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RCOE

versión impresa ISSN 1138-123X

RCOE vol.10 no.3  may./jun. 2005

 

Editorial


La sombra de tu sonrisa


de Antón-Radigales,
Manuel

El ser humano es capaz de comunicarse con palabras, y esta capacidad de expresión oral ha hecho que el lenguaje corporal pase a tener en nuestra especie un valor secundario. Sin embargo, la expresión facial —la cara es, al fin y al cabo, una parte del cuerpo— ha adquirido una importancia trascendental en nuestros modos de relación.

Se dice que sólo los grandes primates —orangután, chimpancé, gorila y, desde luego, el hombre— tienen capacidad para la expresión facial. Esto no es del todo cierto; un gato no nos ofrece la misma cara cuando está tranquilo que cuando su ánimo es agresivo, pero sí es verdad que el rostro humano es capaz de transmitir nuestras emociones o intenciones con una riqueza de matices que no está al alcance del resto de los animales.

De este complejo idioma resalta, por su exclusividad, la sonrisa. El hombre es el único animal capaz de sonreír. Podría considerarse que los perros sonríen moviendo el rabo, pero con la boca sólo sonreímos nosotros, y tal vez lo más singular sea que, para la mayoría de los animales, mostrar los dientes es un signo de amenaza, mientras que en la especie humana el contenido de esta expresión es precisamente el opuesto. La sonrisa es el gesto amistoso por excelencia.

Además, la sonrisa es ecuménica. Todas las razas, desde los lapones de Finlandia a los maoríes de Nueva Zelanda, del sacerdote azteca al samurai japonés, muestran felicidad, simpatía y afecto sonriendo, y los niños sonríen ya a las pocas horas de nacer; incluso parece que ya lo hacen intraútero. Esto significa que el cambio de sentido de este gesto —de agresivo a afable— debió de producirse en un estadio muy precoz de nuestra evolución. En los dibujos de Juan Luis Arsuaga se puede interpretar que el Homo antecessor, e incluso su antepasado prehomínido, el Australopitecus Afarensis, tenían una musculatura facial muy similar a la nuestra.

La sonrisa es, pues, algo consustancial y exclusivo del ser humano, y está íntimamente asociada a la alegría, a los momentos más felices de nuestra vida. Es, además, un excelente medio de relación, ya que al ver a alguien que nos sonríe entendemos que manifiesta ser persona de bien, amigable y simpática, y que está de nuestra parte. El que sonríe es atractivo. Claro que una sonrisa se puede fingir, y puede ocultar hipócritamente las peores intenciones, pero eso ya es otra historia.

Hay dos tipos de sonrisa: la sonrisa franca, abierta, que muestra los dientes, llamada (con toda lógica) dental, y la que los oculta, manteniendo los labios cerrados mientras tensa sus comisuras hacia atrás y hacia arriba, conocida como sonrisa labial. Es ésta una sonrisa a medio camino, contenida, menos efusiva pero más cortés; o más cortesana. La dental es más espontánea, más sincera, pero a la vez, o más bien tal vez, más plebeya por lo poco recatada. Naturalmente, hay grados. Hay quien sonríe como un caimán, descubriendo casi hasta las muelas del juicio, y quien lo hace como si sorbiera un refresco con una paja, frunciendo apenas un poco los labios. Cada sonrisa tiene sus circunstancias, pero la que que concita las mejores opiniones es, cómo no, la intermedia: la que exhibe sólo los dientes anteriores del maxilar superior, y sólo parcialmente, sin exponer, o apenas, la encía. De todos modos, lo que está claro es su indiscutible papel decorativo; la sonrisa es el ornato del rostro.

Otra característica exclusiva del hombre es la expresión artística, y resulta curioso observar lo poco que la manifestación por antonomasia de felicidad humana, la sonrisa —la sonrisa dental, para ser precisos— ha sido representada en el arte. Hasta el siglo XX es excepcional ver los dientes expuestos en un cuadro y, cuando se ven, se trata de dientes feos o de expresiones de dolor, ira o muerte.

Se ha intentado explicar esta sorprendente circunstancia de varias maneras. Uno de los criterios más extendidos es de tipo religioso: en la Edad Media europea la religión era muy restrictiva; el Cielo había que ganarlo sufriendo, de ahí que la alegría fuera censurable, y la sonrisa pecaminosa. Probablemente la cosa no fuera para tanto; en todo caso esta teoría no explica la ausencia de sonrisas en épocas más hedonistas, como el antiguo Egipto o el Renacimiento.

Otra opinión defiende que, ya que los cuidados bucales no se desarrollan en extensión y profundidad hasta el siglo XX, la sonrisa en tiempos anteriores tendería a descubrir dientes feos, cariados, apiñados, sucios, con la consiguiente pérdida de atractivo. Se ha especulado mucho sobre lo que puede ocultar la sonrisa de la Gioconda (fig. 1). Tal vez Leonardo evitó tener que pintar una dentadura impresentable. No hay que olvidar que era un retrato de encargo, y se hacía necesario sacar favorecida a la modelo para dar gusto a su marido, Francesco de Giocondo, que era el que pagaba.

Personalmente, me parece más verosímil el punto de vista opuesto. Pintar dientes feos, con manchas negras, marrones o grisáceas es fácil, pero lograr los delicadísimos matices de blancura y transparencia que caracterizan a unos dientes bonitos es algo casi imposible. Es, probablemente, ésta la razón que llevaba a los artistas a huir de la tentación de representarlos. Según esta escuela de pensamiento, Leonardo no pintó los dientes de Mona Lisa porque no se sentía capaz de hacerlo bien. Pintores del inmenso talento de Vermeer o Ingres, cuando representan los dientes de una joven (la muchacha de la perla, la fuente…) lo hacen tímidamente, dejando apenas atisbarlos tras unos labios entreabiertos (figs. 2 y 3).

Hasta que hacia el final del siglo XIX y principios del XX se abandona la pasión por el detalle y se empieza a pintar de manera más esquemática. A partir de los impresionistas podemos ya ver sonrisas francas en los cuadros, pero su representación ya no es realista, sino que se reduce a una mancha blanca entre los labios (fig. 4). Este tratamiento se observa también en el mundo de las publicaciones gráficas, es decir, los «cómics» (fig. 5).

 

La imitación correcta del aspecto de un diente es, pues, un reto que ofrece notables dificultades, y ese reto es el que ha tenido que afrontar el arte dental en las últimas décadas. Durante casi toda su historia, la Odontología se ha dedicado en exclusiva a remediar el dolor bucal, y ello se ha hecho recurriendo sistemáticamente a la mutilación. Cuando un diente dolía, se extraía. No había más.

Bueno, en rigor, sí había más. Egipcios y fenicios ya proponían tratamientos conservadores para dientes enfermos, Averroes obturaba las caries con polvo de perlas mezclado con resinas, y en un cráneo hallado en Honduras, que data del año 600 d.C., se encuentran incrustados en el hueso de la mandíbula unos trozos de nácar, precursores de los actuales implantes, pero la extracción y las ofrendas a diferentes dioses, de los cuales es heredera la cristiana Santa Apolonia, han sido, con mucho, los recursos más utilizados para alivio de los sufrimientos dentales.

Ante el problema del dolor, la importancia de la estética pasa a un segundo término, pero no ha sido del todo ignorada. En tumbas fenicias y etruscas se han hallado primitivos puentes que sustituían dientes perdidos por otros, postizos, fijados con alambre o lámina de oro a los dientes vecinos. Estos trabajos no los hacían los dentistas, sino los orfebres, más habituados al manejo del metal, y parece evidente que tales estructuras difícilmente podían, por lo endebles, aspirar a restaurar la función masticatoria, lo que nos lleva a concluir que su finalidad sería predominantemente ornamental. Los implantes de nácar del cráneo de Honduras acaso tuvieran parecidas pretensiones. Al fin y al cabo, la ausencia de dientes se ha asociado siempre con la ancianidad, y parecer viejo nunca le ha gustado a nadie.

En el quehacer dental, como en el arte, el problema ha sido siempre conseguir que un diente artificial se parezca a un diente natural. Durante siglos la cosa se ha resuelto usando, precisamente, dientes naturales, ya fuera tallándolos en marfil de animal o recurriendo a donantes humanos, vivos o difuntos. En 1808 se empezaron a construir dientes de porcelana, que se podían fijar a las bases de dentaduras coladas en metal y presentaban un aspecto excelente.

Estas prótesis sólo servían para sustituir dientes perdidos. Los dientes cariados o fracturados tenían que reconstruirse con oro o, un poco más tarde, con amalgama de plata, materiales muy eficaces por sus propiedades mecánicas, pero de estética discutible.

A principios del siglo XX, Charles Land (abuelo, por cierto, de Charles Lindbergh, el primer aviador que cruzó el Atlántico sin escalas, volando en solitario de Nueva York a París en 1927) populariza su sistema para cocer porcelana sobre una cofia de platino e introduce las coronas de metal porcelana, mucho más bonitas que las enteramente metálicas usadas hasta entonces. Una corona es una técnica de restauración bastante agresiva, ya que obliga a eliminar una cierta cantidad de estructura dental, aunque esté sana, pero es mucho menos mutilante que la extracción del diente entero.

Durante tres cuartos de siglo, ésta fue la única solución para restaurar dientes con una apariencia razonable, ya que los materiales blancos para realizar restauraciones parciales, fosfosilicatos inicialmente, acrílicos más tarde, se deterioraban en boca rápidamente y perdían en poco tiempo su buen aspecto inicial. Esto se empezó a arreglar a principios de los setenta con la aparición de los primeros composites para uso odontológico, y en este momento los composites ofrecen calidades ópticas y cromáticas capaces de competir con las porcelanas sin el menor complejo, incluso con la ventaja de requerir preparaciones mucho menos —con frecuencia nada— mutilantes.

Así que, finalmente, estamos en condiciones de superar a los grandes maestros de la pintura. El buen hacer de los fabricantes de productos dentales, que han conseguido cerámicas y composites de una naturalidad irreprochable, y la habilidad de nuestros técnicos de laboratorio, capaces de hacernos dudar a nosotros mismos de si lo que vemos es una prótesis o un diente de verdad, nos han puesto las cosas como dicen que le ponían las carambolas a Felipe II.

Y menos mal, porque ha llegado un momento en que la estética preside la demanda. Una vez resueltas las necesidades más acuciantes, el llamado Estado del Bienestar hace que la gente se interese por el lujo, el capricho, lo superfluo, y la belleza está de moda rabiosa.

El buen aspecto exterior tiene que ver con la autoestima. Hay gente fea a la que no le importa serlo, y gente que vive permanentemente amargada por la menor imperfección que pueda verse en un espejo. Hay, en definitiva, gente que se gusta y gente que no se gusta, y el que no se gusta no tiene más que dos salidas: o acude a un psiquiatra para que le enseñe a aceptarse como es o acude a un experto en estética para que le deje como le gustaría ser.

Así que, aunque se ponga de pretexto a los demás, diciendo que lo que se pretende es dar una buena imagen personal o profesional, ante quien queremos de verdad estar guapos es ante nosotros mismos. Al menos como fin primario, porque luego hay otros secundarios, si bien no por ello menos importantes, que también influyen mucho. Aunque sé que corro el riesgo de que se me pueda tachar de sexista, tengo para mí que el varón pretende ante todo gustarse, y después gustar a la mujeres, y en cambio para la mujer el primer objetivo es gustarse, y el segundo matar de envidia a las demás mujeres. Ambas actitudes significan lo mismo: el deseo de ser bello persigue en el fondo el éxito sexual, ya sea directo o por eliminación de la competencia, y está ligado nada menos que al instinto de perpetuación de la especie, el más arraigado en los seres vivos.

O sea que el afán por estar guapo no es una frivolidad. La seguridad en sí mismo y el éxito en la relación con el sexo complementario son dos cosas la mar de serias.

Claro que la frivolidad es inevitable, porque siempre habrá un metrosexual o una aspirante a famosilla que querrá retocarse lo que sea, no porque le haga falta, sino para no parecer menos que Dios sabe quién, que se lo hizo hacer en Miami. Ya le dijo el Señor a Moisés («no codiciarás la mujer de tu prójimo») que la envidia es muy mala.

Para nosotros este tipo de paciente es peligroso, porque sus expectaivas, o sea, sus deseos, son imprecisos y nebulosos, basados en la fantasía más que en la lógica, y por tanto imposibles de satisfacer. El bufón Calabacillas pintado por Velázquez (fig. 6), con unos dientes iguales que los de Brad Pitt no se parecería a Brad Pitt ni de espaldas. Si alguien se nos acerca pensando que por cambiarle los dientes la va a cambiar la vida podemos estar seguros de fracasar en la pretensión dejarle contento. Sencillamente, no está a nuestro alcance.

Pero hay pacientes a los que sí podemos ayudar, y algunos son una bendición porque tienen las ideas claras, saben lo que quieren y nos lo saben transmitir, o porque su problema estético es tan evidente que salta a la vista al momento y no admite dudas. Hay, en cambio, otros que notan algo que no les gusta pero no saben lo que es, o son incapaces de explicárnoslo, y con éstos tendremos que entrar nosotros a detectar qué es lo que falla para poder remediarlo. Desde luego, eso nos obliga a tener un criterio estético sólidamente fundado, que nos permita evaluar lo que se desvía de la sonrisa ideal, pero no de una sonrisa ideal estándar, sino de LA sonrisa ideal para ese persona en concreto, que puede ser muy distinta de la que necesita otro.

Después debemos prever el resultado que vamos a obtener. Para ello hemos de conocer nuestras posibilidades y nuestras limitaciones, saber qué podemos, razonablemente, ofrecer, cómo va a quedar y cuánto va a durar.

Y, finalmente, hay que hacerlo, lo que exige sólidos conocimientos de anatomía, histología, fisiología, oclusión, materiales… amén de ciertas habilidades artesanales y no poca instrucción en temas que, con frecuencia, están más relacionados con las Bellas Artes que con la Odontología.

En definitiva, acabamos de describir los tres grandes objetivos de la Medicina (diríamos mejor de las Ciencias Sanitarias en general, ya que veterinarios y agrónomos hacen lo mismo con animales y plantas): diagnóstico (saber lo que pasa), pronóstico (anticipar lo que va a pasar) y tratamiento (remediarlo, si es pertinente). Para lograr estos objetivos es necesario un bagaje de conocimientos, y a su adquisición se dedican largos años de carrera universitaria.

Lo que ocurre es que la odontología estética es una moda reciente, que no se ha tratado en las facultades hasta hace muy poco tiempo, y aun así las más de las veces en cursos de master, es decir, en el postgrado. En consecuencia, sólo los dentistas de menor edad han tenido acceso a una formación específica en este campo. Los que, por decirlo de forma caritativa, llevamos más años siendo jóvenes nos tenemos que buscar la vida como Dios nos da a entender, espigando aquí y allá la información necesaria.

Ofrecer esa información es, precisamente, la finalidad de esta revista, y por ello hemos preparado un número monográfico sobre Estética, con la esperanza de que pueda aportar alguna idea.

Que así sea.

Manuel de Antón-Radigales
Director Asociado RCOE

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