Marzo del año 2020 fue el mes en que comenzó la emergencia sanitaria causada por la enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19). No sólo se produjeron consecuencias en el ámbito sanitario, sino también en el social y económico. Los primeros meses de la pandemia estuvieron marcados por una elevada mortalidad debido a la falta de tratamientos eficaces1, así como por el desconocimiento de la transmisión y características del virus. Asimismo, se produjeron fuertes medidas restrictivas, como confinamientos masivos en todo el mundo y la drástica reducción de la actividad social y económica2. La casi inexistente movilidad de la población pronto se tradujo en la aparición de nuevas necesidades sanitarias. La fragilidad de los pacientes –muchos de ellos inmunocomprometidos– hacía recomendable que se redujeran las visitas al hospital a menos que fueran estrictamente necesarias. Por tanto, las consultas de pacientes externos se encontraron ante un reto: el desarrollo de la telefarmacia.
Si bien es cierto que en algunos centros se empezaban a realizar envíos de medicación a pacientes ambulatorios muy seleccionados, en general, los sistemas de telefarmacia brillaban por su ausencia. Desde muchos hospitales de todo el territorio nacional se comenzó a enviar la medicación a los domicilios de los pacientes y a realizar atención farmacéutica telemática en la medida que buenamente les permitía la carga asistencial3. Con el paso de los meses y la expansión del virus, los sistemas sanitarios de las diferentes comunidades autónomas empezaron a emplear recursos en esta actividad que pronto se convertiría en imprescindible. Se produjeron contrataciones de especialistas en farmacia hospitalaria para llevar a cabo tareas de telefarmacia y rebajar la elevada presión asistencial. Sin darnos cuenta, se estaba gestando el inicio de la aplicación del concepto del hospital líquido4, que busca simplificar la vida de los pacientes a través de un acceso más cercano a la asistencia sanitaria.
Con el transcurso del tiempo, ha surgido la necesidad de una rápida revisión –e incluso visado– de nuevas terapias contra la COVID-19. De hecho, algunos de estos tratamientos como remdesivir o nirmatrelvir/ritonavir presentan su mayor efecto cuando se administran en los primeros días de síntomas5,6. El uso racional de estas alternativas terapéuticas requiere la intervención de profesionales sanitarios como el farmacéutico, tanto en el ámbito de atención hospitalaria como primaria. La coordinación interniveles entre farmacéuticos resulta esencial. Pudieran darse casos de pacientes que, por el número de días de síntomas presentados, requirieran de una revisión precoz de su tratamiento para poder gestionar la disponibilidad en la farmacia comunitaria del fármaco contra la COVID-19. Teniendo en cuenta estas situaciones, parece razonable la inversión de recursos del sistema sanitario para garantizar un adecuado y eficiente acceso a los tratamientos COVID-19.
El compromiso del farmacéutico con la sostenibilidad del sistema sanitario es innegable. Recientemente, se ha publicado un informe sobre la financiación y fijación de precios de medicamentos en España donde se observa que más del 66% de los expertos que han colaborado en la realización de Informes de Posicionamiento Terapéutico son farmacéuticos7. La evaluación y selección de medicamentos constituye una actividad clínica de enorme importancia8. Durante la pandemia, la revisión de las características de los pacientes que recibían tratamientos frente a la COVID-19 ha sido esencial para garantizar que las condiciones de uso fueran las adecuadas para obtener un beneficio clínico. De esta manera, se intentó que existiera una disponibilidad regularizada de estas terapias. Esta tarea no sólo ha sido imprescindible durante el inicio de la pandemia, sino que sigue siéndolo actualmente. Y más si cabe después del ingente gasto económico asociado a la pandemia, especialmente durante los primeros meses. La inversión en profesionales farmacéuticos se muestra como una herramienta para favorecer la sostenibilidad del sistema sanitario. De hecho, no son pocos los programas de Uso Racional del Medicamento que se han desarrollado para favorecer la implantación de medidas eficientes9.
Todas estas tareas no son sino meros ejemplos del esfuerzo realizado por los profesionales sanitarios en general, y los farmacéuticos en particular. Atrás quedan todas aquellas situaciones de estrés por la necesidad de preparar determinadas fórmulas magistrales como solución hidroalcohólica, adquisición de fármacos en un mercado agotado o el “sacrificio” de los residentes de farmacia hospitalaria, aún a costa de su formación en muchos casos. No obstante, la situación de emergencia sanitaria ha provocado un incremento notable de las plantillas de farmacia hospitalaria y atención primaria. La posibilidad de numerosas bajas laborales en las sucesivas olas de COVID-19 y la aparición de nuevas áreas o tareas tienen gran parte de culpa. Resulta curioso que haya tenido que producirse una situación tan extrema para potenciar el desarrollo de áreas como la telefarmacia o la incorporación de nuevos profesionales sanitarios en un sistema sanitario que, a “toro pasado”, podemos asegurar que estaba asfixiado. Y es que sólo en estas situaciones parece que la sociedad –y por arrastre la clase política– identifica los pilares básicos del bienestar social10. Teniendo todo esto en cuenta y ante la posibilidad de una nueva recesión económica, sólo podemos reclamar que se cumplan las promesas realizadas y que no se desande lo avanzado durante la pandemia. Y es que, al fin y al cabo, algo bueno ha traído la COVID-19.