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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.26 no.2 Madrid  2006

 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA

 

El sonido ahogado

The stifled sound

 

 

La barrera sonora está ante todo en el orden del tiempo. Pero yo pienso, antes de que nuestra propia carne nos envuelva, en la barrera tegumentosa de un vientre ajeno. Luego, el pudor sexual, la presencia o la amenaza de la castración que no son disociables de la barrera de la vestimenta. No el cuerpo, sino ciertas partes del cuerpo, no las más personales sino, con toda seguridad, las más distintas, que se sustraen a la curiosidad de los otros. Entonces, es preciso suponer una especie de sonido ahogado que es como el sexo de la música; en este sentido Marin Marais decide convertirse en virtuoso del bajo de viola aunque tenga que pasar por encima del cuerpo de su maestro. Sin duda, se puede formar una suerte de sonido ahogado mediante el pianoforte o el violonchelo; pero, en nuestros días, en el caso del clavicémbalo y de la viola de gamba funciona como si una colgadura, un tapiz o una barrera nos separasen de los sonidos ahogados, y los ahogan.

Lo más lejano en nosotros nos quema los dedos, lo escondemos en nuestro seno y, sin embargo, nos parece más antiguo que la prehistoria, o más alejado que Saturno. Jean de la Fontaine, por la misma época, busca con la ayuda de viejas palabras y de viejas imágenes resucitadas la novedad e incluso la juventud de un efecto arcaico. Yo no tenía la mirada en este tiempo, como tampoco tenía la disposición del aliento ni del viento, ni del aire atmosférico ni de la profundidad de los cielos. Siento con intensidad y como nunca la impresión de no oír del todo y de no estar seguro de comprender del todo.

*

Nada está crudo en el lenguaje, lenguaje demasiado cercano a la cocción, todo lo que se dice está cocido, lenguaje que siempre nos llega demasiado tarde, prehistoria, arcaísmo de la música en nosotros. El oído precedió a la voz durante meses, los balbuceos, el canturreo, el grito y la voz llegan meses y estaciones antes que la lengua articulada y más o menos con sentido. Era la primera muda, la muda de la pubertad la repite y sólo la repite con tanta viveza y frescura en los muchachos. La influencia de las emociones sobre la voz de los que quiero, al trabajar la voz de los que quiero como una especie de edad en ellos, me parece casi más infinita y más sorprendente y más turbadora que la erubescencia en el rostro por el pudor o por la vergüenza. Pero el sonido ahogado, renaciente a veces, el sonido sin renacimiento, el sonido tan incierto a lo largo de los nueve o diez meses de la muda masculina, es el de la infancia.

*

¿A qué se llama muda en el ser humano? La muda se produce a los trece o catorce años en los muchachos y entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cinco años en las mujeres, de una forma más o menos apreciable. Podemos definir la muda masculina de la siguiente forma: enfermedad sonora que sólo se cura con la castración; ligada al desarrollo de los genitales, la muda está en relación con la amenaza que pesa sobre éstos. Esta posibilidad es tan fuerte y tan definitoria de la especie que sólo ha dejado de ser quimérica en el caso en que la civilización se despoja de su terror y se resigna a lo que amenaza al sexo masculino y cuyo desarrollo es parejo al agravamiento de su voz; se trata de la castración del castrado. Claudio Monteverdi, Marin Marais, Joseph Haydn y Franz Schubert, pocos son los músicos que no hayan intentado reparar la traición de su propia voz -la exclusión física, financiera y social a la que esta traición los arrojaba- con la composición de su música.

 

Pascal Quignard

© Editorial Funambulista, 2005.
Estos fragmentos del escritor francés, traducidos por Ascensión Cuesta, proceden del libro de Pascal Quignard, La lección de música, Madrid, Funambulista, 2005, 124 pp. Agradecemos a la editorial madrileña su permiso generoso para reproducirlos.


Sobre la lección de música

 

La abundante obra de Pascal Quignard (que sobrepasa hoy los cuarenta títulos) va difundiéndose con bastante lentitud entre nosotros: sólo se dispone de trece de sus obras en castellano y de una en catalán. Aunque su primer libro date de 1969, antes de los noventa aquí sólo se había vertido un texto suyo; a partir de 2002, cuando se traduce Terraza en Roma, se publican media docena más, y poco a poco avanza el reconocimiento de este extraño creador francés.

Su producción es, a primera vista, de temática variadísima: ensayos de diversas envergadura y articulación; novelas bien contemporáneas, bien situadas en el siglo XVII, en la Roma de Virgilio o en el Imperio tardío; ‘tratados' personales; obsesiones anotadas a ráfagas. Así que a lo sumo cabe decir que un escrito tan singular como La lección de música -que mezcla abiertamente ensayo y literatura- se une en su argumento general a textos suyos, de compleja definición, como El sexo y el espanto, El odio a la música o El nombre en la punta de la lengua. Sumariamente, todos ellos remiten a lo pre-originario: a una "escena primigenia"; pues, como él dice, llevamos con nosotros el desorden de nuestra concepción (El sexo y el espanto), o al aislamiento en la oscuridad monocorde del claustro materno, o al silencio antes del primer balbuceo gutural. La lección de música, especialmente, se remonta a ese tiempo en suspensión, algo posterior, en el que la voz masculina todavía no ha experimentado una mutación sexuada sonora, esto es, no ha cruzado la barrera de la infancia que supone el cambio de voz.

El libro -que encierra en realidad tres textos muy distintos-, tiene una forma tal que no puede traducirse a análisis alguno sin deshacerlo. Cualquier intento de disección de cada parte de ese tríptico, daría un resultado empobrecedor. Admitamos, sin embargo, que el tema nuclear de La lección de música es la voz perdida: Pascal Quignard persigue la idea de que la voz perdida en la adolescencia está en el origen de la música como composición. Pero para él hay otra voz perdida, más remota, la de la pura audición antes de pasar a la fonación, o incluso antes del nacimiento, y que estaría, más tarde, en la base de la lectura silenciosa, cuando ésta es febril, casi insensata, cuando se acerca -como él lo hace- a cierto runrún primordial. Sus páginas han intentado avanzar a menudo sobre ese pre-nacimiento, esa intuición del alba o esa idea freudiana de que "el pensamiento no es sino el sustituto del deseo alucinatorio" (El nombre en la punta de la lengua).

¿Cómo dar cuenta mínimamente de la escritura de La lección de música, apretada, fragmentaria, malamente clasificable? Quizá hablando al menos de sus gustos en general, ya que él siempre se ha definido de antemano como lector, y además la lectura -a su juicio- es sobre todo una especie de preparación en todos los órdenes.

Pues bien, Quignard ve la literatura bifurcada a partir de una idea universal, de suerte que distinguiría dos líneas de autores: una, más fría, más distanciada o apantallada; la otra, más cálida y hasta arrebatada. La primera secuencia, por la que no siente afinidad, la componen los escritores que tienden a mirar desde arriba a sus personajes: narradores tan dispares como el irónico Cervantes, el ácido Voltaire, el riguroso Flaubert o estilistas como Gide y Nabokov no serían sus verdaderos padres. La otra, estaría formada en cambio por nombres como el desconsolado Ovidio, como Chrétien de Troyes, el sentimental fundador de la novela, o como tres apasionados: Stendhal, Emily Brontë y el Freud que habla de sus pacientes. Ésta es la secuencia que satisface más a la poética de Quignard, y está formada por los escritores que "aman" expresamente a sus criaturas hasta acaso la identificación, aunque semejante atracción sea siempre ambivalente y vertiginosa. De ahí su modo de implicar su persona en la literatura, de inspirarse en quienes reflexionan sobre sí mismos, como Montaigne, su modelo ensayístico-biográfico, o como el conservador Chateaubriand de las Memorias de ultratumba.

En segundo término, hay que citar al menos sus temas históricos, tan recurrentes. Por ejemplo, las tres partes de La lección de música nos sitúan en tres tiempos del todo dispares: la música del siglo XVII, la Grecia clásica y la China más antigua. Por añadidura los escritos de Quignard se surten de la tradición, desde Las mil y una nochesy El asno de oro, hasta los narradores orientales pasando por toda la vieja literatura del mundo, preferentemente la grecorromana, la medieval y el clasicismo francés. De ahí acaso que su tono sea a veces solemne, heredero, muy moderno eso sí, de Tácito, de Rousseau, o de algunos autores de su secuencia preferida. Pero no cae en falsos arcaísmos en sus reconstrucciones, pues las sobrepasa siempre gracias a la invención continua, a una original deslocalización.

Queda aún por hablar del fuerte impulso expresivo -ofrecido siempre en los escondrijos de sus vocablos y en su exposición del cuerpo- que caracteriza a muchas de sus páginas o que borbotea en sus escritos como el agua a punto de hervir. Pues procede Quignard por un lado de los lingüistas: hijo y nieto de filólogos, él lo es en el fondo por su modo tan sorprendente de perseguir las palabras como si estuviesen vivas. Por otro lado, su inteligencia nace de la sexualidad escrita de Bataille o de sus herederos: un mundo de ideas muy vasto (prelógico y medio surrealista a veces) que incluye a Lévi-Strauss o a Lacan entre muchos otros grandes "mitólogos" del siglo XX, pero que él traduce a literatura en última instancia. Sobre todo Bataille le remite a la "indecencia", esto es, a la "otra moral" anterior que defiende Quignard para sobrevivir, pues tiene muy pocas simpatías por la tiránica moralidad occidental. A Quignard le gusta la ética antigua: no la de la brutalidad de la época imperial ni la del monoteísmo cristiano.

Pero su mundo no se detiene aquí; a estas inquietudes hay que añadir su pasión por la música, especialmente la barroca, o su conocimiento de la insolencia visceral de la literatura del siglo XX, en la que ahondó como responsable editorial de Gallimard hasta 1994. Toda su obra responde a esta suma de estímulos que ha trabajado desde sus años jóvenes y que le permiten lograr una escritura continua, a menudo torrencial y descarnada hasta llegar a cierta ferocidad, llevada incluso al absurdo.

Quignard, el solitario, es un escritor que se ha arriesgado siguiendo paradójicamente esa masa de elementos culturales, tan plural y tan poco asequible en apariencia, que le han servido para reconstruirse, para reapropiarse. Conviene tenerlo en cuenta, antes de apresurarse a valorar uno solo de sus libros, en los cuales busca siempre una vía del todo personal y logra por ello ser nuestro contemporáneo; y serlo con claridad y rigor. En buena medida todo lo dicho está singularmente presente en este libro, tan alabado hoy. Quienes no conozcan ninguno de los suyos pueden empezar, sin más, por La lección de música.

 

M. Jalón

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