La prevención del suicidio se ha convertido en un objetivo prioritario de las políticas sanitarias, situándose como una de las principales causas de años de vida perdidos, así como un indicador de la salud total de una población. La OMS informa que alrededor de 800.000 personas se suicidan cada año, una muerte cada 40 segundos, y considera un imperativo la reducción de los ratios de suicidio en un 10% para 2020. Se estima que por cada suicidio consumado se producen entre 10 y 20 intentos no letales. Sin embargo, se cree que estos datos son la punta del iceberg, debido a la escasa fiabilidad de algunos registros a nivel mundial. Por tanto, en la mayoría de los países la mortalidad por suicidio y los intentos autolíticos constituyen un problema de salud pública de elevada complejidad y gran alcance para los que, por el momento, no se han encontrado respuestas suficientes.
Las tasas de suicidio en España son relativamente bajas en relación a otros países europeos. Se observa un aumento en ambos sexos desde 2012-2015, que puede explicarse desde un mejor registro de los fallecimientos con intervención judicial y la incorporación, a las estadísticas nacionales, de algunas comunidades autónomas que han mejorado su codificación. En Navarra, según un estudio reciente de Delfrade y col1, se dispone de estadísticas fiables y concluyen que no hay cambios de tendencia. Las tasas globales en hombres presentan un descenso, mientras que en mujeres hay un aumento, ambos no significativos estadísticamente. Asimismo, se confirma que el suicidio aumenta con la edad y los hombres representan el 75% de los casos de la población navarra, dando lugar a un perfil de un varón, soltero, que vive solo en un entorno urbano, tiene bajo nivel educativo y utiliza un método violento para consumar el suicidio2.
Con relación a los intentos de suicidio, no se dispone de registros oficiales ni fiables. Conocer con exactitud su incidencia es una tarea compleja ya que entraña numerosas dificultades metodológicas, debido a la heterogeneidad de pacientes que los presentan en relación a aspectos como la planificación, letalidad, intencionalidad, a las dificultades de registro en los sistemas de información e incluso a la propia definición de lo que constituye un intento de suicidio.
La literatura científica destaca una serie de factores de riesgo de la conducta suicida, siendo de especial relevancia padecer un trastorno mental y los intentos de suicidio previos. En segundo lugar, también se relaciona esta conducta con la presencia de acontecimientos vitales estresantes y enfermedades crónicas discapacitantes, además del sexo y la edad3. Dentro de la complejidad del conocimiento de la conducta suicida, se conoce la influencia de otros factores de índole genética, familiar, social y cultural, siendo su estudio y conocimiento más preciso uno de los retos actuales en la investigación de la conducta suicida.
Los intentos previos están presentes en un tercio de los suicidios consumados y, aunque son un predictor clínicamente relevante de la conducta suicida, solo entre un 10-14% de quienes realizan un intento llegan a consumarlo4. Un estudio reciente5 con población navarra confirma que el 68% fallece al primer intento y casi la mitad de quienes no fallecieron en el primero murieron en el segundo. Además encuentra diferencias según los diagnósticos clínicos y un descenso de intentos previos a medida que aumenta la edad.
Las variables sexo y edad están muy relacionadas con la conducta suicida. La llamada “paradoja del sexo” recoge que las mujeres tienen ratios más altos de intentos que los hombres pero los hombres fallecen más por suicidio. La investigación clínica de diferentes grupos en España, realizada en contexto de servicios de urgencias, hospitalarios o prehospitalarios, confirman mayor demanda asistencial por motivo de conducta o ideación suicida por parte de la mujer, así como una mayor atención en edades más jóvenes6),(7), (8.
La conducta autolesiva y el suicidio es un problema de salud en la población juvenil. Las tasas de conducta autolesiva son cada vez más elevadas en adolescentes y el suicidio constituye la segunda causa de muerte más frecuente en los jóvenes. Además de los factores de riesgo que se han mencionado previamente, a estas edades el efecto contagio es un aspecto a tener en cuenta, cobrando una especial relevancia el uso de las nuevas tecnologías9.
La incidencia del ratio de repetición del intento autolítico no ha variado significativamente en los últimos diez años de investigación. Se estima que el 16% de las personas que han realizado un intento no fatal volverán a intentarlo al cabo de un año, y entre el 0,5-2% consumarán el suicidio en ese tiempo, siendo el doble para los varones en relación a las mujeres10. Se confirma, por tanto, la fuerte asociación entre quienes repiten el intento y lo consuman. Además, las personas con trastorno mental presentan más riesgo de suicidio en el primer año después de haberse producido un intento de suicidio11.
A menudo el contexto de urgencias es el primer lugar de contacto para personas con conducta suicida y los profesionales de estos servicios se encuentran muy bien posicionados tanto para hacer la valoración psiquiátrica como para indicar el plan terapéutico y la derivación al recurso más apropiado. Se sabe que el período inmediatamente posterior a la atención en urgencias es de alto riesgo10 y el seguimiento y la adherencia al sistema sanitario de quienes han sido atendidos por un intento de suicidio se asocia con una disminución del riesgo de repetición de la conducta suicida12. Todos los esfuerzos para mejorar la intervención y seguimiento clínico después de un intento de suicidio están justificados para tratar de disminuir o mitigar el sufrimiento que conlleva la conducta suicida para la persona y su entorno social, racionalizar el gasto sanitario, además de tratar de reducir las posibles discapacidades generadas o la pérdida derivada de la muerte por suicidio.
Se ha investigado mucho sobre diferentes tipos de prevención e intervención. En el ámbito de la prevención secundaria, el conocimiento acumulado indica la importancia de contar con protocolos de evaluación y abordaje de la conducta suicida, según los diferentes recursos asistenciales. Por el momento, la reducción del acceso a métodos, el tratamiento de los trastornos mentales, la intervención con personas que han realizado intentos de suicidio y la adherencia terapéutica son los que más evidencia han mostrado. En relación a intervenciones específicas, aquellas que consisten en una evaluación continua del riesgo, más la adherencia a los distintos recursos del sistema junto con contactos breves y sistemáticos, como los programas de seguimiento telefónico13), (14, son las que muestran mejores resultados hasta el momento.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados, existen todavía grandes retos en la prevención del suicidio. Es necesario conocer mejor los factores y los mecanismos que contribuyen a la conducta suicida, además de identificar iniciativas de prevención primaria y secundaria eficaces, y establecer tratamientos efectivos para la conducta autolesiva. El conocimiento nos ha adentrado en la complejidad de este fenómeno global que requiere para su abordaje integral la implicación de las políticas sanitarias.