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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. no.91 Madrid Jul./Set. 2004
ARTÍCULO ORIGINAL
Medicalización del malestar. Alegato por una aproximación compleja para un minimalismo terapéutico
Discomfort medicalization. Allegation for a complex approach to a therapeutic minimalism
Javier Ramos García
Psicólogo Clínico Unidad de Psicoterapias ASISA
Dirección para correspondencia
RESUMEN
Reflexiono acerca de las luces y las sombras observadas por Rendueles(1) en mi trabajo sobre la fibromialgia(2). Debato alguno de sus argumentos, matizo mi postura ante la medicalización del malestar y concreto mi propuesta para una respuesta por parte del clínico de a pie.
Palabras clave: Medicalización del malestar, Posmodernidad, Histeria, Consulta terapéutica
SUMMARY
I reflect on the lights and shades noticed by Rendueles(1) in my article about fibromyalgia(2). I debate some of his arguments, I make more precise my position about discomfort medicalization and I concrete my proposal for an answer of the part of the clinician.
Key words: Disconfort medicalization, Post-modernity, Hysteria, Therapeutic consultation
"La crítica despliega una posibilidad de libertad
y así es una invitación a la acción".
Octavio Paz(3).
"No podéis curar, con vuestros picos elocuentes
El mal que me desespera: Vuestro altísimo saber: una pura quimera."
Molière(4).
Introducción
El trabajo que Rendueles dedica al ventajismo, la fibromialgia, la histeria y la simulación(1) supone un estallido de materialismo histórico de elevada densidad que no sólo resulta conmovedor, sino que anima a la reflexión en estos tiempos de celebración de lo liviano. Su publicación en sí, constituye todo un alegato en favor del debate, bien tan escaso como necesario. Su lectura nos pone en contacto con un curso de pensamiento estimulante por cuanto se mantiene ajeno a toda corrección política, llamativo por lo combativo de sus planteamientos. Y, en un plano más íntimo, el guante que me arroja propicia en mí un entusiasmo difícil de transmitir. El recorrido y la potencia intelectual de mi discutidor son formidables, por lo que no puedo vivir sino con agradecimiento su deferencia al polemizar conmigo.
La responsabilidad de saber a pensadores de tan temible inteligencia atentos lectores de mis escritos espero no me pesará a la hora de expresar mi gratitud a través de una respuesta intelectualmente honesta. Así como espero, tras leer con fascinación a mi acusador, comenzar mi réplica deseoso de no incurrir en el rasgo de mal gusto de tildarle de mentiroso y reservar la verdad como característica de mi propio discurso (5). Más aún cuando estimo que nuestras narrativas encuentran un punto de confluencia en el pensamiento crítico ante los excesos de la posmodernidad (6), que no todas las críticas que el autor subraya son necesariamente incompatibles con mi análisis y que, en ocasiones, sus reflexiones vienen a completar las mías. Rendueles alude, creo, más a mis carencias que a mis excesos, más a lo que dejo de escribir que a lo que escribo; y, a veces, más a lo que él me supone que a lo que yo realmente pienso. Pese a ello, algunos de sus planteamientos, a mi entender insostenibles, merecen ser debatidos.
Dos son los argumentos desplegados por el autor en su análisis, y ambos en una línea epistemológica dura: el primero, la vigencia de lo que él llama un "capitalismo de no ficción", más tradicional, y supuestamente más descarnado que el capitalismo posmoderno o de ficción (7) al que yo hago referencia; el segundo, la pertinencia de manejar los conceptos pesados de decisión racional o gorronería, frente a los mucho más intangibles de ventaja inconsciente o histeria.
En ambos casos, la contundente solidez frente la inconsistencia de los líquidos. La evidencia de lo nítido ante la falta de certeza de lo borroso.
Trataré de articular la defensa de mis planteamientos toda vez que temo que no son estos ya tiempos en los que sea el comunismo el fantasma que recorre Europa (8), que mucho es lo que se ha difuminado a mayor gloria de la banalidad posmoderna, que el nuevo capitalismo flexible, camaleónico y trilero, es con frecuencia un régimen de poder ilegible (9) incluso para las trágicas y potentes filosofías decimonónicas.
Y que la decisión de enfermar como modo de escapar del infortunio cotidiano, ya sea de manera fingida y ventajista o absolutamente inconsciente, merece una reflexión psicológica, sociológica y filosófica. Michel de Montaigne decía haber oído contar muchos casos de gentes que enfermaban al haber decidido fingirse enfermas (10), lo que no resulta extraño, pues incluso la simulación parece una opción vital poco saludable aun cuando (o quizás por eso) sea ésta una de las características básicas de la posmodernidad. Se intuye en cualquier caso que tras la "elección" de la enfermedad como modo de vida siempre hay sufrimiento y vacío. Que la siempre incómoda y escurridiza subjetividad, los anhelos identitarios y la necesidad de significar (11), el difícilmente descifrable universo de lo relacional, el engorroso y ubicuo inconsciente, determinan la materialización de nuevas patologías y la reedición de las legendarias, ataviadas de época o con disfraces posmodernos. Y que ninguna ellas va a abandonar el escenario sólo por que sean despojadas de sus beneficios materiales.
Se vislumbra un horizonte incierto (12), y precisamos conjugar múltiples y complejos elementos para una comprensión rigurosa y cabal que posibilite acciones terapéuticas con sentido.
Capitalismo ficticio y capitalismo de ficción
"Nada escapa a los efectos corrosivos del capitalismo' decía Marx, pero ni la misma realidad, efectivamente."
Vicente Verdú (7).
En un mismo párrafo, Rendueles, lanza sus dos primeros dardos, acusándome, primero, de olvidar, atento al capitalismo de ficción, ese otro capitalismo de no ficción, (aparentemente) más brutal y descarnado; y, a renglón seguido, de hurtar a mi cita del texto de Freud unas líneas a su juicio esenciales.
Empezaré por esto último para indicar que Rendueles comete el mismo delito del que me declara culpable, tomando la parte del texto que más conviene a sus argumentos e ignorando la que considera irrelevante.
Transcribo la cita entera de Freud (tomada de "La iniciación del tratamiento") para evitar más confusiones: "Se puede no compartir la repugnancia ascética al dinero y deplorar, sin embargo, que la terapia analítica resulte casi inasequible a los pobres, y tanto por motivos externos como internos. Pero es cosa que no tiene gran remedio. Por otro lado, quizá acierte la afirmación corriente de que los hombres a quienes las duras necesidades de la vida imponen un rudo y constante trabajo, sucumben menos fácilmente a la neurosis. Ahora bien, la experiencia demuestra, en cambio, que cuando uno de tales individuos contrae una neurosis, no se deja ya sino difícilmente arrancar a ella, pues le presta grandes servicios en su lucha por la existencia y le procura una ventaja patológica secundaria demasiado importante. La neurosis le ayuda a lograr de los demás la compasión que antes no logró de ellos su miseria material y le permite eximirse a sí mismo de la necesidad de combatir su pobreza por medio del trabajo."
En su trabajo, Rendueles concluye con presteza que Freud, se refiere, al hablar de "tales individuos", a "los pobres". Algo discutible, pues la lectura del texto parece llevarnos más bien a pensar que a quienes Freud alude es a "aquellos a quienes las duras necesidades de la vida imponen un rudo y constante trabajo".
Bien es cierto que en los albores del siglo XX resultaba admisible la identificación de la clase trabajadora con la de los desposeídos, pero ello parece bastante improbable en el comienzo del nuevo milenio, toda vez que no es ya tampoco tan sencillo saber a qué nos referimos cuando hablamos de pobreza (14).
Al señalar mi olvido acerca de ese otro capitalismo de no ficción, Rendueles no hace sino insinuar que mi argumentación conduce a concluir que el capitalismo cruel de antaño ha dado paso a otro más dulce e inocuo. Y nada más lejos de mi intención, pues lo que pretendo señalar es, como plantea por ejemplo Debord (15), que "lo falaz, lo engañoso, lo embustero, lo seductor, lo insidioso, lo capcioso constituyen hoy en día una especie de paleta de colores para un retrato de la sociedad del espectáculo". Que el capitalismo universal y desarrollado ha alumbrado lentamente la globalización, creación política dirigida a establecer las mejores condiciones para su funcionamiento y dominación (16).
El pasaje del capitalismo pesado al liviano, y de la modernidad sólida a la fluida o líquida constituye el marco en el cual se inscribe la Historia de la mano de obra (17), y el propio Toni Negri, en la larguísima entrevista que se recoge en "Del retorno" plantea que "el paso de la producción material a la producción inmaterial es algo que el Partido Comunista y los sindicatos no han conseguido asimilar"; y añade: "Incluso el capitalismo se ha vuelto diferente"(18). Aunque es bien sabido que es relativamente sencillo hacer que los autores digan lo que queremos, no resulta despreciable que un icono como Negri apunte en este sentido.
En un artículo que comparte páginas con el de Rendueles, Fernández Liria y García Álvarez subrayan (19) la evolución sufrida por el capitalismo y el trabajo, así como por el papel que éste juega en el sistema de significados que configura a los individuos como miembros de la sociedad. Efectivamente, este texto llama la atención acerca de cómo, en la época actual, el trabajo ya no sólo proporciona un medio de subsistencia, no sólo actúa como un generador de derechos; aparece ya como un elemento jerarquizador en el entramado social, es susceptible de aportar un cierto significado personal y se constituye en un entorno privilegiado de relaciones interpersonales significativas (a veces el único). Tales aspectos son ciertamente importantes, pues ponen de manifiesto que sólo una de las ganancias a obtener con el desarrollo de una actividad laboral es de índole material, pudiendo inscribirse las restantes dentro de las categorías de lo intrasubjetivo y lo relacional. Y lo mismo sucedería con las ventajas de las enfermedades "útiles" (20), que se circunscriben más a lo inmaterial que a lo crematístico.
Rendueles apunta que actualmente el sufrimiento del trabajador no se enmarca en lo colectivo, no se busca ayuda en un comité de empresa: se busca un buen psi que diagnostique y defienda. Afirmación absolutamente ajustada, y no por razones exclusivamente económicas o de ruin desahogo. La enfermedad se ha introducido en la vida cotidiana como la gran fantasía que explica y justifica cualquier malestar, social e individual. Pero además, hacerse acreedor de etiquetas diagnósticas atractivas (fibromialgia es sólo una de ellas), genera derechos, aporta beneficios en el seno del entramado social, aporta significado personal y facilita la incorporación a un interesante entorno de relaciones interpersonales.
El neocapitalismo, que se ha acomodado a la posmodernidad y que, en cierto modo, se la ha inventado, bebe en algunos de los mitos y obsesiones que se han convertido en puntos de fuga de la sociedad contemporánea.
En 1929, Freud publica "El malestar en la cultura" y declara imposible la felicidad (21,22). Sin embargo, apenas cincuenta años más tarde, ésta se convierte en casi obligatoria. El paso del capitalismo de producción al de consumo y el auge de una cultura individualista parecen estar detrás de este curioso fenómeno que tendrá en la medicalización del malestar uno de sus corolarios.
La necesidad de sostener una euforia perpetua (22), el infantilismo intolerante a la frustración y la demora y el victimismo irresponsable (23) emergen a juicio de algunos autores como características distintivas del perdido ciudadano posmoderno. Del mismo modo que observadores como Verdú, también interesados por la renuencia del individuo a adoptar una posición adulta (24) aluden con gran sentido de lo psicológico a "lo femenino" como incierto elemento que tiñe al capitalismo de ficción.
Los señalados son algunos de los elementos fundamentales que subyacen a los malestares medicalizados del tercer milenio. Y para los interesados por lo psicológico llegan con una música que nos es muy familiar. El cuerpo doliente, lo femenino, la permanente sensación de infelicidad, lo infantil, lo caprichoso, ... ¿no son lugares comunes de la histeria inmortal?
El malestar posmoderno en la consulta
"Los vocablos falsedad, mentira, duplicidad y trampa abundan en los trabajos dedicados a la histeria."
Luciën Israel (25).
Rendueles arremete sin piedad contra las supuestas histerias, que esconden lo que a su juicio sería más ajustado denominar gorronería, simulación, ventajismo. Traza una línea divisoria, borrosa a mi juicio, a fin de separar los deseos inconscientes de lo que es vulgar autoengaño. Reduce el beneficio secundario casi por completo a lo económico, minimizando la trascendencia de otros aspectos susceptibles de ser tenidos en cuenta (26). Alerta acerca de las desastrosas consecuencias de una actitud cándida ante estos individuos. Me atribuye la solución de convertir el dolor corporal en enfermedad del alma. Intuye la posibilidad de terminar con estas nuevas patologías haciéndolas caer en el descrédito cultural. Propugna un futuro libre de conflicto psicológico a través de una solución económica que pasaría por la disolución de la relación trabajo-dinero partiendo de un improbable salario universal.
Irritado, Bruckner comenta en "La euforia perpetua" (22) que "durante mucho tiempo, el movimiento revolucionario se ha dedicado a tachar de fútiles las preocupaciones ligadas a la angustia de la muerte y de la soledad, y sólo ha mostrado desdén por las doctrinas que las tenían en cuenta". "Lo único importante era invertir las estructuras socioeconómicas y que los explotados tomaran el poder. Una vez derrocado el capitalismo, y con él la fuente de todas las iniquidades, se instauraría un nuevo orden al servicio del hombre del que el dolor se retiraría poco a poco, como el agua de una playa en marea baja". Pero "ya se sabe que esas bonitas previsiones no se han cumplido: el socialismo real no sólo ha multiplicado los infortunios allá donde se ha impuesto, sino que ha dejado en la estacada todos los problemas inherentes a la condición humana, esos que calificaba de 'pequeñoburgueses'".
El pensamiento de Rendueles supone una provocadora bocanada de aire fresco en la dulzona atmósfera del capitalismo de última generación, pero se insinúa tan impracticable como inútil de cara a la resolución de las neopsicopatologías de la sociedad del espectáculo. Pues la línea argumentativa de solventar lo económico para desactivar el beneficio secundario y así ganar la salud mental no es sino una elusión de todo lo que de intra e intersubjetivo y relacional hay en la neurosis.
Porque si los razonamientos de Rendueles fuesen consistentes, ¿cómo explicar la llamativa incidencia de la fibromialgia en las amas de casa, que carecen de salario? ¿Cómo justificar que las mujeres, tan frecuentemente alejadas de la minería o la siderurgia, reciban tales etiquetas diagnósticas en una proporción diez veces superior a la de los varones (27)?¿Cómo encontrar razón para la cantidad de mobbing en el funcionariado (28), siendo éste un colectivo cuya labor se desempeña relativamente cerca de esa abolición de relación entre trabajo y dinero? ¿Por qué tanta "enfermedad", tanta infelicidad, cuando se trabaja y se consume más que nunca(7)?
Ciertas voces apuntan a que el factor clave se encuentra en el número y la calidad de las relaciones humanas (7), y éstas no son fácilmente accesibles en esta era del vacío definida por el individualismo (29). Inmaduro perpetuo, mártir autoproclamado, el pequeño adulto huye de la dificultad de ser valiéndose del victimismo y la infantilización. En una sociedad que, imponiendo la felicidad, proclamando como derecho básico el tenerlo todo sin renunciar a nada, negando lo inevitable de las frustraciones, exigiendo ya lo posible y lo imposible, proscribe la manifestación pública de la aflicción cotidiana no medicalizada (22). El lenguaje con el que se designa aquello que está ausente, las palabras que sirven para sostener la espera, el nombre de las cosas, se observan con desconfianza e impaciencia mientras se exige de inmediato el mágico antídoto contra la angustia masiva de la falta.
Inmadurez, teatralidad, victimismo, intolerancia a la frustración y a la postergación de las gratificaciones, dolorismo quejoso que se refugia en la enfermedad. ¿No recuerda todo ello demasiado al funcionamiento histérico en sus formas más primitivas? ¿No es el consumo de psicofármacos, de psicoterapias, de psicodiagnósticos, una expresión de aquella voraz oralidad arcaica? ¿Cuánto alivio es atribuible a la química y cuánto a la pura acción de ingerir pastillas? (30). Y lo obtenido al final, ¿no termina por resultar demasiado caro para el paciente? ¿Realmente se elige racionalmente estar en el mundo de este sufriente modo? Los esfuerzos denodados por hacerse escuchar en las consultas, el tremendo desgaste para conseguir una baja, el inagotable peregrinar de médico en médico, o de abogado en abogado, toda esa energía derrochada, ¿no podría canalizarse de otro modo, más útil y gratificante? ¿Por qué un paciente se empeña en convertirse en tal? ¿Por qué elegir la neurosis como modo de vida? ¿Se trata simplemente de obtener una pensión? ¿De abusar del (moribundo) estado de bienestar?
En la entrada "Beneficio primario y secundario de la enfermedad" del Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (26) se establece una diferencia entre las partes interna y externa del beneficio primario. La interna haría referencia al mecanismo de "huida en la enfermedad" de conflictos penosos, mientras que la externa "estaría ligada a las modificaciones que el síntoma aporta en las relaciones interpersonales del sujeto". "Así, una mujer oprimida por su marido, puede conseguir, gracias a la neurosis, mayor ternura y atención, al mismo tiempo que se venga de los malos tratos recibidos". Admiten los autores que la frontera que separa esta segunda vertiente del beneficio primario del llamado beneficio secundario resulta difícil de trazar, y que Freud estableció la diferencia entre ambas ganancias siempre de forma aproximada.
Parece lícito pensar que el encuentro terapéutico con un paciente pasaría por ayudarle a encontrar otra salida, facilitarle de algún modo la convivencia con el conflicto y el manejo del mismo, buscar con él algún modo de convertir la miseria neurótica en infortunio corriente (31)... Y, antes de ello, o simultáneamente con ello, reivindicar, precisamente, el sufrimiento como corriente. Pero al médico le cuesta decir a su paciente que no sólo no tiene nada, sino que su dolor está justificado, y que no tiene él su remedio en la mano para ofrecérselo (32). Y le cuesta porque realmente se trata de una tarea difícil desde que la sociedad se empeña en instaurar la felicidad sobre la tierra, con una confusión total entre adversidad y desgracia. Un obstáculo ya no es la prueba normal que el mundo opone a nuestras iniciativas, sino una ofensa personal por la que habría que exigir una compensación (22). La madre suficientemente buena (33) que debía frustrar al niño de manera progresiva, que favorecía una incipiente tolerancia de la frustración, que posibilitaba la supervivencia ante el trágico derrumbe de la ilusión de un mundo indoloro y feliz, que aportaba palabras para los displaceres inasumibles, que revelaba lo imposible de ciertos deseos... Esa madre parece tan ausente como el padre que ejercía una función paterna e imponía límites (34). La euforia perpetua, pueril y ridícula se ha instituido como derecho inalienable de ese niño malcriado, sufriente y voraz que es el individuo de la modernidad líquida, que halla en la enfermedad el modo de legitimar su malestar, de generar nuevos derechos, de aliviar su sentimiento de fracaso o de acceder a una identidad (20). ¿Cuántos sujetos hablantes son conducidos a no ser más que organismos enfermos? (25) ¿Cuántos alcanzan esa condición como modo de eludir los sinsabores familiares o profesionales? ¿Es difícil pensar en personajes que abandonan su identidad como enfermos cuando otra más apetecible les es ofertada? ¿Está en crisis la identidad como concepto? (35) ¿Sigue siendo necesario tener una identidad consistente para sentirse bien? (36) Las asociaciones de pacientes adscritas a diagnósticos de éxito ¿no son acaso acogedores entramados humanos proveedores de significación personal, escucha y compañía? Y en este estado de cosas, queda algún espacio para el pensamiento y la acción del clínico que vive y trabaja en la posmodernidad? (37).
Propuesta para un minimalismo asistencial.
"No diría que un análisis cabal es siempre mejor para un paciente que una entrevista psicoterapéutica"
D. W. Winnicott (43).
"Menos es más."
Mies van der Rohe.
Persiste tozuda la pregunta de qué significa el concepto de histeria, y parece que histeria pueda ser todo y nada a la vez; que su esencia sea quizás la de reflejar un fenómeno relacional humano sometido a las modificaciones de lo social (38). Y el neocapitalismo amoral (39), con su producción de realidad antitrágica y pueril, expurgada de sentido y de destino, parece marcar un tiempo que vira hacia lo infantil y desvalido, hacia lo carenciado y lloroso, hacia la demanda urgente, hacia lo insoportable de cualquier malestar. De nuevo el niño con cuerpo de adulto que irrumpe en las consultas médicas, psiquiátricas y psicológicas implorando un remedio sin demora.
El clínico de la posmodernidad, incrédulo ante la voracidad de una demanda demoledora; presa de la indignación por lo exiguo del tiempo disponible si desempeña su labor en instituciones públicas o (des)concertadas; arrollado por una Medicina, una Psiquiatría, una Psicología Clínica tendentes a lo espectacular y exuberante, en las que la opulencia cuantitativa comunicacional (o mediática) no se ve libre de la omnipresente miseria comunicacional (o mediática) cualitativa (40); este clínico de a pie, sorprendido por el capitalismo de ficción parece no poder sino optar entre:
1. Una Psiquiatría brutalista, despiadada, negadora del sufrimiento y cínica (vale decir austera como correcto eufemismo), que etiqueta de quejido victimista, insustancial y caprichoso todo lo que sale por boca del consultante, y que entiende que el deber del médico responsable es enviar sin contemplaciones a su casa a toda esa plétora de insufribles sujetos molestos y que taponan los ya de por sí saturados servicios.
2. Un modelo de atención psiquiatrizador (o psicologizador, siempre y cuando lo psicológico se cosifique y quede vacío de contenido verdadero) del malestar, a mayor gloria de la invención y popularización de nuevos rótulos diagnósticos, de una creciente expendición de todos esos fármacos que aparecen cada vez más como las píldoras de la felicidad, de la puesta en marcha de flamantes y superespecializadas unidades asistenciales que permitan deshacerse del paciente imposible o incómodo (disfrazando de derivación lo que muchas veces no es sino una expulsión) y que hagan posible la generación de muchos y brillantes artículos científicos aptos para su publicación en revistas de alto factor de impacto o, como un buen equivalente, ponencias o comunicaciones para congresos de interés sanitario.
El horror que produce el descreimiento de la primera opción, es casi tan intenso como lo es la sensación de fatuidad de relumbrón que proporciona la segunda. Para el clínico que asume lo asistencial, la búsqueda del beneficio del paciente, como su fundamental seña de identidad profesional, no cabe sino una tercera vía que pasa por una legitimación, más aún, por una narcisización de la comprensión de la propuesta relacional que el paciente hace (y que subyace a toda relación asistencial). Por una satisfacción en el acto de pensar la Historia del sujeto cuya subjetividad ha de ser entendida más allá de los síntomas y que precisa de otro que haga posible la historización de su malestar. Se hace necesario encumbrar el trabajo de trinchera, el acto clínico íntimo, de apariencia simple y enorme complejidad subyacente.
El comentario de Bruckner viene a colación y resulta interesante en este sentido: "Todo ha cambiado desde que la medicina se ha especializado y liberalizado. No sólo el ser humano se fragmenta en manos del especialista, sino que hay múltiples competidores para cada pedazo. La consecuencia de esta nueva situación es que frente a cada terapeuta dudamos entre la fe y la sospecha más absoluta. Como se supone que lo sabe todo, el médico no tiene el menor derecho a equivocarse. Y algunos enfermos, presa del nomadismo de los hipocondríacos, van de consulta en consulta en busca de un consejo o un medicamento nuevos. El paciente contemporáneo es un escéptico que no cree en ningún tratamiento pero que los prueba todos, que acumula homeopatía, acupuntura, sofrología y alopatía casi como esos fieles que abrazan distintas religiones para multiplicar las probabilidades de salvación.
Cuanto más esperamos de la medicina (y actualmente se lo exigimos todo, incluido lo imposible; la curación total, la victoria sobre la muerte), más nos impacientamos con las limitaciones de los médicos. Las promesas de la ciencia aplastan a sus puntuales seguidores, que se vuelven triviales, pierden autoridad, se convierten simplemente en individuos que prestan un servicio y a los que podemos demandar(muchas veces con razón, por otra parte) si algo va mal. Si bien el investigador, el sabio y algunos cirujanos con manos de artista genial siguen teniendo un enorme prestigio, en muchos casos el médico ya no es más que un técnico que consigue que el aparato vuelva a funcionar hasta la siguiente avería.
Sin embargo, no es cierto que estemos condenados a esta medicina fragmentaria que a menudo se parece a un trabajo de fontanería o grifería. Afortunadamente, hay veces en que el enfermo y el médico intercambian algunas palabras que no son únicamente funcionales, y el primero tiene la oportunidad de hablar de su sufrimiento, de integrar sus síntomas en una Historia personal. Y entonces la relación, en lugar de consistir en la desigualdad de un mandarín que ordena y un paciente que obedece, se convierte en un intercambio, en un pacto en el que dos personas, conscientes de sus límites y en un contexto de respeto mutuo, intentan encontrar juntas la mejor cura posible. Quizás el futuro esté en la asociación de la competencia del especialista y de la perspicacia del médico de cabecera" (22).
Esta forma de encarar el malestar medicalizado, en apariencia tan simple y tan sofisticada en lo profundo por cuanto supone hacer posible un encuentro humano, enlaza con la complejidad con la que la psicoterapia es entendida en los últimos años, especialmente en lo que hace a los mecanismos relacionales y no interpretativos del cambio (41).
La consulta terapéutica de Winnicott (42-44), conceptos como "holding" (33) o "reverie" (45), la teoría del apego (46) o la psicología del desarrollo (47,48) guardan estrecha relación con estas líneas de trabajo. Y resulta más que comprensible que, en esta época marcada por el infantilismo, el interés de muchos clínicos se desplace hacia campos que tradicionalmente han interesado a psiquiatras y psicólogos de niños y adolescentes.
Del mismo modo que, en ocasiones, debemos construir una demanda inexistente, o reconducir y reformular la que se nos plantea, es más que evidente que en la posmodernidad es mucha la demanda que, si bien requiere una respuesta, no justifica ni un diagnóstico ni un tratamiento farmacológico ni una psicoterapia (49). Quizás la consulta terapéutica, todo un arte de sencillez formal, minimalista, apoyada en sólidos y complejos cimientos teóricos, sea el referente conceptual básico que permita escuchar el sufrimiento, legitimarlo, darle un sentido, ponerle palabras y hacerlo manejable para un paciente que deje de serlo al reincorporarse a la vida.
El paciente que llega a la consulta del médico, tal vez del psiquiatra o del psicólogo, sintiéndose mal, angustiado, con un malestar difuso, de expresión más o menos somática, más o menos psicológica, demanda un alivio rápido y sin coste, una analgesia para su sufrimiento y espera respuestas eficaces y rápidas más que interrogantes o incertidumbres (12). Si ese malestar no es escuchado sino que, en su lugar, es desoído en favor de su traducción inmediata a una etiqueta diagnóstica y a la prescripción de un tratamiento ajeno a toda comprensión, el destino casi inevitable de tal paciente es, fortalecido en su posición de incomprendido (25),... una nueva consulta. Un nuevo diagnóstico (o a una ratificación del anterior), un nuevo ensayo terapéutico (50). Y así, ad infinitum, en un búsqueda interminable de una desaparición del malestar inherente a estar vivo, a relacionarse con el mundo.
Cuando un individuo no es capaz de asumir problemas que a nosotros nos parecen nimios o consustanciales a la vida; cuando no le es posible resolver lo que parece fácilmente resoluble; cuando se produce tal fenómeno; alguna razón debe de haber para ello. Y el simple movimiento humano, el mero gesto intersubjetivo de interesarnos por los motivos a que tal situación se debe puede tener un efecto terapéutico relevante dado que en eso consiste exactamente el trabajo de facilitación en el proceso de mentalización (que, finalmente, persigue toda psicoterapia) (51,52).
La asistencia orientada hacia la enfermedad contribuye a mantener en un organicismo naïf (53) al sujeto doliente, momentáneamente saciado por la terapéutica ofertada en esa dinámica sustitutiva que se impone en detrimento de un planteamiento potenciador de los propios recursos y posibilidades del paciente para desarrollar la salud e impedir la enfermedad.
Ese planteamiento potenciador, cuya filosofía esencial podría bien ser expresada con la sentencia de Mies van der Rohe, "menos es más", está en la base de una propuesta para la comprensión y atención del malestar en la posmodernidad.
En Atención Primaria, orientando psicológicamente la praxis sanitaria más allá de la prescripción desaforada de ISRS (pues a esto parece limitarse en el momento actual la comprensión del médico de que algo de lo psicológico está en la base de lo que se presenta todos los días en su consulta), invirtiendo tiempo, que se ahorrará a medio y largo plazo, en educación para la salud y en comprender relacionalmente la queja.
Y, por supuesto, en Salud Mental, tomando como referente la consulta terapéutica, articulando una labor de contención, que no significa ignorar el sufrimiento, ni trivializarlo; ni tampoco magnificarlo, ni otorgarle un estatuto de enfermedad con un código DSM para el que corresponde un cierto fármaco sanador. Al modo de una madre suficientemente buena (33) que sabe frustrar adecuadamente al bebé que se queja y llora, que sabe calmar su angustia sin por ello concederle todo, de esa forma, habríamos de actuar como clínicos suficientemente buenos, capaces de identificar el malestar, de darle carta de naturaleza, de legitimarlo como tal, de hacerlo comprensible, de contextualizarlo, de historizarlo y de proveer al paciente, no sólo de un instrumento psicológico para apaciguarlo (mediante la interiorización de un aparato para pensar) sino de la importante percepción de sí mismo como agente de su propio cambio gracias a la puesta en marcha de sus propios recursos.
Desde la ética de una práctica centrada en el paciente (50), una labor de contención psicológica que permita articular los conceptos de "holding" (33) y "reverie" (45) y facilitar la mentalización (51,52) puede evitar la cronificación medicalizada (50) y la dilapidación de recursos comunitarios tremendamente escasos.
Agradecimientos
Las aportaciones bibliográficas de José Jaime Melendo, Marian Fernández Galindo y Antonio de la Nuez constituyen sólo una de las razones por las que les estoy enormemente agradecido.
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Dirección para correspondencia:
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