En los últimos años estamos asistiendo a un incremento exponencial de diferentes tipos de intervenciones psicológicas encaminadas a tratar de optimizar la calidad de vida de nuestros pacientes. Sin embargo, y de manera más habitual de lo deseable, comenzamos también a presenciar una proliferación de “tratamientos” de dudosa entidad científica, basados en supuestos que se alejan del conocimiento actual acerca de las diferentes alteraciones psicopatológicas y del procesamiento de la información emocional y que podrían incluso aumentar la probabilidad de provocar efectos iatrogénicos.
Me parece especialmente importante que nuestros pacientes obtengan un conocimiento adecuado acerca de los procesos psicológicos que subyacen a las manifestaciones clínicas que presentan, así como el aprendizaje de una serie de técnicas avaladas por la investigación que les ayuden a regular correctamente dichos procesos. Disponemos de líneas de investigación y protocolos de intervención basados en el procesamiento de la información, así como en aquellas variables transdiagnósticas que comparten los diferentes cuadros clínicos que nos ofrecen resultados prometedores. En esta dirección, contamos con la terapia metacognitiva, basada esencialmente en un modelo de procesamiento de la información emocional, aspecto central en el inicio y decurso del trastorno psicológico (Wells, 2000). El modelo de funciones ejecutivas autorreguladoras (S-REF; Wells y Matthews, 1994, 1996), fruto de la confluencia de los datos obtenidos en el laboratorio y de las observaciones en el ámbito clínico, es la piedra angular sobre la que se sustenta el ulterior desarrollo de la terapia metacognitiva. De un modo resumido, el modelo S-REF defiende que no son las creencias auto-referenciales, como por ejemplo “soy un inútil” o “no valgo para nada”, las que causan el cuadro psicopatológico sino las estrategias autorreguladoras comportamentales y cognitivas inadecuadas que el individuo pone en marcha y que terminan cronificando dichos contenidos cognitivos e incrementando el malestar emocional asociado (Fisher y Wells, 2009).
En sus orígenes surge esencialmente como tratamiento del trastorno de ansiedad generalizada, convirtiéndose con el paso del tiempo en una aproximación de tratamiento general para un amplio rango de cuadros psicopatológicos. Diferentes estudios muestran cómo las creencias metacognitivas que se encuentran en las distintas alteraciones emocionales pueden ser de suma importancia en la génesis y el decurso de alteraciones tales como el trastorno obsesivo-compulsivo y trastornos afectivos como la depresión o de entidad más difusa como los trastornos de la personalidad.
Aunque presenta algunas características comunes a las terapias cognitivas clásicas, su principal diferencia radica en el hecho de centrarse en el procesamiento cognitivo y no tanto en el contenido del pensamiento que presenta el individuo. Dicho de otro modo, se trabaja con el paciente en el denominado síndrome cognitivo atencional (CAS), consistente en la utilización por parte de la persona de estrategias basadas en la preocupación, inflexibilidad cognitiva, fijación de la atención en la amenaza, rumiación, así como conductas de afrontamiento y estrategias de autorregulación como la supresión cognitiva poco adaptativas (Wells, 2009). El CAS es controlado por creencias metacognitivas tanto positivas (p. ej., “rumiar acerca de mi situación me ayudará a encontrar la solución a mi estado”) como negativas (“no puedo controlar mis preocupaciones”, “no confío en mi memoria”). Como objetivo fundamental se persigue que el paciente aprenda una alternativa de procesamiento alternativo al CAS o, lo que es lo mismo, un cambio y una relación diferente con sus procesos de pensamiento y creencias negativas, así como el desarrollo de un conocimiento y uso de estrategias reguladoras y adaptativas.
Tenemos la responsabilidad de continuar investigando en el descubrimiento de las variables cognitivas, neurobiológicas y comportamentales que subyacen a las diferentes entidades diagnósticas con el objetivo último de ofrecer a la población tratamientos empíricamente validados, alejándonos de la aplicación de líneas de intervención que, por más que se muestren atractivas o novedosas, bloquean el desarrollo de una psicología rigurosa y enmarcada en el método científico.