Introducción
La guerra civil española (1936-1939), además de ser la mayor tragedia sufrida por los españoles en el siglo pasado, también constituyó un periodo clave para la historia contemporánea de España y para el desarrollo de la enfermería. Una aportación muy importante a la economía de guerra y al funcionamiento de la sociedad civil, fue el trabajo de auxilio desempeñado por las mujeres. De esta manera, la contribución primordial de las mujeres no fue en las trincheras sino en la retaguardia, donde sus aportaciones, aunque menos espectaculares, fueron decisivas para sostener un país en guerra (Nash, 2006).
En un intento de dar voz a estas mujeres, se realiza una revisión de sus diarios, memorias autobiográficas y entrevistas, las cuales proporcionan una información muy valiosa, de primera mano, sobre las circunstancias en las que el personal sanitario tuvo que realizar su labor, pero además, permite que las hazañas y sacrificios de este “ejército invisible” no queden relegados al olvido (Rodrigo, 1999).
El propósito general de este estudio ha sido analizar la actuación de la enfermería durante el periodo de la guerra civil española. Para poder llevarlo a cabo se establecieron tres objetivos generales; conocer quiénes eran estas mujeres, describir cómo era su trabajo diario (destinos, organización del trabajo, horarios, etc.), y reflexionar sobre las consecuencias que tuvo para ellas la participación en la contienda.
Metodología
Se ha utilizado el método histórico, ayudándonos de técnicas cualitativas como la observación documental (archivos, hemeroteca, diarios, textos autobiográficos, etc.). También se ha consultado documentación de tipo jurídico y oficial, como son las actas de la Diputación Provincial de Albacete. El resultado ha sido un estudio histórico, descriptivo y de carácter analítico-sintético.
Se han revisado dos diarios: Diario de la guerra de España de Priscilla-Scott, perteneciente al bando nacional, y el diario de Agnes Hodgson, A una milla de Huesca, perteneciente al bando republicano.
En formato de relato autobiográfico disponemos de: Misericordia en Madrid de Mary Bingham de Urquidi; Memorias del Pueblo de Amparo Hurtado que recogen las memorias de Anna Pibernat, y Así empezamos (memorias de una enfermera) de Urraca Pastor.
Entre los relatos biográficos encontramos: Para nosotros era el cielo de Patience Darton, escrito por Ángela Jackson.
Y finalmente, relatos de vida disponemos del libro Requetés de las trincheras, de Larraz Andía y Sierra-Sesúmaga, con numerosos testimonios de mujeres que trabajaron como voluntarias en el Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, y Enfermeras de Guerra de Ramio y Torres, con más de 10 entrevistas a voluntarias catalanas.
Resultados
La información recaba para la elaboración de este apartado ha sido desgranada en dos grandes bloques; mujeres extranjeras y mujeres españolas. Hubiera sido muy interesante y enriquecedor dividir a su vez en otros dos bloques, los testimonios obtenidos en el bando sublevado y el bando republicano, pero debido a la falta de relatos escritos por las protagonistas en el bando sublevado, no se ha podido desarrollar de esta manera.
Las protagonistas
En general las mujeres españolas eran más jóvenes que las voluntarias extranjeras, y también existían diferencias en cuanto a la formación, pues la gran mayoría de las voluntarias españolas no poseían el título oficial de Enfermería, salvo alguna excepción (Ramio y Torres, 2015). Y es que nuestras protagonistas eran en general, chicas muy jóvenes -apenas rondaban los 17 años-, sin formación específica, que trabajaban en la rama del textil o ayudando en las tareas del hogar (Valls, 2008). Aunque hay excepciones, como el de Anna Pibernat, con dieciséis años, cuando estalló la guerra, era enfermera, matrona y practicante y se alistó como voluntaria en el Hospital Militar de Girona (Hurtado, 2004). También debemos destacar la figura de María Rosa Urraca Pastor quién tenía 36 años y los estudios de Magisterio cuando estalló la guerra (Urraca Pastor, 1942). Pero la tónica general era que la mayoría de las jóvenes españolas recibieran formación específica en el mismo hospital. En otras ocasiones, la única formación recibida era la que aprendían de observar el trabajo diario de las monjas o médicos, pues no recibían ningún otro tipo de enseñanza más formal.
Las mujeres extranjeras, por el contrario, habían cursado estudios universitarios de Enfermería y estaban sobradamente preparadas tanto en la teoría como en la práctica, además de poseer experiencia laboral. De todos los relatos revisados existe una excepción, el caso de Priscilla Scott, pues no poseía conocimientos previos de enfermería y sólo realizó unos estudios mínimos antes de convertirse en enfermera del Ejército de Franco (Scott-Ellis, 1996).
Lugar de residencia durante la contienda
La mayoría de las mujeres navarras que ofrecieron sus servicios lo hicieron cerca de sus hogares, lo que les permitía regresar a dormir a sus domicilios. Las mujeres catalanas y las extranjeras, por el contrario, dormían en el mismo lugar donde estaban trabajando, aunque las condiciones no siempre fueran las más adecuadas. El mismo día que Mary Bingham se ofreció como voluntaria tuvo que dormir, por turnos entre milicianos malolientes, en el suelo sucio del cuarto del aseo donde se guardaba la basura (Bingham de Urquidi, 2008).
Al prolongarse la guerra y abrirse nuevos frentes tuvieron que trabajar en diferentes localizaciones. Las enfermeras que trabajaban cerca de las líneas del frente debían, ellas mismas, encargarse de los preparativos de la mudanza y del acondicionamiento de los nuevos destinos. En ocasiones, las propias enfermeras participaban en la incautación de un edificio o elegían el que consideraban más adecuado. A veces era una ambulancia perfectamente adaptada, otras, se atendía a los heridos en conventos, escuelas, granjas, lujosos hoteles, etc. Pero al agravarse el conflicto, fueron las enfermeras del bando republicano las que tuvieron que trabajar y dormir en los lugares más inhóspitos: trenes, túneles clausurados, incluso hacia el final de la guerra, en una cueva cerca del Ebro.
Situada en una zona alta de las verdes montañas de Cataluña, la boca ancha de la cueva era una brecha oscura rodeada por un campo, con una entrada flanqueada de pinos. Eligieron la cueva por la protección que ofrecía frente a los bombardeos y por una fuente de agua que brotaba de una de las paredes.
Pero para los heridos, el viaje desde donde se libraba la batalla hasta la seguridad de la cueva implicaba cruzar el río Ebro. La cueva era enorme, desnivelada y muy oscura durante todo el día, cabían alrededor de 100 camas. Pero debido a lo desnivelado del terreno, no se podían poner las camas en fila, esto junto con la oscuridad que reinaba en la cueva, provocaba que el personal sanitario estuviera tropezando continuamente (Jackson, 2012).
Cuando Agnes llevaba cuatro meses en Poleñino empezó la gran ofensiva del frente de Aragón, el hospital pasó a ser una unidad quirúrgica móvil. En las sierras del Alto Aragón, bajo una lluvia intensa, el hospital se alojó en un antiguo matadero. Los heridos eran transportados a lomos de los mulos, pero al no disponer de sala postquirúrgica, debían ser trasladados inmediatamente, en esas condiciones, después de la intervención. Escaseaba la comida, las mantas, sólo tenían café con leche, y no siempre leche, para darles a los heridos, muchos de los cuales llevaban días sin comer (Hodgson, 2005).
Cuando Anna fue destinada al hospital de Figueres, la cantidad de heridos evacuados era tan grande que se había improvisado un almacén enorme frente a la estación del tren. Cientos de camillas en el suelo, sin techo ni protección, en un hospital saturado donde reinaban los gritos de angustia y desesperación mientras la aviación sembraba con bombas el hospital y sus alrededores (Hurtado, 2004).
Pero más crudo era el testimonio de Molly Murphy, ella lamentaba que nunca se les habilitó una casa con unas condiciones mínimas como suministro de agua, ventanas, luz, etc. Tuvieron que adaptarse a situaciones como tener que dormir en colchones empapados de sangre al lado de pacientes que se quejaban de dolor, mientras las ratas correteaban sobre las camas y murciélagos revoloteaban (Jackson, 2012).
Recursos y medios
Entre nuestras protagonistas extranjeras, uno de los temas recurrentes es la “mala impresión” que se llevaron de su primera experiencia como enfermeras en España; desorganización en el trabajo, malas condiciones de higiene, falta de medios, falta de conocimientos, etc. En nuestro país no había una profesionalización de la Enfermería similar a la de otros países, las monjas se encargaban de dichas tareas y los cuidados generales del paciente eran responsabilidad de la familia (Jackson, 2012).
Mary Bingham, que se encontraba en Madrid cuando estalló la guerra, fue testigo directa de la desorganización y caos que se vivía en esta ciudad en los primeros días. Éstas son sus impresiones cuando le piden que se haga cargo del quirófano del Hospital Obrero de Madrid:
«Me horrorizó la absoluta falta de toda técnica aséptica de parte de los médicos. Eran excelentes cirujanos. Sin embargo, todas las puertas estaban abiertas de par en par, todo el mundo entraba y se acercaba para ver de cerca, en sus trajes de calle sin usar batas, hasta casi tocar las mesas de instrumentos o a los cirujanos. Los cirujanos metían sus manos ensangrentadas dentro de las “bombonas” estériles y luego usaban las mismas bombonas para la siguiente operación» (Bingham de Urquidi, 2008).
Una cuestión recurrente en todos los testimonios leídos es la falta de medios a la que se debían enfrentar. El material no siempre escaseo, pero conforme avanzaba la contienda la situación se fue complicando, “al principio teníamos de todo, pero al final no teníamos nada”.1 Esta escasez de material agudizaba el ingenio y daba lugar a prácticas poco ortodoxas, pero imprescindibles, cuando prácticamente no había de nada. Entre los testimonios de las mujeres españolas se repiten actuaciones como: emplear coñac o una cerilla para desinfectar una aguja en un neumotórax, usar como equipo de anestesia un colador de cocina con una gasa empapada de cloroformo o limpiar las heridas con agua, jabón y licor de la barraca (Ramio y Torres, 2015).
En lo que se refiere a la lencería de cama, en general disponían de mantas y sábanas para los heridos, aunque con los pijamas había más problemas. Guadalupe Cussó explicaba que se pasaba frío porque no había combustible para encender la calefacción. Las sábanas y trapos viejos que se desechaban se reutilizaban y se empleaban para hacer vendas. Normalmente los pacientes disponían de una cama individual, pero si aumentaba el número por algún bombardeo, debían compartirla (Ramio y Torres, 2015).
Entre los desinfectantes más comunes destacaban; alcohol, yodo, clorina, agua oxigenada y mercromina. También aparecen productos más específicos y de mayor precio, como el Linitul para quemados o el Carrel para desinfectar heridas, pero esta variedad de productos no solía ser lo habitual. Había momentos en los que no había jabón, ni nada de material, y tenían que lavar las gasas y aprovechar los guantes. Los medicamentos también eran escasos, en varios testimonios se menciona la quinina,2 pero no disponían de antibióticos, y en ocasiones, cuando la morfina u otros narcóticos escaseaban, debían recurrir a emborrachar al paciente para mitigar el dolor (Ramio y Torres, 2015).
La escasez de ambulancias, los primeros días de la guerra en Madrid, obligó a la incautación de colchones y camiones para emplearlos a modo de ambulancia. Esta falta de material desencadenó que se realizaran intervenciones quirúrgicas en condiciones realmente dantescas. Mary Bingham describía, como en el Puesto de Socorro de Buitrago se llevó a cabo “la operación más primitiva” que ella jamás hubiera presenciado. La intervención fue llevada a cabo en el suelo de una cocina, alumbrados con un pedazo de vela y empleando como instrumental quirúrgico los cubiertos de cocina que allí había. Mary tuvo que modificar las puntas de los tenedores para convertirlos en “separadores del campo operatorio”, y después flamearlos en una vela a modo de esterilización. Para toda la operación se empleó como anestesia, un pedazo de algodón con alcohol que era sostenido en la cara del paciente por un miliciano (Bingham de Urquidi, 2008).
Cuando los problemas de escasez afectaban a los alimentos, se intentaban cubrir primero las necesidades de los pacientes quedando relegadas las del personal.
“Comíamos allí: por la mañana nos daban un café con leche con pan; para comer y cenar, lentejas y arroz, a veces había un poco de carne entre las lentejas. No me gustaba nada, porque las lentejas estaban rellenas, es decir, llevaban el gusano y me daba asco, y me iba adelgazando (…). A menudo pedía a los cocineros si podían darme un poco del arroz con leche que se reservaban para los enfermos más graves, pues estaba desmayada de tanto trabajar y no podía tragarme las lentejas rellenas. Algún cocinero me daba y eso me ayudaba”.3
Organización del trabajo
Los horarios de las enfermeras no seguían siempre un turno establecido, variaba mucho dependiendo de los bombardeos y de la cercanía del Hospital a la línea de fuego enemiga. Cuando Anna Pibernat colaboraba en el Hospital de Tarragona, está ciudad estaba siendo víctima de múltiples bombardeos, aquí los turnos de trabajo eran muy “duros” y después de cada ataque debían salir con las ambulancias a recoger heridos civiles o restos humanos esparcidos por doquier. Cuando ya fue destinada más lejos de la línea de fuego, al Hospital La Savinosa, la situación era muy distinta; trabajo por turnos de ocho horas, alternando dos semanas de día y la tercera de noche (Hurtado, 2004).
Funciones
Las labores que realizaban nuestras compatriotas incluían; levantar a los soldados, hacer las camas, asear a los pacientes encamados, realizar curas, pasar consulta con el médico, dar las comidas a los heridos que no podían bajar al comedor… Las tardes y las noches, que normalmente eran más tranquilas, enrollaban las vendas -las gasas y las vendas no se tiraban, por lo que debían lavarlas y después enrollarlas-, pidiendo colaboración a los pacientes para esta labor.4 Algunos testimonios describen cómo salían a recibir a los heridos a las puertas de los hospitales, y en ocasiones, debían desplazarse ellas mismas con una camioneta para recoger a los heridos. Asunción Agara Maritorena explicaba cómo acompañadas de algún médico, en una camioneta, se reunían en un punto establecido para recibir a los heridos que llegaban deshidratados, en pleno agosto, después de 12 horas por caminos de piedra montados en colchones o sacos de paja sobre carretas de bueyes.5
Diferencias entre las funciones según formación
Algunas voluntarias que no habían recibido ninguna formación en el hospital solo realizaban funciones muy básicas como, dar de comer, hacer las camas, cambiar las vendas y pasar el material de curas al médico. Ellas mismas manifestaban que les daba mucho “respeto” porque no sabían nada (Larraz Andía y Sierra-Segúmaga, 2010).
El trabajo de quirófano, como instrumentista, estaba reservado para las enfermeras con mayor formación. Sin embargo, cuando las circunstancias lo requerían, no existía una división muy estricta de tareas en función de la cualificación, así lo demuestran testimonios como el del camillero Miguel Arbea a quien las enfermeras españolas enseñaron a poner inyecciones (Larraz Andía y Sierra-Sesúmaga, 2010).
Las duras circunstancias de algunos pabellones, en ocasiones, les obligaban a rotar en los turnos. Anna Pibernat explicaba cómo en el pabellón donde se encontraban los pacientes con heridas abiertas se cambiaba continuamente el turno, pues era muy difícil soportar el hedor de las heridas que supuraban y formaban gusanos (Hurtado, 2004).
La organización del trabajo en función del género no era una práctica común en todos los testimonios revisados, pero sí se refleja en algunos de ellos. En el Hospital Alfonso Carlos, las enfermeras no realizaban turno de noche, sino que las guardias de noche se cubrían con un hombre y alguna religiosa. Las mujeres también tenían vetada la entrada a los pabellones de enfermedades venéreas, pabellón que sólo era atendido por enfermeros seminaristas.6 Los enfermeros seminaristas también echaban una mano en tareas que requerían fuerza, como mover a los pacientes, y se ocupaban de la higiene masculina, “… de la cosa sexual, por delicadeza, para acompañar a los heridos al baño y que no pasaran vergüenza”.7
En los testimonios revisados de las mujeres españolas, que prestaron sus servicios en el bando republicano, no hemos encontrado ninguna referencia similar a esta organización de los turnos de noche en función del género. Pero entre los relatos de las enfermeras catalanas, esta división de tareas por cuestión de género, tan solo se reflejaba en el testimonio de Ramona Gurnés, donde explicaba, que los practicantes o enfermeros rasuraban a los enfermos, pero que ante la falta de personal tuvieron que asumir esas tareas. Igualmente explicaba que lo que nunca hacían era sondar a los hombres, ni tampoco podían tocar a los que habían muerto en accidente (Ramio y Torres, 2015).
Las protagonistas extranjeras, que recordemos tenían formación académica como enfermeras, además de labores de tipo asistencial, realizaban tareas de organización y dirección del resto del personal. Penny Phelps recibió el encargo de controlar un brote de escarlatina en el Batallón Garibaldi, además de atender a los enfermos, organizó al personal y dirigió un programa de desinfección total, fumigación y vacunación de todo el batallón de 600 enfermos (Jackson, 2010).
A veces sus funciones nada tenían que ver con las labores propias de una enfermera. Patience Darton describía cómo, en el Hospital de infecciosos dónde estaba destinada, tuvo que limpiar a “manguerazos” una zona de residuos clínicos aledaña al hospital que favorecía el desarrollo de las infecciones (Jackson, 2012).
En otras ocasiones, nuestras protagonistas fueron “los bancos de sangre” de sus propios pacientes. Mary Bingham relataba cómo ayudó a salvar a un herido con una donación de 850 ml. No sería ésta la única vez, en otra ocasión, durante una intervención quirúrgica, en la que ella era la enfermera instrumentista, para salvar la vida de un paciente con una hemorragia interna, debió donar en el mismo quirófano su propia sangre (Bingham de Urquidi, 2008).
A nivel asistencial, en ocasiones sus actuaciones traspasaron las funciones de enfermería. Mary escribía en sus memorias, cómo durante una operación quirúrgica, tuvo que terminar de sacar el trozo de metralla y suturar la herida, cuando el cirujano se desmayó en el mismo quirófano. Y no sería ésta la única vez, durante su estancia en este Hospital Obrero haría mucha cirugía (Bingham de Urquidi, 2008).
Las funciones de acompañamiento en la muerte, era otra de las tareas que estas mujeres realizaban. En ocasiones, los heridos eran conscientes de que iban a morir, y de que la última persona a la que iban a ver eran las enfermeras. Mary Bingham relataba como un gitano, que estaba muy grave e iba a ser operado, le decía: “Pon tu mano en mi bolsillo derecho, allí tengo unas arracadas gitanas para mi madre. Voy a morir, ¿quieres ser mi madre y cerrarme los ojos después?” (Bingham de Urquidi, 2008).
Heridos y tratamientos
Los heridos, que cuidaban estas mujeres, eran: varones, jóvenes, principalmente heridos de metralla, de shock, con miembros congelados, con infecciones como fiebres tifoideas, paludismo, sarna, pediculosis, heridas infectadas, etc. Estas patologías se repiten en los relatos de todas nuestras protagonistas, pero no todos los pacientes eran militares, también trataban heridos civiles, y en algunas ocasiones, alguna mujer. Así tenían “mucho trabajo” de amigdalitis y gripes con los vecinos del pueblo, sobre todo en los meses de invierno (Hodgson, 2005).
El perfil de los heridos iba cambiando conforme avanzaba el conflicto, pero también dependiendo de la estación del año. Cuando comenzó la guerra, casi todos eran heridos por metralla, incluso por perdigones, pero conforme fue avanzando la contienda aumentaron los casos de enfermos por fiebres, tuberculosis, congelaciones, alteraciones psicológicas, etc.
Entre los relatos de nuestras protagonistas, aparece de manera reiterativa las congelaciones que sufrían los heridos en los miembros, en concreto en los pies. La enfermera Dolores Beleztena se refería también a ellos como “pies de trinchera”, y parece que hubo muchos casos en la zona de Teruel, sobre todo en los meses de enero.8 En muchos relatos se describe a los enfermos como tristes y deprimidos, pues los heridos no presentaban solo problemas físicos, sino también afectaciones a nivel psicológico y emocional. Esta dimensión de la salud también exigía cuidados por parte del personal de enfermería.
“Por la tarde también había cosas qué hacer. Había enfermos que estaban muy tristes, deprimidos, y no querían comer nada de nada. Estaban siempre con los ojos fijos. Eran jovencitos, de unos dieciocho años. Había uno muy guapo, rubio, que no quería comer nada (…) Me sentaba junto a él en la cama y le contaba cuentos, como si fuera realmente un niño, lo iba distrayendo (…)” (Ramio y Torres, 2015).
La tónica general era tratar adecuadamente al herido enemigo, tanto en el bando sublevado como en el bando republicano. Anna Pibernat describía en sus memorias, un pabellón destinado a los heridos que caían prisioneros, de todos los cuerpos y graduación. Estos pabellones estaban custodiados permanentemente por guardia, pero el trato que recibían los prisioneros, “era humano y caritativo” (Hurtado, 2004).
Curas que se aplicaban
Se practicaron tratamientos novedosos que más tarde hicieron famosos a sus impulsores. Pibernat describía la “cura al aire libre”, una técnica nueva que se practicaba en los pacientes con heridas abiertas por traumatismo y que en la Segunda Guerra Mundial hizo famoso al doctor Trueta. Esta cura consistía en dejar las heridas abiertas, sin suturar, con las cortinas corridas para que les diera el aire libre y el sol (Hurtado, 2004).
Guadalupe Cussó describía las curas de la madre Angela para las heridas profundas; empleaba una esponja de goma hervida que colocaba encima de la herida y la envolvía, a las veinticuatro horas la quitaba, así quedaba limpio y solo crecía el tejido nuevo. Y con las heridas demasiado sucias utilizaba otra técnica (Ramio y Torres, 2015):
“Cuando los enfermos tenían una herida demasiado sucia, la madre Angela limpiaba la herida recortando el tejido muerto tanto como podía y los ponía al sol, y las moscas vironeras ponían los huevos y las larvas. Se comían todo el pus que había y así se curaba”.
Carme Barrull empleaba la técnica de “autohemoterapia” para mejorar el sistema inmunitario: “… provocaba un efecto parecido al de las vacunas, para aplicarlo se sacaba sangre de la vena y se inyectaba intramuscularmente mezclada con un preparado para generar defensas” (Ramio y Torres, 2015).
Bingham también tuvo que enfrentarse a varios casos de pacientes con shock producidos por el estallido de granadas y bombas. Ya habían recibido otros casos que se trataban con morfina, y si no mejoraban, en pocos días se enviaban al manicomio, pero ella insistió en tratar a estos pacientes con un método novedoso. El tratamiento consistía en envolver a los pacientes en sábanas mojadas durante tres horas seguidas. Al principio los médicos objetaron su método, pero al ver su eficacia lo apoyaron y sirvió de plan piloto para otros hospitales (Bingham de Urquidi, 2008).
Situaciones de peligro
Nuestras protagonistas se vieron involucradas en situaciones muy peligrosas y no siempre salieron ilesas. Pibernat sufrió un bombardeo que le reventó el tímpano, quedando sorda del oído derecho de por vida. Nos cuenta también en su diario como sufría de colitis crónica por haber comido de una lata de leche condensada que se encontraba en mal estado (Hurtado, 2004).
Otras veces las propias acciones de las voluntarias para intentar ayudar a los heridos ponían en peligro sus vidas. María Sans hablaba sobre la muerte de su compañera Antonia (Ramio y Torres, 2015):
“La muerte de mi compañera Antonia Hornos la sentí mucho. Ella tenía la sangre del grupo 0, universal, y daba sangre demasiado a menudo para poder hacer transfusiones a los enfermos. Murió a consecuencia de ello”.
Las enfermeras tomaban precauciones y eran vacunadas, pero el contagio a veces era inevitable con terribles consecuencias para nuestras protagonistas.9 Pero al peligro de las bacterias se sumaba también el de las bombas. Dos compañeras de quirófano de Pibernat cayeron ante el fuego enemigo cuando se encontraban prestando sus servicios en el Hospital militar de L'Escala (Hurtado, 2004).
Los piojos formaban parte de la vida diaria de estas mujeres, castigaban por igual a los heridos y al personal sanitario, nuestras voluntarias los sufrieron, pero muchas veces se avergonzaban de decirlo e intentaban mantenerlo en secreto (Jackson, 2010). Esta sensación de culpabilidad por enfermar y el intentar mantenerlo en secreto, se repite en muchos de los testimonios leídos.
En la mayoría de los casos, el agotamiento era tanto físico como mental. Pip se refiere a los ataques de pena y tristeza que surgen durante su estancia en España. Y es que, en ocasiones, la carga de trabajo a la que son sometidas las sobrepasa. Pip lloraba de cansancio y agotamiento y escribía en su diario que, si continuaba la misma carga de trabajo durante mucho tiempo, “… todos nosotros moriremos. Es más, de lo que nadie puede soportar” (Scott-Ellis, 1996).
Conclusiones
La situación especial que vivió España durante este periodo favoreció que muchas mujeres pudieran vivir y acceder a una formación con la que, en otras circunstancias, nunca hubieran podido soñar. La guerra civil, dentro de todo su drama, consiguió acercar el mundo de la enfermería a la población en general.
La ayuda internacional elevó los estándares de formación que en ese momento existían en España. Esta circunstancia, junto con la escasez de personal médico, dotó al trabajo de enfermería de una mayor autonomía e independencia. No podemos afirmar que esto siempre repercutiera en una mayor calidad asistencial para el herido, sobre todo si el responsable de sus cuidados eran chicas sin apenas formación y sin ningún responsable cualificado al mando. Esta circunstancia, que sin duda dotaba de alas al personal auxiliar, favorecía que dependiendo del lugar y del momento en el que se cayese herido, se tuviera diferente probabilidad de ser tratado por personal más o menos cualificado.
El hambre y las enfermedades no hacían distinción entre las voluntarias, independientemente de la nacionalidad, formación o bando. Prácticamente en la totalidad de los relatos se describen problemas de salud.
No fueron aclamadas como heroínas, incluso algunas tuvieron que marchar al exilio, otras tan solo recibieron el olvido como respuesta a su labor. Sin embargo, cuando se les preguntaba sobre su experiencia vivida, la mayoría coincidían en que quizá ésta fuese una de las etapas más importante en sus vidas.
Historias similares pero distintas al mismo tiempo, las que vivieron estas mujeres, que nos han ayudado a releer desde otra óptica un episodio tan importante para nuestro país como fue la guerra civil. Una lectura desde la retaguardia, desde el día a día de estas voluntarias que también fueron protagonistas de este trágico episodio que sufrió España, aunque sus vivencias calladas no las podamos encontrar en los libros de historia.