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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.43 no.144 Madrid jul./dic. 2023  Epub 15-Ene-2024

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352023000200013 

Dossier (Coordinado por Francisco del Río Noriega, José Mª Valls Blanco y Mariano Hernández Monsalve)

Validez y pertinencia de la semiología de las psicosis en Castilla del Pino

Validity and pertinence of the semiology of psychosis in Castilla del Pino

Francisco del Río Noriega (orcid: 0009-0000-3742-4868)a  , José Carmona Calvob 

a)Psiquiatra. Hospital San Juan Grande, Jerez de la Frontera, Cádiz.

b)Psiquiatra. Coordinador Unidad Salud Mental Comunitaria de Jerez. Jerez de la Frontera, Cádiz.

Resumen:

En las últimas décadas, la psicopatología y, con ella, la semiología psiquiátrica han sido sustituidas por las nosografías predominantes (CIE y DSM). En contraposición, existen modelos alternativos que ofrecen explicaciones de la conducta humana en el contexto relacional. Uno de ellos, el Modelo Judicativo de la Conducta, de Castilla del Pino, supone una herramienta válida para establecer los criterios que deben cumplir los actos de conducta calificados de psicóticos. En este artículo se describen los conceptos fundamentales de este modelo con el fin de objetivar las formaciones psicóticas, capturar los síntomas, diferenciarlos y establecer su validez en el diagnóstico de las conductas consideradas psicóticas, así como en los estados previos y en la deconstrucción. Se explicitan los aspectos necesitados de actualización y desarrollo, y se correlacionan conceptos de otros campos teóricos: niveles semiológicos, metáfora-metonimia, saliencia, saliencia aberrante e hiperreflexividad.

Palabras clave: Castilla del Pino; psicopatología; psicosis; semiología; metáfora; metonimia; saliencia; hiperreflexividad

Abstract:

In recent decades, psychopathology and, with it, psychiatric semiology have been replaced by the predominant nosographies (ICD and DSM). In contrast, there are alternative models that offer explanations of human behavior in the relational context. One of them, the Castilla del Pino´s Modelo Judicativo de Conducta, is a valid tool to establish the criteria that behaviors classified as psychotic must meet. The fundamental concepts of this model are described to objectify the psychotic formations, capture the symptoms, differentiate them, and establish their validity in the diagnosis of behaviors considered as psychotic, as well as in the previous states and in the deconstruction. Aspects in need of updating and development are made explicit and correlations with concepts from other theoretical fields, such as, semiological levels, metaphor-metonymy, salience, aberrant salience and hyperreflexivity, are examined.

Key words: Castilla del Pino; psychopathology; psychosis; semiology; metaphor; metonymy; salience; hyperreflexivity

Introducción

Como es bien sabido, desde las últimas décadas del siglo pasado se ha venido produciendo en los servicios de salud mental una pérdida gradual de la importancia de la psicopatología o, mejor dicho, de las psicopatologías, ya fueran nacionales (psicopatología alemana, hegemónica hasta mediados de siglo, francesa, inglesa) o bien de diferentes orientaciones epistemológicas (fenomenológico-descriptiva, cognitiva, psicodinámica, etc.). Y es obvio que esta pérdida se ha debido a la implantación extensiva de las distintas ediciones de las clasificaciones CIE y DSM, sobre todo a partir de los años ochenta. Independientemente del consenso que han supuesto estas taxonomías -útiles para el diálogo entre profesionales, pacientes, algunos fines investigadores, etc.-, se olvida con frecuencia que una cosa es una nosografía y otra muy distinta un corpus teórico que dé cuenta de nuestro quehacer en la clínica. Aunque podamos encontrar numerosas causas de este hecho, quizá sean dos las principales: de un lado, la búsqueda de un mínimo lenguaje común homologable, dada la enorme dispersión que teníamos hasta entonces y, de otro, el impacto de la iniciativa “La Década del Cerebro” (1990-2000), iniciativa del Congreso y del Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos (NIMH, por sus siglas en inglés) en un intento de reducción a etiología cerebral de los trastornos mentales (1). A partir de ahí se hace hegemónica esta orientación, al menos en el entorno anglosajón y sus zonas de influencia, de manera que todo queda inundado por esta perspectiva: manuales, trabajos de investigación, práctica asistencial, etc., arrastrando así a todas las demás disciplinas de la salud mental relacionadas.

No obstante, con el paso del tiempo, el modelo propuesto se ha hipertrofiado tanto -216 diagnósticos en DSM-5 (2)- que ha entrado en crisis: se han descrito tantas categorías o subcategorías como síntomas posibles, suscitando así la pérdida del portador de esos síntomas y produciendo un vocabulario, un léxico, pero sin gramática (3). Paralelamente, desde una visión crítica, se han ido proponiendo otros modelos de referencia: el Marco de Poder, Amenaza y Significado (PAS), elaborado por la División de Psicología Clínica de la Asociación Británica de Psicología (4), los modelos relacionales integrados (Psicopatología basada en la Relación de Tizón (5) o la Psicopatología Psicoanalítica Relacional de Rodríguez Sutil (6)), el paradigma transdiagnóstico, señalado entre otros por Pérez Álvarez (7), los dominios de la cognición social (8), etcétera.

Sin embargo, en toda esta maraña ha pasado de soslayo, a nuestro juicio, una cuestión esencial: la pérdida de una semiología psiquiátrica que aporte sostén teórico a la captación de lo que consideramos síntoma y, posteriormente, lo clasifique en un sistema nosológico. Es decir, aunque admitamos las clasificaciones diagnósticas hegemónicas, la pregunta sería: ¿cómo capturamos un síntoma psicopatológico? Y también: ¿qué criterios nos llevan a catalogar una conducta como síntoma y como síntoma de qué afección? Este artículo se centra en los criterios utilizados para identificar una conducta como psicótica, cómo la designamos y la clasificamos en un sistema taxonómico (9). Hemos hablado de la desaparición de la psicopatología y la semiología, aunque también habría que señalar la práctica desaparición de algunos términos como psicosis, psicótico, entre muchos otros (neurosis, histeria, etc.), que han quedado relegados a una subcategoría como “episodio depresivo grave con síntomas psicóticos”, en el caso que nos ocupa. Y es así porque justificar que una conducta es o no psicótica -y aún habría que afinar más: si es o no prepsicótica o postpsicótica- supone argumentar criterios que deban objetivarse y dar cuenta, por tanto, del corpus teórico que fundamenta tales afirmaciones, cuestión que las clasificaciones mencionadas eluden al pretender ser ateóricas. Dicho de otra forma, se elude que la nosología es un constructo y, por tanto, necesitado de una teoría. En consecuencia, la nosografía, como su aplicación práctica, operativa, es considerada como algo real, con esencia “natural”, sin explicitar a qué tipo de naturaleza se refiere.

Estimamos necesario partir de nociones fundamentales antes de abordar la identificación de la conducta psicótica. Empecemos, por tanto, por recordar que la semiología (semeion -signo- y logos -estudio o tratado-) se encarga de los estudios relacionados con el análisis de los signos, tanto lingüísticos (vinculados a la semántica y la escritura) como semióticos (signos humanos y de la naturaleza). Aplicada a la medicina, tendríamos lo que denominamos semiología clínica, que contempla un cuerpo de conocimientos que se ocupa de (10):

  • Identificar las diversas manifestaciones patológicas (signos o manifestaciones clínicas objetivas y síntomas o percepciones subjetivas).

  • Buscar estas manifestaciones (semiotecnia).

  • Cómo reunirlas en síndromes, interpretarlas, jerarquizarlas y razonarlas (clínica semiológica o propedéutica).

  • Llegar al diagnóstico.

  • Tener una apreciación pronóstica y plantear las líneas generales del tratamiento.

En síntesis, la semiología en medicina es lenguaje y metodología de pensamiento. La distinción entre síntoma y signo en medicina es clara en el sentido de que el síntoma es referido de manera subjetiva por el enfermo al percibir algo anómalo o no habitual en su organismo, mientras que el signo es una manifestación objetivable, advertida por el profesional, evidenciable en la biología del enfermo: primero tiene que ser objetivo y, en segundo lugar, un signo o el conjunto de varios deben ser confirmados por pruebas objetivas (imágenes, trazados o datos).

Y es aquí donde encontramos uno de los escollos más importantes para dar cuenta de los signos en psicopatología, pues no existen pruebas concluyentes en relación con la conducta observada, sea normal o anómala. Podría argumentarse que en el caso que nos ocupa, las psicosis, existen una serie de evidencias de carácter biológico como la hiperactividad dopaminérgica mesolímbica o el papel de la ínsula en las psicosis, lo que no es patognomónico para todos los delirios ni las alteraciones sensoperceptivas de las conductas denominadas, en general, psicóticas. Pensemos, por ejemplo, que los delirios de influencia en la esquizofrenia son distintos de los delirios de perjuicio de las psicosis paranoides (11) y de los delirios de culpa que a veces observamos en las depresiones graves; o bien, las alteraciones de la percepción no hacen referencia solamente a las alucinaciones auditivas, olfativas o táctiles de la esquizofrenia, sino que existen, como luego veremos, una serie de conductas perceptivas alteradas en otras conductas psicóticas. En resumen, es evidente el correlato bioquímico o neurológico, pero este no sirve, a nuestro juicio, para la captura semiológica de cada conducta psicótica, y, desde luego, no es la herramienta clínica para identificar cada perturbación del contenido del pensamiento ni cada una de las percepciones alteradas. Por otra parte, podremos dar cuenta biológica o por imágenes de zonas cerebrales afectadas en el delirio o la alucinación, pero no podremos dar cuenta con este sustrato de “lo delirado” o de “lo alucinado” en cada uno de los pacientes, cosa inherente a la psicopatología. Aunque previamente deberíamos capturar los síntomas, las conductas alteradas, mediante una rigurosa semiología.

La herramienta clínica continúa siendo el relato del paciente, al cual, al desaparecer todo rigor semiológico, consideramos como signo natural y, dando un salto reduccionista, asignamos una etiología biológica cerebral. La paradoja es que el relato sí es un signo, pero un signo de naturaleza bien distinta, por constituir, siguiendo a Saussure, un signo lingüístico al considerar la semiología como la ciencia de los signos en el seno de la vida social (12). Así pues, el único elemento observable del que disponemos es el lenguaje, cuestión que abordó Castilla (después de abandonar el modelo antropológico/dialéctico de la situación de los años sesenta del pasado siglo (13, 14)) a partir de Introducción a la hermenéutica del lenguaje (15), donde expone los principios básicos del modelo que posteriormente desarrollará: la diferencia entre los niveles informativos y comunicacionales, la insuficiencia del lenguaje para la relación interpersonal, los usos diversos que hacemos de significantes, motivos todos ellos de dificultades para la comunicación. Unos años más tarde, en 1977, aparece “Criterios de cientificidad en psico(pato)logía” (16), ponencia del XIV Congreso Nacional de la AEN, donde establece que el objeto de la psicopatología es el acto de conducta y este puede ser captado mediante el lenguaje, que es como se expresa y que está al servicio de la relación interpersonal, planteando así que el acto de conducta se desdobla en un segmento externo observable y otro interno conjeturable, que es la interpretación que podemos dar al sentido de ese acto. En los años posteriores desarrolla un modelo psicopatológico con aportaciones de la teoría de la comunicación humana, la de las relaciones interpersonales, la teoría general de sistemas y la lógica formal, entre otras, para exponerlo en toda su amplitud en el tomo I de su Introducción a la psiquiatría, publicado en 1978 (17). Más allá de estas fechas profundiza en el modelo propuesto para dar cuenta de aspectos parciales, como se verá más adelante.

Es, pues, mediante el lenguaje, sea verbal o extraverbal, como el sujeto expresa su conducta, sea esta normal o anómala. Es evidente que supone la muestra disponible más preponderante en nuestra práctica clínica y así procedemos en nuestro proceso diagnóstico y terapéutico. Accedemos a la subjetividad del sujeto (lo pensado, lo sentido) por la manifestación externa que supone el lenguaje; la subjetividad es inferida, como señala Castilla, a partir del lenguaje del sujeto y desde el pensamiento del observador. De ahí la importancia de una semiología rigurosa que delimite y argumente lo que denominamos una conducta psicótica (pre o post) de aquella que no lo es, o bien que es indecidible. Resumiendo, la conducta es un síntoma del sujeto que se expresa mediante el lenguaje, que a su vez es signo y que permite, por tanto, su análisis, como ya expuso por primera vez en la Introducción a la hermenéutica del lenguaje (15) y desarrolló posteriormente, como se ha dicho.

Pero, además, hay que agregar inmediatamente que la conducta acaece en el contexto de las relaciones interpersonales y, por extensión, sociales y culturales. Constituye el modo de relación del sujeto con la realidad (situación o contexto), ya esté esta constituida por los objetos externos (otros sujetos u objetos) o internos (representaciones, fantasías, recuerdos, deseos, etc.). De manera que el lenguaje, como segmento observable de la conducta, deviene así en oraciones gramaticales que no son otra cosa que proposiciones del sujeto en y para la relación interpersonal. Desde el punto de vista gramatical la unidad estructural -la oración/proposición- está constituida por dos sintagmas: el sintagma nominal y el sintagma verbal, con funciones de sujeto y predicado. Y, semánticamente, el sujeto es el sintagma nominal que afirma, niega, pregunta, exclama, duda o desea algo, y el predicado es un sintagma verbal que define la acción y el contenido del sintagma nominal (verbos, complementos directos, indirectos, circunstanciales, etc.).

De esta forma, podríamos distinguir varios niveles semiológicos:

  • Nivel semiológico 1, constituido por un sintagma verbal-predicado nominal, mediante el que se expresan:

    • Afectos: tristeza, angustia, miedo, odio, rabia, ira,

    • Conductas: impulsividad, aislamiento, introversión, extroversión,

    • Somatizaciones: taquicardia, disnea, rubor, cefalea, diarrea…

  • Nivel semiológico 2, constituido por un sintagma verbal-predicado verbal:

    • Acciones expresadas mediante verbos: evitar, escuchar, interpretar, agredir, cuidar, amar, odiar, estar, sentir, etc.

  • Nivel semiológico 3, constituido por el sintagma nominal-sujeto:

    • Sujeto de la oración: portador de la conducta.

Todos los niveles semiológicos estarían condicionados por aspectos del leguaje (y la lingüística): la semántica y la pragmática. En ambos se pueden diferenciar aspectos denotativos (significados estándar, oficiales) y connotativos (significados subjetivos y culturales) (18). En este sentido, cada nivel semiológico tendría distinto grado de objetivación:

  • Al nivel semiológico 1 le correspondería el mayor nivel de objetivación y consenso en su identificación y valoración.

  • Al nivel semiológico 2, las acciones que son identificables y objetivas, no así la intencionalidad derivada del sujeto de estas. Se trata de metonimias, parcialidades del sujeto (comer, amar, agredir, etc.).

  • El nivel semiológico 3 diríamos que es el más oscuro, por subjetivo y difícilmente objetivable. Se trata solamente de una inferencia y constituye un nivel metafórico.

Una psicopatología “objetiva” debería estar referida al sujeto y a contener los tres niveles semiológicos. No basta con el uno y el dos. Estaría incompleta.

Toda esta complejidad es la que hay que tener en cuenta a la hora de capturar una conducta como psicótica, un modelo semiológico que formalice en qué y dónde reside la anormalidad psicótica y que pueda posibilitar posteriormente su análisis: una inferencia sobre la intención y significado de dicha conducta en el contexto de la relación interpersonal.

En nuestra opinión, el Modelo Judicativo del Acto de Conducta de Castilla del Pino -todo acto de conducta es un juicio acerca del objeto con el que se establece la relación- sigue siendo válido para estos menesteres, al mismo tiempo que supone un modelo en el que continuar para el desarrollo de un análisis de las conductas psicóticas, completándolo con aportaciones que vayan surgiendo de otros campos del conocimiento. El modelo ha sido desarrollado en múltiples ocasiones, tanto por el propio autor (“Análisis estructural de la conducta psicótica: su tipificación y taxonomía” (19); “Psicosis, psicótico” (20); la revisión del tomo I de su Introducción a la psiquiatría, publicado en 2010 (21), y aportaciones posteriores sobre la alucinación y el delirio, que luego veremos) como por otros colaboradores. Entre estos últimos habría que mencionar trabajos que han mostrado una revisión global (22), otros que han profundizado en algún aspecto, como los predicados del proceso de textualización (23) y, finalmente, otros que han pretendido una complementariedad con otros ámbitos psicopatológicos (24).

Y sigue siendo válido por aportar un método “autónomo”, es decir, en el nivel psicológico o nivel de la conducta cualquiera sea el soporte biológico que posibilite la actividad. Es pertinente aquí la diferencia entre actividad -función subsidiaria de circuitos neuronales que la posibiliten- y actuación (25), nivel donde se sitúa la conducta del sujeto, de un sujeto actante que dota de significado la actividad que corresponda. Así, por ejemplo, el hablar, como actividad, lo transformamos en actuación si mediante el habla expresamos, por ejemplo, nuestro amor/odio cuando decimos “te amo” o, por el contrario, reprochamos, insultamos, etc. La metáfora que se suele utilizar es que el nivel de circuitos digitales no explica el contenido de la información que se requiera en un momento dado, sino que esta se comprende en otro nivel epistemológico.

Pues bien, dentro de la función judicativa del sujeto, Castilla define dos tipos de actuaciones: la denotación, mediante la cual se dirime si un objeto existe y dónde, y la connotación, por la que el sujeto atribuye al objeto determinadas cualidades. Sea este un objeto externo -la mayoría de las veces otros sujetos- o interno, es decir, el propio sujeto, bien como representación metafórica del sí mismo, bien como una cualidad del sí mismo o metonimia.

Percepción. Denotación

Lo que se acaba de mencionar para la actuación es aplicable a la denotación: sobre la actividad de percibir realizamos la actuación de denotar. “Denotar no es percibir”, que diría Castilla. En la denotación efectuamos un juicio de realidad sobre el objeto percibido. Es decir, la percepción es una actividad biológica que opera desde los órganos de los sentidos al córtex cerebral, mientras que la denotación se sitúa en el nivel del sujeto actante, sujeto de la conducta, mediante la cual efectuamos un juicio susceptible de analizar en el contexto de la relación que el sujeto mantiene con el objeto denotado.

Castilla define una serie de subfunciones a los que llama predicados para cada una de las dos funciones del Modelo Judicativo. Equivalen a una serie de reglas que deben cumplirse para que las enunciaciones del sujeto, y por tanto su conducta, sea considerada correcta en el contexto de la relación o, por el contrario, pueda ser considerada anómala si no se cumple alguna de ellas.

En cuanto al proceso de la denotación, define seis predicados o reglas que, en la mayoría de las ocasiones, están implícitas en el enunciado:

  • Diacrisis o la capacidad de clivaje, mediante la cual se dirime si el objeto es externo o interno.

  • Función estructural, que da cuenta de las propiedades del objeto: tamaño, color, si está en movimiento, etc.

  • Identificativa o gnoseológica para el reconocimiento del objeto.

  • Denominativa, para su designación.

  • Espacial: que localiza el objeto en el espacio.

  • Temporal: que lo sitúa en el tiempo.

Aplicando ahora la lógica formal, solo si todas estas funciones son verdaderas, la denotación que hacemos es adecuada; o, por el contrario, si alguna es falsa, la denotación es anómala, dando lugar a distintas alteraciones, unas serán psicóticas y otras no, según el predicado anómalo que el sujeto realice. Nótese que en esta función -el proceso denotativo- para que un acto de conducta sea catalogado como psicótico la condición necesaria consiste en que no cumpla la capacidad de dirimir si el objeto es interno o externo: la función diacrítica, como define en el trabajo mencionado, “Psicosis, psicótico” (20). Las aplicaciones del Modelo Judicativo a la alucinación y formaciones colindantes las desarrolla Castilla ampliamente en una monografía específica (26), destinada al estudio de las posibles posiciones denotativas referidas al objeto (interno, externo o imaginado), así como a su análisis taxonómico y temático. Es así posible identificar una serie de alteraciones de lo que tradicionalmente se ha denominado “trastornos sensoperceptivos”, en este modelo, denotaciones psicóticas: alucinación, ilusión, dislusión. En la alucinación, el sujeto sitúa un objeto interno (representación, fantasías, deseos, etc.) en el mundo externo. Desde este punto de vista, Castilla sostiene que no es posible percibir algo que no existe, como tradicionalmente se ha definido la alucinación. Desde el Modelo Judicativo, el sujeto opera con un objeto interno como externo, sin conciencia de la función diacrítica. En la ilusión, trastorno menos grave, el objeto interno sustituye a un objeto externo. Un hallazgo de este modelo semiológico lo supone la dislusión: un objeto interno es situado sobre uno externo, es una ilusión sobre los aspectos estructurales del objeto externo. Supone, de hecho, una condensación de dos objetos, uno interno y otro externo, lo que nos llevaría a un desplazamiento metonímico sin conciencia -al no cumplirse el predicado diacrítico- y a considerar propiedades de dos objetos como si pertenecieran a uno solo, lo que también es consecuencia del no cumplimiento con otro de los predicados de la denotación, la función estructural, por la que reconocemos las propiedades físicas del objeto. Es significativo que muchas de estas neoformaciones correspondientes a la patología psicótica hayan desaparecido de la semiología actual, que solo parece conceder validez a la alucinación propiamente dicha. Sin embargo, son más frecuentes en la clínica de lo que se cree: por ejemplo, la dislusión en las dismorfias no criticadas (27), la distorsión de la percepción de la imagen corporal en la anorexia nerviosa (28) o en algunos casos de depresión severos donde la realidad externa pierde características de luminosidad, color, tamaño, peso, etc. y que orientan al diagnóstico de una depresión psicótica, o bien en cuadros maníacos con distorsión de la imagen propia. En los siguientes casos pueden observarse dislusiones de diferente tipo.

Un paciente de 68 años, casado, jubilado, con prestigio de buen profesional en su vida activa, muy religioso, meticuloso a este respecto, con estricto cumplimiento de las normas propias de la religión católica, sufría con frecuencia episodios depresivos graves con alto riesgo de suicidio que obligaban en algunos casos a su hospitalización. El motivo de su sufrimiento consistía en que estaba convencido de “haber hecho una elección de pareja equivocada”; pensaba que se “había casado no estando enamorado” como lo estuvo con su primera novia. Y las consecuencias “han sido catastróficas”. […] “Creo que Dios me ha castigado y me ha condenado, por eso mi pene casi no se ve, está desapareciendo y mi orina huele a azufre”.

Una paciente de 48 años, con varios episodios maníacos desde los 21, caracterizados la mayoría de las veces por una asociación de conductas expansivas, proyectos no realistas, pero sobre todo irritabilidad y arrebatos de cólera, refería lo siguiente: “es que me asomo al espejo y me veo la cara cambiada, los ojos incandescentes, y como echando llamas por los pelos. […] El demonio, vamos”.

Un paciente de 52 años, casado con dos hijos, sin antecedentes previos, debutó con un serio intento de suicidio al ingerir un producto para la desratización. Funcionario, muy eficiente en su trabajo según los allegados y compañeros, con rasgos anancásticos de personalidad, muy ordenado y meticuloso para sus cosas, comenzó a mostrarse muy preocupado por una remota posibilidad de un expediente de regulación de empleo. Pronto expresó una gran depreciación de sí mismo: “no soy apto para mi trabajo”, “nunca estuve preparado”, “creo que me van a echar”, etc. Como consecuencia, generó una ideación de ruina en la que nos pedía, entre otras cosas, que nos hiciéramos cargo de sus hijos porque “se iban a morir de hambre” y a los que veía “más delgados”; toda la comida de su casa la veía “en mal estado, como caducada, porque estamos escasos”, cosas de las que estaba plenamente convencido, a pesar de las evidencias en contra.

Hasta ahora hemos considerado que las reglas del proceso denotativo pueden cumplirse o no, dando lugar en este caso a los trastornos que hemos analizado; pero estas reglas están referidas a enunciados producidos por un sujeto y puede suceder que el sujeto dude acerca de lo percibido, o, dicho de otra forma, el sujeto no puede denotar con seguridad lo percibido, de forma que los predicados nominales muestran incertidumbre acerca de cómo debe ser denotado el objeto, generándose así juicios de realidad indecidibles. Es lo que puede ocurrir en situaciones previas a la psicosis, ya definidas históricamente de diferentes modos en la psicopatología clásica, como los estados de perplejidad (29), de extrañamiento de la realidad externa, o bien expresiones de desrrealización/despersonalización, si la denotación es referida al propio sujeto (30). Como sabemos, en estas y otras situaciones, el sujeto puede o no “transicionar” a una psicosis plena, y, como también sabemos, es de primordial importancia la detección de estos estados para una intervención temprana que reduzca el tiempo de psicosis no tratada y la transición a la psicosis (31, pp. 29,30). De ahí que sea habitual, en los servicios de salud mental, programas de intervención precoz en primeros episodios o en síntomas prodrómicos o incluso -aunque en menor medida- en personas con estados mentales de alto riesgo (EMAR) o ultra alto riesgo (UHR) (32), pues existe evidencia, sobre todo en la detección precoz de psicosis, de una mejor evolución, con menor riesgo de recaídas, mejor funcionamiento social y un mejor pronóstico a largo plazo si se actúa de forma temprana (33). Una condición indispensable para la detección temprana de casos es la identificación de síntomas prodrómicos. Llama la atención en las guías o programas de intervención al uso la ausencia de criterios psicopatológicos, lo cual mantiene relación con lo mencionado al principio sobre la desaparición de la psicopatología. Sin embargo, se suele llamar la atención sobre la dificultad de identificar la sintomatología inicial por su carácter inespecífico (31, p. 100), o bien caer en una suerte de tautología al definir que la persona presentará síntomas positivos no suficientemente graves. Es el caso de los denominados BLIPS (síntomas psicóticos breves intermitentes y limitados), que remiten espontáneamente. Se acentúa también en dichos programas la necesidad de formación específica de los profesionales de atención primaria, dada su importancia como herramienta esencial en la detección precoz de posibles casos. En esta línea destacan especialmente los trabajos de Tizón y sus colaboradores en el Equipo de Prevención en Salud Mental-Equipo de Atención Precoz a los Pacientes con Psicosis (EAPPP), del ICS en Barcelona (34,35), y sus influencias en la atención primaria de la zona geográfica (36). Pero, independientemente de registrar antecedentes familiares, utilizar escalas (que puede devenir en otra suerte de pleonasmo), recabar información de familiares, educadores, de otros agentes, etc. -todas actuaciones válidas-, se obvia que la información que obtenemos tiene forma de relato y, por tanto, es susceptible de ser analizado con los criterios que aquí se están exponiendo: como proposiciones de un sujeto en su relación consigo mismo y con objetos de la realidad externa. En relación a la denotación, capturar el carácter indecidible en el que inferir estados de extrañeza o perplejidad que pudieran ser la expresión de síntomas prodrómicos. A veces, son pequeñas incertidumbres, casi imperceptibles, al comienzo de cuadros psicóticos graves, como el siguiente caso:

Un paciente de 21 años diagnosticado de esquizofrenia con una sintomatología muy rica en trastornos denotativos. Después de algunos meses de retraimiento estalla un cuadro caracterizado por “ruidos en la cabeza”, “voces de gente de otros planetas que están aquí”, “cosas raras que me pasan en el cuerpo, como si alguien que no es de aquí me tocara”. Pero, independientemente de estas claras alucinaciones auditivas y táctiles, con sus correspondientes delirios, refería con dificultad que hacía unos años “veía como chispitas brillantes o líneas que atravesaban por delante, no sé bien qué eran o si eran cosas de mis ojos, pero parecían relámpagos, aunque no tan fuertes”.

Se ha mencionado más arriba que no toda percepción/denotación anómala es psicótica. El que no se cumpla alguna de las otras reglas diferentes a la diacrisis puede servir de fundamento para la detección de otros fenómenos no psicóticos. Sería el caso de las afasias, las agnosias y los diferentes tipos de dismorfias, en función de que la denotación falsa tenga lugar en el reconocimiento, la designación o en la estructura del objeto, o bien el fenómeno de dèjá vu si la alteración tiene lugar en la dimensión temporal.

No son objeto de este trabajo estas modificaciones, pero quizá convenga mencionar, dentro de este apartado, algunos fenómenos colindantes, motivo de atención en su momento por Castilla, como la pseudoalucinación y la alucinación negativa, y después prácticamente abandonados por el autor a lo largo de su obra. Con respecto al primero, quizá por la confusión creada respecto a las concepciones clásicas que ha tenido este término a lo largo de la historia de la psicopatología -pseudoalucinación percibida o imaginada, según la tradición anglosajona o germánica (37)-. Algunos autores incluso dudan si abandonar el término, dado su escaso valor semiológico (38). Otros, en cambio, optan por contemplarla como una distinta manifestación de una misma causa biológica que vendría determinada por diversos factores individuales (39). Para Castilla, se trata de una denotación adiacrítica inmediatamente criticada y, por tanto, una formación no psicótica, cercana al concepto de alucinación hipnagógica o hipnopómpica. Una revisión exhaustiva sobre las diferentes acepciones que el término ha tenido a lo largo de la historia y por diferentes escuelas la ha realizado Falcó Gollart, donde además señala el valor semiológico que pueden tener en determinados cuadros incipientes, lo que abunda en la captación temprana de síntomas (40).

Respecto a la alucinación negativa, fue abandonada definitivamente por el autor a pesar de las posibilidades que, según estimamos, ofrece el Modelo Judicativo para la interpretación de un fenómeno tan cotidiano como la negación denotativa de lo percibido.

Delirios. Connotación

Castilla define una segunda actuación del sujeto mediante la conducta judicativa, como se ha citado antes, y que denomina “connotación”, que consiste en la atribución, mediante juicios de intención, de determinadas cualidades al objeto de relación, sea el objeto externo o interno, dando así lugar a los distintos tipos de ideas delirantes: un objeto externo puede así convertirse en persecutorio, amatorio, de signo mesiánico, etc., o bien el sujeto, considerado ahora como objeto en su totalidad, deviene en profeta, Dios o falsamente inventor, enfermo, culpable, etc. Y finalmente puede interpretar de forma delirante un objeto interno parcial: representación, fantasía, sueño, etc.

Ahora bien, ¿cómo podemos aprehender esta anomalía? ¿Qué criterios deben cumplirse para que un fenómeno sea catalogado de delirio?

La definición de idea delirante o delirio ha significado un problema arduo para la psicopatología clásica, que ha puesto el énfasis en la anormalidad de la creencia: “sin motivo comprensible”, diría Schneider (41); “sin conexión de sentido”, apuntaría Jaspers, aunque sí señalaba la “incorregibilidad” de la idea (42). Como vemos, no ofrecían criterios objetivables para la concepción rigurosa del delirio, pues la crítica habitual que se ha hecho a este tipo de conceptos ha consistido en el juicio de valor que los autores clásicos incurrían a la hora de formalizar la idea delirante.

Autores posteriores tampoco parecen ofrecer definiciones más satisfactorias: las “creencias anormales” descritas por Mullen, que se caracterizan porque: a) se mantienen con absoluta convicción, b) se experimentan como una verdad evidente por sí misma, c) no se dejan modificar por la razón ni por la experiencia, d) su contenido es a menudo fantástico o cuando menos intrínsecamente improbable, y e) las creencias no son compartidas por los otros miembros del grupo social o cultural (43). Las características que Oltmans propone abundan en el delirio como “idea errónea”, que no cambia ante la presentación de evidencias contrarias y que no es compartida por todos (44).

Por otra parte, las definiciones aportadas por los sistemas de clasificación actuales tampoco aportan suficiente rigor a este problema:

DSM-5: “son creencias fijas que no son susceptibles de cambio a la luz de las pruebas en su contra. (…) Se consideran extravagantes si son claramente inverosímiles, incomprensibles y no proceden de experiencias de la vida corriente”(45).

CIE 10: “son creencias, demostrablemente falsas, que aparecen por una inferencia incorrecta, no compartidas por otras personas y que se mantienen por la insuficiente información que vaya en contra de la creencia” (46).

En general puede decirse que predomina en la psicopatología la conceptualización del delirio como creencia patológica, el modelo “creencial”, ya sea mediante la explicación para una experiencia anómala (Maher), bien mediante el sesgo de atribuciones anómalas acerca de la intencionalidad de sí mismo y de los otros (Bentall), o bien por el modelo probabilístico, según el cual los delirantes requerirían menos información para alcanzar un juicio (Garety), según han acuñado y sintetizado Berrios y Fuentenebro (47).

Como puede observarse, con todas estas definiciones tendríamos problemas para diferenciar una idea delirante de creencias como la que sostienen muchas personas “terraplanistas”, u otras creencias de corte religioso o ideológico. Pero, sobre todo, es dudoso su valor semiológico como herramientas para capturar los diferentes tipos de delirios y diferenciarlos de las creencias, las ideas sobrevaloradas, las autorreferencias, los delirios mnésticos, predelirios u otros fenómenos parecidos con los que encontramos, a veces, dificultades para su diferenciación, como la fabulación o pseudología. Por ejemplo, un mitómano suele creer en sus propias falsedades, que no suelen ser compartidas por otras personas, pero no nos atreveríamos a catalogar dichas conductas como delirantes.

Volviendo al Modelo Judicativo, Castilla propone tres predicados para la correcta estimación del objeto de relación:

  • Diacrítico: el más importante, pues establece que la interpretación es siempre subjetiva, pertenece al sujeto que denota y no a lo denotado, y, por tanto, es siempre conjeturable. Es una inferencia que el sujeto hace sobre la significación del objeto.

  • Identificativo: mediante el cual el sujeto reconoce la estimación propia sobre el objeto.

  • Nominal: el que la denomina.

No obstante, la regla fundamental que se incumple en la connotación anómala es, a nuestro juicio, la incertidumbre del significado de los objetos, sean estos externos (la mayoría de las veces otros sujetos) o internos (el propio sujeto: representación, recuerdo, fantasía, etc.). El error que se pueda cometer no afecta a la creencia que el sujeto tenga acerca de los significados del objeto, sino al carácter de certidumbre de esa creencia, al juzgar que la misma pertenece al objeto, como si fuera un denotado más, y no al propio sujeto que juzga, sin conciencia alguna por su parte: “una interpretación se homologa a una observación”, como afirma Castilla en el ensayo en el que desarrolla su teoría sobre el delirio basada en el Modelo Judicativo. Es ahí donde reside la esencia de la idea delirante, en tanto que las interpretaciones que podamos hacer sobre la realidad son siempre conjeturas, inferencias, nunca certezas evidentes, que es lo que le sucede al delirante: “el delirante no cree, el delirante sabe” (48). A este respecto, Díez Patricio, aplicando el Modelo Judicativo, propone una delimitación rigurosa para interpretación, creencia, saber, certeza y delirio (49).

Atendiendo a la naturaleza del objeto, Castilla clasifica los delirios (deliremas, en su terminología, como la expresión verbal de un delirio) en dos tipos, I y II: los primeros referidos a objetos de la realidad externa o interna y los segundos a denotados psicóticos (alucinación, dislusión). He aquí algunos ejemplos.

Sobre significados atribuidos con plena certeza a objetos externos:

Una mujer de 38 años, casada, religiosa, después del nacimiento de su segundo hijo, debutó con un cuadro de insomnio pertinaz global, abandono de los cuidados de su recién nacido y un sentimiento de culpa muy potente que la hacía verse acusada por señales diversas: “es que me veo acusada por las campanas de las iglesias, las tocan cuando salgo a la calle para señalarme” … “me veo acusada por gente que sale en TV que dice cosas de mí”… “oigo a la gente por la calle que me dice lo mala persona que soy”.

Hombre de 57 años, casado, con un delirio de infidelidad de años de evolución. Basaba sus certezas en señales externas. “Nada, hombre, que lo que yo decía, que esta mujer me la está pegando y me la ha estado pegando siempre. El otro día, por ejemplo, uno me saluda desde el coche pegando con la mano en la puerta y diciendo: eh, eh, eh. Así es como se llama a los toros cuando van a salir, ¿no?… Yo estoy harto de que la gente me diga cosas, se ría de mí, porque todo se sabe en X [ciudad en donde vive] … La gente ya ni me saluda o lo hacen con indirectas”.

Habría que añadir que la infidelidad no es una idea ajena al contexto cultural o religioso y que tampoco es una idea incomprensible en nuestro medio. Al contrario, la infidelidad es habitual y, con frecuencia, una idea compartida; sin embargo, estos no son argumentos para dilucidar si los juicios corresponden o no a una ideación delirante. De ahí que una cosa sea un detective para investigar posibles infidelidades y otra muy distinta un semiólogo del discurso. Una derivada judicial de esta semiología basada en el relato es, según entendemos, que el delirio de infidelidad no debe ser causa de exención de responsabilidad criminal en el caso, frecuente, de que se cometa un crimen sobre la mujer considerada infiel por el delirante, pues la única diferencia con los casos de infidelidad real reside en que la certidumbre sea una estimación falsa o verdadera.

En este otro caso, de un paciente de 28 años que debutó con un episodio psicótico de forma muy aguda, pueden observarse las interpretaciones de alucinaciones cenestésicas y auditivas que, finalmente, son atribuidas al diablo:

Decía su familiar: “Abría y cerraba la puerta reiteradamente, corría y saltaba sin explicación y restregaba la cara por la pared, teniendo posturas muy raras, como contorsiones, porque decía que sentía por el cuerpo cosas”. Se tapaba los oídos frecuentemente debido a que oía una voz “rara”, que identificaba con “el mal”. No sabía muy bien dónde situarla, pues “era como si se metiera dentro de mi cuerpo”. “Era una voz opaca que se metía dentro y yo luchaba para que saliera”, “a veces se reía de mí (eres bizco, gilipollas), otras veces me decía que hiciera el mal, que pegara o que empujara”. “Como si el mal estuviera dentro de mí: te voy a incordiar, te voy a volver loco…”, “como un cuento, se metía y salía de mi cuerpo como una bola”. […] “Era el mal, el diablo que tenía todo lo mío y me daba como tirones y el cuerpo se me quedaba tieso o me daban parpadeos”.

También a lo largo del proceso connotativo pueden darse gradaciones sobre la certidumbre/incertidumbre de lo connotado, de manera que en estos casos el sujeto no está seguro, está indeciso sobre la interpretación que hace de la realidad. El modelo da cuenta así de la construcción o deconstrucción de la idea delirante, como es frecuente observar en muchas ocasiones en la génesis o degradación de los delirios. Aspecto fundamental a tener en cuenta, junto a las denotaciones indecidibles abordadas anteriormente, para la detección precoz de las psicosis; cuestión que ya Castilla señalaba hace años a propósito de la personalidad prepsicótica de las psicosis y relacionadas con la vulnerabilidad del sujeto. Pero también hemos dicho que el modelo da cuenta de la degradación de los delirios a lo largo del tratamiento -fase postdelirante-, pudiendo mostrar en ese proceso formaciones delirantes mnésticas, es decir, estimaciones no actualizadas pero sí dotadas de certidumbre en el pasado y que el sujeto mantiene. Pueden así establecerse diferentes etapas en todo el proceso (50).

Esta formulación de predelirios o postdelirios muestra la continuidad entre lo psicótico y lo no psicótico, como se puede constatar en la clínica con sujetos con personalidad esquizoide o paranoide o aquellos otros con psicosis instauradas, esquizofrenia o ideas delirantes persistentes. Idea que conecta con concepciones actuales, como la de Van Os (51) -aunque también con concepciones pretéritas: la psicosis única (52)-, que considera la psicosis como un continuum, incluyendo los trastornos bipolares y otros tipos de psicosis.

Los trastornos formales del pensamiento (TFP)

Hasta aquí hemos repasado la semiología referente a las alteraciones del lenguaje como expresión del pensamiento. Aunque solo las relacionadas con el contenido de este, es decir, lo que tiene que ver con representaciones, conceptos, juicios, etc. Faltarían aquellas referentes a la forma y el curso, como tradicionalmente se han clasificado estas alteraciones. La distinción entre forma y contenido ha constituido un problema psicopatológico de gran envergadura desde sus inicios por la confusión en la delimitación de los conceptos curso, forma y contenido del pensamiento. Ya en 1892, Séglas diferenciaba cuatro tipos de patología del pensamiento: el tempo, la forma, la sintaxis y el contenido (53). Se añade el problema de diferenciar si estamos hablando del pensamiento, del lenguaje como expresión de este o de problemas en la conexión entre ambos. Hay que tener en cuenta que, cuando hablamos de trastornos del pensamiento y lenguaje, pueden coexistir ambos o no, además de poder darse conjuntamente o no trastornos del contenido y de la forma (54).

Castilla dedica poca atención a este problema en su Modelo Judicativo de Conducta. Aun así, su modelo se vio abocado a dar explicaciones de algo que se observa muy frecuentemente en la clínica y que se llama actualmente, de forma más o menos consensuada, “lenguaje desorganizado”. Para Castilla, las alteraciones del curso o forma del pensamiento se detectan en la ordenación del lenguaje, esto es, en la secuencia de la oración/proposición del sujeto. Curso o forma del pensamiento equivale, pues, a secuencia y esta debe observar los principios de cosintacticidad y cosemanticidad. Cualquier alteración de uno de ellos o de ambos expresaría las diferentes alteraciones referidas al curso. Cabe aquí citar el bloqueo, la interceptación, la ideofugalidad, la prolijidad, la disgregación, etc. (55). Algunos colaboradores abundan en la detección de rasgos formales del discurso psicótico estudiando tres componentes: semanticidad, contextualidad y veracidad (56). Otros desórdenes incluidos en los trastornos formales como el eco, robo, difusión del pensamiento son concebidos como denotaciones o connotaciones anómalas o, sobre todo, como una alteración concreta de ambas operaciones.

De todas formas, los trastornos formales del pensamiento (TFP) y del lenguaje son un aspecto susceptible de mayor desarrollo dentro del Modelo Judicativo, que puede enriquecerse con conceptos provenientes de otros modelos que muestran cierta cercanía, como los modelos psicolingüísticos basados en la comunicación referencial, los modelos cognitivos, de cognición social y su influencia en la relación, etc., como recoge Villagrán de forma extensa en el capítulo específico sobre los TFP (57).

MODELO JUDICATIVO DE LA CONDUCTA CASTILLA DEL PINO
Funciones Predicados Prepsicosis Psicosis Postpsicosis
Denotación Diacrisis Perplejidad Alucinación Alucinación criticada
F. Estructural Extrañamiento Parcial/Total
Identificación Ilusión
Denominación Desrrealización Dislusión Dislusión criticada
Espacial Despersonalización Parcial/Total
Temporal Pseudoalucinación
Connotación Diacrisis Ideas sobrevaloradas Delirios I y II Delirios mnésticos
Identificación Predelirios I y II Delirios criticados
Nominación Parcial/Total
Curso/Secuencia Cosintacticidad TFP
Cosemanticidad Bloqueo, Interceptación, Ideofugalidad, Prolijidad, Disgregación
Contextualidad
Veracidad

El modelo expuesto hasta aquí aparece esquematizado en la siguiente tabla:

Metáfora. Metonimia. Saliencia

En las formaciones anómalas enunciadas en el Modelo Judicativo es frecuente encontrar formulaciones metafóricas o metonímicas, que han sido también interés de Castilla al analizar el discurso psicótico (58). Castilla define la metáfora como una metaestimación, es decir, un juicio de valor que realizamos sobre un objeto ya valorado previamente. Lo que sucede en este juego de lenguaje es que el objeto no se explicita y quizá tampoco la primera valoración, con lo que solo es observable el tenor, el término con el que se compara el objeto. Por eso la metáfora no es un simple símil, sino que se torna enigmática al no aparecer de forma explícita la conexión con el objeto, lo que obliga a su interpretación. Se torna enigmática para el observador porque pertenece al mundo interno del sujeto, pero al mismo tiempo es una oportunidad para acceder a ese mundo interno. Mediante la metáfora o la metonimia el sujeto externaliza su mundo interno, ofreciendo una imagen de sí mismo y del objeto y, sobre todo, de la relación que mantienen -el contexto implícitamente compartido- de una manera indirecta, mediante una comparación, para que la imagen resultante realce el significado en algún aspecto que es de especial interés en un momento determinado de la relación. Tanto en la metáfora como en la metonimia aparecen comparaciones, lo que ocurre es que en la primera la relación se establece con un dominio diferente al del objeto y en la segunda la relación es con alguna cualidad del objeto. Por eso se asocia la metáfora a la cadena paradigmática donde el sujeto indaga y elige la imagen con la que quiere hacer la comparación, resultando una condensación debida a la interacción entre ambas imágenes, mientras que en la metonimia opera un desplazamiento en la cadena sintagmática, produciéndose una imagen del objeto por alguna cualidad propia, es decir, por contigüidad.

Ya hemos expuesto ampliamente que en las personas que sufren alguna formación psicótica un objeto interno es percibido, denotado, como si fuera externo, aún más allá, desaparece el “como si”, de manera que para el sujeto el objeto interno es externo. E inmediatamente tiene que ser interpretado, pues se trata de una realidad a la que el sujeto se ve impelido a dar algún significado. En todo este proceso se dan con alta frecuencia las metáforas o metonimias. Incluso podría decirse que todo síntoma es metáfora/metonimia del sujeto que lo sufre, sin olvidar que todas nuestras denominaciones sobre las alteraciones de la conducta del sujeto “no son más que metáforas acerca de lo que a través de su lenguaje pensamos de su pensamiento”. Castilla analiza estos fenómenos a propósito de las alteraciones en el lenguaje de la esquizofrenia, pero podemos, por extensión, tener un enfoque psicopatológico con esta orientación que ayude a captar enunciados metafóricos y/o metonímicos y, consiguientemente, su significado para distintos tipos de pacientes. Así, por ejemplo, en el paciente que refería que Dios le había condenado por haberse casado sin estar enamorado, en primer lugar, el paciente no es que crea metafóricamente que Dios lo va a condenar, sino que está ya condenado, es un condenado. Y lo interpreta por la constatación de partes de sí mismo para, mediante un proceso metonímico, concluir que es un condenado. Lo mismo puede decirse de la mujer que en el espejo se ve a sí misma como el demonio: la condensación que supone la dislusión es la evidencia de que ha sido poseída, tiene malas intenciones, deseos prohibidos, etc. O bien las campanas connotadas de forma anómala como acusadoras toman así un papel esencial en la metáfora de la culpa.

La situación en la esquizofrenia es más compleja porque el fenómeno que observamos en el lenguaje es más enigmático, en la medida en que no es que no tenga sentido, sino que pertenece a registros propios, no compartidos en el contexto de la relación. Castilla señala que es frecuente la utilización de varios contextos a la vez sin conjunción entre ellos (diálogos sucesivos en contextos diferentes, como ocurre en la novela de Vargas Llosa, Conversación en la catedral (59)), pero, además, se produce el paso del lenguaje literal al metafórico sin rotulación alguna.

Un paciente de 53 años con una evolución muy dilatada de una esquizofrenia mantiene este diálogo:

“Buenos días, ¿cómo está?”.

“Muy mal. Hay mucha luz aquí”.

“¿Por qué lo dice?”.

“La luz es vida, ¿no lo entiende?… La luz y la vida”.

(Sus familiares): “Se pasa el día en casa a oscuras para no gastar luz”.

Pero él ofrece otra versión que no tiene que ver con el consumo energético:

“Yo soy la luz y la vida. La luz no puede gastarse inútilmente porque se termina la vida”.

Es claro el paso de un contexto a otro: salud, relación con la luz, salto metafórico a la figura de Jesucristo, con quien se identifica, salto metafórico a miedo a la desintegración.

Esta yuxtaposición de contextos es lo que explica algunas alteraciones en la secuencia del lenguaje, como ya vimos antes al hablar de los trastornos formales del pensamiento. Incluso, como discurre Castilla, la yuxtaposición puede explicar los neologismos al producirse una condensación de contextos de forma sincrónica: una metáfora para nombrar algo que no tiene nombre.

Estas figuras redescriben la realidad al abolir las fronteras categoriales, y en este sentido puede afirmarse que la metáfora/metonimia provee conocimiento, cuestión que ya fue anunciada por Aristóteles (60) y que retoman en la actualidad autores cognitivistas como Lakoff y Johnson, que conciben la metáfora como un mecanismo del pensar, no solo del lenguaje, y que incluye la analogía, el símil, la metonimia y que incluso pueda usarse para nombrar cosas que no tienen nombre propio (61). Partiendo de esta idea, el modelo cognitivo de la conducta propone utilizar la metáfora en la relación terapéutica. Sims propone identificarlas en el relato del paciente mediante seis pasos (62):

  1. Escuchar la metáfora. De gran importancia semiológica, porque, en muchos casos, los terapeutas escuchan directamente el significado de las palabras, pero no las palabras mismas, donde se encuentra la metáfora.

  2. Validar la metáfora. Marcar la metáfora ante el paciente como algo interesante a investigar.

  3. Expandir la metáfora. Invitar al paciente a asociar emociones e imágenes producidas por la metáfora.

  4. Jugar con las posibilidades. Preguntarse sobre lo que debe significar la metáfora. Cuantos más significados emerjan, más caminos de actuación aparecen. En este punto, hemos de luchar contra el hábito endémico de darles una interpretación, nuestra interpretación.

  5. Marcar y seleccionar. Vistas diferentes posibilidades, escoger la que más se adapte al tratamiento.

  6. Conectar con el futuro. Hablar del futuro del paciente a través de la metáfora.

Hay que tener en cuenta que esta metodología a veces no es apropiada, sobre todo, en pacientes con esquizofrenia, en los que la capacidad para formación de metáforas puede que esté elevada, pero habitualmente muestran una capacidad reducida en el proceso de interpretación, en particular su capacidad para interpretar frases que emplean términos cuyo significado no es literal sino figurado. Cuestión que podría ser debida a fallas en la memoria verbal y la activación de las redes semánticas del conocimiento abstracto (63), pues la característica fundamental del discurso metafórico es la innovación semántica, considerada por algunos autores como un proceso abierto de formación de conceptos (64) o, alternativamente, con el procesamiento del contexto semántico en el cual se interpreta una frase (65). Esta cuestión enlaza con la incapacidad, señalada recientemente por Tizón, de simbolizar, de creación de un espacio interno de mentalización, que caracteriza a la estructura simbiótico-adhesiva de estos pacientes (66). Pero sí puede ser de interés semiológico y terapéutico en otras formaciones delirantes como la metáfora de la pecadora arrepentida a través de la interpretación de acusada por las campanas de las iglesias, como vimos en la paciente con depresión posparto, o bien la metáfora de la castración por deseo prohibido del paciente que se sabía condenado.

Un modelo psicolingüístico de la metáfora para algunos autores es el Modelo de Desequilibrio de Saliencia (67). Estos autores han estudiado empíricamente el mecanismo de la interacción entre los dos términos (tenor y vehículo) y lo comparan con la similitud literal. En ambos casos los dos términos comparten atributos de similitud, pero estos atributos en la metáfora son muy salientes para el vehículo en comparación con el tenor. En cambio, en la comparación literal la saliencia es equivalente. Esta observación mantiene alguna concomitancia con el Modelo Judicativo de la Conducta que hemos expuesto. El diccionario de la lengua española define la saliencia como parte que sobresale en una cosa. Trasladando esta definición al contexto de la relación sujeto-objeto, la saliencia podría definirse como la capacidad del sujeto para denotar/connotar aquellos aspectos que más le interesan de la realidad con la que interacciona por el significado que para él tienen. En el caso ya mencionado en varias ocasiones de la paciente que se sentía acusada cuando caminaba por las calles, las campanas de las iglesias constituyen los elementos salientes en la interacción con su realidad, dejando los demás aspectos no denotados o en un segundo plano.

En las dos últimas décadas los trabajos de Kapur y colaboradores (68) se han centrado en el estudio del papel de la dopamina en la psicosis y su relación con el concepto de saliencia aberrante. Esta hipótesis, de mayor interés etiopatogénico que semiológico, establece que un incremento de actividad dopaminérgica en la vía mesolímbica está relacionado con un exceso de atribución de significado a ciertos estímulos, a lo que denomina saliencia aberrante. Independientemente del correlato neuroquímico cerebral, el concepto de saliencia aberrante conecta en parte con lo que se ha expuesto acerca de la denotación y connotación anómalas.

El sujeto experimentaría una mayor sensibilidad de los sentidos, lo que justificaría las alteraciones perceptivas al atribuir mayor relevancia a objetos internos, y el significado cognitivo, al que se ve impelido ante estas nuevas sensaciones, daría lugar a las ideas delirantes. Ahora bien, Kapur admite que el contenido de los delirios dependería de la biografía del sujeto y del entorno sociocultural, pero presupone que la alteración primaria se sitúa en el nivel biológico; es decir, esta alteración es la que produce una saliencia aberrante y posteriormente el sujeto la interpreta con su repertorio de temas determinados por su historia personal y su contexto cultural, a diferencia de la posición de Castilla que postula que es el tema el que produce el delirio -en relación con la infravaloración de algún aspecto de su self-, y no el delirio el que produce el tema, dedicándole un capítulo en su monografía (69), lo que a su vez permitiría el análisis de la función del delirio en la biografía del sujeto (70). El modelo se completa con la visión filogenética que explicaría las saliencias innatas como conjunto de significados que hemos adquirido a lo largo de la evolución como especie, relacionados con la supervivencia: la saliencia motivacional, referida a la atribución de relevancia apropiada asociada a recompensas, y la saliencia cultural, que determina el contenido como hemos dicho.

Por otra parte, este concepto de saliencia aberrante está próximo al concepto de hiperreflexividad, fenómeno que hace referencia a una percepción intensificada de autoconciencia, una condición necesaria para la aparición del trastorno mental para algunos autores y, más concretamente, a la atención autocentrada desadaptativa, lo que implica un proceso de autoabsorción definido por una atención excesiva, sostenida y casi exclusiva sobre sí mismo (71). Por decirlo de otra forma, la conciencia de sí mismo -que constituye otra percepción más de un yo complejo con varias subdivisiones, como lo define Anil Seth (72)- se hace muy saliente respecto a la percepción de la realidad empírica, lo que puede llegar a sustituir a esta última en el caso de las psicosis. Volviendo a Castilla, el sujeto psicótico, al reflexionar sobre sí mismo, pierde la capacidad de desdoblarse mentalmente en su mundo interno, que es lo que ocurre habitualmente cuando reflexionamos sobre nosotros mismos, que nos desdoblamos en un yo actante y otro yo, regulador de aquel, que reflexiona y emite juicios sobre la actuación. Por el contrario, el sujeto que padece una psicosis sitúa este yo juzgador en el mundo externo, tornándose así en un sujeto perseguido, engañado, culpable, mesiánico, condenado, etc., etc., según los casos. De ahí que afirme que “delirar no es solo una interpretación errónea de la realidad exterior (…) antes de eso es una alteración de la conciencia de sí mismo” (73).

Conclusiones

El objetivo del artículo es ofrecer una metodología para la captación y el análisis de los síntomas psicóticos y, por ende, resaltar la necesidad de la psicopatología propiamente dicha. El diagnóstico psiquiátrico es semiológico, es decir, basado en los síntomas, y los síntomas nos son referidos por el discurso del paciente. En consecuencia, es necesario un método para la captura de los síntomas en el lenguaje en el cual se nos transmite y su posterior análisis. El Modelo Judicativo del Acto de Conducta propuesto por Castilla para la conducta psicótica proporciona una serie de criterios de objetivación para tal fin. Como se ha expuesto, el modelo define una serie de reglas para la denotación/percepción del objeto, sea este externo o interno, así como para la connotación/interpretación que el sujeto confiere al objeto. Las alteraciones de estas reglas generan diversos actos de conducta anómalos, dando lugar a diferentes construcciones psicóticas: alucinación, ilusión, dislusión, en el caso de las alteraciones de las reglas de la denotación, y los predelirios y delirios, en el caso de las de la connotación. Existen, además, una serie de gradaciones tanto en un caso como en otro (indecidibilidad, indecisión en la interpretación), lo que explica la existencia de los estados prepsicóticos, que pudieran o no transicionar a psicosis plena, y postpsicóticos, donde se degradan las formaciones psicóticas de forma parcial o total mediante autocrítica de estas. Todo lo anterior constituyen las alteraciones del contenido del pensamiento.

En cuanto a las alteraciones del curso, están relacionadas con la secuencia del discurso, que deben también observar ciertas reglas -cosintacticidad, cosemanticidad, contextualidad, veracidad-, pues de lo contrario aparecerán las alteraciones que le son propias: bloqueos, disgregación, pensamiento ideofugal, etc. Por otra parte, es frecuente encontrar metáforas y metonimias en el discurso psicótico que se caracterizan por el uso de varios contextos sin conjunción, no compartidos en la relación, o bien por el paso del lenguaje literal al metafórico sin rotulación alguna. Una característica de la metáfora/metonimia es la saliencia, la capacidad del sujeto para denotar/connotar aquellos aspectos que más le interesan de la realidad. El Modelo Judicativo tiene concomitancias con el Modelo de Saliencia Aberrante, pues, según este modelo, pueden darse alteraciones perceptivas al atribuir el sujeto mayor relevancia a objetos internos, y el significado, al que se ve impelido ante estas nuevas sensaciones, daría lugar a las ideas delirantes. También el concepto de hiperreflexividad ofrece puntos de aproximación al Modelo Judicativo al enfatizar la conciencia del sí mismo sobre la realidad empírica.

Para finalizar, después de este recorrido por diversos conceptos de la psicopatología de las psicosis -Modelo Judicativo, metáfora, saliencia, hiperreflexividad, etc.-, convendría reflexionar sobre la posible conexión entre constructos provenientes de distintos corpus teóricos para construir una psicopatología integradora similar a la de los modelos integradores de intervención terapéutica; o, por el contrario, habría que preguntarse con Ander Retolaza (74), allá por los inicios de este siglo y a propósito de la crítica de la psicopatología, si hace falta saber mucha psicopatología para ser un buen psiquiatra. Pero eso sería ya otro debate.

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Recebido: 10 de Junho de 2023; Aceito: 11 de Agosto de 2023

Correspondencia: Francisco del Río (francisco.delrio51@gmail.com)

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