Los niños comienzan cada vez antes a utilizar dispositivos basados en pantallas, y pasan cada vez más tiempo delante de las mismas (1). Esta conducta se asocia con patrones de dieta insanos, una pobre calidad del sueño, un aumento en el riesgo de padecer una enfermedad cardiovascular y a mayor frecuencia de obesidad en niños (2). Tiene también consecuencias negativas para la salud mental, en especial problemas de inatención en los más pequeños (3), y en adolescentes (4), en los que tienen especial protagonismo las redes sociales (5). Hay suficiente información disponible que apunta a que el tiempo de consumo de pantallas se asocia de una forma negativa a mayor adiposidad, peor condición física, pero calidad de vida, menor autoestima, pero rendimiento académico y pérdida de habilidades sociales, mayor grado de ansiedad y de depresión (6). Por el contrario, la práctica regular de actividad física se asocia a un mayor bienestar y a un mejor estado de salud mental (7,8).
De forma paralela, hemos asistido a un aumento en la tasa de obesidad infanto-juvenil, en la que el sedentarismo juega un papel relevante. Niveles bajos de actividad física, junto con tiempos de ocio prolongados delante de una pantalla y la presencia de obesidad se asocian a peores puntuaciones en escalas de bienestar en niños (9), aunque el número de estudios que correlacionan todas estas variables es escaso.
Delgado-Floody y cols. publican en el último número de Nutrición Hospitalaria (10) un estudio original en una muestra de escolares chilenos, en la que correlacionan el estado de bienestar en función del patrón de actividad física, su estado nutricional y el tiempo dedicado a actividades de ocio frente a una pantalla. Los autores encuentran que los escolares con más horas de tiempo ante una pantalla y menor número de horas de actividad física fuera del horario escolar puntúan peor en las escalas de valoración de bienestar utilizadas (en este estudio el Inventario de Autoestima de Coppersmith). Además, a mayor tiempo de exposición a las pantallas puntuaciones mayores en las escalas de depresión (valorada con el Inventario de Depresión Infantil, CDI) y peor autoestima. Por otra parte, los niños con obesidad puntuaban peor en las escalas de sensación de bienestar y de depresión. En su estudio, Delagado-Floody y cols. encuentran diferencias significativas en el número de horas ante las pantallas en el grupo de niños con sobrepeso y obesidad, y un número menor de horas de actividad física extraescolar. Si bien es cierto que el estudio presenta limitaciones por el tamaño muestral y que se circunscribe a una población concreta, probablemente sus resultados pueden extrapolarse a otras poblaciones similares.
Las sociedades científicas han señalado claramente en los últimos años las recomendaciones de uso (de consumo) de tiempo de pantallas en función de la edad: así la Academia Americana de Pediatría recomienda evitar el uso de pantallas en < 18 meses, excepto para reuniones familiares (video-chatting), entre 18 y 24 meses los padres deben escoger programaciones de muy elevada calidad y estar con los niños explicándoles los contenidos, entre los 2 y los 5 años el límite debe ser 1 hora diaria y siempre en compañía de los hijos y por encima de esa edad su uso en periodos limitados y siempre que se garantice que no sustituyen al sueño, al juego o la actividad física u otras acciones esenciales para la salud. Recomienda también disponer de tiempos juntos libres de dispositivos, como por ejemplo el tiempo de las comidas y espacios sin pantallas, como es el caso del dormitorio (11). En la misma línea se han manifestado la Asociación Pediátrica Canadiense (12) o la Asociación Española de Pediatría (AEP).
Sin embargo, a pesar de la creciente evidencia de la asociación entre conductas sedentarias (p. ej. tiempo antes una pantalla) y resultados de salud peores en niños y adolescentes, cada vez es mayor el número de niños que las usan a edades más tempranas y por periodos más prolongados. Menos de la mitad de niños y adolescentes pasan < 2 horas al día ocupados en esta actividad, fuera del uso escolar. Faltan, sin embargo, estudios longitudinales o de intervención que permitan conocer mejor las consecuencias de estas conductas. También es preciso mejorar la calidad de los estudios, generalmente basados en cuestionarios autorreportados, disponiendo de herramientas objetivas que permitan conocer el tiempo real de actividades sedentarias o de actividad física.
Para abordar esta situación hace falta no solo disponer de recomendaciones claras de las sociedades científicas, sino también medidas de las autoridades sanitarias y educativas (quizá haya que valorar si considerando el tiempo que ya usan los dispositivos en su tiempo libre. Hay que seguir potenciando el uso de tabletas en las aulas). Y, por supuesto, hay que señalar el papel de los padres no solo en el establecimiento de mensajes claros sobre su uso por parte del niño y del adolescente, sino también en la propia conducta del individuo adulto en relación con los mismos dispositivos.