Desgraciadamente, durante los últimos años en nuestro país los medios de comunicación se han hecho eco de algún caso de niños o jóvenes que se han quitado la vida. Pese a no ser este un hecho frecuente, invita a la reflexión por la gravedad de las consecuencias, siendo un indicador importante de cuestiones de fondo que deben ser tratadas por la sociedad. De esto se deriva el consiguiente análisis del entramado social subyacente a esta problemática, cuyas consecuencias se agudizan al hablar del suicidio en niños y adolescentes como miembros de un medio sociocultural compartido, y que como tales no deberíamos eludir responsabilidades. Además del mayor impacto y calado social al estar frente a una población más vulnerable y con menos recursos psicológicos y herramientas de afrontamiento ante situaciones traumáticas, en estos casos se acentúan aún más estas inquietudes acerca de qué variables podrían estar influenciando este tipo de prácticas y qué podemos hacer para evitar que este tipo de situaciones continúen repitiéndose de forma sistemática. En cualquier caso, el suicidio, como escape extremo de una situación vital angustiosa, no es sino producto de la confluencia de múltiples factores, reflejo no sólo de la idiosincrasia e historia de cada individuo (historial familiar de suicidio, de abuso físico o social, tentativas previas de suicidio, trastornos emocionales, tentativas de suicidio, los acontecimientos estresantes como las rupturas, la pérdida de seres queridos, los conflictos con allegados y amigos, los problemas legales, financieros o relacionados con el trabajo, así como los acontecimientos que conducen al estigma, a la humillación o a la vergüenza…) (OMS, 2006) sino también de factores sociológicos propios del contexto en el que este desarrolla su vida. Por tanto, no debería obviarse el papel que la presión de los demás ejerce en la persona, los cánones impuestos de belleza y valores vitales o los efectos colaterales de la situación de crisis que atraviesa el país, que sitúa a los jóvenes con escasas perspectivas de inserción en el mundo laboral, a la par que aumenta el desarraigo familiar, desestructurando familias por razones económicas, provocando emigraciones en busca de mejoras en las condiciones laborales o disminución de la atención de los padres hacia los hijos al tener que pluriemplearse dada la precariedad de los contratos. El abuso de sustancias y la influencia del grupo de iguales también propician la ausencia de control sobre afectos y actos.
En el siguiente artículo se esbozará, en primer lugar, el panorama general de la problemática del suicidio a nivel mundial, para posteriormente describir a grandes rasgos la cuestión del suicidio a nivel global en nuestro país, centrándonos a continuación en la población juvenil. Se pretende describir el estado de la cuestión a partir de los datos existentes en la literatura disponible y de las estadísticas proporcionadas tanto por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como por el INE (Instituto Nacional de Estadística), para realizar un análisis pormenorizado que nos permita vislumbrar las posibles causas y orientar patrones para el tratamiento.
La permanencia y extensión del suicidio es una práctica generalizada en todas las sociedades, siendo un fenómeno complejo y multicausal, de necesidad acuciante dada la repercusión en el entorno social más próximo de la víctima y los años de vida perdidos.
En cifras, según la OMS, en 2012 ocurrieron en torno a 804,000 suicidios en todo el mundo, representando una ratio anual de 11.4 suicidios por cada 100,000 habitantes (15 hombres por cada 8 mujeres). Además, por cada persona que se suicida hay otras 20 tentativas (OMS, 2013). Por países, las tasas más altas de suicidio a nivel mundial las encontramos en Lituania y Rusia (respectivamente con 51.6 y 43.1 por cada 100,000 habitantes) y las más bajas en Azerbaiyán, Kuwait y Filipinas (1.1, 2.0 y 2.1 respectivamente por cada 100,000 habitantes) (fig. 1).
A nivel europeo, las cifras que proporciona el Eurostat (2016) indican que el suicidio, pese a no ser una causa importante de muerte, es un poderoso indicador de problemas que la sociedad debe abordar. Por término medio, en la UE se registraron 11.7 muertes por 100,000 habitantes debidas a suicidio en 2013, encontrándose las tasas más bajas en Grecia (4.8 muertes por cada 100,000 habitantes) y Malta (5.1). Países como Chipre, Italia, Reino Unido, Turquía y Liechtenstein también registraron tasas relativamente bajas. Por el contrario, países como Lituania, Eslovenia y Hungría registraron las tasas más elevadas (36.1, 21.7 y 21.2 muertes por cada 100,000 habitantes, respectivamente).
Aunque en la distribución por sexo los hombres son los que más suicidios cometen, existen diferencias entre países, encontrándose que la proporción por sexos es 4:1 en los países occidentales, oscilando entre 3:1 y 7.5:1 en el resto del mundo, siendo en cualquier caso superior la tasa en los hombres que en las mujeres con la excepción de la India y China. A nivel mundial, el suicidio representa el 50% de las muertes violentas en los hombres y el 71% en las mujeres.
A medida que avanzamos en edad, proporcionalmente las tasas de suicidios son más altas en prácticamente todas las regiones del mundo, siendo este fenómeno raro antes de la pubertad. No obstante, entre 1980 y 2000 su tasa se multiplicó por 4, estimándose que cada año se suicidan en el mundo alrededor de 600,000 adolescentes entre los 14 y 28 años, siendo los países europeos los más afectados por este fenómeno, al contabilizar alrededor de 200,000 suicidios por año, lo que constituiría la principal causa de defunción en el grupo etario de 15 a 29 años en todo el mundo en el año 2012 (OMS, 2013).
Con respecto a la raza, parecen encontrarse tasas más bajas entre los hispanos y afroamericanos que entre los europeos, aunque existe una tendencia de suicidio creciente entre los afroamericanos de EEUU. Se ha encontrado también un cierto efecto protector entre las personas que profesan algún tipo de religión, dada la censura hacia este tipo de prácticas, siendo por el contrario las tasas más elevadas las que se dan en las personas ateas.
En España, la estadística de suicidio que recoge los datos proporcionados anualmente por la estadística judicial se ha venido realizando desde 1906 hasta 2006. Es a partir de esta fecha cuando estos datos se han sustituido por la tasa de defunciones por causa de muerte, siguiendo los estándares internacionales en la materia (Pérez Camarero, 2009). Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, en España (INE, 2013) se suicidan 10 personas al día, existiendo grandes diferencias entre sexos, 75.22% de hombres frente al 24.78% de mujeres. La tasa de suicidios en ese año en España por cada 100,000 habitantes era de 8.31, existiendo acusadas diferencias entre hombres y mujeres (12.7 para hombres y 4.1 en el caso de las mujeres). Los datos más recientes corresponden a 2013, año en que 3,870 personas se quitaron la vida (2,911 hombres y 959 mujeres). Las causas externas (accidentes, suicidio, homicidio, etc.) fueron las que produjeron la muerte de cuatro de cada 10 personas fallecidas entre 10 y 39 años, destacando de entre ellas el suicidio. Las caídas accidentales fueron la segunda causa externa de muerte (con 2,672 fallecidos) y los accidentes por ahogamiento, sumersión y sofocación la tercera (con 2,208). Por accidentes de tráfico fallecieron 1,807 personas, siendo en relevancia la quinta causa de mortalidad por factores externos. Pese a ello, la tasa de suicidio es una de las más bajas de Europa, concretamente, se situó en 8.3 fallecidos por cada 100,000 personas (12.7 en los hombres y 4.1 en las mujeres). Como ya se ha comentado, esta cifra no es comparable con la de años anteriores debido a la mejora metodológica.
Método
Se trabajó principalmente con los datos proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística (2013), así como revisando la literatura disponible en buscadores especializados en psicología (PSICODOC y PSYCINFO). Los datos relativos a cifras fueron trabajados con el programa Microsoft Excel, para obtener un perfil de salida en gráficas.
El suicidio en adolescentes y jóvenes en España
El suicidio es la tercera causa de muerte en el grupo de edad de entre los 15 a los 29 años (un 16.36% de los jóvenes fallecidos en 2013, lo fueron por esta causa), superado sólo por las causas externas de mortalidad y los tumores (con un 48.37% y un 19.29%, respectivamente) (INE, 2013). Subdividiendo este tramo de edad en franjas de edad más pequeñas, encontramos que el suicidio conformaría la tercera causa de mortalidad en los tramos 15-19, 20-24, quedando desplazado a la cuarta causa de mortalidad en el tramo 15-19 años (por detrás de las causas externas, los tumores y los accidentes de tráfico), mientras que se convierte en la segunda causa de mortalidad en la franja de edad de los 25 a los 29. Quizá las cifras de suicidio se encuentren infradimensionadas, como se estima en diversos estudios que concluyen que un 5% de los accidentes de tráfico pueden deberse a conductas suicidas en aquellas personas que intentan ocultar su motivación suicida o el sesgo referente a las estadísticas disponibles que obvian los intentos fallidos, agrupándolos bajo la categoría de conducta lesiva autoinfringida (tabla 1).
En líneas generales, y pese a las limitaciones metodológicas anteriormente citadas, de los datos disponibles puede desprenderse que las tasas de suicidio en España en la población adolescente y joven se han mantenido relativamente estables, no creciendo el número de suicidios, pese al incremento de la población, en el periodo comprendido en los últimos 50 años, oscilando esta cifra entre un 5 y un 6 por cada 100,000 habitantes, siendo esta una cifra baja en comparación con otros países, especialmente asiáticos.
Durante la última década las tasas crudas de suicidio han experimentado un ligero descenso, situándose en 2006 en 6.2, cifra similar a la de España hace cincuenta años, aunque a partir de 2010 nos encontramos de nuevo con una leve tendencia ascendente. Estableciendo una comparativa, en el último decenio solo Reino Unido, Portugal e Italia han mantenido tasas similares, mientras que países como Chipre, Grecia y Malta muestran índices bastante más bajos. Realizando un análisis más profundo de los números de suicidios por año, se encuentran picos diferentes según la franja de edad. A nivel global, tal como se observa en la figura 2, la mayor tasa de suicidio se encuentra en el año 1996 (ocurriendo este fenómeno tanto a nivel general como al dividir en tramos de edad la franja 15-29), observándose una importante tendencia creciente desde 1995 hasta 1998. Encontramos picos de suicidio en los años 1988 y 2000, iniciándose en este momento un periodo en el que la tasa de suicidios baja, siendo históricamente el pico más bajo en 2010, a partir del cual se empieza a percibir de nuevo una ligera tasa creciente.
En los últimos datos arrojados por el Instituto Nacional de Estadística (2013) se pone de manifiesto que 310 niños y jóvenes menores de 30 años se quitaron la vida, correspondiendo la cifra de suicidas en la franja de edad de los 13 a los 29 años a un 7.77% del total. Las tasas de suicidio en la población joven son de 2.65 por cada 100,000 habitantes en el tramo de edad de los 15-19 años, encontrándose una gran diferencia con los tramos inmediatamente superiores (5 y 4.4 para los tramos 20-24 y 25-29 años respectivamente), existiendo en cualquier caso marcadas diferencias entre ambos sexos, de tal manera que la tasa de los hombres triplica a la de las mujeres, siendo esta relación inversa en el caso de las tentativas (tabla 2).
Ambos sexos | Hombres | Mujeres | |
---|---|---|---|
De 15 a 19 años | 2.65 | 3.61 | 1.63 |
De 20 a 24 años | 4.95 | 7.44 | 2.37 |
De 25 a 29 años | 4.43 | 6.65 | 2.20 |
Analizando las tasas de suicidio por comunidades, nos encontramos la tasa más elevada en Galicia (7.16 suicidios por cada 100,000 jóvenes), seguida de Navarra, La Rioja y Ceuta (7.04, 6.09 y 5.71 suicidios por cada 100,000 respectivamente.) Las tasas más bajas se encuentran en Cantabria, Castilla León y Cataluña (1.17, 2.74 y 3.13 por cada 1000,000 para cada una de estas comunidades) (fig. 3)
El modus operandi elegido por la gran mayoría de jóvenes de ambos sexos (ver fig. 4) entre los 15 y los 29 años es el ahorcamiento, la estrangulación o sofocación (45.85%), seguido de otras formas como lanzarse al vacío (30.56%). A partir de aquí, encontramos diferencias entre los sexos: mientras que para los chicos el tercer método de suicidio preferido es autodispararse con armas de fuego diferentes de rifle, escopeta y arma larga o arma corta y otras armas no especificadas, seguido del consumo de drogas y otras formas de suicidio no especificadas o inhalación de gases, para el sexo femenino el tercer método utilizado es el envenenamiento con drogas, medicamentos o sustancias biológicas, seguido del ahogamiento y otras causas no especificadas.
Discusión
Pese a lo alarmante de las cifras, el estigma social y el miedo al efecto imitación han provocado que hablar de suicidio se haya convertido en un tabú.
Lo complicado de la problemática hace que sea imposible determinar con precisión una causa única para consumar este tipo de actos, siendo producto de la confluencia de multitud de variables. A grandes rasgos, al hacer referencia a la población general en un 90% de los casos nos encontramos con un factor común entre las personas que consuman el suicidio: la presencia de trastornos psicológicos (Arató, Demeter, Rihmer y Somogy, 1988; Barraclough, Bunh, Nelson y Sainsbury, 1974; Dorpat y Ripley, 1960; Rich, Ricketts, Fowler y Young, 1988), el abuso de sustancias, la depresión y la esquizofrenia (Nieto y Vieta, 1997). En Europa y América del Norte estas últimas causas, especialmente el abuso de sustancias y la depresión, constituyen el principal factor de riesgo, mientras que en los países del continente asiático es la conducta impulsiva la que parece predecir mejor este tipo de actuaciones. Otros factores de riesgo comunes son los trastornos psicóticos, de personalidad y de ansiedad, lo que ha de ser tenido en cuenta, dado el aumento exponencial de los trastornos afectivos, de ansiedad y de abuso de alcohol. En épocas de crisis, pese a encontrarse estadísticas más bajas de mortalidad, se registran aumentos en el número de suicidios.
La OMS sitúa también como causas de los suicidios en los países de ingresos bajos y medios la presión por problemas socioeconómicos, haber vivido bajo conflictos bélicos, sufrido abusos, ser víctimas de la violencia, la discriminación, etc. Igualmente, se ha apuntado a otras causas, como el clima, la luz o la comunicación.
En el caso de los jóvenes y los adolescentes, la literatura coincide al señalar como posibles factores de riesgo sufrir una enfermedad crónica dolorosa, un trastorno psicológico que no necesariamente ha sido diagnosticado, una tentativa previa de suicidio (Allebeck, Varla, Kristjansson y Wistedt, 1987; Cotton, Drake y Gates, 1985; Hawton, Sutton, Haw Sinclair y Deeks, 2005; Modestin, Zarro y Waldvogel, 1992; Rossau y Mortensen, 1997; Taiminen y Kujari, 1994), incluso en algunos trabajos como en el de Shaffer, Perlin y Schmidt (1974), y variables concretas de personalidad, como un carácter impulsivo con falta de control de las emociones y la alta carga de estrés emocional que padecen. Otra de las causas en auge durante los últimos años es el bullying. De hecho, en relación a este lastre en la UE se estima que lo padecen alrededor de 24 millones de niños y jóvenes al año, lo que supone que 7 de cada 10 padecen alguna forma de acoso o intimidación, de tipo verbal, físico o a través de las nuevas tecnologías de la comunicación (Cross, Piggin, Douglas y Vonkaenel-Faltt, 2012). No en vano, aunque el acoso más frecuente es el tradicional abuso en el colegio, éste se está viendo desplazado por nuevas vertientes como el bullying electrónico (extendido principalmente en Estados Unidos, Reino Unido, España, Francia, Holanda y Rusia) y el sexting, o difusión de imágenes o vídeos de alto contenido erótico con el objetivo de humillar a la víctima. El ciberbullying ocurriría en el contexto de otras formas de bullying, como bullying homofóbico o en el transcurso de otros factores como trastornos mentales (LeBlanc, 2012), siendo aquellos niños cuyos padres tienen un bajo nivel cultural o un pobre manejo de internet, los niños con algún tipo de discapacidad y aquellos pertenecientes a minorías étnicas los más vulnerables a padecer ciberacoso (Cross et al, 2012)
La generalización y el fácil acceso a estas nuevas formas de comunicación junto con la expansión masiva de redes sociales como Facebook o WhatsApp permiten la difusión vírica de contenidos vejatorios. Consideramos que su potencial como arma de abuso reside, entre las razones expuestas, en su posibilidad de anonimato, lo que permite al abusador ocultar su identidad, dificultando las posibilidades de intervención para frenar este tipo de conductas.
En nuestro país, un 50% de los niños encuestados han confesado haber participado en una pelea en los últimos doce meses, siendo este dato remarcable porque es el único país de los treinta que se han estudiado con unas cifras tan elevadas (UNICEF, 2013). Dicho estudio también refleja que un 10% de los niños encuestados reconoce haber sufrido acoso en su centro educativo al menos una vez en Italia, Suecia y España. En niños de siete y ocho años se multiplica por cuatro el riesgo de sufrir acoso escolar, riesgo que disminuye de forma progresiva hasta llegar a la etapa de bachiller, donde representa el 11%, mientras que por género el acoso entre niños sería ligeramente superior (24.4% y 21.6%), encontrándose las tasas más elevadas por comunidades en Andalucía, País Vasco y Navarra (27.7 y 25.6%)
Estas formas de maltrato generan una presión, en ocasiones intolerable, viendo los jóvenes en el suicidio la única alternativa de escape posible. Otras fuentes apuntan a que desde el comienzo de la crisis en 2008 los suicidios en población joven han aumentado de forma exponencial, quizá debido a las altas tasas de paro y de falta de oportunidades laborales. En cualquier caso, suele haber siempre un factor precipitante y no suele ser frecuente que avisen a nadie de su entorno de sus intenciones. Las cifras son alarmantes y concluyen, a través de los resultados de un estudio realizado a partir de los datos de 41 suicidios consumados en Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y Australia, que un 78% de los adolescentes que termina por suicidarse es acosado en la red y en la vida real, mostrando dicho estudio a la par que 13 de estos sujetos sufrían a su vez trastornos de personalidad y 6 de ellos síntomas de depresión (Cross et al., 2012).
El carácter imprescindible, inmediato, funcional y ubicuo de las nuevas tecnologías ha transformado nuestros estilos y prácticas de vida, aunque a un ritmo tan acelerado que genera confusión y desconocimiento de su usabilidad y de los derechos de sus usuarios, haciendo del ciberacoso un tipo de maltrato cada vez más extendido. Dado que nuestros datos se comparten por la red, en caso de no tomar las medidas de seguridad pertinentes, son accesibles a cualquiera a la par que información de todo tipo nos llega sin filtro alguno. Los menores son especialmente vulnerables a las posibles consecuencias negativas de la pérdida de privacidad, poniéndose en el punto de mira el uso indebido de las redes sociales por parte de los menores y las políticas de privacidad que ofrecen. El término englobaría amplias prácticas y actitudes, como insultos en redes sociales, mensajes crueles de texto o vídeos en Youtube ridiculizando a la víctima. Las chicas son más vulnerables al suicidio en este tipo de situaciones.
Ante la problemática que se está tratando, se revela imprescindible que los gobiernos nacionales establezcan un compromiso respecto del establecimiento y aplicación de un plan de acción coordinado, puesto que a pesar de los datos anteriormente presentados resulta preocupante que sólo 28 países cuenten con estrategias de prevención del suicidio y sólo 60 recojan datos fiables sobre las cifras. En 1999, la Organización Mundial de la Salud puso en marcha el Programa SUPRE (acrónimo de Suicide Prevention) como una iniciativa a escala mundial para la prevención del suicidio, habiendo aparecido desde entonces diversas publicaciones divulgativas dirigidas específicamente a los sectores implicados en la prevención, tales como los profesionales de la salud, los educadores, los gobiernos, las familias y las comunidades. En este sentido, se está trabajando desde el Consejo de Europa para demandar una mayor implicación de la investigación científica, la educación en las escuelas y centros de atención sanitaria, convirtiéndolo en una prioridad política y realzando principalmente el papel de la prevención, zanjando con la información la controversia acerca de lo que se conoce como “efecto Werther”, es decir, el efecto imitativo de ciertas noticias trágicas. Por su parte, en España la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (FEAFES) publicó en el 2006 una guía sobre el suicidio, buscando la concienciación de la población, a la par que aportando pautas de actuación para su prevención.
En esta misma línea irían los esfuerzos desplegados dentro de la denominada “Estrategia de Salud Mental del Sistema Nacional de Salud 2009-2013”, desplegada en centros docentes, instituciones penitenciarias y residencias geriátricas, que pretende trabajar mediante intervenciones en formato taller y entrenamiento en habilidades en la prevención de la depresión y del suicidio. Sin embargo, en nuestro país no existe un plan nacional preventivo, sino que las propuestas de actuación son a nivel autonómico, como es el caso de Galicia, que cuenta con un programa asistencial, o Asturias, donde se ha implementado el programa europeo Monitoring Suicidal Behaviour in Europe (MONSUE) y el proyecto Saving and Empowering Young Lives in Europe (SEYLE). Es un ingrediente fundamental en todo programa el trabajo, no sólo con los factores de riesgo sino con la incidencia en los factores protectores, tanto personales (manejo en la solución de problemas, la habilidad para las relaciones sociales, la flexibilidad cognitiva, el tener hijos, hábitos de vida saludables, ser extravertidos, mostrar actitudes y valores positivos y creencias religiosas) como sociales (apoyo familiar y social, integración social, adoptar valores culturales y tradicionales, recibir tratamiento integral, disponer de sistemas de ayuda y recursos, etc.).
En lo referente a las estrategias concretas de intervención han mostrado su eficacia aquellas que contemplan la restricción del acceso a métodos comunes de suicidio, como las armas o sustancias tóxicas, la reducción del tamaño de los envases de analgésicos, el uso de antidepresivos de menor toxicidad, el control de plaguicidas, la reducción de las emisiones de monóxido de carbono de los vehículos y de la toxicidad del gas de uso doméstico (139, 318, 329, 332, 334) o el adecuado tratamiento en la depresión y abuso de alcohol y sustancias, así como el seguimiento de aquellos que tienen antecedentes de tentativas. Desde la Asociación Americana de Pediatría (Shain y American Asociation of Pediatry, 2016) se recomienda la evaluación continua y a través de preguntas directas sobre la intención de suicidio, así como la evaluación que permita detectar otros factores asociados con mayor riesgo de suicidio. De este modo, podría elaborarse un perfil de la población en riesgo tal y como hiciera Gabilondo et al. (2007), quienes encontraron un perfil de alto riesgo de mujer, joven, con enfermedad mental, comorbilidad psiquiátrica e ideación suicida reciente, lo que permitiría referir a los pacientes que lo requieran a los servicios de salud mental. Las intervenciones comunitarias en jóvenes, mayores y minorías étnicas, el trabajo con las actitudes prejuiciosas de los profesionales de la salud y los tabúes existentes hacia el suicidio, así como la formación respecto al tópico y las señales de alerta, la implicación de los medios de comunicación y el fomento de las actividades investigadores en la línea de la prevención son medidas que consideramos podrían contribuir de forma positiva en la reducción de esta preocupante problemática.