Introducción
Es habitual analizar las realidades pasadas a través de ensayos históricos fruto de revisiones de textos de esas épocas, pero esta aproximación excluye con frecuencia las opiniones de las personas que las vivieron y que las expusieron en el ámbito literario. La medicina no es, en este sentido, una excepción y la necesidad de aproximaciones objetivas suele dejar de lado las obras literarias, más o menos autobiográficas como todas las de ficción, de los personajes que escribieron sobre ella. Tales relatos tienen un indudable valor para complementar los datos obtenidos a partir de los documentos primarios de los archivos.
En los últimos años, la literatura de ficción se ha convertido en un elemento importante para analizar la compleja realidad de la enfermedad y se ha reconocido su valor como instrumento pedagógico en la docencia en ciencias de la salud [1]. Numerosas publicaciones apoyan la utilidad de este tipo de textos para entender mejor la experiencia subjetiva de la enfermedad [2 3-4]. Su empleo puede permitir una aproximación más empática de los médicos hacia los enfermos y una comprensión y aceptación de la enfermedad por parte de los que la sufren [5]. Es posible que, en el futuro, el empleo de la llamada biblioterapia se convierta en un tratamiento coadyuvante en situaciones que precisan recursos no exclusivamente médicos para mejorar el estado emocional de los pacientes, al tiempo que reciben los tratamientos médicos convencionales [6].
No es inusual que los médicos que se han dedicado a la literatura recojan en alguna de sus obras experiencias profesionales, que utilizan para ilustrar algunas de sus historias de ficción [7,8]. Uno de los médicos escritores españoles más conocidos del pasado siglo fue Pío Baroja, al que se conoce mucho más por su faceta literaria que por su corta actividad como médico rural. De hecho, es considerado como uno de los novelistas españoles más importante del siglo XX.
En el presente artículo revisamos una de sus obras más conocidas, El árbol de la ciencia (1911) [9], en la que describe la etapa universitaria de su protagonista, Andrés Hurtado, así como el volumen de sus memorias en el que recuerda su propia formación en la Universidad de Madrid [10].
Apunte biográfico y literario
La popularidad literaria de Pío Baroja (1872-1956) ha generado numerosas publicaciones sobre su vida y obra [11]. Fue Baroja un personaje como mínimo controvertido, pese a la tendencia hagiográfica de la mayoría de las biografías. Así se muestra en la obra de Gil-Bera, que realiza un análisis demoledor de la figura del escritor [12]. No es el objetivo de este artículo un análisis detallado de su figura, ya que otros autores lo han hecho ya a fondo. Sin embargo, no está de más comentar algunos de los rasgos de su personalidad, dado el tono ácido y descalificador de sus opiniones frente a personajes de los que fue contemporáneo, pues permiten comprender mejor al autor.
En tiempos de Baroja, los estudios universitarios se empezaban a muy temprana edad. Él mismo los inició en 1887 a los catorce años (cumpliría los quince el 28 de diciembre), con el curso preparatorio común para aspirantes a estudios de medicina y de farmacia [9,10,13]. De lo que conocemos, parece que fue un pésimo estudiante, que suspendió en repetidas ocasiones. Probablemente la razón fue que su interés por la medicina era bajo e, incluso tras pasar el curso preparatorio, estuvo pensándose seriamente estudiar farmacia, aunque finalmente se decidió por la medicina. Otra probable explicación de sus repetidos suspensos pudo ser su mayor interés por la lectura de obras literarias en vez de los libros de texto. El primer suspenso de química pudo superarlo gracias a la intervención que Baroja buscó en un amigo de su padre. Curiosamente, Baroja [10] mostró su sorpresa al superar el examen: ‘Esperé con seguridad que saldría mal, pero me encontré, con gran sorpresa, que me habían aprobado’. También suspendió anatomía y patología, lo que acabó granjeándole una notable animadversión hacía el catedrático de la primera, Julián Calleja, mientras que en el caso de la segunda desarrolló un antagonismo perdurable hacia su titular, José de Letamendi, contra el que escribió en numerosas ocasiones desacreditándolo todo lo que pudo, como muestran tanto El árbol de la ciencia como sus memorias.
Baroja tenía cualidades suficientes para superar las asignaturas de la licenciatura, como mostró cuando se trasladó a Valencia, fuera por motivos familiares o para conseguir aprobar las materias que se le resistían. Allí le entraron las prisas por finalizar la carrera y la dedicación intensiva al estudio le permitió aprobar con rapidez las que tenía pendientes y concluir la carrera en 1893 [11]. A continuación, volvió a Madrid, inició los estudios de doctorado y obtuvo el grado de doctor en 1896 tras defender una tesis sobre el dolor [14].
La actividad médica de Baroja fue corta. Trabajó como médico rural en Cestona durante poco más de un año, desde 1894; allí se confirmó a sí mismo que lo ignoraba casi todo de la práctica médica, a pesar de alguna actuación de mérito que recoge en sus memorias. Asimismo, practicó lo que llamó ‘terapéutica expectante’, una especie de nihilismo terapéutico que Baroja [10] describió de la forma siguiente: ‘Yo casi siempre empleaba los medicamentos a pequeñas dosis; muchas veces no producían efecto, pero, al menos, no corría el peligro de una torpeza’. Fruto de sus discusiones con colegas y otras malas experiencias en Cestona, renunció a la plaza y se trasladó a San Sebastián, donde intentó conseguir otra en Zarauz o Zumaya, sin éxito. Finalmente, abandonó la profesión médica cuando se trasladó a Madrid para dedicarse, con su hermano Ricardo, a la atención de la fábrica de pan de su tía abuela Juana Messi, lo que le proporcionaba mucho tiempo para dedicarse a la literatura. En realidad, la lectura de sus memorias muestra que Baroja jamás tuvo motivación para ejercer de médico y que lo dejó cuando le fue posible. A pesar de ello, la formación médica le permitió utilizar elementos de medicina en muchas de sus obras [15]. En más de una ocasión manifestó su interés por dedicarse a la investigación médica, dada su admiración por Claude Bernard, Louis Pasteur y Rudolf Virchow, aunque muy probablemente le faltó auténtica vocación y, quizá, tampoco tuvo oportunidad alguna.
Algunas de las obras de Baroja tienen un notable interés para pergeñar un retrato de la época en la que vivió. Para Fuster [16], ‘Novelas de Pío Baroja como Camino de perfección (1901), El árbol de la ciencia (1911) o las que integran las trilogías La lucha por la vida o Las ciudades, son documentos excepcionales para estudiar la crisis de fin de siglo porque a través de sus páginas se palpa y se respira el ambiente finisecular. Ese existencialismo avant la lettre, deudor del pensamiento nietzscheano y schopenhaueriano, que trasmiten las novelas barojianas, les confiere un valor añadido como muestra no sólo de modernidad literaria, sino también como ejemplo de documentos que ayudan al historiador a comprender el complejo fenómeno de la crisis de valores y el declive de la moral burguesa que tiene lugar en España –y en toda Europa– durante la última década del siglo XIX [...] y las dos primeras décadas del siglo XX’.
Es indudable que la formación médica y las propias experiencias de Baroja influyeron en su obra literaria [17]. Como destacó Sánchez-Granjel [11], ‘Parte de aquel ideario científico que pretendió cumplir, alcanzó, de una u otra forma, expresión en su obra literaria. Tres han sido, según mi cuenta, los medios utilizados en tal realización: la adopción de ciertas técnicas expositivas, los personajes médicos que cobran vida en sus novelas y, finalmente, bajo forma de opiniones y comentarios acerca de las más diversas cuestiones médicas y biológicas. En sus descripciones de personajes y ambientes, incluso cuando no se ayuda de términos médicos, deja entrever la mentalidad de médico con que capta y reproduce la realidad observada [...]. Muchos son los médicos que Baroja hace aparecer como personajes de sus novelas; en ellos puso Baroja retazos de su propia existencia [...]. También, finalmente, su formación profesional, sus lecturas científicas, reaparecen una y otra vez en el ancho mundo de su obra literaria, bajo forma de opiniones y comentarios directamente formulados por el novelista o expuestos a través de criaturas suyas, de aquellos personajes que en sus creaciones sirven de portavoz a quien los creó’.
La vida universitaria de y según Baroja
Baroja mantuvo una visión muy crítica de la universidad de su época. En sus memorias, escritas muchos años después de abandonarla, recordaba [10]: ‘En mi tiempo, el ambiente de inmoralidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras tanto o más que en otros centros políticos o docentes. Yo pude comprobarlo al comenzar a estudiar medicina’.
Baroja no ahorraba desprecio para la mayoría de los profesores, a los que calificaba de ‘agrios’ y de ‘mala intención’, y no le dolían prendas al referirse a ellos como ‘toscos’, ‘cazurros’, ‘mangoneadores’, ‘sádicos’, ‘locos’, ‘ignorantes’, ‘charlatanes’ e ‘inmorales’; incluso los señalaba como ‘enanos’ y ‘enfermos de la orina’ [18]. En El árbol de la ciencia [9], Iturrioz, el tío de Andrés, tampoco escatima críticas acerbas: ‘Los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar pensiones para pasar el verano’.
Baroja trató a muchos de ellos, con nombres y apellidos, con notable desprecio. Además de lo que narra en El árbol de la ciencia [9], para algunos tuvo un recuerdo hipercrítico en el capítulo de sus memorias dedicado a recordar sus tiempos universitarios [10]. Con Julián Calleja, por ejemplo, la cosa no fue demasiado bien tras el suspenso de anatomía y el resentimiento fue duradero. Baroja [10] lo describía como ‘un cultivador del despotismo y del nepotismo’ y contaba que: ‘Años más tarde, yo comenzaba a tener algún nombre como escritor, y entonces vi dos o tres veces a Calleja en la calle, me miró sonriente, y yo hice como que no le conocía’.
Fue éste uno de los profesores más vilipendiados por Baroja. Al menos como académico, el trato que le rindió fue notablemente injusto. Cabe recordar el juicio bien distinto que le mereció a López Piñero [19]: ‘Fue un hombre muy absorbido por los cargos tanto universitarios como políticos [...]. A pesar de la opinión nada favorable que de su gestión se recoge entre sus contemporáneos, es innegable que su permanencia durante más de un cuarto de siglo en el decanato de esta última [Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid] supuso una notable mejora de las instalaciones y medios materiales correspondientes a las asignaturas morfológicas’.
Ramón y Cajal, quien había sido perjudicado en el inicio de su carrera como profesor de anatomía por Calleja y a quien llamaba el ‘dictador de San Carlos’, reconoció, sin embargo, su ayuda cuando se incorporó a la Cátedra de Histología de Madrid [20]: ‘Yo debo agradecerle la constitución y organización del Laboratorio de Micrografía, uno de los mejores, y por descontado, el más capaz e importante de San Carlos’. Asimismo, Arquiola [21] recuerda la importante contribución de Calleja al reconocimiento de la antropología en España: ‘Calleja posibilitó, en cierta medida, la consolidación de la institucionalización de la antropología en España, sin ser un contribuyente original de la nueva disciplina’.
Con Benito Hernando (1846-1916), también profesor y además vecino del edificio donde vivía Baroja, la cosa llegó a serios enfrentamientos personales, contados por Baroja como insultos del primero hacia los vascos, que por poco no acabaron en agresiones físicas mutuas [10]. Pero fue José de Letamendi (1828-1897) quien se convirtió en el personaje probablemente más odiado por Baroja. Las descalificaciones y los insultos hacia él fueron constantes, primero en El árbol de la ciencia, pero también siempre que tuvo ocasión.
Parece que existieron razones que iban más allá de la pura antipatía personal y descrédito de sus teorías, aunque el propio Baroja, a través de su contrafigura Andrés Hurtado, reconocía que Letamendi había estimulado su interés por la filosofía. Nietzsche, Kant y, sobre todo, Schopenhauer ejercieron una notable influencia en su vida intelectual. Letamendi, junto con Hernando, formaron parte del tribunal que suspendió a Baroja la asignatura de patología general en junio y en septiembre y que ‘determinó que tuviese que mudarse a Valencia para obtener allí la licenciatura. Incluso habiendo trasladado el expediente a esa ciudad, trata de examinarse por libre de patología general, con tan mala suerte que el profesor que le examinó, un tal Slócker, discípulo de Letamendi, le suspendió’ [18]. No hace falta insistir en que Baroja vio la larga mano de Letamendi en la nueva afrenta, lo que contribuyó a alimentar aún más su resentimiento. Algunas palabras que Baroja [10] le dedicó en sus memorias muestran esta situación de desprecio: ‘Letamendi era una mixtificación, un bluff, y hasta un bluff de poco éxito, una de estas farsas que gustan en los países meridionales, en donde se cree que los gestos, las actitudes, las frases, tienen su valor, no solo en la política, sino también en la ciencia’.
Letamendi fue catedrático de anatomía en Barcelona y de patología en Madrid, donde fue nombrado decano, con una serie de actuaciones que fueron elogiadas por Peset [22]: ‘Letamendi es una figura importante en la historia de la medicina en España [...]. Muy importante es su gestión como decano, tanto por lo que consiguió para la facultad de Madrid, como por los datos que nos proporciona de ésta’. En El árbol de la ciencia [9], Andrés Hurtado, el alter ego literario de Baroja, le desacredita sin piedad: ‘Letamendi era de estos hombres universales que se tenían en la España de hace unos años, hombres universales a quienes no se les conocía ni de nombre pasados los Pirineos. Un desconocimiento tal en Europa de genios transcendentales se explicaba por esa hipótesis absurda que, aunque no la defendía nadie claramente, era aceptada por todos, la hipótesis del odio y la mala fe internacionales que hacía que las cosas grandes de España fueran pequeñas en el extranjero y viceversa’.
Para ridiculizarlo, Baroja aprovecha la extravagante fórmula de la vida que defendía Letamendi, así como su defensa del hipocratismo. Aun al final de sus días, seguía atacando a Letamendi, como hacía en una carta enviada en 1951 a Sánchez Granjel [23]: ‘Para mí, lo que dice Letamendi no tiene ningún valor. Todo me parece en él fuegos artificiales. De ahí que en los medios científicos nadie le haya tomado en serio’. En La dama errante [24], insistía al referirse a ‘un catedrático de medicina de San Carlos [...] que los papanatas de la facultad tenían por un genio [...] que había tenido el desparpajo de construir un sistema médico [basado] en unos cuantos chistes y [...] fórmulas matemáticas, aplicadas sin ton ni son a los fenómenos de la vida’. Pese a este desprecio, debe recordarse que Letamendi no fue un hombre al margen de las ideas científicas de su tiempo y que defendió la dotación de laboratorios de histología y microbiología para la Facultad de Medicina, así como la necesidad de disponer de quirófanos que permitieran intervenciones asépticas, como muestran documentos de la época, mientras Baroja era estudiante en Madrid [23].
Son diferentes al descrédito ofrecido por Baroja a los profesores de la Facultad de Medicina de su época los comentarios que Ramón y Cajal incluyó en sus memorias, donde muestra una opinión más equilibrada de todos ellos [20]. Puerta comenta la anécdota de que, cuando Ramón y Cajal le envió un ejemplar de la segunda parte de sus memorias, Historia de mi labor científica, en la que había dedicado un capítulo a recordar a colegas de la facultad ya desaparecidos, como Calleja, Hernando o Letamendi, Baroja [18] le respondió con una carta de agradecimiento donde ‘le recrimina que elogiase en su texto a un retórico como Letamendi, que nada había hecho por la ciencia y que además era su antítesis’.
No obstante la personalización en algunos profesores, la opinión de Baroja [25] era completamente negativa para todos ellos: ‘Yo no recuerdo ningún profesor que supiera enseñar, que llegara a comunicar afición a lo que enseñaba y que tuviera alguna comprensión del espíritu del estudiante. En la facultad, en mi tiempo, no se aprendía a discurrir, ni se aprendía a ser un técnico, ni se aprendía a ser un practicón. Es decir, no se aprendía nada’. Esta negatividad también aparece en El árbol de la ciencia en boca de Iturrioz [9], como hemos visto anteriormente y, más tarde, como reflexión del propio Andrés referido a un individuo que despreciaba [9]: ‘sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático’.
La experiencia en las prácticas clínicas no fue mejor, ya que la situación de los hospitales madrileños y la atención médica que se ofrecía era muy deficiente. Baroja lo recogió, asimismo, en sus obras con su vehemencia característica [10].
Conclusiones
Sería injusto aceptar sin restricción las críticas de Baroja a la universidad de su tiempo y a sus profesores, algunos de los cuales fueron objeto de su más biliosa atención. Algunos de ellos desempeñaron un protagonismo importante al favorecer la llegada de la llamada ‘generación de sabios’ algunos años después [26] y, al menos en su obra científica, no eran peores que los que podía haber en otros países, donde la revolución de la investigación científico-médica del siglo XIX debió realizarse fuera de las estructuras universitarias. Ese valor ha sido reconocido por historiadores recientes, e incluso por contemporáneos suyos, poco amigos de la alabanza innecesaria como Ramón y Cajal. Un análisis detallado de la formación médica universitaria de la época muestra que la situación no era tan mala como Baroja describió [27]: ‘Entonces, como hoy, si un estudiante de medicina creía que iba a enfrentarse desde el primer día con la enfermedad, sus síntomas, sus procederes diagnósticos y las formas de tratamiento, vería con cierto desencanto que iba a tardar tres o cuatro años más antes de enfrentarse con la patología del enfermo [...]. En resumen, en 1898, a finales del siglo XIX en España, la enseñanza de la medicina española se encuentra en un período de crecimiento que alcanzará lentamente cotas cada vez más elevadas’.
Las fobias y filias de Baroja no fueron distintas de las que tenían otros escritores y no desmerecen la importancia de su obra literaria. Sin embargo, advierten de la lectura acrítica de determinadas obras de marcado carácter autobiográfico, como es el caso de El árbol de la ciencia. La consulta de sus memorias muestra cómo la obra tiene muy poco de ficción en los aspectos relativos a la formación universitaria del autor que se analiza en el presente artículo. Esta novela, sin embargo, es un instrumento importante para comprender la orientación filosófica juvenil de Baroja y contribuye a conocer la situación social de la época y su influencia en la práctica médica, especialmente en el medio rural. En este sentido, Baroja coincide, aunque solo en eso, con otro médico escritor coetáneo, Felipe Trigo, y su notable novela El médico rural [28], publicada solo un año después que El árbol de la ciencia.