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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq.  no.92 Madrid oct./dic. 2004

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Separación o divorcio: Trastornos psicológicos en los padres y los hijos

Separation or divorce: Psychological disordes on parents and children

 

 

Reyes Vallejo Orellana 1, Fernando Sánchez-Barranco Vallejo 2, Pablo Sánchez-Barranco Vallejo 3

1 Psicóloga, Profesora de la Facultad de Psicología. Universidad de Sevilla.
2 Médico. Sevilla.
3 Psiquiatra Department of Psychiatry New York University School of Medicine. Bellevue Hospital Center New York, NY, USA.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Tras señalar el papel psicológico para los hijos del grupo familiar, se ha revisado la literatura científica sobre las consecuencias que acarrean en los niños las separaciones o divorcios, resaltando las ventajas e inconvenientes de la custodia compartida o en solitario, así como las características de los síndromes denominados de Alienación Parental, Progenitor Malicioso, e Interferencia Severa que tanto alteran el proceso de la ruptura de la pareja y un trastorno más tardío llamado Síndrome de la Falsa Memoria.

Palabras clave: Separación, Divorcio, Custodia compartida, Custodia en solitario, Síndrome de Alienación Parental, Síndrome del Progenitor Malicioso, Síndrome de Interferencia Grave, Síndrome de la Falsa Memoria.


SUMMARY

Upon outlining the key psychological role that the family group exerts on the children, we have examined the current available research data analyzing the potential impact that the separation or divorce may have on them. A special emphasis has been dedicated to review the pros and cons of the shared and individual modalities of child custody. Finally, we have included a description of several syndromes such as the Parental Alienation Syndrome, Malicious Parent Syndrome, and the Severe Interference Syndrome, as well the late-onset False Memory Syndrome, provided their negative effect on the process of separation or divorce.

Key words: Separation, Divorce, Joint custody, Sole custody, Alienation Parental Syndrome, Malicious Parent Syndrome, Severe Interference Syndrome, False Memory Syndrome.


 

Introducción

Desde la perspectiva psicológica se considera la "familia" (término que no implica en nuestro trabajo ninguna connotación conservadora o tradicional, haciendo referencia a un grupo estable de convivencia constituido por una figura parental masculina y otra femenina, unidos por intereses afectivos, etc.) como el contexto social más privilegiado de influencia y de eventual optimización del desarrollo biopsicosocial humano. La posición aventajada de este tipo de agrupación humana cobra una importancia definitiva a lo largo de los tres primeros años de vida de los niños que se desarrollan en ella, ya que a partir de esta edad otros entornos sociales (guardería, escuela, compañeros, etc.) van a añadir nuevos influjos a los aportados por tal constelación en el proceso evolutivo ya iniciado.

Debe subrayarse que la función de la "familia" va más allá de garantizar la supervivencia y el crecimiento físico del hijo, dado que es también la promotora principal de su desarrollo social y afectivo, gracias a lo que el sujeto puede transformarse, desde el inicial individuo biológico que es al nacer, en una individualidad biopsicosocial o persona. En ello resulta esencial el establecimiento de relaciones de vinculación afectiva o de apego del niño con sus progenitores o figuras que se encarguen de su cuidado.

Ya al final del primer año de vida, el bebé está ligado afectivamente con ciertas figuras significativas de su entorno cercano, aunque será desde entonces cuando tales relaciones se van a enriquecer y a afianzar a partir de un proceso interactivo con las personas que le son importantes, precisamente las llamadas figuras de apego. Una vez establecido el lazo afectivo con ellas, el niño muestra su vinculación afectiva a través de conductas que buscan la proximidad física y el mantenimiento del contacto con las personas con las que se siente emocionalmente ligado, quienes ejercerán una poderosa influencia sobre su desarrollo psicológico y social. Pues bien, de acuerdo con Sroufe (1), una Historia de interacción fundamentada en el cuidado e interés por el otro es el factor más importante para establecer un apego seguro, mediante el cual el bebé utiliza a sus figuras significativas como base para el bienestar emocional y la exploración del entorno, siendo además una herramienta clave para que vaya descubriendo y ampliando su conocimiento del mundo.

Los estudios realizados sobre la vinculación afectiva en los primeros meses de la infancia, evidencian que los bebés desarrollan este nexo con ambas figuras parentales y que las funciones de las mismas son similares. En lo que se refiere a la relación con la figura paterna, ya a los tres meses de vida se puede predecir la seguridad del vínculo entre ella y el bebé (2). Hay que insistir al respecto, en contra de lo que tradicionalmente se ha considerado, que los estudios referidos a este aspecto evidencian que la figura parental masculina puede ser igual de sensible y tener la misma capacidad de respuesta ante las necesidades y demandas del hijo que la figura materna. En particular, los padres varones que están muy cerca de sus bebés ejercen sobre ellos una influencia positiva muy significativa en el ámbito cognitivo (3, 4, 5).

Ha de resaltarse que la calidad de las relaciones afectivas que se forman en la infancia determina la capacidad para establecer relaciones íntimas durante toda la vida adulta, de modo que la relación entre el niño y sus padres es para siempre, siendo un vínculo que los une en el espacio y perdura en el tiempo. Por ello, los niños que en la infancia tienen una base de seguridad y pueden contar con las figuras parentales, desarrollan y afianzan el suficiente sentimiento de confianza en sí mismos como para relacionarse con el mundo de manera sana y provechosa: cuanto más seguro sea el vínculo afectivo de un niño con los adultos que lo cuidan y educan, más garantía hay de que se convierta en un adulto psicológicamente adaptado e independiente y de que establezca buenas relaciones con los demás (6).

 

El impacto psicológico de la separación o el divorcio en los hijos

La provisión de estabilidad afectiva y emocional que requiere el desarrollo infantil puede verse seriamente amenazada por la separación o el divorcio de los padres, especialmente cuando el apego aún no está suficientemente afianzado (7). Es conocido, al respecto, que la mayor proporción de ellos tiene una media de edad de seis años o menos en el momento de la ruptura, de cuyo conjunto una gran parte muestra más desajustes psicológicos a lo largo de su vida que los que pertenecen a familias intactas, si bien tales desajustes no siempre alcanzan niveles clínicos (8, 9, 10).

Las conexiones existentes entre la separación o el divorcio de los padres y las anomalías conductuales o caracteriales del niño han sido propuestas desde una amplia variedad de trabajos de investigación, a partir de los cuales se han identificado algunas variables que pueden incidir más significativamente que otras en la aparición de diversos trastornos psicopatológicos infantiles, habiendo permitido también una aproximación a las vivencias infantiles que desarrollan los hijos en este conflicto.

En este campo, Hetherington, Bidges e Insabella (11) señalan como relevantes una serie de características en el comportamiento del niño tras el cambio de la composición de la "familia", los efectos negativos de la ausencia de la figura paterna junto a la típica situación de la custodia de la madre, el incremento del estrés económico en el grupo con las subsiguientes consecuencias en el trato al hijo, los problemas que derivan del cambio que supone pasar de tener dos padres a tener uno solo y lo negativo que trae consigo la existencia de tensión interparental en el hijo.

Wallerstein y cols. (12, 13) han considerado que el sexo del niño determina diferencias en el desajuste tras un divorcio o separación, evidenciando que los chicos varones parecen tener mayores dificultades para superar la crisis, tanto en la intensidad de sentimientos negativos como en su duración, presentando más problemas escolares y más irritabilidad que las niñas.

Por su parte, Buchanan, Maccoby y Dornbusch (14) clasifican en tres categorías los factores que afectan al ajuste del niño después del divorcio o separación: la pérdida de uno de los padres, los enfrentamientos entre los progenitores y la disminución de sus funciones de paternidad.

Para McLanahan y Sandefur (15), el factor más relevante lo constituye la ausencia de la figura paterna, asociándola con un menor aprovechamiento escolar, tanto en chicos como en chicas, un bajo nivel de empleo laboral en el caso de los varones en la adultez y maternidades precoces cuando se trata de muchachas. La presencia del padre para un desarrollo armónico de los hijos también resulta crucial en el estudio de Amato y Gilbreth (16). De acuerdo con sus resultados, el bienestar del hijo se sustenta en el ejercicio de una paternidad con autoridad moral y la existencia de estrechos sentimientos de afecto entre padre e hijo, siendo ello el mejor predictor de los resultados respecto a una inadecuada formación escolar, externalización de conductas problemáticas e internalización de problemas emocionales.

En cuanto a los estudios encaminados a conocer las vivencias infantiles, cuando tiene lugar el divorcio o la separación de los padres, los resultados empíricos permiten una buena aproximación a esa realidad. A partir de la revisión llevada a cabo por Amato (17) y Amato y DeBoer (18) sobre investigaciones realizadas en la década de 1990, los resultados encontrados indican que los adultos y niños de "familias" separadas o divorciadas puntúan más bajo que sus iguales de "familias" intactas en el campo de las habilidades sociales y presentan mayores conflictos en sus propios matrimonios. Estos hallazgos difieren, sin embargo, de los encontrados inicialmente por Cherlin, Chase-Lansdale y McRae (19), según los cuales las dificultades de los niños ya eran patentes antes del divorcio o la separación. No obstante, en un estudio posterior de Cherlin, Kiernan y Chase-Lansdale (20), los resultados sí coincidieron con los de Amato (17) y Amato y DeBoer (18), al constatarse que los sujetos de "familias" separadas o divorciadas tenían dificultades psicológicas importantes después de que llegaran a la adultez. Esta prolongación en el tiempo de los desajustes no se confirmó en el estudio de Hetherington y Kelly (21), aunque sí encontraron elevados niveles de ansiedad en adultos y jóvenes de "familias" divorciadas o separadas, problemas en sus relaciones con el otro sexo, así como cuando eventualmente acceden al desempeño de funciones de paternidad, hallazgos que coinciden con los encontrados en el estudio longitudinal realizado por Wallerstein y Lewis (22).

Considerando que, por la diversidad de factores que participan, los impactos del divorcio o separación pueden ser muy diferentes para cada niño, la mayor parte de la literatura científica al respecto es coincidente en que tales experiencias modifican completamente sus vidas: la gran mayoría de los hijos de separados o divorciados, ya desde los años inmediatamente posteriores a tales eventos, muestran marcadas anomalías en sus desarrollos, ya que cuando se produce una separación o un divorcio, tanto la infancia como el ejercicio de las funciones de paternidad de la pareja rota se ven desafiadas, aunque sea también cierto que en muchos casos tanto hijos como padres se pueden ver liberados de una convivencia infeliz e incluso a veces de situaciones con un final más o menos trágico. En el caso de los progenitores, el desafío surge porque tienen que reestablecer el funcionamiento económico, social y parental y en el caso de los hijos porque, a todas las edades, luchan con la desconcertante demanda de tener que redefinir sus contactos con ambos padres.

Todo ello se hace más complejo en aquellos casos en los que el progenitor custodio, que generalmente suele ser la madre, tiene que hacer frente no sólo a la sobrecarga de tensiones y tareas propias de su misión, sino también al lógico desajuste emocional asociado con la tensa situación que suele conllevar la ruptura con la pareja. Es por eso que, con relativa frecuencia, la figura parental encargada de la custodia (las más de las veces la madre) desempeña prácticas educativas erráticas, con poco control sobre el comportamiento del hijo y escasa sistematicidad en el seguimiento de reglas, con las consecuencias negativas que son de prever en el desarrollo de los hijos.

El estado de crisis del niño, cuando todavía está presente el lógico desequilibrio emocional del padre o de la madre tras la separación o el divorcio, puede exacerbar los problemas entre ellos en lugar de servir de apoyo mutuo, lo que es especialmente influyente cuando los hijos son menores de tres años (11, 12).

Los grandes cambios en las relaciones con ambos padres se acompañan de una elevada ansiedad en los hijos, especialmente cuando la ruptura los coge por sorpresa, pues, dadas las peculiaridades de la psicología infantil, y teniendo en cuenta que el amor y la dedicación de sus padres han desaparecido, tal sensación de pérdida lleva a los niños de todas las edades a la conclusión de que las relaciones personales armónicas son irrealizables, y, aún en los casos en que esas relaciones sigan siendo relativamente adecuadas, no hay garantías de que se mantengan en el futuro. Estas creencias suelen continuar presentes en la adolescencia y en la adultez, al estar reforzadas por la experiencia personal en los años cercanos al pos-divorcio o pos-separación, debido al interés que los padres mostraron por hacer patente el desafecto que sentían el uno por el otro (12, 13, 21, 22).

Si el momento de la separación o el divorcio de los padres ocurre siendo los hijos menores de seis años, sus primeras reacciones son de temor y de una profunda sensación de tristeza y de pérdida, conmoción e infelicidad, particularmente en el período de la ruptura y en el inmediatamente posterior. La mayor parte de ellos sienten una gran soledad, desconcierto e ira hacia sus padres, sentimientos que siguen siendo muy poderosos décadas después.

Para los menores de seis años, perder la disponibilidad de sus padres supone el mayor precipitante de angustia, dada la escasa capacidad que poseen para reconfortarse ellos mismos, angustia que está presente tanto si los padres son afectuosos como indiferentes, extrañando mucho al padre que se ha ido, temiendo no volver a verlo jamás. Además, debido a las limitaciones cognitivas que los niños aún poseen, al temor de la desaparición de uno de sus padres se une la amenaza de que el otro también pueda irse, lo que hace más frecuente el llanto desconsolado, la intensificación exagerada de conductas de aproximación y contacto físico con la figura parental que ejerce la custodia, la aparición de conductas regresivas en la alimentación, las alteraciones en el control de esfínteres y en el ritmo del sueño, así como la aparición de conductas rituales (sobre todo en torno al momento de irse a dormir), todas ellas como medidas de control mágico de las separaciones del progenitor, dado que cualquier pérdida de la mera visión del que ejerce de custodio es vivenciada como susceptible de una nueva pérdida o abandono, con el consiguiente acrecentamiento de la angustia.

Como era de esperar, las temáticas de soledad y de miedo al abandono se hacen más intensas en los casos en los que el niño ha sido testigo de cualquier tipo de violencia entre sus padres, más aún si alguno de los progenitores estaba bajo los efectos del alcohol u otras sustancias tóxicas y hay palabras de chantaje por en medio en relación con quitarse la vida o matar al otro. Estas experiencias no sólo ponen en marcha una intensa angustia en los momentos en que tienen lugar, sino que continúan actualizadas en el recuerdo del niño con todo lujo de detalles, o bien se convierten en temas recurrentes en los sueños. Esto significa que, aunque el niño, por la edad en que la que tienen lugar esos hechos, no tenga una clara consciencia de las mismas, las vive como genuinos traumas psicológicos, creando la habitual sintomatología del trastorno por estrés postraumático, síntomas que permanecen a lo largo de mucho tiempo, a veces toda la vida. Es por eso que, en algunos jóvenes y adultos, la vivencia de la ruptura entre los padres aparece inopinadamente en forma de episodios fragmentados, a modo de "flash", en situaciones claves de sus existencias, especialmente cuando sus relaciones adultas atraviesan puntos críticos.

Hay multitud de evidencias, pues, que la crudeza del sufrimiento que experimentan los componentes de una pareja tras la ruptura de la misma, marca emocionalmente al niño de forma indeleble. Puede que, con el paso del tiempo, las influencias de los conflictos que rodean la separación o el divorcio de los padres vayan suavizándose en intensidad, pero no suelen olvidarse nunca de forma total.

Por otra parte, las consecuencias de la separación o divorcio de los padres también afecta seriamente el desarrollo social de los hijos, al fracturarse las redes de apoyo social con las que contaban hasta entonces. Con frecuencia, tras el divorcio o la separación, los niños han de reubicarse en un barrio nuevo y en una escuela distinta, con la consiguiente pérdida de sus relaciones con sus iguales y con las actividades hasta entonces habituales, viéndose obligados a realizar un muy costoso esfuerzo adaptativo a esos nuevos contextos. Junto a estas circunstancias, en el hogar se encuentran con unas funciones paternales seriamente disminuidas, justo en el momento en el que necesitan más que nunca de un entorno estable y sensible, para desarrollar su personalidad tanto fuera como dentro de la "familia". Con frecuencia, los cambios consecuentes a la separación obligan a algunos de los hijos a asumir una serie de responsabilidades dentro del hogar, como, por ejemplo, hacer de cuidadores de los hermanos más pequeños, o, incluso, a tener que proteger a un padre o a una madre emocionalmente necesitados. Esta eventualidad puede ser motivo de orgullo para el niño e incluso favorecer el desarrollo del sentimiento de compasión y de responsabilidad moral, pero, si la situación es prolongada, el precio que han de pagar es muy alto, pues pierden la ocasión de disfrutar de los privilegios de la infancia y de la adolescencia, así como de importantes aspectos de su desarrollo social.

En contraste con sus pares de "familias" unidas, los hijos de grupos familiares separados o divorciados, juegan menos, participan poco en actividades extraescolares y no se implican mucho en programas de enriquecimiento escolar o vacacional. Estas diferencias se deben, además de a la generalizada situación de precariedad económica que suelen tener estas "familias", a la menor disponibilidad de los padres para llevar a los hijos a estos tipos de acontecimientos, y, más frecuentemente, al cambio de vecindario y escuela habituales, así como a causa de las interrupciones a que obliga el cumplimiento del régimen de visitas del padre no custodio (22).

Por todo lo comentado hasta ahora, se puede afirmar que la gran mayoría de los hijos de padres separados o divorciados no tienen una infancia feliz. Pero, es más, la añoranza de los jóvenes después de haber perdido esas oportunidades de disfrutar de su infancia, continúa décadas después, como reiteradamente hemos señalado.

 

¿Custodia compartida o en solitario tras la separación o el divorcio?

En gran parte de las separaciones y divorcios, los padres toman sus propias decisiones respecto a la custodia de los hijos sin tener que recurrir al sistema legal vigente en su comunidad o país. Por lo general, estos acuerdos comunes incluyen que la madre se haga cargo de la custodia física de los hijos, sin que se impida la continuidad de los contactos con el padre o de que éste siga involucrado de alguna forma en la educación de los hijos. No obstante, con miras a salvaguardar el desarrollo infantil, hay una serie de legislaciones que tratando de regular el divorcio o de la separación de una pareja contemplan la equidad entre madres y padres como posibles custodios de los hijos, lo que se conoce como custodia legal compartida (23). Pero, aun en los casos en los que uno de los padres obtenga la exclusividad de la custodia, el acceso del niño al padre no custodio es fomentado y protegido por dichas leyes, al dotar a éste de la libertad para ejercer su derecho de visitas, incluso en los casos de separaciones o divorcios conflictivos o cuando la custodia del hijo es objeto de disputa legal entre ambos progenitores.

Los primeros estudios realizados sobre la custodia compartida, indicaban que los niños afrontan mejor la situación de la separación o el divorcio cuando la madre ostenta la custodia, siempre que puedan ver frecuentemente al padre (12, 24). Los trabajos de Hetherington, Cox y Cox (25, 26) también informan de los beneficios del contacto continuado con el padre cuando la madre es la responsable de la custodia, siempre que la intensidad del conflicto entre la pareja no sea demasiado elevada y que ambos sean personas emocionalmente estables. No obstante, las fallas metodológicas de estos estudios pioneros, especialmente por el sesgo de las muestras seleccionadas, propiciaron nuevas investigaciones con muestras de niños que vivían con sus madres, confirmándose algunos efectos positivos cuando existía contacto con el padre no custodio, aunque sin evidenciar cuáles eran los beneficios que derivaban del contacto elevado con el progenitor ausente del hogar (27, 28, 29). En esta línea de investigación, otros estudios hallaron que los beneficios en los hijos con contactos habituales con el padre no custodio surgían a determinadas edades y en períodos concretos de tiempo después de la separación o el divorcio, pero no de forma generalizada, pues cuando el contacto era frecuente, los chicos mostraban niveles bajos en su autoestima (30). Es más, cuando los niños vivían con su madre y un sustituto del padre, el contacto elevado con el padre biológico no establecía relación con la incidencia de problemas de conducta en el hijo. En cambio, cuando vivían con el padre y una sustituta de la madre, esos problemas eran menos frecuentes cuando tenían a menudo contacto con la madre biológica.

Por otro lado, la resolución legal de compartir la paternidad puede presentar, desde el punto de vista psicológico, diferencias en cuanto a la manera de desempeñarla. El estudio longitudinal de Maccoby, Buchanan, Mnookin y Dornbusch (31) detectó tres patrones psicológicos de custodia compartida después del divorcio: de cooperación, de hostilidad entre la pareja y de aislamiento entre sí de la pareja.

Los padres que adoptan el estilo cooperativo, se caracterizan por hablar frecuentemente entre ellos acerca de los asuntos que conciernen a los hijos, procurando no interferirse mutuamente y acordando entre ambos las funciones a desempeñar dentro de cada hogar respecto a los mismos. El patrón de hostilidad se caracteriza en cambio por un contacto mantenido con el otro miembro de la pareja, pero con marcada animosidad o enfrentamiento mutuo. En estos casos, es frecuente que, indistintamente, argumenten que el otro siempre boicotea las visitas a los hijos. Lógicamente, cuando los padres adoptan este tipo de comportamiento, suelen haber bastantes problemas cada vez que los niños disfrutan del contacto presencial con uno u otro progenitor, ya que esa situación engendra la irritación de uno de los padres y el consiguiente sentimiento de decepción del niño. Por último, en cuanto a la pauta de aislamiento entre los padres, que es el prototipo de actuación parental más frecuente entre padres separados o divorciados que tienen hijos mayores, habitualmente los progenitores se comunican entre sí utilizando al hijo como portador de mensajes que suelen conllevar un contenido más o menos hostil hacia al otro, con lo que evitan la necesidad de tener que confrontarse entre ellos. Sin embargo, con el paso del tiempo, es habitual que el aislamiento entre los padres se vaya haciendo más frecuente y los patrones conflictivos vayan disminuyendo paulatinamente.

En principio, y a pesar de que el niño reparte su vida entre dos hogares diferentes, el estilo cooperativo resulta ser el de menor motivo de conflictos. Las dificultades que pueden derivar de la cooperación de los padres en la custodia del hijo, obedecen a la incidencia de variables como la edad (cuanto más jóvenes son los progenitores, más posibilidades de conflictos), el tamaño de la "familia" (cuanto más amplia, más dificultades), que la custodia haya sido o no determinada legalmente, que se den diferencias en la percepción de los padres de cómo se involucró el otro en la crianza del hijo antes de la separación o el divorcio y de la presencia de criterios distintos en la consideración del bienestar del niño en el hogar de uno u otro progenitor.

A pesar de que desde la década de los setenta del pasado siglo la custodia compartida ha sido considerada, sobre todo en los países anglosajones, como la mejor opción en la separación y el divorcio, porque se supone que salvaguarda mejor el bienestar de los hijos habidos en esas parejas (32, 33), todavía sigue abierto el debate entre partidarios y oponentes a la misma (34, 35, 36). Los argumentos a favor de la custodia compartida se han centrado en los beneficios para el niño de mantener las relaciones con ambos padres. Por el contrario, el principio de la igualdad legal de los progenitores para ejercer sus funciones en el cuidado y educación de los hijos, ha sido objeto de crítica por parte de algunos autores, al alertar sobre el posible riesgo de conflictos de lealtad en los niños que mantienen lazos afectivos estrechos con ambos progenitores, alterando la necesidad de estabilidad en la vida del niño y perjudicándolos por la exposición continuada de éste al conflicto entre los padres, al intensificarse la tensión entre la pareja en virtud del contacto que sus visitas pueden acarrear.

En opinión de Turkat (37), el acuerdo igualitario respecto a las responsabilidades parentales que implica la custodia compartida, no siempre se cumple en una gran mayoría de casos. El tipo más habitual de acuerdo de custodia compartida conlleva la designación de uno de los padres como el que primariamente reside con el hijo y del otro como el que no reside habitualmente con él. Esto supone que uno de los padres, justamente el residente, desempeña durante más tiempo sus funciones con el niño, tiene mayores responsabilidades hacia él y disfruta más de su presencia. En cambio, el padre no residente no tiene tales ventajas, siendo el que usualmente se encarga del apoyo económico. Esta situación evidentemente no responde a lo que judicialmente se entiende y considera que es la custodia compartida (38).

Desdichadamente, la literatura revela un amplio número de informes que evidencian que los padres separados o divorciados no siempre facilitan la cooperación en los términos legales establecidos en el proceso (39, 40). Esa realidad no es sorprendente, si se tiene en cuenta que muchos procesos de separación o divorcio se sustentan en la incapacidad de permanecer unidos sentimentalmente los miembros de la pareja, por lo que no es lógico suponer que vaya a tener una trayectoria distinta después de la ruptura de la convivencia, o, sencillamente, porque los que se han separado o divorciado puedan ser demasiado optimistas respecto a esa nueva situación. El problema se hace aún más patente cuando se consideran las conductas antagonistas que, a menudo, desempeñan los litigantes durante todo el proceso de separación o divorcio (41), que pueden ir desde la denuncia del empleo de tácticas soterradamente maliciosas por parte del contrario, hasta el fomento de la animosidad entre los amigos o los parientes cercanos (42).

Obviamente, al margen de los condicionantes legales que sustenten el otorgar una paternidad compartida o de los factores que expliquen la desobediencia de la misma, lo cierto es que algunos padres desempeñan conductas dañinas, y, por tanto, no actúan por el mejor interés de sus hijos (43). En opinión de Turkat (37), la base de la custodia compartida es asegurar que los hijos de padres separados o divorciados tengan el beneficio de mantener la influencia de ambos padres como medida de protección a sus desarrollos armónicos. Por tanto, en nuestra opinión y dado lo delicado del tema, la decisión legal de otorgar la custodia compartida a una pareja divorciada debe ser valorada con sumo cuidado, porque si un progenitor no contribuye o asume razonablemente su responsabilidad para con sus hijos, está promocionado en ellos su disfunción personal (44, 45).

 

Paternidad compartida y riesgos de disfunción en el desarrollo de los hijos: Síndrome de alienación parental, síndrome del progenitor malicioso, síndrome de la interferencia severa y síndrome de la falsa memoria

Como ya se ha comentado anteriormente, al margen del tipo de custodia que se acuerde, la separación o el divorcio de los padres siempre supone un importante impacto negativo en el desarrollo global de los hijos. Desgraciadamente, a esta situación se pueden sumar una serie de factores circunstanciales que, especialmente cuando se trata de una ruptura teñida por la confrontación o el conflicto entre los componentes de la pareja, intensifican la disfunción evolutiva de los niños. En estos casos, y con mayor frecuencia de lo que fuera deseable, los conflictos emocionales asociados con la separación o el divorcio de los padres se intensifican, convirtiéndose los hijos en víctimas de situaciones (sutiles o manifiestas) de manipulación, por parte de uno o de ambos progenitores, para despertar el odio hacia el otro. Concretamente, nos referimos a trastornos específicos como el Síndrome de Alienación Parental (SAP) (46, 47, 48, 49, 50, 51, 52) y a cuadros derivados, como el Síndrome del Progenitor Malicioso (SPM) (53) y una forma clínica especial, que puede denominarse Síndrome de la Interferencia Severa (SIS). En época más tardía, en la adolescencia, puede dar la cara el Síndrome de la Falsa Memoria (SFM) (54).

De tales anomalías parentales, es relativamente frecuente la estrategia dada por el Síndrome de Alienación Parental de Gadner (46). Se trata de una maniobra en la que uno de los padres dirige, de forma solapadamente sutil y perversa, a los hijos contra el otro progenitor, sin que exista una justificación razonable para ello. Gardner (54) lo delimita como un desorden que surge casi exclusivamente en los contextos de disputa por la custodia del hijo, abocando en programaciones que tienen como objetivo central alienar a un progenitor, haciendo una especie de "lavado de cerebro" contra el otro progenitor o induciendo a esa alineación mediante una campaña de desprestigio contra el padre victimizado. No se trata sólo de un "lavado de cerebro" de uno de los padres contra el otro: los propios hijos en esa manipulación, a menudo contribuyen y complementan lo que se ha previsto para la programación contra el padre-víctima. Si la maniobra tiene éxito, tal cuadro puede llegar a crear multitud de trastornos en todos los sujetos implicados (48, 50, 54). Esta entidad clínica fue ampliada por Darnall (55), al considerar que, en muchos casos, el padre que desarrolla la campaña de desprestigio hacia el otro progenitor manipula acontecimientos reales hasta convertirlos en irreconocibles.

En cualquiera de estos casos, estas conductas son altamente perjudiciales para los hijos victimizados, el padre objeto del daño y las relaciones entre ambos, socavando seriamente la paternidad compartida. Este tipo de actuaciones psicopatológicas es habitual en los procesos de separación o divorcio en los que los padres entablan una intensa lucha por obtener la custodia de los hijos y también en las disputas que entablan respecto a las visitas y aspectos relacionados con el litigio en general, como la disolución de los bienes económicos de la pareja (56).

Por la malvada sutileza del proceso, la detección del Síndrome de Alienación Parental no resulta fácil. En opinión de Aguilar Cuenca (57), existen una serie de criterios que ayudan a identificar la instauración de este trastorno en el proceso de ruptura de la pareja: a) que el niño trate al otro padre como a un desconocido, sintiendo su proximidad como una agresión a su persona; b) que existan muestras sin fundamento de desamor hacia el progenitor rechazado, que se justifican utilizando argumentos basados en situaciones pasadas banales y en conductas o características protagonizadas por el progenitor rechazado carentes de toda importancia e incluso absurdas; c) que se observen signos de odio total y absoluto hacia el padre rechazado, sin concesiones, dando muestras los chicos de sentir una adhesión y devoción incondicionales hacia al progenitor manipulador, al que defiende sin admitir ningún tipo de razonamiento dirigido en su contra; d) que haya claras manifestaciones de una constante desacreditación del padre alienador hacia el otro progenitor a lo largo del proceso de la separación o el divorcio, llegando el niño a interiorizar esos argumentos hasta formar parte de su pensamiento y juicios, resultando chocante los términos que emplea para referirse a la figura parental atacada, llegando a relatar detalladamente pasajes que realmente no vivieron o presenciaron; y, e) el odio que siente la figura parental anómala y el hijo no sólo está dirigido hacia la figura desprestigiada, sino a todo el entorno familiar de éste (abuelos, tíos, primos, etc.), cuando previamente se había tenido con ellos adecuadas relaciones afectivas.

Según la intensidad del proceso de alienación, Gardner (49, 54) diferenció tres tipos de Síndrome de Alineación Parental: leve, moderado y severo. Estas tres modalidades no constituyen entidades nosológicas precisas, sino tres formas graduales en el continuum del SAP.

El tipo leve, se corresponde con la etapa en donde se producen las visitas con el padre no custodio, sin que aún ocurran grandes situaciones de conflicto. Todavía, la intensidad de la fase de desprestigio es de baja intensidad, aunque ya se haya iniciado, los sentimientos de culpa con el padre desprestigiado están aún presentes en el niño y los lazos afectivos que le une a ese progenitor, siguen siendo relativamente fuertes.

En el tipo moderado, comienzan los conflictos en las visitas con el padre no custodio, especialmente en el momento de la entrega de los hijos, siendo frecuentes los enfrentamientos entre la pareja. La campaña para denigrar al otro progenitor se acentúa, ampliándose los ámbitos del descrédito y haciéndose cada más frecuente. El niño muestra claramente su afecto positivo hacia el padre atacante, a la vez que culpabiliza al otro de todas las situaciones de conflicto que surgen. En esta fase, suele iniciarse la extensión del rechazo hacia la familia del progenitor no custodio. El padre manipulador se encarga de informar arbitrariamente al niño de la marcha del proceso legal, así como de las iniciativas legales emprendidas en su contra por el otro progenitor. Igualmente, comienzan las interferencias de las visitas, utilizando excusas de toda índole, bien para acortarlas, bien para impedirlas. Lógicamente, los lazos afectivos con el padre no custodio se van deteriorando y se intensifican los establecidos con el padre custodio. Cuando el trastorno se sitúa en este nivel, si hay varios hijos, es frecuente que el mayor participe más en el proceso del desprestigio, tratando de implicar a los hermanos más pequeños.

El tipo severo aparece cuando la tarea de desprestigio es extrema y continua. Las visitas con el padre no custodio se hacen imposibles o, sencillamente, se anulan con reiteradas provocaciones y entorpecimientos. Si, a pesar de todo, hay visitas, el mutismo selectivo por parte del hijo suele ser un arma muy empleada. Además, en el momento de los encuentros con el padre no custodio, los menores reaccionan con llanto desconsolado, inquietud y angustia, lo que puede inclinar a la creencia de algún tipo de maltrato por parte del mismo. En este nivel, el odio hacia este progenitor es extremo y también la ausencia de culpa por ello. Es frecuente que el padre difamador suavice por entonces sus ataques, dando la impresión de no tener responsabilidad alguna en las reacciones y actitudes que adoptan los hijos. El objetivo se logra si los vínculos afectivos con el otro progenitor quedan definitivamente rotos.

Las consecuencias del Síndrome de Alienación Parental en los hijos son muy severas. Según Aguilar Cuenca (57), la principal es que el niño víctima pierde sus vínculos afectivos con uno de los progenitores, ruptura que origina una serie de reacciones negativas, como elevados niveles de angustia y miedo a la separación del progenitor manipulador, sobre todo ante la presencia del otro padre. Estas disfunciones emocionales provocan, a su vez, particularmente en los niños pequeños, alteraciones en los patrones de alimentación y del sueño, aparición de conductas regresivas, bajo rendimiento académico y atencional, pérdida de habilidades sociales, ausencia de empatía y escaso control de los impulsos. Igualmente, los niños que son víctimas del SAP poseen una autoestima muy baja que intentan elevar a través del reconocimiento y el afecto de los otros, utilizando la manipulación con esas personas. Pero, como no siempre lo logran, las ocasiones para sentirse frustrados suelen ser frecuentes y mal controladas.

Por otro lado, cualquier tipo de infidelidad hacia el padre alienador es duramente castigada por éste, siendo habituales los chantajes afectivos, la retirada de las muestras de cariño e incluso los castigos físicos o de otro orden. A largo plazo, los efectos del trastorno son muy negativos si, ya adulto, el sujeto tiene ocasión de comprobar cuáles fueron realmente las relaciones con el padre alienante, lo que aboca en la decepción y el desengaño por haber sido utilizado por él, apareciendo entonces sentimientos de culpa con respecto al progenitor objeto de la desacreditación.

Turkat (37) propone que los criterios que deben tenerse en cuenta para considerar disfuncional una paternidad compartida, son, en primer lugar, que uno de los padres viole significativamente el acuerdo legal de paternidad compartida al que está sujeto, empleando conductas hostiles o falta de cooperación hacia el otro padre, y, en segundo lugar, que esos comportamientos afecten muy negativamente a los niños implicados y al otro padre. A partir de estas dos premisas, se pueden distinguir tres tipos de conductas que evidencian la violación del acuerdo de paternidad compartida: a) que la conducta hostil esté directamente dirigida al otro padre; b) que la hostilidad hacia el otro padre se ejerza de manera indirecta; y, c) que se lleve a cabo actos de no cooperación. Estos tres aspectos pueden tener diferentes grados de disfuncionalidad, según cómo los desempeñen los implicados.

En otro trabajo, Turkat (58) resalta que la manifestación clínica de disfunción en la paternidad compartida más frecuente es el impedimento injustificado, por parte del padre custodio, de las visitas acordadas legalmente para el padre ausente del hogar, estimándose llamativamente elevado el número de niños que son injustamente víctimas de esta maniobra (59). En opinión de Turkat (37), otros obstáculos que crean problemas en la paternidad compartida son los de impedir que el niño hable por teléfono con el padre no residente, que éste no participe en el Historial escolar o médico del niño, o que el padre custodio tome precauciones para evitar que el niño intervenga en actividades extra-escolares en las que el otro padre pudiera estar presente. Naturalmente, estos últimos tipos de conductas tienen menos potencial dañino, pero, no obstante, es importante que los profesionales tengan en cuenta estos actos de no-cooperación de "bajo perfil" a la hora de evaluar la situación.

Una variante del SAP es el llamado Síndrome del Progenitor Malicioso (53), en el que el padre custodio hace que sean directamente los hijos los que realicen la misión patológica de hacer daño al otro progenitor, sirviendo de herramienta en una campaña de castigo al padre en múltiples niveles. Al respecto, algunas de las más destructivas formas de disfunción en la paternidad compartida pueden incluir el secuestro, el abuso físico y el crimen, en cuyo caso podríamos hablar del Síndrome de Interferencia Severa (SIS).

Finalmente tiene interés señalar que un efecto relativamente tardío que puede traer consigo el SAP es un trastorno que Gardner (54) bautizó como Síndrome de la Falsa Memoria (SFM), que aparece en jóvenes, sobre todo en chicas, que han sido víctimas de la manipulación de uno de los padres. Este síndrome se caracteriza fundamentalmente por la creencia persistente en el hijo de que ha sido objeto de abuso sexual en la infancia, lo que no ha sucedido realmente, incluyendo elementos absurdos o imposibles, así como que algunos de los miembros cercanos de la familia facilitaron dicho abuso, todo lo cual se suele rememorar en el curso de intervenciones psicoterapéuticas con ausencia de culpa.

 

Conclusiones

La "familia" es la base del desarrollo humano, dado que es el contexto social privilegiado para dotar de las condiciones necesarias que favorezcan el que sus miembros inmaduros, inexpertos e insuficientes, como son los hijos, alcancen su autonomía a todos los niveles. Además de los cuidados físicos necesarios que garanticen su supervivencia, la "familia" es la que proporciona el clima afectivo indispensable para que el proceso evolutivo transforme al ser biológico que es un bebé, en una persona, en un ser biopsicosocial.

En ese proceso de transformación de individuo biológico en persona, la afectividad ocupa un lugar excepcional. Desde muy tempranamente, los bebés empiezan a desarrollar vínculos afectivos con ciertas figuras significativas del entorno familiar: se trata del apego. A medida que esos lazos afectivos se van consolidando, se despierta en el niño la necesidad de adentrarse y explorar otros entornos sociales que, externos al entorno cotidiano, constituyen el mundo. Para que esto tenga lugar, es necesario que los adultos respondan empáticamente a las demandas de afecto y protección que reclama el bebé. Cuando las respuestas de los adultos a las necesidades del niño son estables, consistentes y amorosas, la convicción de que se es muy valioso para los padres se irá afianzando cada vez más, instaurándose los fundamentos del desarrollo del sentimiento de confianza básica en sí mismo, sustentado en la seguridad de disponibilidad incondicional de los padres, lo que proporciona recursos imprescindibles ante cualquier situación que pueda implicar peligro o amenaza a su persona.

La calidad de estas primeras relaciones afectivas no sólo son claves para el desarrollo emocional, sino que también tienen repercusiones muy importantes en el desarrollo social del niño, al constituirse en el modelo representacional que va a guiar el tipo de relaciones que el sujeto establezca en el futuro.

Esta necesidad inicial de seguridad o estabilidad afectiva, se ve seriamente amenazada cuando, por un divorcio o una separación, se rompe el grupo familiar. En estas circunstancias, el mundo afectivo del niño se ve zarandeado por la pérdida o ausencia de uno de sus pilares de seguridad: uno de los padres. Ante la separación de los mismos, todos los hijos, especialmente los menores de seis años, sienten una gran conmoción que trae consigo una intensa angustia, tristeza y dolor, pudiendo despertarse en ellos un miedo cerval a ser completamente abandonados. Estos trastornos emocionales, por desgracia, no suelen superarse con el paso del tiempo, sino que, por el contrario, permanecen con mayor o menor intensidad a lo largo de la vida (37).

Habida cuenta de que las tasas de separación y de divorcio son elevadas en el mundo entero, se tiende a minimizar las consecuencias negativas que pueden acarrear en los hijos, tratando de aliviar las consecuencias de las rupturas por medio de ciertas medidas legales con las que proteger a los hijos, como son la custodia compartida y en menor medida en solitario.

Desde el ámbito de la psicología, los estudios realizados con objeto de analizar los pros y los contras de estas dos opciones no son unánimes en sus Conclusiones, estando hoy día abierto el debate entre los que defienden la conveniencia de la custodia compartida, frente a los que la critican como solución ideal. Para los defensores de la custodia compartida, el argumento de base estriba en la garantía de que los hijos sigan disfrutando del contacto con ambos progenitores, tratando así de evitar las interferencias afectivas que la ausencia de relaciones entre ellos puede provocar en el desarrollo emocional y social de los hijos. Naturalmente, estos autores descartan la posibilidad de compartir la custodia en aquellos casos en los que uno de los progenitores presenten, o hayan presentado, conductas delictivas del tipo que fuere, graves trastornos psiquiátricos, abusos de sustancias legales o no y otras alteraciones psicopatológicas graves. Por su parte, los críticos de esta opción legal, alertan acerca de las violaciones de las que, con más frecuencia de lo esperado, es objeto el acuerdo establecido por la orden judicial. Sobre la base de esta realidad, hay autores que advierten de la disfuncionalidad de la custodia compartida cuando los hijos se convierten en víctimas de las manipulaciones de uno de los padres para hacer daño al otro, hasta el punto de originar diversos síndromes patológicos y patologizantes (SAP, SPM, SIS, SFM).

Dada la indeseable ocurrencia de estas circunstancias, y en aras de promover el desarrollo armónico de los más indefensos, se hace imprescindible que los distintos profesionales que intervienen en un proceso de separación o divorcio, sobre todo cuando hay hijos menores, se muestren sensibles a la posibilidad de una manipulación de alguno de los padres en la realidad de los hechos, porque ello pondría en evidencia que la figura parental en cuestión carece de credenciales que garanticen el ejercicio de su función de salvaguarda en el desarrollo integral de sus hijos.

En cualquier caso, y por todo lo expuesto hasta ahora y con miras a favorecer un desarrollo infantil sano, consideramos que ante una situación de separación o divorcio en donde hayan implicados hijos de corta edad, se hace indispensable que los padres continúen proporcionándoles la seguridad y el afecto incondicional que necesitan para su adecuado ajuste y progreso evolutivo, lo que implica facilitarles el acceso libre y frecuente al progenitor no custodio, siempre que no se den contraindicaciones por trastornos psiquiátricos graves, etc. (60). Esta recomendación requiere, pues, que se involucren lo menos posible a los hijos en los problemas surgidos entre ambos progenitores, habida cuenta que la ruptura de las relaciones en una pareja debiera afectar sólo y exclusivamente a sus dos miembros básicos.

 

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Dirección para correspondencia:
Reyes Vallejo Orellana
Facultad de Psicología de la Universidad de Sevilla
C/. Camilo José Cela, s/n.
41018 Sevilla
Correo electrónico: reyesval@us.es

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