, la esquizofrenia como enfermedad crónica del cerebro se desplaza para entenderla como un trastorno de la ipseidad y del sentido del yo donde se contempla poder salir de la condición de enfermo crónico (31). Así, la disciplina clínica de la fenomenología ha tenido como principal interés en su quehacer clínico el abordar la descripción de la experiencia subjetiva y captar formas esenciales de la experiencia. Este modo de hacer se diferencia de un abordaje top-down característico del modelo cognitivo-conductual en que el clínico parte de una hipótesis de intervención y busca los síntomas objetivos de una lista dada. Por el contrario, si se parte del enfoque fenomenológico, la actitud es completamente opuesta, lo que importa es la experiencia del sujeto y, de hecho, todo método de escucha y acercamiento podría resultar insatisfactorio para captar dicha esencia. Literalmente, “el clínico tendría que adoptar una suerte de epojé o puesta entre paréntesis de sus propias concepciones y opiniones (otras que no sean las de apertura y aceptación). La epojé supone por parte del clínico la tolerancia a la ambigüedad, sin sentirse obligado a entender todo ni tener que dar un diagnóstico, explicación o solución” (31, p. 227). En esta línea, cabe destacar algunas aportaciones teóricas de la fenomenología desarrolladas a partir del Modelo de la Ipseidad en la esquizofrenia y los avances que ha propiciado en la investigación empírica y en la experiencia clínica. Así, por ejemplo, se han desarrollado y traducido al castellano instrumentos de enorme utilidad para la clínica y la investigación, como la escala EASE -Examination of Anomalous Self-Experience- (37).

En cuanto a la vertiente conductual, conviene dar algunas notas que nos permitan aclarar esta fusión. Para tener una mirada más amplia, el sujeto operante del conductismo, orientado a la acción e influido/que influye por/en el contexto puede completarse con la interpretación del mundo privado que ofrece la fenomenología (1) sin tener que recurrir a concepciones mentalistas o esencias supuestas de la psicología del sujeto ni tener que reducir al sujeto a su comportamiento biológico. Aunque bien es cierto que no podemos hablar de conductismo en general sin aludir a sus formulaciones actuales y su evolución. En las últimas décadas ha emergido en el conductismo una tercera generación de terapias de conducta denominadas contextuales. Esta tercera ola busca un mayor acercamiento al contexto y reformula los objetivos de una terapia ahora llamada contextual. Estos tratamientos tienden a buscar la construcción de repertorios amplios, flexibles y efectivos en lugar de tender a la eliminación de problemas claramente definidos, resaltando cuestiones que son relevantes tanto para el clínico como para el cliente (38). Por tanto, en el caso de la esquizofrenia se va a acentuar que lo que se promueve con las nuevas terapias contextuales es la recuperación óptima en las personas con sintomatología psicótica y no tanto eliminar los síntomas (39).

Tradicionalmente, en el campo de la esquizofrenia, la mayoría de los programas psicosociales enfocados al abordaje de las alucinaciones y delirios se han centrado por lo general en métodos de reducción de frecuencia, intensidad o credibilidad de dichos síntomas (40). El objetivo del tratamiento de los síntomas desde este punto de vista era reducir así los comportamientos que dieran lugar a un malestar y por tanto a la re-hospitalización de los pacientes. Sin embargo, estudios dirigidos por autores como Morrison (41) encontraron una relación directa entre la evitación experiencial de los síntomas que se pretendían tratar con el mantenimiento de estos trastornos y su males-tar asociado. Por ello, frente al enfoque cognitivo-conductual clásico, la tercera gene-ración de la terapia de conducta supone un cambio en el foco terapéutico, un cambio de paradigma que se acercaría a la sintomatología psicótica presente en la persona (39).

Entre las terapias de tercera generación que se han propuesto, destaca la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), cuyo objetivo terapéutico se centra en cambiar la relación con las experiencias perturbadoras, partiendo de que el problema, más que en las experiencias en sí mismas, está en la reacción de las personas a ellas, pues se intentan controlar o evitar. Así, en las últimas décadas han aparecido diversas investigaciones publicadas, muchas basadas en ensayos clínicos aleatorizados, que pretendían estudiar la evidencia del efecto terapéutico de la aplicación de la ACT en pacientes con sintomatología psicótica y observar en qué medida este tratamiento psicológico les permitía una mejora emocional y social, y una reinserción en su vida diaria y en la sociedad gracias a la aceptación de los síntomas que experimentaban. Conviene apuntar que la ACT establece sus bases en el contextualismo funcional y en la Teoría del Marco Relacional, teoría moderna que aborda el estudio del lenguaje y la cognición. En este sentido, como señalan los pioneros (38, 42, 43), la ACT no se centra en la eliminación de los síntomas cognitivos para poder alterar la conducta del paciente, sino que va enfocada a la alteración de su función mediante la introducción de cambios en el contexto en el que estos síntomas resultan problemáticos. Conceptualiza los eventos psicológicos como un conjunto de interacciones continuas entre organismos enteros y contextos, trata de darles así un entendimiento sin obcecarse en encontrar la “verdad objetiva”. Así, en la ACT se anima a las personas a abandonar cualquier interés en la verdad literal de sus propios pensamientos o evaluaciones para animarlos a abrazar un interés apasionado por vivir según sus valores. Dicho de otro modo, pretende ayudar a la persona a encaminarse hacia una vida basada en valores y hacia una realización de sí mismo.

Conclusiones

El Modelo de Alteración de la Ipseidad se puede considerar como un modelo novedoso para entender las experiencias psicóticas sin anclarse en un modelo de enfermedad/vulnerabilidad. Además, permite la construcción de otra narrativa con mayor optimismo acerca de la recuperación.

La teoría de la hiperreflexividad puede explicar en cierto modo las experiencias de falta de insight en la esquizofrenia (44). En este contexto, el enfoque fenomenológico-conductual aporta una novedosa descripción de la experiencia esquizofrénica y a la vez arroja luz ante los hechos empíricos, pues puede suponer una alternativa a las hipótesis neurobiológicas (31). Además, es destacable que en el seno de la psicología científica se ha avanzado en el desarrollo de la evaluación de las personas esquizofrénicas y en las posibilidades de psicoterapia. No obstante, el esfuerzo de fusión a nivel epistemológico está aún muy poco afinado.

Es notable cómo la profundización teórica ha permitido un mayor avance en la clínica; en este sentido, ciertamente falta mucho por hacer y la ACT tampoco es una panacea. En su mayoría, los artículos publicados que apuestan por este enfoque femonológico-conductual han buscado, sobre todo, promover la investigación basada en la evidencia en torno a una propuesta terapéutica: la ACT. Sin embargo, habría que sentarse a pensar en las bases epistemológicas de esta posible fusión, habría que seguir trabajando en los conceptos y en las relaciones entre los mismos. Además, los modelos basados en la narrativa o las psicoterapias narrativas han sido mucho menos explorados en España, por lo que quedaría mucho por hacer y es importante admitir que ya en el 2006 se habían propuesto modelos de intervención cognitivo-conductuales basados en psicoterapias narrativas con cierta influencia fenomenológica (4547).

Por último, es destacable que esta perspectiva fenomenológica aporta principalmente la apertura a nuevos horizontes clínicos, que pasan por cambiar los objetivos y la relación terapéutica. Así, habría que cuidar que el tratamiento no se base exclusivamente en la eliminación de los síntomas (al menos cuando no sea necesario), sino más bien en recuperar aspectos mutados y olvidados de la persona, y, por tanto, comprender las experiencias psicóticas como fenómenos del desarrollo psicológico fruto del esfuerzo de generar un sentido de sí mismo auténtico (48).

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Recibido: 11 de Septiembre de 2020; Aprobado: 08 de Noviembre de 2021

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