1. Introducción
Desde la segunda mitad del siglo XX la ganadería intensiva ha transformado profundamente los metabolismos socio-ecológicos de nuestros entornos, produciendo grandes cambios en nuestros estilos de vida y en los ritmos ecosistémicos de la biosfera (FAO, 2013). Así, al proceso industrial de cría de animales para el consumo humano se le considera una de las principales causas del nuevo periodo geológico conocido como Antropoceno (Crutzen, 2006), con todas las disrupciones generadas sobre la naturaleza que le caracterizan. Más aún, tras la reciente pandemia de la COVID-19 va en aumento la preocupación por las enfermedades zoonóticas, aquellas transmisiones víricas desde animales no humanos a seres humanos. Esto sitúa en el punto de mira de las críticas al ganado de industria, cuyas condiciones de confinamiento masivo y hacinamiento con escasa higiene pueden favorecer estas mutaciones y propagaciones de virus perjudiciales, también, para nuestras sociedades (Bryony et al., 2013). De esta manera, cualquier persona conocedora de estas cadenas causales cuya ética se base mínimamente en protegerse a sí mismo o a sus allegados, debería cuestionarse si merece la pena seguir confiando y participando de este sistema industrializado de alimentos.
Existen otras alternativas alimentarias: la cría intensiva de animales domésticos para el consumo humano no es la única vía explorada. La ganadería extensiva es otra opción dedicada a satisfacer el gusto por la carne. Siendo una práctica tradicional con mucha más trayectoria histórica que las actividades industriales aporta cierta confianza metodológica en su manera de producir alimentos. Como especie, llevamos miles de años pastoreando animales no humanos para poder beneficiarnos de ellos sin que los efectos de esta práctica causen el mismo nivel de estragos sobre el planeta que la ganadería intensiva. Al margen de las diversas críticas justificadas sobre la ganadería extensiva (Machovina et al., 2015; Lark et al., 2020), para muchos sigue siendo una alternativa alimentaria razonable dado que el daño ecosistémico y sobre los animales no humanos parecer ser menor que el ejercido por el sistema industrial. Pero más allá de esta controversia, hay un problema de fondo que sigue irresoluto: no hay superficie en el planeta suficiente para que la cría extensiva de ganado pueda abastecer de forma sostenida las tendencias actuales de dietas ricas en proteínas cárnicas (Hayek et al., 2020). Así, si se opta porque esta práctica sustituya la ganadería intensiva debe quedar implícita una reducción drástica del consumo de carne.
También las opciones del vegetarianismo o veganismo se presentan como preferencias dietéticas que no hacen más que crecer y ganar popularidad mediática (Christopher et al., 2018). Una de las principales motivaciones que justifica este cambio alimentario hacia un consumo más rico en vegetales es la reducción de la huella ambiental y de los impactos ecosistémicos que supone. Adoptar una dieta vegetariana liberaría el 76% de la tierra dedicada a la agricultura y la ganadería (Poore y Necemeck, 2018). Esta es una oportunidad de la que cada vez más personas preocupadas por el planeta y por su propia supervivencia como especie son conscientes y por ello deciden transformar sus hábitos.
¿Pero qué hay de quienes se resisten a renunciar a la carne en sus menús semanales o incluso diarios, pero, muy razonablemente desde una perspectiva quizás más antropocéntrica, les preocupa el mantenimiento de una buena salud planetaria? Hay ambientalistas que, a pesar de conocer los efectos perjudiciales de los productos cárnicos sobre la biosfera, les resulta difícil reducir suficientemente su consumo. Sus argumentos suelen conjugarse en una simbiosis de carácter político y estético, porque esgrimen que renunciar individualmente al gusto por la carne supondría un cambio insignificante comparado con las transiciones estructurales que deberían realizar los políticos. Esta percepción derrotista de la responsabilidad individual es lo que lleva a algunos ambientalistas preocupados por el deterioro de los servicios ecosistémicos a seguir consumiendo carne (Scott et al., 2019).
En los últimos años, la carne cultivada se está presentando como una posible solución a este complejo escenario donde la alimentación puede concebirse como una palanca de transformación esencial y, a la vez, un hábito costoso de modificar. Promete ser la ansiada fórmula mágica que consiga mantener nuestros caros estilos de vida sin que ello suponga un coste para el planeta y nuestras generaciones venideras. ¿Pero realmente es una alternativa alimentaria exenta de desafíos morales?
2. Las promesas de la carne cultivada y algunos de sus sesgos epistemológicos
Fue en 2013 cuando se presentó y degustó la primera hamburguesa creada en laboratorio, desarrollada por la Universidad de Maastricht en Holanda. Desde entonces, la financiación y la expectación pública de la investigación con células animales para crear este tipo de alimentos sintéticos no ha hecho más que crecer. La carne artificial, cultivada o limpia (en cualquiera de sus adjetivaciones comúnmente aceptadas) se crea en laboratorios a partir de células madre extraídas de músculos y otros elementos orgánicos animales. Estas células se recolectan mediante biopsia y luego se reproducen bajo control en un cultivo sintético que imitaría el cuerpo del animal, para que crezcan y formen un nuevo tejido muscular sin necesidad de intervención genética. No es una investigación sencilla ni barata: su elevado coste actual es un factor que ralentiza el proceso (Stephens et al. 2018). Pero muchas expectativas están depositadas en que se abarate considerablemente si se generaliza su consumo.
¿Por qué tal confianza en esta posible futura alimentación? Se suele argumentar que la producción de carne cultivada paliaría significativamente algunos de los grandes problemas medioambientales que lleva acarreada la cría intensiva de ganado, como el sufrimiento animal, la sobreexplotación de la tierra y el agua, las emisiones de metano, la deforestación, los fertilizantes, los pesticidas, o los combustibles fósiles (Post 2012). En definitiva, supuestamente la carne sintética supondría una aparente solución a varios de los desafíos alimentarios, ecológicos y morales más importantes que tenemos en el presente. Por ello, parecería justificado que algunas empresas dedicadas a la investigación de este tipo de alimentos la califiquen como "carne ética".(1)
Sin embargo, han pasado varios años desde que se confeccionó la primera hamburguesa artificial y aún queda un largo camino de estudios y pruebas por delante, ya que el proceso de producción es extremadamente complejo. Cultivar células requiere aportarles un medio seguro y apropiado para su crecimiento, evitar la contaminación de los cultivos y asegurarse de que la reproducción celular esté libre de efectos cancerígenos. Otro aspecto problemático es el aporte de nutrientes como vitaminas o minerales, muchos de los que pueden quedar fuera en el proceso de desarrollo en laboratorio (Jochems et al., 2002). Así que a día de hoy la investigación sigue siendo una piedra angular de esta alternativa alimentaria, especialmente en lo concerniente a buscar métodos más eficaces y menos controvertidos para obtener y usar un buen medio de cultivo.
El medio de cultivo necesario para el desarrollo de la carne limpia es el suero fetal bovino, un cultivo a base de células madre de terneras. La pluripotencialidad de las células que tiene cualquier organismo poco desarrollado abre el espectro de posibilidades para la investigación científica: son casi como comodines con múltiples funcionalidades posibles que podrían usarse para obtener el resultado deseado. Para obtener estas células bovinas, cada año se producen alrededor de medio millón de litros de este suero en todo el mundo, a partir de hasta dos millones de fetos de terneros. Después de que una vaca madre ha sido sacrificada y eviscerada, se extrae su útero, que contiene al feto. Se inserta una aguja entre las costillas del feto directamente en su corazón y se aspira la sangre llena de células madre. Solo se usan fetos de más de tres meses, de lo contrario, el corazón es demasiado pequeño para perforar. Si el feto ya murió o no debido a la privación de oxígeno (anoxia) es una cuestión todavía polémica. En cualquier caso, durante el proceso no se administra anestesia (Van der Valk et al., 2010), lo cual abre un acalorado debate sobre el bienestar animal. El proceso de producción del suero es el mayor desafío porque las células necesitan las proteínas para sus miles de componentes, y es difícil saber cuáles son los más vitales que pudieran ser sustituidos. Y aunque ya empiezan a haber pruebas con otros medios de cultivo que no requieren células embrionarias de animales, como con algas, la opción con mejores resultados y más adoptada sigue siendo el uso de fetos mamíferos (Hocquette, 2016).
Todo esto puede remitir sobre todo a cuestiones técnicas de índole nutricional o a cuestiones morales respecto al trato con los animales, pero queda por abordar qué implicaría a nivel ecológico satisfacer la demanda actual de proteínas cárnicas mediante la carne cultivada. Según un estudio científico realizado en 2011 (Tuomisto y Joost), la carne cultivada produciría entre un 78 y un 96% menos de emisiones de gases de efecto invernadero, utilizaría un 98% de tierra y entre 82 y un 92% menos de agua que la carne animal procedente de la ganadería intensiva. Los costos de energía también serían mucho más bajos ya que no se cultivarían partes de animales como huesos, piel e intestinos. Sin embargo, la controversia se mantiene candente, pues otros estudios difieren de estas cifras tan prometedoras. Por ejemplo, otra investigación científica publicada en 2015 (Mattick et al.) concluyó más modestamente que el uso energético de la carne cultivada tendría un mayor potencial de calentamiento global que la carne de cerdo o aves de corral, pero más baja que la bovina, a la vez que conservaría algunas ganancias en el uso de la tierra. Un segundo estudio del mismo año (Smetana et al.), también publicaría unos resultados semejantes: comparando la carne sintética con otras alternativas (incluidas aquellas de origen vegetal), encontraron que la carne cultivada tenía el mayor impacto, principalmente debido a sus altos requisitos de energía, con la única excepción del uso del suelo y la ecotoxicidad terrestre y de agua dulce.
Así, desde 2015, la literatura científica parece pronosticar que la carne cultivada podría tener menos impacto ambiental que la carne de vacuno y quizás la carne de cerdo, pero más que el pollo y las proteínas de origen vegetal. Bien es cierto que la tecnología de la carne cultivada tiene un alcance significativo para la innovación que podría reducir los requisitos de energía por debajo de estas evaluaciones y podría ofrecer mejores resultados ambientales de lo que predicen estos modelos (Stephens et al., 2018). Sin embargo, a día de hoy, todavía es muy pronto para aducir que la carne sintética sea una solución a la actual crisis socio-ecológica.
Otro posible reto que puede aportar la transición a la carne artificial es la paradoja de Jevons. Según esta teoría de la economía ambiental, las políticas que estimulan la eficiencia tecnológica en el uso de los recursos pueden conducir a un mayor consumo de estos, cancelando así los ahorros energéticos y ambientales. Es decir, un "efecto rebote" en el que se incremente el consumo energético total debido al aumento de la demanda como consecuencia del abaratamiento y la mayor eficiencia de los productos (Polimeni et al., 2009). Si el lobby de la carne cultivada prolifera, en lugar de tratar de convencer al público de que se mueva constantemente hacia los alimentos de origen vegetal, es probable que la industria cárnica refuerce la dependencia de los consumidores de la carne. Esto es algo, después de todo, en lo que la industria cárnica se ha esforzado durante un siglo (Godfray et al., 2018). Ahora, debido a la mala prensa en torno a los catastróficos efectos ecológicos y morales de la ganadería intensiva, la carne está en ligera crisis y lo estará por algún tiempo. Pero si triunfa en el mercado una alternativa cárnica sintética acogiendo aquellos que potencialmente habrían optado por consumir proteínas vegetales en lugar de animales, es decir, si la demanda aumenta exponencialmente: ¿se reducirán los impactos ambientales netos? Si eclipsa el mercado de las alternativas vegetales y la carne cultivada sigue contaminando más que éstas, ¿cuánta energía ecológica se ahorrará? No es una respuesta clara y todavía falta mucho por investigar.
Más aún, queda también en entredicho que el desarrollo de esta nueva opción dietética vaya a catalizar sustancialmente los esfuerzos por una mayor justicia alimentaria. La seductora promesa de que la carne cultivada afianzará nuestros derechos alimentarios es el planteamiento de un nuevo debate por explorar antes que la conclusión de una tesis bien defendida. Una manera de comprender la controversia es partiendo de la breve reflexión que a continuación esbozo. La imperecedera preocupación por resolver las injusticias alimentarias suele basarse en tratar de asegurar dos pilares fundamentales y complementarios: la seguridad y la soberanía alimentaria. Ambos conceptos guardan claras reminiscencias de los principios clásicos de la bioética declarados desde 1979 en el Informe Belmont de beneficencia y autonomía (respectivamente). El propósito de crear carne cultivada puede llegar a encontrar un amplio respaldo desde los discursos basados en la seguridad alimentaria, dado que efectivamente se podrían proveer ingentes cantidades de alimentos, suficientes para todos (Stephens et al., 2018), y sanitariamente avalados.(2)No obstante, desde los discursos en clave de soberanía alimentaria no hay apenas este apoyo. La fuerte dependencia que la sintetización de carne artificial adquiere de costosas infraestructuras tecnológicas, laboratorios avanzados y habilidades técnicas específicas aprendidas tras largos años de formaciones regularizadas, sitúan su esfera de investigación y producción a un estrato no accesible para cualquiera. Esta restricción tecnológica, técnica y económica para participar en los procesos in vitro de generación de alimentos queda lejos de una democratización real de los sistemas alimentarios y cerca de una discriminación que desconecta aún más a las personas de la tierra, los animales y la autosuficiencia. ¿Dónde queda la toma de decisiones sobre la generación, producción y reparto de alimentos en procedimientos tan sofisticados y elitizados? (Mares y Alkon, 2011) La carne cultivada cojea en sus intentos por lograr una buena justicia alimentaria si no atiende adecuadamente al discurso razonable de la soberanía alimentaria como derecho fundamental del ser humano.
3. Los desafíos morales del uso de fetos bovinos desde una ética no antropocéntrica
En la anterior sección se han expuesto algunas tensiones que presenta la alternativa de la carne sintética desde tres aristas principales: bienestar animal, sostenibilidad ambiental y justicia alimentaria. Como se ha probado de razonar, algunas de sus prometedores ventajas éticas resultan cuestionables. Así, queda en duda que dedicar tantos esfuerzos, inversión y costes a investigar en carne limpia contribuya a un escenario futuro mejor para los seres humanos. No queda claro que de tal empresa se vaya a cosechar una mayor garantía de los derechos alimentarios de las personas o una reducción del consumo energético y de los impactos ecosistémicos necesaria para asegurar una biosfera sana para nuestras futuras generaciones. Desde un punto de vista antropocéntrico, pues, la carne cultivada no satisface todos los interrogantes morales acerca de cómo producir alimentos más éticos.
¿Y qué hay desde una perspectiva biocéntrica en la que la piedra angular de la moralidad sea la sintiencia o las capacidades? En esta sección se abordarán más en profundidad algunas de las implicaciones morales de usar fetos de animales no humanos para el desarrollo del medio de cultivo de la carne artificial. Partiendo de la premisa sensocéntrica de que la vida de un animal no humano como, por ejemplo, una vaca no es moralmente inferior a la vida de un ser humano, en tanto que posee las capacidades cognitivas propias de su especie y puede sentir y sufrir, se ofrecerán cuatro tipos de argumentos filosóficos con el objetivo de analizar los desafíos morales que implica investigar en esta opción alimentaria.
Aunque desde una ética sensocéntrica o animalista, se sostiene que una vaca no tiene por qué tener un menor valor que un humano, no somos la misma especie y, por ello, el análisis moral concerniente a la gestación de su cría no va a incluir en las próximas líneas reflexiones en torno al aborto inducido. Se va a presuponer (desde nuestra comprensión actual) que su cognición no le permite dilucidar, o al menos manifestar de modo que entendamos, si quiere seguir gestando y criando la vida que crece en su útero o no.(3) La teoría de la sucesión r/K (Pianka, 1970) nos enseña que si una vaca queda preñada, en tanto mamífero con pocos descendientes, probablemente tendrá a su ternera y la cuidará detenidamente siguiendo una estrategia ecológica K. La pregunta a hacerse aquí no es entonces si una vaca debería poder abortar o no (esto se relega para futuros estudios), sino cuales son los límites normativos de que algunas vacas queden sistemáticamente fecundadas y de que se extraigan sus fetos pasados ya tres meses de gestación(4)en contraposición a los posibles beneficios alimentarios que ello pueda generar.
3.1. Argumentos desde la ética deontológica
Existen animalistas como Tom Regan que, a través de la teoría deontológica de interpretación moral (aproximación ética basada en los imperativos categóricos de Kant), sostiene que la vida de los animales humanos y no humanos, sólo por el hecho de compartir la capacidad de experimentar la vida, ya posee un valor inherente. Esta condición para Regan (1983) es suficiente para que entre las especies se desarrolle una relación basada en el respeto y la igualdad de tener derechos. Teniendo en cuenta esta tesis, surgirían dos cuestiones clave respecto al uso de fetos bovinos para el cultivo de la carne sintética.
La primera situaría el acento moral sobre si se están respetando los derechos de la vaca en periodo de gestación y para ello se preguntaría si por un lado ha sido inseminada artificialmente y en contra de su voluntad(5), o por otro lado si ha sufrido durante el proceso de gestación y extracción fetal. Ambos puntos de discusión se agudizarían si se llegase a la conclusión de que efectivamente las vacas son inseminadas artificialmente sin que ellas lo quisieran y de que además sufren mientras tienen a su hijo dentro y al final cuando se lo extraen. En tales casos, el argumento deontológico sostendría que es éticamente inmoral instrumentalizar a la vaca sin respetar su vida al margen de los beneficios sociales, ambientales o incluso para su propia especie, que en un futuro pueda propiciar el cultivo de sus células madre embrionarias.
La segunda cuestión a evaluar se preguntaría en qué grado el feto es capaz de experimentar la vida y por ello merece un valor intrínseco y unos derechos equivalentes a los de una persona. Dean Harris (2011: 15) ha notado que, si se usa la ética con raíces kantianas en la discusión del aborto, debería decidirse si un feto es un ser autónomo. Pero la autonomía tampoco tiene por qué ser la base de la relevancia moral, sino que bien podría ser la misma capacidad de experimentar una vida subjetivamente, como decía Regan. Carl Cohen (1986: 865-869) cree que incluso cuando los humanos no son racionales debido a la edad (como los bebés y fetos) o discapacidad mental, los agentes aún están moralmente obligados a tratarlos como fines en sí mismos. Esta apreciación remitiría al actual conocimiento científico del que se dispone acerca del desarrollo cognitivo y sensitivo de los seres (humanos y no humanos) embrionarios. ¿A partir de tres meses, en qué momento se considera que el feto puede llegar a tener experiencias subjetivas? Es un interrogante aún por explorar con el que una ética deontológica debería dialogar.
3.2. Argumentos desde la ética utilitarista
A diferencia de los deontólogos, que se ocupan en conocer y hacer ver todo aquello o aquél que debe ser considerado fin en sí mismo y no medio para otros fines, los utilitaristas tienden a interesarse en aquellos casos dignos de considerar bajo los cálculos de utilidad moral. Así, por ejemplo, las teorías morales utilitaristas no consideran el aborto como algo intrínsecamente malo, sino en todo caso como un medio para evitar consecuencias no deseables. Un acto será evaluado como moralmente correcto por la comunidad moral si los resultados de éste, calculando la totalidad de los intereses de los individuos involucrados, privilegian el placer y bienestar (humano y no humano) sobre el dolor colectivo; mientras que, por oposición, un acto será evaluado como moralmente incorrecto si el sufrimiento de los individuos sobrepasa el placer total de los mismos (Bentham, 1996 [1789]).
Así pues, aunque hubiera algún padecimiento para la vaca que es fecundada a fin de utilizar las células madre que desarrollará su hijo o para el feto mismo que se extraerá para el medio de cultivo, el utilitarismo se fijará sobre todo en cuánto bienestar colectivo se ganará con este procedimiento (una vez restados los posibles "sacrificios"). La cuestión clave de una argumentación utilitarista sería poner en la balanza cuánto sufrimiento se ahorra con la generación de carne cultivada. Si cambiar la alimentación de ganado industrial a carne in vitro redujera drásticamente el número de individuos perjudicados (sea la especie que sea y tenga el desarrollo orgánico que tenga), entonces esta conversión podría entenderse como moralmente aceptable.
Sin embargo, la perspectiva utilitarista debería incorporar aquí en su cómputo cuantitativo una comparativa entre el bienestar logrado a menor plazo y a largo plazo, es decir, a escalas temporales diferentes. Por ejemplo, el vegetarianismo y veganismo que buscan abandonar el consumo de proteínas animales podrían perder en la balanza utilitarista frente a la carne cultivada a una escala de veinte años vista, porque quienes optasen por las primeras alternativas alimentarias fueran supuestamente menores en número que quienes optasen por la segunda. Al no tener que renunciar al gusto y las preferencias estéticas por la carne animal, es fácil imaginar que la carne cultivada pudiera tener una mayor acogida que el hecho de renunciar a todo tipo de alimentos cárnicos. Así, aunque a nivel unitario obtener un kilogramo de proteínas animales sintéticas suponga una reducción en el sufrimiento del ganado industrial no tan notoria como la reducción obtenida por un kilogramo de proteínas vegetales, a nivel colectivo y teniendo en cuenta el mayor número de consumidores que renunciarían a comer carne industrial los logros por reducir el sufrimiento acumulado serían mayores. Ahora bien, si nos imaginamos un escenario a, por ejemplo, cincuenta o cien años vista, donde la ganadería industrial estuviera prohibida por sus devastadores efectos y apenas nadie consumiera sus productos, habida cuenta de las alternativas disponibles, quizás dejaría menos margen de "beneficio sintiente" el consumo de carne artificial que el consumo de vegetales. En otras palabras, aunque a escala temporal corta la carne cultivada pudiera ser una de las prácticas que más menguasen la cantidad global de sufrimiento animal, a una escala más amplia quizá podría encontrarse con un techo a partir del cual no pudiera seguir reduciendo significativamente el sufrimiento y para ello sería necesario igualmente acabar por dar el salto alimentario hacia dietas vegetarianas o veganas. Así que cabe preguntarse si merece la pena esperar tanto tiempo mientras se realizan esas transiciones progresivas o si, por el contrario, sería más adecuado empezar con cambios rotundos en nuestras preferencias alimentarias desde ya. (6)
3.3. Argumentos desde la ética de las capacidades
Pasemos a recuperar una apreciación ya mencionada antes por los argumentos deontológicos desde una óptica sensocéntrica: la capacidad de experimentar subjetivamente la propia vida. Sin anclarse en una ética necesariamente deontológica, el enfoque de las capacidades propuesto por Martha Nussbaum y Amartya Sen (1996) hereda algunos de los planteamientos kantianos aunándolos además con una ética de las virtudes de raíces aristotélicas. La idea central de este enfoque consiste en situar el énfasis moral sobre las capacidades funcionales (o libertades sustantivas) de los seres que atesoran dignidad, es decir, que pueden florecer de acuerdo a su propia concepción de la vida buena. En Nussbaum (2007) y otros (Holland, 2014; Wissenburg y Schlosberg, 2014) que tratan de expandir el enfoque de las capacidades a los seres no humanos, esta "propia concepción" de cada individuo para florecer no se comprende en un sentido estrictamente racional, como una facultad cognitiva deliberativa o contractual (Rawls, 1971), ni en un sentido puramente sensitivo, como las sensibilidades de la especie por los factores externos (DeGrazia, 1996); sino que más bien se entiende como las oportunidades de florecimiento características de la propia especie. Dada la enorme complejidad por averiguar cuáles son exactamente las oportunidades propias de cada especie no humana sin extrapolar una proyección antropomórfica,(7) los teóricos del enfoque de las capacidades más biocentristas tratan de salvar la pluralidad de capacidades valiosas para cada individuo no comprometiéndose a especificar en detalle cuáles serían. No obstante, ello no quita que se aventuren a proponer un esbozo de algunas capacidades generales básicas para todo animal vivo: la salud e integridad física, las emociones, la afiliación, el juego o el control sobre el entorno propio serían algunas de estas capacidades a respetar (Nussbaum, 2007: 386-394). Si a las vacas que se utilizan para extraer células madre se les priva de la libertad sustantiva de desarrollar cualquiera de estas capacidades básicas es un desafío moral que se debería atestiguar desde un análisis bioético.
Esto, al menos, por lo que concierne a la inclusión de la vaca dentro de la esfera moral, pero, ¿qué hay del feto bovino? Nuevamente se podría retornar a la preocupación deontológica acerca de cómo determinar cuáles son las capacidades de un individuo que aún no ha nacido naturalmente del útero de su madre pero con más de tres meses de madurez. Sin embargo, el enfoque de las capacidades con sus matices aristotélicos aporta un pensamiento más decidido en cuanto a las tensiones éticas que emergen de la valoración moral de un feto no humano. Al no contemplarse, en principio, la opción de que la vaca en cuestión pida un aborto asistido (y por ello diluirse la deferencia por sus capacidades frente a las de su hijo gestante), el dilema trágico o la confrontación entre capacidades no se da entre las oportunidades del feto y las de la vaca, sino en órdenes de evaluación distintos. Las capacidades de la cría para florecer no tienen por qué limitar las capacidades de su madre. Lo que sobre todo está éticamente en juego a la hora de reflexionar sobre el valor moral del feto sacrificado para investigar en la producción de alimentos de laboratorio es si se puede considerar admisible cortar todas sus potencialidades y florecimiento. Más allá de su utilidad o del balance costes-beneficios, que sería una aproximación instrumental, lo crucial desde la ética de las capacidades es si hay libertades sustantivas que se estén suprimiendo en el proceso de extracción de células madre. De ser así, podría ser un proceso razonablemente rechazable.
3.4. Argumentos desde las virtudes
Las tres teorías hasta ahora expuestas colocan el acento de consideración moral principalmente bien sobre las reglas de un acto o proceso (como el deontologismo), bien sobre los resultados y las características del potencial beneficiario o perjudicado de un determinado trato (como el utilitarismo y parcialmente las capacidades). Estos son sin duda planteamientos necesarios para abordar cualquier tema ético desde diferentes aristas. La ética de las virtudes propone un enfoque distinto pero complementario, buscando explicar la naturaleza de un agente moral como fuerza motriz para el comportamiento ético (MacIntyre, 2001). Así, mientras las primeras argumentaciones, especialmente la deontológica y la utilitarista, tratarían de dictaminar (respectivamente) si es bueno o malo instrumentalizar una vaca y su feto bovino, o si es conveniente o no permitir esta instrumentalización y sacrificio de ambos a fin de generar mayores beneficios sobre el colectivo global; una argumentación desde las virtudes consideraría lo que la decisión de investigar en la generación de carne cultivada nos dice del carácter y la conducta moral de uno. Se centra, así pues, en las prácticas del agente moral.
De tal modo, la moralidad de emplear suero bovino para el cultivo de carne artificial se determinaría caso por caso, atendiendo por ejemplo al beneficio personal y grupal, las intenciones o la necesariedad de semejante acto o conducta por parte de los agentes partícipes. Así que algunas preguntas filosóficas que podrían formularse desde una ética de las virtudes serían: ¿Los investigadores involucrados en el estudio y cultivo de células madre de animales no humanos conocen cómo ha sido tratada la vaca gestante de esas células o el nivel de desarrollo que tenía el feto? ¿La carne cultivada es una necesidad real para reducir el sufrimiento humano y no humano, o una preferencia alimentaria que podría ser sustituida por otra con iguales o mejores beneficios? Es decir, ¿qué verdaderas intenciones hay detrás del proceso de crear carne cultivada? Estas cuestiones además ayudan a separar la responsabilidad ética de los investigadores involucrados en el proceso de, por ejemplo, los futuros consumidores que pudieran comprar el producto: las virtudes que guían a unos u otros no tienen por qué ser las mismas.
La aproximación de las virtudes presenta la susceptibilidad de ser muy dependiente de los contextos culturales y las tradiciones en las que vive quien analiza éticamente la conducta del agente moral: lo cual puede acabar impregnando de contenido socio-histórico una valoración en clave de virtudes (Taylor, 1997). Pero los argumentos de la ética de las virtudes no tienen por qué acabar en un interminable pluralismo o relativismo moral. Por ejemplo, Nussbaum (1996: 320) nos recuerda que:
"... él [Aristóteles] no sólo era defensor de una teoría ética basada en las virtudes, sino también defensor de una descripción objetiva única del bien o florecimiento humano. Se supone que esta descripción es objetiva en el sentido de que se le puede justificar mediante referencia a razones que no se derivan sólo de las tradiciones y prácticas locales, sino más bien de los rasgos humanos que subyacen en todas las tradiciones locales y que se pueden encontrar en ellas, ya sea que se les reconozca o no de hecho en esas tradiciones [...] Aristóteles evidentemente creía que no había ninguna incompatibilidad entre fundamentar una teoría ética en las virtudes y defender la singularidad y objetividad del bien humano".
Argumentar desde las virtudes (de los humanos partícipes de la investigación en carne cultivada) puede complementarse bien con argumentar desde el reconocimiento de las capacidades (de los no humanos afectados por tales investigaciones). También, otra forma de intentar superar este posible relativismo o dependencia contextual en la adjudicación de virtudes es mediante la formulación de "meta-consensos" a través de democracias deliberativas (Dryzek, 2013: 338). Y precisamente, una candidata a virtud ética puede ser la "reflexividad ecológica" (Dryzek y Pickering, 2019: 35-57), definida por John Dryzek como "una virtud política particularmente importante para las instituciones políticas en el Antropoceno"(8) (2019: 63) y como "un proceso iterativo comprendido por sucesivas fases de reconocimiento, reflexión y respuesta"(9) (2019: 36). Dadas justamente las delicadas condiciones socio-ecológicas que nos han llevado a plantear nuevas opciones alimentarias, ¿tiene sentido seguir ofreciendo nuevos productos sin detenerse a escuchar, observar, aprender, reflexionar, imaginar, cuidar y valorar intrínsecamente cómo florece el mundo no humano desde una dimensión relacional? Si es así, entonces la reflexividad ecológica puede tener un lugar apropiado entre las virtudes que pueden o no respaldar la investigación de la carne cultivada.
4. Conclusiones
La carne cultivada no queda exenta de controversia moral a pesar de sus consignas éticas. El alcance de su contribución a una mejor calidad medioambiental gracias a la hipotética reducción de recursos y de impacto sobre los ecosistemas queda en duda, pues sigue dependiendo de un sistema industrial globalizado y energívoro, sigue requiriendo más recursos que la producción de proteínas vegetales y además podría surgir una paradoja de Jevons si aumentara enormemente la demanda que polemizaría los costes de su desarrollo. Su promesa de acabar con las desigualdades alimentarias y ofrecer alimentos proteicos para todos también es fruto de debate: aunque el problema de la desnutrición en el mundo realmente fuera una cuestión de ausencia de alimentos y no de un mal reparto o de despilfarro, vender carne de laboratorio sigue desatendiendo el derecho a una soberanía alimentaria. Y no menos discutible es su teórica garantía de respetar un absoluto bienestar animal: el medio de cultivo para el crecimiento de la carne sintética requiere de suero fetal bovino extraído de vacas inseminadas artificialmente y sin ninguna seguridad por el respeto de su integridad.
Más en profundidad, adoptando una moralidad no estrictamente antropocéntrica es plausible entrever otros desafíos éticos de la investigación en carne cultivada. Desde una ética deontológica se argumentaría que en tanto que la vaca fecundada para extraerle células madre es un sujeto capaz de experimentar su propia vida, posee valor intrínseco y, por ende, merece unos derechos que difícilmente concederían esa violación no consentida de su cuerpo. Un argumento en la misma dirección se esgrimiría para evaluar moralmente la eliminación del feto bovino con más de tres meses de maduración para hacer de él un uso instrumental: sin llegar a claras conclusiones sobre si sería o no un acto moral o se estarían rompiendo con unos derechos ("embrionarios"), al menos se debería tener en cuenta lo que la ciencia nos dice sobre las capacidades desarrolladas por ese feto en el momento de su extracción.
Desde el utilitarismo se aduciría que deberían calcularse en la balanza los daños y beneficios de la carne cultivada; un argumento que, por un lado, retomaría la cuestión sobre si habría de contabilizarse también el sufrimiento de los fetos utilizados y, por otro lado, podría arrojar más confusión que claridad sobre la moralidad de esta práctica si se evalúa a largo plazo.
Desde el enfoque de las capacidades seguiría siendo crucial comprender las capacidades propias de cada individuo afectado por la investigación de carne in vitro, pero en cualquier caso se razonaría que las libertades sustantivas de las vacas deberían ser preservadas y se pondría en valoración el desarrollo hacia el florecimiento de los fetos. De no ser así, encontraríamos conflictos entre capacidades que no plantearían sino un dilema trágico en el que cualquier resultado haría precipitar perjuicios morales.
Por último, desde una ética de las virtudes se argumentaría que en la evaluación moral de la carne cultivada debería explorarse qué motivaciones, condicionantes y necesidades giran en torno a sus investigadores, para así discernir rasgos de su carácter. Aquí, cabría preguntarse qué virtudes han estado poco presentes y cuidadas en el Antropoceno (justamente el problemático periodo para el que la carne cultivada se propone como una solución), y si los investigadores de esta opción alimentaria las acogen llevándolas legítimamente a la práctica.