Introducción
No es el propósito de este trabajo solucionar un supuesto práctico, que sí servirá de hilo conductor para exponer las tesis. Se ha demostrado que el recurso al ejemplo práctico, sacado del contexto cotidiano de quienes desempeñan una labor tan trascendente para la comunidad como es el ejercicio de la medicina, contribuye sobremanera al enfoque de la problemática con trascendencia jurídica que está detrás de una actuación médica concreta. La empatía con unos hechos que describen una pretendida mala praxis es la clave para acercar al profano a la consideración que de estos hechos pudiera tener el complejo y a veces inabarcable mundo del derecho. Y esta visión práctica del ejemplo se muestra a su vez como una eficaz herramienta multidisciplinar que permite enfocar la cuestión desde esa doble perspectiva técnico-científica. Esta es propia de cualquier juicio de valor sobre la adecuación a la correcta praxis médica de la actuación de un profesional y sus repercusiones en cuanto a una posible responsabilidad desde el punto de vista penal, civil o administrativo.
La elección de un supuesto de defectuosa llevanza de una historia clínica no es casual, pues atiende a la cada vez más incontestable exigencia profesional de soportar toda la información precisa sobre la evolución de un paciente en un documento, bien manuscrito, bien informatizado. Esta exigencia, de la que se derivan importantes responsabilidades, varía en su propia esencia y finalidad según nos enfrentemos a una actuación multidisciplinar en la que puede entrar en juego una variación de profesionales que atienden a un mismo paciente, o según se prevea que lo atenderá solo un profesional.
El análisis de las implicaciones jurídicas del supuesto de hecho se realizará, no obstante, con base en las previsiones del ordenamiento jurídico español, aunque con vocación de acudir a principios jurídicos comunes propios del área del llamado derecho sanitario y del tratamiento de situaciones de malpraxis.
Exposición de un supuesto de hecho1
Un paciente de 54 años, con un serio problema de edentulismo parcial, acude a su médico odontólogo con intención de someterse a un tratamiento integral de la dentadura, en parte por razones estéticas, en parte por la situación de pérdida o grave deterioro de la mayor parte de sus piezas. El odontólogo valora la situación y, en cuanto a lo que aquí nos interesa (la arcada superior), propone a su paciente intervenir colocando implantes osteointegrados en las piezas dentarias 14, 15 y 16, y en las piezas 24, 25 y 26, con sus correspondientes coronas. Sobre las piezas 13 y 23 descansarían, como en un pilar, sendos puentes con ferulización. La intervención entraña un riesgo adicional, derivado de que apenas hay espacio interdental entre estas piezas y los caninos e incisivos superiores.
Los implantes se colocan aparentemente con éxito, aunque la evolución demuestra que el riesgo de una implantación defectuosa es real. El paciente sufre molestias en las piezas 13 y 23, como consecuencia de la incidencia sobre los espacios periapicales y periodontales. El doctor detecta, tras realizar una radiografía, un acercamiento excesivo de las piezas 14 y 24 a la base, consecuencia del forzado fresado del implante, con afectación del seno maxilar. Aparte de, obviamente, atender los síntomas, propone como solución una endodoncia sobre ambas piezas, con el fin de garantizar su mayor perdurabilidad y poder hacer descansar las prótesis de la forma inicialmente prevista.
Sin embargo, y pese a que esta propuesta sí se refleja en la historia clínica, obvia referirse a la realización de radiografías tanto durante el proceso operatorio (en el que se usan como guía) como al examinar al paciente por las molestias que padecía en una posterior visita. Tal exclusión de estos datos obedece sin duda a que, al ser una intervención a precio cerrado, el posible sobrecoste de la radiografía no repercute en el paciente; y especialmente a que al ser él el único especialista que lo atiende es una información que no juzga preciso reflejar, por presuponerse en la opción terapéutica que plantea.
Al notar el paciente una notable mejoría debida al tratamiento sintomático, decide posponer la intervención programada de ortodoncia de las piezas 13 y 23 durante meses, lo que propicia un evidente empeoramiento de la situación de estas. Un año después de sufrir las primeras molestias, el paciente acude de nuevo a su odontólogo, quien al detectar un quiste en la pieza 23 le recomienda una apicectomía. El tiempo transcurre sin que la paciente decidiera retrasar la apicectomía de la pieza 23; la cual evoluciona desfavorablemente hasta que finalmente no cabe otra opción que la de recomendar la extracción. Es entonces cuando el paciente pierde la confianza en su odontólogo y decide acudir a otro, quien, tras confirmar la existencia de una fístula en ambas piezas, decide realizar una apicectomía y una quistectomía, que con el tiempo habrían de derivar, de forma más que probable, en su extracción. A partir de este momento surgen numerosas complicaciones que llevan al paciente a denunciar a su odontólogo por negligencia.
Es de apreciar que tanto el informe del segundo odontólogo como el del médico forense enfatizan lo que a su juicio es una actuación de malpraxis incontestable: no haber apreciado el defecto en la colocación de los implantes de las piezas 14 y 24. Esto los lleva a la conclusión de que no había previsto, cuando debió haberlo hecho, que las molestias del paciente venían precisamente del daño causado en las piezas en cuestión. Teniendo en cuenta la naturaleza de las molestias y la presencia de síntomas inflamatorios en las encías de las piezas 13 y 23, la más elemental norma de prudencia exigía realizar una radiografía, la cual habría permitido detectar la afectación causada por los implantes. El no realizar la radiografía habría impedido prevenir el problema y su deriva hacia la solución drástica de la apicectomía y más que probable pérdida de las piezas sanas a medio plazo.
Las posibilidades de articular una defensa satisfactoria del odontólogo eran patentes, toda vez que podría demostrar con cierta facilidad que las radiografías se habían realizado y que gracias a ellas pudo detectar que la inserción de los implantes había afectado a las raíces de las piezas 13 y 23. Tan es así que la decisión de proponer la endodoncia de las dos piezas encontraba como lógica explicación precisamente tal afectación y el riesgo de generar quistes o mayores complicaciones. Pero ello no significa que el odontólogo pudiera salir airoso de una investigación criminal o de una demanda de responsabilidad civil, en las que podría ponerse en tela de juicio su pericia -al dar lugar a la penetración de los implantes en el seno maxilar2 - y evidenciarse las consecuencias de una actuación contraria al escrupuloso celo en el cumplimiento de sus deberes profesionales en cuanto a la llevanza de la historia clínica.
La llevanza de la historia clínica como exigencia ineludible de la lex artis médica
La exigencia de documentar cuanta información atañe a la atención de un paciente es en cierto modo un triunfo más de la definitiva defenestración de la conocida como medicina paternalista. La integración del paciente en el proceso mismo de la atención sanitaria, su valoración como persona titular indiscutible del derecho a decidir sobre todo lo que afecta a su salud, trajo, entre otras consecuencias, el reconocimiento de un derecho de información que, a modo de arrastre, exigía la constancia documentada de todos los datos e incidencias relevantes para el adecuado seguimiento del problema de salud.
Gracias al acceso a su historia clínica, el paciente puede conocer de forma cabal su evolución más allá de lo que de palabra le participe el médico que lo atiende. Y, si decide cambiar de profesional, se garantizará la continuidad de la atención mediante la aportación al nuevo médico de una información detallada de la labor desempeñada por el primero y de los elementos que deberá tener en cuenta al valorar el problema de salud al que se enfrenta.
En el supuesto de la legislación española, esta implicación del derecho de información del paciente con el deber de llevanza de una historia clínica ha encontrado su reflejo en el art. 18.1 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de los derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica3 (en adelante, Ley 41/2002). Este artículo reconoce el derecho del paciente a acceder a la documentación de su historia clínica y a obtener copia de los datos que figuran en ella. Frente a tal derecho, no cabe reconocer más excepciones que el “perjuicio del derecho de terceras personas a la confidencialidad de los datos que constan en ella recogidos en interés terapéutico del paciente”, o el “perjuicio del derecho de los profesionales participantes en su elaboración, los cuales pueden oponer al derecho de acceso la reserva de sus anotaciones subjetivas”4. En definitiva, como consecuencia del ejercicio del derecho de información, todo paciente tiene derecho a la redacción y llevanza de una historia clínica en la que se reflejen todos los datos esenciales de los problemas de salud por los que acude al profesional; y, lógicamente, tiene derecho a acceder a ella. Esta idea queda perfectamente reflejada en el art. 15.1 de la Ley 41/2002, cuando establece que “Todo paciente o usuario tiene derecho a que quede constancia, por escrito o en el soporte técnico más adecuado, de la información obtenida en todos sus procesos asistenciales, realizados por el servicio de salud tanto en el ámbito de atención primaria como de atención especializada”.
Pero detrás de esta exigencia se encuentra también una consecuencia directa de la posible y necesaria intervención de diversos profesionales médicos en la atención de la salud de un mismo paciente. En este contexto de atención multidisciplinar o coordinada, el soporte de una historia clínica que cumpla mínimos estándares de homogeneidad en orden a su contenido mínimo, calidad y actualidad, se ha convertido en pocos años en una indiscutible obligación.
Aunque la estructura concreta y el contenido esencial de una historia clínica depende de las especialidades a las que atañe y del debido sometimiento a protocolos de actuación a nivel comunitario, hospitalario o de unidad asistencial, no resulta difícil encontrar normas que pretenden establecer los contenidos mínimos que habrán de estar presentes en toda historia clínica. El art. 15 de la Ley 41/2002 resume el contenido esencial de la historia clínica en aquella “información que se considere trascendental para el conocimiento veraz y actualizado del estado de salud del paciente”. Seguidamente, desarrolla esos componentes mínimos, diferenciando los supuestos de atención hospitalaria del resto de los supuestos5.
Son los profesionales médicos que atienden a un paciente quienes, tanto a título particular como de integración en un equipo -sea o no multidisciplinar-, asumen la responsabilidad de mantener constantemente actualizada la historia clínica (art. 15.4). Desde el punto de vista asistencial, ello responde a la necesaria accesibilidad a la historia clínica de todos aquellos profesionales que atienden al paciente. Se trata de una auténtica herramienta de trabajo. De ahí la necesidad de homogeneización de su contenido y el sometimiento a los criterios de unidad e integración a los que se refiere el apartado 4 del citado precepto, como única vía para facilitar el acceso a una información que puede ser crucial para el correcto seguimiento del proceso asistencial. Como quiera que son varios los profesionales que han de atender a un mismo paciente, sea en la misma o en distintas especialidades, y que la información clínica que manejan unos puede y debe condicionar la actuación de los otros, la necesidad de incorporar en la historia clínica los datos actualizados precisos es un imperativo incontestable tanto desde el punto de vista legal como deontológico6.
La historia clínica nace con vocación de hacerse accesible a cuantos profesionales médicos necesiten consultarla en el ejercicio de su profesión, como consecuencia de la atención a un determinado paciente. Se trata, en definitiva, de “un instrumento destinado fundamentalmente a garantizar una asistencia adecuada al paciente” (art. 16.1). Por ello, norma y deontología convergen en garantizar la permeabilidad de la historia clínica a todos los profesionales encargados de diagnosticar o tratar a un paciente. La consulta de la historia clínica es una facultad que tiene el profesional médico por el solo hecho de atender a un paciente. Es a la vez un deber, al ser la historia clínica la indiscutible fuente que habrá de consultarse siempre que sea preciso para el ejercicio de la labor, hasta el punto de poder derivar de ello una responsabilidad por mala praxis.
Esa necesidad de coordinación entre los profesionales que atienden -bien por turnos, bien por cometidos específicos, bien por especialidades- a un mismo paciente y problema de salud llega a restringir incluso el libre ejercicio de la medicina. La necesaria actuación coordinada basada en el protocolo asistencial o de centro restringe de este modo la autonomía de decisión e intervención de los profesionales, quienes se ven abocados a respetar sus dictados, sin más opción que la de ejercitar un limitado derecho a la llamada “objeción de ciencia”7. En la ley española tal sometimiento a las exigencias del protocolo -que deja de ser meramente orientativo para convertirse en obligatorio- queda perfectamente reflejado en el art. 4.7.d) de la Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de ordenación de las profesiones sanitarias8 (en adelante, LOPS), que en situaciones de continuidad asistencial impone la existencia de procedimientos, protocolos de elaboración conjunta e indicadores para asegurar tal finalidad.
La especial posición del médico en el ejercicio de la medicina privada
El médico privado, el especialista o generalista que atiende a un paciente propio en su consulta, no se enfrenta inevitablemente a la necesidad de llevar una historia clínica de su paciente, al menos al nivel que sí sería exigible de una actuación asistencial coordinada. Tradicionalmente, la historia clínica del paciente privado no iba más allá de una ficha o carpeta en la que el médico iba reflejando las fechas de las consultas y los datos más relevantes, o al menos los que le resultaban de mayor interés para el seguimiento de su paciente. La historia clínica privada de una gestante, por poner un ejemplo, no reflejaba índices de tensión arterial o glucemia cuando la paciente tenía dichos marcadores dentro de los márgenes de normalidad o improbabilidad de riesgo; solo cuando podían afectar al desarrollo del feto o a la gestante eran objeto de una anotación específica. El principio que presidía la llevanza de estos documentos prácticamente de uso interno del médico era el de su funcionalidad para un uso propio y exclusivo. El cambio de profesional solía llevar aparejado, si acaso, un contacto directo entre profesionales o la facilitación al paciente, a petición del nuevo profesional, de un informe o documentación en el que se reflejaban el juicio diagnóstico, la evolución del paciente y los principales parámetros que debían tenerse en cuenta para la continuidad de la asistencia.
Pero esta forma de actuar, propia de las reminiscencias de la medicina paternalista, no encaja con la nueva visión de la historia clínica como un instrumento fundamental para garantizar el derecho de información del paciente. Si el médico tiene por ley y por mandato de su código deontológico la obligación de llevar y actualizar la historia clínica de todo paciente al que atienda, es evidente que el derecho del paciente a la información clínica comprenderá no solo la relativa a la atención prestada que efectivamente conserve el médico, sino toda aquella que debería haberse conservado en el cumplimiento del deber profesional. La historia clínica es, no en vano, la forma gráfica en que se materializa el deber de documentar el seguimiento del paciente, los actos médicos que tienen lugar para atender sus necesidades de salud.
El art. 4 de la Ley 41/2002 reconoce al paciente su derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la información disponible sobre esta, salvando los supuestos marcados por la ley9. A su vez, el art. 5.1.f) de la LOPS refuerza este derecho a la información derivado de un deber del profesional médico para con el paciente. Pero es en el actual Código Deontológico donde se recoge con más vehemencia la integración de lo reflejado en la historia clínica con el contenido de aquello que debe facilitarse al paciente como consecuencia del ejercicio de su derecho de información. Efectivamente, el art. 19.5 impone tal deber de información expresamente referido a aquello que contiene la historia clínica; y no establece más excepciones -aparte, claro está, de las legalmente establecidas- que el posible daño a personas que confidencialmente aportaron datos en interés del paciente y aquellas anotaciones subjetivas introducidas por el profesional médico, consideradas como de su exclusiva propiedad.
Como ya hemos anticipado, concurre una segunda razón que justifica la imposición a cualquier médico que ejerza la medicina privada de la obligación de llevanza y conservación de la historia clínica: la necesidad de atender una demanda de asistencia médica propia de una disciplina diferente, o el legítimo ejercicio por parte del paciente de su derecho a cambiar de profesional. La información que conserve un cardiólogo sobre un paciente interesa también a su psiquiatra o a su especialista en medicina deportiva. Por ello, resulta indispensable reflejar en una historia clínica aquella información relativa al estado de salud del paciente, los antecedentes personales y familiares de interés, la evolución, los resultados de las pruebas diagnósticas y los tratamientos. Es coherente que se exija a todo profesional médico que cumpla con tal deber, como previsión ante la contingencia de que esa información resulte de especial interés para atender al paciente en una especialidad diferente. Por mucho que el médico confíe absolutamente en su memoria o en su esquema de trabajo, dejar en el aire -o como supuestas- informaciones que, sin ser de trascendencia para el médico privado, pudieran tener relevancia para quien lo sustituya o atienda al paciente en otra rama de la medicina comporta en sí mismo un gran riesgo de comprometer innecesariamente la salud del paciente.
Tan es así que el deber de conservar la historia clínica se expande desde el punto de vista de la deontología médica incluso más allá de la finalización de la asistencia. Por una parte, el médico está obligado a guardar la información en tanto en cuanto su preservación se considere beneficiosa para el paciente, o durante el tiempo establecido en la ley (art. 19.3 del Código Deontológico). Por otra parte, cuando el profesional cesa en el desempeño de su actividad, esta obligación torna en el deber de poner a disposición de los pacientes sus historias clínicas, con el objeto de que los que así lo deseen puedan aportarlas al médico al que encomienden su continuidad asistencial (art. 19.4).
En definitiva, el desempeño privado de la medicina no convierte al profesional en detentador de una patente de corso que lo excluya de la obligación, tanto legal como deontológica, de una ordenada llevanza de la historia clínica de sus pacientes. Y ello comporta anotar todos los datos relevantes sobre el estado de salud del paciente, con el fin de facilitar su asistencia sanitaria. El solo hecho de que el médico privado considere que un dato, el resultado de un análisis o prueba diagnóstica, o cualquier apreciación durante la anamnesis es normal o irrelevante para el seguimiento y tratamiento del paciente (o bien cuando la opción del tratamiento que se propone lo presuponga) no releva al médico de la obligación de reflejarlo en la historia clínica. En todo caso, se ejerza la medicina privada de forma independiente o bajo la dependencia o servicio de una institución asistencial pública o privada, la historia clínica debe contener cuanta información sea relevante para valorar el estado de salud y la evolución del paciente, así como para dar a conocer el tratamiento dispensado, y no solo aquello que considere destacable el profesional según su metodología de trabajo.
¿Incurre en responsabilidad el médico privado por no llevar una historia clínica ordenada de sus pacientes?
A estas alturas resulta difícil no plegarse a la evidencia de que el médico privado que no ha incorporado a su rutina profesional la ordenada llevanza de la historia clínica de los pacientes a los que atiende está contraviniendo normas concretas de naturaleza legal y deontológica. Pero ello no quiere decir necesariamente que por incumplir tal deber el profesional de la medicina haya cometido un delito concreto, o tenga que responder ante una acción de responsabilidad civil ejercitada por su paciente.
No cualquier transgresión formal o material de las normas deontológicas o reglas jurídicas que disciplinan el ejercicio de las profesiones sanitarias puede ser sancionada por el derecho penal; el cual, nunca olvidemos, está sometido a los inamovibles principios de la “previa tipificación”10 y de la “intervención mínima del derecho sancionador penal”11. Ni en el Código Penal español ni en ningún otro texto legal de cualquier Estado podremos encontrar la definición de un delito, de configuración obviamente formal, consistente en la no ordenada llevanza de una historia clínica. Ello no es de extrañar, pues resulta fácil encontrar otras contravenciones de deberes legales y/o deontológicos que, aunque pueda derivar de ellas una responsabilidad civil (como sucede con incumplimientos relacionados con la correcta obtención del consentimiento informado del paciente para realizar una intervención médica específica12, como posteriormente veremos), no tienen por qué ser por sí mismas constitutivas de una concreta infracción penal. Precisamente, siguiendo el ejemplo del consentimiento informado, la única referencia que se hace en el Código Penal a la relevancia penal del consentimiento informado es en el art. 156. En él se excluyen de la regla general de la irrelevancia penal del consentimiento de la víctima la causación de lesiones en los supuestos de trasplante de órganos, cirugía transexual o esterilización, siempre que medie el consentimiento válidamente obtenido, bien por el propio sujeto pasivo, bien por sus representantes (previa autorización judicial, cuando se trate de la esterilización de personas incapaces). Pero de ello no llega a deducirse bajo ningún concepto que una intervención realizada con un defectuoso cumplimiento del deber de información previo a la prestación (consentimiento informado) constituya ni un delito de lesiones dolosas, intencionales, ni ninguna otra infracción criminal. Obviamente, la consideración de que el profesional médico actúa en el ejercicio de una profesión reglada impide que tal conducta pudiera considerarse por sí misma un delito de lesiones.
Aparte de una posible actitud imprudente del odontólogo a la hora de optar por determinadas soluciones terapéuticas o de su posible impericia al colocar los implantes, que incidieran perniciosamente sobre las zonas periapicales y periodontales de las piezas 13 y 23, cualquier intento de criminalizar la conducta de nuestro personaje pasa por establecer una conexión entre sus omisiones en la historia clínica y un resultado dañino en tales piezas que derivara, cuando menos, en la necesidad de realizar una apicectomía.
Los modernos ordenamientos penales han abandonado en los llamados crimina culposa cualquier intento de sanción por el resultado, y más en el ámbito concreto del ejercicio de la medicina. La jurisprudencia española no ha encontrado el más mínimo reparo en considerar la prestación médica asistencial como una prestación de servicios, en la que el profesional de la medicina cumpliría con sus obligaciones al poner los medios y conocimientos científicos adecuados para atender la necesidad de salud que demanda el paciente, sin necesidad de conseguir a toda costa su sanación13. Eso sí, el ejercicio de la odontología se ha encuadrado tradicionalmente en la conocida como “medicina voluntaria”14. Esto comportaría, entre otras cosas (STS, Sala Primera, 1/2011, de 20 de enero), la necesidad de reforzar el consentimiento informado para hacer plenamente partícipe al paciente del riesgo que asume, incluida una explicación suficientemente detallada del postoperatorio; un estudio previo del caso con igual meticulosidad, máxime cuando en esta parcela de la medicina la urgencia es atípica; y una importante variación en el régimen de responsabilidad y en las reglas de la carga de la prueba ante una reclamación de responsabilidad por daño.
Cualquier pretensión de responsabilidad penal basada en una conducta imprudente se asienta, según el común de buena parte de la doctrina jurídica y la jurisprudencia de Estados del entorno continental europeo y sudamericano, en la concurrencia de los siguientes requisitos:
Existencia de acción u omisión voluntaria pero no maliciosa o intencionada. La acción u omisión debe depender de la voluntad del sujeto responsable. Cuando hablamos de acción, obviamente estamos incluyendo las conductas omisivas, lo que en términos de la dogmática jurídica se define como “comisión por omisión”. El art. 11 del Código Penal permite valorar la existencia de un delito cometido por omisión cuando su evitación, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga a su causación. En este caso concreto, podríamos considerar en sí misma la incorrecta llevanza de la historia clínica como una posible conducta omisiva sobre la que basar un eventual título de imputación de la responsabilidad.
Un elemento psicológico consistente en el poder o facultad del sujeto agente (el autor) de conocer y prevenir/evitar un riesgo o peligro susceptible de determinar un daño (previsibilidad). No puede haber responsabilidad por algo que no se puede prevenir mediante una correcta o aceptable aplicación de los criterios y herramientas de diagnosis a disposición del profesional médico. Imaginémonos, aunque pueda parecer grotesco el ejemplo, que el paciente sufriera de forma súbita un brote psicótico derivado de una enfermedad oculta que lo hiciera reaccionar de forma agresiva justo en el momento en que se estaba perforando la ubicación de uno de los implantes osteointegrados. El carácter errático de la trayectoria del fresado como consecuencia del brote psicótico del paciente sería simplemente imprevisible.
Un factor normativo, que consiste en la infracción de un deber objetivo de cuidado en el cumplimiento de reglas sociales establecidas para la protección de bienes social o individualmente valorados, y que constituye la base de la antijuridicidad en la conducta imprudente. Tratándose de una imprudencia profesional, se requeriría, además, que la conducta imprudente consistiera precisamente en la omisión grave de aquellas reglas del arte o normas técnicas exclusivas de la profesión, y no las comunes a todas las personas. La existencia del elemento normativo quedaría fuera de toda duda, toda vez que hemos apreciado con nitidez cómo el odontólogo transgredió sus deberes legales y deontológicos de llevanza de una ordenada historia clínica, omitiendo datos especialmente significativos de las complicaciones apreciadas en la evolución de su paciente tras colocar los implantes.
Causación de un daño. Como ya hemos anticipado, salvo supuestos expresamente tasados en la correspondiente norma penal, el derecho penal no sanciona meras infracciones formales de deberes de origen legal o deontológico. Nunca hemos de olvidar que no se criminaliza cualquier contravención de la lex artis, sino aquellos comportamientos que tienen reflejo en alguna de las infracciones penales, tipos, descritas en el correspondiente texto legal punitivo.
Relación de causalidad entre la conducta descuidada e inobservante de la norma objetiva de cuidado por parte del profesional médico y el resultado dañoso. Tal conducta antijurídica debe poder concebirse como causa originaria y determinante del resultado lesivo sobrevenido.
Es precisamente en este punto donde jugará una especial baza la llamada “doctrina de la imputación objetiva”, por virtud de la cual, para que un determinado resultado pueda imputarse a una acción u omisión concreta no bastará con que exista una incontestable relación de causalidad, sino que el resultado debe ser una representación o consecuencia no tolerada por la norma jurídica del riesgo que representaba en sí misma tal acción u omisión. El resultado debe ser precisamente una materialización de tal riesgo; o, como dice la STS, Sala Segunda, 598/2013, de 28 de junio, al analizar la implicación del concepto de la imputación objetiva a la conducta imprudente: “…el riesgo no permitido generado por esta sea el que se materialice en el resultado (vínculo normativo o axiológico)”. En palabras del auténtico creador de esta doctrina, Roxin, solamente podría entenderse que un sujeto es autor de un injusto penal cuando, sin estar amparado por una causa de justificación, ha creado un riesgo no permitido para un bien jurídico penalmente protegido y este riesgo se ha realizado en un resultado prohibido15.
La doctrina de la imputación objetiva exige la conformación de un círculo de responsabilidad, la delimitación de un ámbito en el que puedan definirse los riesgos que comporta una determinada actividad, fuera de los cuales no podría establecerse el vínculo de imputación objetiva entre la acción y el resultado. En el ejemplo grotesco que hemos analizado, no está dentro de lo razonablemente previsible que un paciente no diagnosticado sufra en plena intervención un brote psicótico que derive en una inusitada acción violenta contra el odontólogo; por lo tanto, la errática trayectoria de la base del implante no le podría resultar objetivamente imputable.
Sin embargo, hay un componente de la doctrina de la imputación objetiva que queda en cierto modo distorsionado cuando la aplicamos al ejercicio de la medicina. Uno de los criterios que conforman esta doctrina, y que incidiría en el ámbito de la antijuridicidad de la conducta, es el del “riesgo socialmente tolerado”. La doctrina que asume la teoría de la imputación objetiva es consciente de que determinadas actividades o comportamientos sociales, aun generando un riesgo en sí mismos, comportan un beneficio inconcreto para la sociedad. En tanto en cuanto la actividad se someta a esos cánones de normalidad que le son social o jurídicamente exigibles, la sola realización del riesgo, por tolerado, impediría realizar tal juicio de imputación. Los ejemplos de la conducción de vehículos de motor o el ejercicio de determinadas actividades industriales peligrosas, como la producción de energía por centrales nucleares o hidroeléctricas, son clara muestra de ello. Roxin16 concibe el riesgo socialmente tolerado como una conducta que crea un riesgo jurídicamente relevante, pero que de modo general (independientemente del caso concreto) está permitida; y, por ello, a diferencia de las causas de justificación, excluye ya la imputación en el tipo objetivo. Sin embargo, aun frente a esta posible inconcreción del beneficio para la sociedad, el ejercicio de la medicina se centra esencialmente en la persona del paciente: el riesgo de la intervención por parte del profesional médico, que existe, es en beneficio del paciente. Por ello entra en juego el mecanismo del consentimiento informado, mediante el cual es el propio paciente quien, sabiendo los riesgos conocidos que representa la intervención médica que se le propone, los asume. Dado que el riesgo de una determinada complicación o resultado adverso de la intervención, dentro de un ejercicio normalizado de la medicina, es precisamente uno de los riesgos conocidos que se han expuesto al paciente y este ha aceptado, no podríamos hablar de un vínculo de imputación objetiva entre determinada acción u omisión y un resultado concreto.
Si aplicamos estas reglas al supuesto de hecho que nos ha servido de base para el presente trabajo, comprobaremos con facilidad como ya desde el punto de vista de una relación de causalidad ajena al juicio de imputación objetiva es difícil encontrar un vínculo claro entre no plasmar en la historia clínica la comprobación de la trayectoria incorrecta de los implantes osteointegrados en las piezas 14 y 24 y la ulterior necesidad de una apicectomía. Resulta fácil dejarnos llevar por el hecho de que sí hemos reconocido la existencia de una transgresión de la lex artis: la falta de reflejo en la historia clínica de información relevante sobre las complicaciones sufridas en la colocación al paciente de implantes osteointegrados. Fácil es también caer en el prejuicio de presuponer que ello esconde una práctica incorrecta en tal intervención o en la valoración del riesgo real de afectación de las piezas situadas junto a las intervenidas. Pero esta omisión no es precisamente causa del resultado final, cuando es el propio odontólogo quien, para solucionar la complicación -presente, como hemos visto, en nada menos que un 10% de los casos similares-, recomienda realizar una endodoncia en las dos piezas afectadas (además, claro está, de tratar los síntomas derivados de tal complicación). Ocultar tal circunstancia, no comprobar la corrección de la trayectoria del implante mediante la oportuna radiografía o no usar la radiografía como guía durante la intervención sí habrían representado una causa incontestable, a la vez que un riesgo que habría servido de razón y explicación del resultado dañoso.
Lejos de ese escenario, solamente en un supuesto en el que se hubiera obviado incluir el dato, aun a sabiendas de que el paciente pretendía acudir a otro profesional, y este último tomara una decisión basada en la negación de la existencia de la complicación, podría generarse un contexto de probable imputación objetiva del resultado adverso. Además, la propia actuación del paciente al retrasar por su propia voluntad las endodoncias que se le recomendaron (retraso que fue la causa más que probable del empeoramiento de su situación) supondría una agravación del riesgo propio de la intervención del odontólogo. Este criterio de agravación del riesgo por un tercero, o de la “prohibición de regreso”, se configura como un auténtico factor corrector o excepcionador del vínculo de imputación objetiva.
En definitiva, suponiendo que el odontólogo justificara a su paciente la recomendación de la endodoncia como la consecuencia de una complicación normal de la intervención de implantología, el no insertar en la historia clínica la referencia concreta a tal complicación no sería relevante ni desde el punto de vista de la relación de causalidad ni del de la imputación objetiva; de hecho, lo realmente trascendente podría ser el retraso del paciente en consentir la endodoncia de las dos piezas afectadas. ¿Podemos concluir que el odontólogo incumple la lex artis por no llevar una ordenada historia clínica? Rotundamente, sí. Pero ¿tiene alguna trascendencia en el curso causal el hecho de que esa información no se haya reflejado? Al menos en este caso, aparentemente, no.
Sin duda, una adecuada estrategia procesal del abogado del paciente lo habría llevado a plantear el pleito desde la perspectiva de una acción de responsabilidad civil. La actual doctrina sobre la responsabilidad civil médica en España ha sufrido un proceso progresivo en el que se ha llegado a las mismas exigencias de la imprudencia punible, de modo que sería una diferencia esencialmente cualitativa la que marcaría la frontera entre una y otra responsabilidad. Nunca hemos de olvidar que en uno y otro ámbito la responsabilidad es entendida como sinónimo de error, de conducta errática, pero no de cualquier error. En términos de responsabilidad, el límite lo marca el carácter objetivamente injustificable del error para un profesional de la rama de la medicina correspondiente. Quedarían en el ámbito de la responsabilidad penal aquellos comportamientos en los que la transgresión de la lex artis que causa el daño al paciente fuera especialmente grave. Se dejarían para la responsabilidad civil aquellos comportamientos que se encontraran entre lo que sería la irrelevancia jurídica y la gravedad propia del hecho delictivo. La vía civil contaría con la ventaja de moverse en un espectro más amplio, de suerte que renunciando a la vía penal las posibilidades de éxito serían mayores. Se obviaría de este modo la compleja exigencia de tener que probar la existencia de todos y cada uno de los elementos constitutivos de la infracción criminal; a la vez, se sustituiría la necesaria superación del derecho del profesional investigado a su presunción de inocencia y el principio procesal del in dubio pro reo por el sometimiento a unas reglas de la carga de la prueba que no son ya tan favorables para el médico demandado.
Es el art. 217.1 de la vigente Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil17 el que marca los criterios de atribución de la carga probatoria ante la jurisdicción civil, de suerte que corresponde a quien reclama “la carga de probar la certeza de los hechos de los que ordinariamente se desprenda, según las normas jurídicas a ellos aplicables, el efecto jurídico correspondiente a las pretensiones de la demanda y de la reconvención”. Las reglas de la carga de la prueba en el ámbito de la responsabilidad sanitaria se amoldan en su esencia a dicho criterio general, sin más modulaciones en términos generales que ciertas especificidades en orden a la posible aplicación del “principio de la facilidad probatoria”18. Corresponde al paciente demostrar la existencia y valoración del daño y su relación de causalidad con una acción u omisión imprudente del profesional de la medicina a quien reclama. Por su parte, el médico no tiene que demostrar más que se condujo en todo momento dentro de los márgenes de la lex artis.
Sin embargo, hay al menos dos situaciones en la vía de la acción civil que sí favorecen claramente la posición del paciente. La primera de ellas es la “teoría de la desproporción en el resultado”; es decir, aquellas circunstancias en que el resultado dañoso sufrido por el paciente es tan grave y tan poco probable en relación con los riesgos asociados con una determinada intervención que no pueden encontrar otra explicación razonable que la de haber incurrido el profesional en una incuestionable impericia19. Una desproporción en el resultado exige al médico responsable demostrar que tamaño despropósito aparente es una consecuencia de un ejercicio normal de la medicina por su parte. La segunda es la del ejercicio de la “medicina voluntaria”, en la que el acercamiento de la prestación asistencial a lo que sería una obligación de resultado, más que de medios, impone al profesional médico la carga de demostrar que ha obrado con total corrección y que el daño causado es una consecuencia de los riesgos inherentes a la intervención que el paciente ha asumido mediante un consentimiento informado. Una intervención de implantología puede responder, según las circunstancias, al ejercicio de la medicina convencional o voluntaria. Pero cuando hablamos de una situación de edentulismo parcial deberíamos decantarnos más bien por la primera catalogación. Recuperar un número considerable de piezas dentales atiende más a una necesidad terapéutica que a un mero propósito estético del paciente; y, en este sentido, la situación del paciente no se vería tan favorecida, aunque partiéramos de esa perspectiva neutra de una acción civil. Tampoco podríamos ver una situación de desproporción en el resultado, teniendo en cuenta que el porcentaje de intervenciones fallidas es, cuando menos, relevante.
Sin embargo, el paciente habría contado con otras herramientas genuinas del ejercicio de la acción civil, que tendrían una relación directa con la defectuosa llevanza de la historia clínica y que actuarían con cierto grado de complementariedad entre sí: la responsabilidad por un “defectuoso complimiento del derecho de información del paciente” y la llamada “acción de responsabilidad por pérdida de oportunidad”.
Hemos de reconocer que la doctrina sobre la responsabilidad civil derivada de la obtención defectuosa del consentimiento informado para una intervención concreta, al menos en España, ha evolucionado de un planteamiento cercano a responsabilizar al médico en el caso de un resultado adverso previsible no asumido por el paciente20 hacia ponderar la existencia de un daño moral consecuencia de privar al paciente del derecho, inherente al consentimiento informado, a decidir sobre su salud (SSTS, Sala Primera, 618/2008, de 18 de junio; 211/2010, de 30 de marzo; y 101/2011, de 4 de marzo). La jurisprudencia mayoritaria se centra en contrastar la eventualidad de si conocer previamente la existencia del riesgo que finalmente se materializa tras la intervención habría condicionado realmente la decisión del paciente de someterse a ella; es decir, si hubiera desistido, de tener margen para ello (STS, Sala Primera, 674/2009, de 13 de octubre), de haber conocido convenientemente tal posibilidad (STS, Sala Primera, 101/2011, de 4 de marzo). En este contexto, y presuponiendo -pues nada se indica en el supuesto de hecho- que el consentimiento informado del paciente hubiera abarcado el riesgo de una inserción defectuosa de los implantes, las posibilidades de fundamentar la pretensión indemnizatoria por esta vía serían complejas.
Cosa distinta sería la delicada situación del odontólogo ante la ausencia de una referencia a la complicación en la historia clínica. En este caso podría argumentarse que, o bien realmente no existía dicha información sobre la complicación que hacía recomendable realizar una endodoncia, o bien faltaba una explicación clara de la necesidad de realizarla para evitar una mala evolución del problema. Si bien el art. 4.1 de la Ley 41/2002 marca una clara preferencia por el cumplimiento del deber de información de forma verbal, esto es con el conveniente reflejo en la historia clínica. Las posibilidades de obtener éxito aprovechando tal situación probatoria serían elevadas. Por la misma estrategia probatoria podría el paciente tratar de obtener una indemnización por daño moral como consecuencia de la contravención de un deber de información que pudiera presumirse, a la vista de los acontecimientos posteriores, insuficientemente cumplido (tal y como expresara la STS, Sala Primera, 323/2011, de 13 de mayo).
La vía de la pérdida de oportunidad tampoco supone el reconocimiento de una indemnización por el daño producido, sino por el daño moral que causa al paciente conocer que existen otras posibilidades de intervención igualmente razonables de las que se aventura -que no garantiza- un resultado menos gravoso al finalmente ocurrido tras la intervención. Atañe, por tanto, no a la existencia o suficiencia del cumplimiento del deber de información, sino a la calidad de la información recibida21. Es la insuficiente información la que cierra al paciente las puertas a optar por soluciones diversas. En este caso, sin embargo, las posibilidades de obtener éxito por esta vía serían bastante dudosas, pues en todo momento el profesional ofreció soluciones adecuadas al problema de salud que presentaba su paciente.
En definitiva, y descartando -aparte de cuestiones probatorias consecuencia de las estrategias procesales de las partes- la posibilidad de relacionar el daño causado al paciente con el defectuoso cumplimiento por el odontólogo de sus deberes de llevanza de la historia clínica, cualquier pretensión indemnizatoria ante la vía civil pasaría por la difícil tarea de probar la impericia en las distintas intervenciones practicadas en la dentadura del paciente. No obstante, la delicada situación que comporta el defectuoso tratamiento de la historia clínica podría dar lugar a una responsabilidad como consecuencia de una insuficiente o inadecuada información de los riesgos derivados de retrasar la endodoncia.