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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.26 n.2 Madrid  2006

 

HISTORIA DE LA PSIQUIATRÍA

 

De la Melancolía sin delirio1

Melancholy without delusion

 

 

Jules Seglás

Traducción: Héctor Astudillo del Valle

 

 


SUMARIO

Definición de la melancolía. - El estado de dolor moral, su origen. - Trastornos físicos en el inicio de la melancolía. - Cenestesia; trastornos cenestésicos. - Abulia; parada psíquica. Melancolía simple, sin delirio, con conciencia. - Ejemplo clínico. El suicido en la melancolía.


 

SEÑORES,

Vamos a examinar hoy a una enferma afectada por esa forma particular de trastornos intelectuales -más frecuente en la clientela de consultorio privado que en la práctica hospitalaria- y que designamos normalmente con los nombres diversos de melancolía sin delirio, melancolía simple, melancolía con conciencia, hipocondría moral.

Pero previamente, y con el fin de hacerles comprender mejor los detalles del caso actual, permítanme exponerles algunas consideraciones generales sobre la melancolía, y más especialmente sobre esa forma simple, consciente, de la enfermedad.

¿Qué se entiende por melancolía? A mi juicio, podemos darle la definición siguiente: "La melancolía es una psiconeurosis, que -aparte de síntomas físicos de una gran importancia- está caracterizada psíquicamente: 1.º por la producción de un estado cenestésico de padecimiento; 2.º por modificaciones en el ejercicio de las operaciones intelectuales; 3.º por un trastorno mórbido de la sensibilidad moral que se traduce en un estado de depresión dolorosa. A estos síntomas fundamentales se les pueden unir trastornos delirantes que resultan directamente de los anteriores, siéndoles secundarios".

La constatación de estos últimos síntomas sirve para diferenciar la melancolía delirante; pero éstos van siempre precedidos por los trastornos fundamentales ya enumerados y que incluso pueden constituir por sí mismos la enfermedad, como en el caso que vamos a estudiar.

Echemos en primer lugar un vistazo a los diferentes elementos que constituyen la melancolía, dejando por hoy de lado el estudio del delirio.

Todos los autores están de acuerdo en considerar que, en la melancolía, los fenómenos fundamentales son: el estado emocional de dolor moral, insuficientemente motivado o incluso no motivado en absoluto, y los trastornos del ejercicio intelectual, el colapso psíquico, como se llega a decir.

Pero no se está de acuerdo sobre las relaciones entre estos dos síntomas. La opinión más general estima que es el dolor moral el que engendra el colapso psíquico; pero para algunos el dolor moral no es sino secundario, el resultado que deriva justamente de la conciencia de las modificaciones sobrevenidas en el ejercicio de las facultades intelectuales. Por mi parte, podría adoptar con gusto esta última opinión que me parece la más conforme a los datos clínicos, experimentales y psicológicos.

Veamos en primer lugar, señores míos, en qué consiste ese estado de dolor moral2.

Al inicio de toda melancolía, como en la forma simple que sirve de propósito a esta conferencia, se observa un vago sentimiento de abatimiento o de tristeza, de inquietud, incluso de ansiedad; sentimiento que manifiesta el enfermo espontáneamente cuando dice sentirse deprimido, incapaz de actuar, triste, desazonado, vagamente inquieto o indiferente, muy distinto a como era antes.

Por lo general se intenta explicar este dolor moral mediante un trastorno de nutrición de la totalidad o de una parte del sistema nervioso. Se trataría de un proceso análogo al que se produce en un nervio sensitivo afectado por un trastorno patológico de nutrición y que reaccionase bajo la forma de neuralgia. Los sentimientos y las ideas son funciones específicas de la corteza cerebral; los trastornos de nutrición que llegan a producirse en ella dan lugar al dolor psíquico. Tal sería la neuralgia psíquica de Krafft-Ebing.

Que se dé tal hecho es posible, pero la explicación es insuficiente. Nunca, en patología mental, hay que considerar únicamente el cerebro, ni siquiera el sistema nervioso, de manera aislada; es importante acordarse siempre de que están íntimamente ligados al resto del organismo; y ello sobre todo para las psiconeurosis como la melancolía. Por ello, cuando buscamos comprender la génesis del dolor moral del melancólico, es indispensable considerar no solamente el sistema nervioso, sino todas las funciones del organismo.

Es algo bien establecido por la clínica el hecho de que en la melancolía todo el organismo es afectado, las diferentes funciones ya no tienen la regularidad habitual, la nutrición general flaquea. No sólo es así en el período de dolencia, sino desde el principio; incluso, si ponemos atención, son éstos los primeros síntomas de la enfermedad.

Con la mayor frecuencia, en efecto, la melancolía no irrumpe más que después de un período de incubación, a veces bastante largo. Por ello es necesario estudiar este período prodrómico si queremos comprender la génesis y las relaciones respectivas de los diferentes síntomas.

Percibimos entonces que los trastornos intelectuales más elementales van precedidos por síntomas físicos muy acentuados, concretando en su conjunto un trastorno de la nutrición, un estado de agotamiento a veces considerable.

No les sorprenderá si se refieren al estudio de las causas. Con motivo, Marcé ha resaltado la analogía que existe aquí entre la naturaleza de la causa y la de la enfermedad.

En efecto, excepción hecha de las causas comunes a todas las afecciones mentales, hay algunas que parecen más constantes en la etiología de la melancolía. Sin enumerarlas, me contentaré con decirles de una manera general que son de naturaleza depresora tanto en lo físico como en lo moral, determinando, por su acción repetida o perturbadora, un estado de debilidad general, de agotamiento, que marca el inicio y forma parte integrante de la enfermedad.

Los trastornos psíquicos iniciales ofrecen numerosas analogías con los del estado neurasténico. El enfermo se queja de unas agujetas generales, de una debilidad en las piernas, de una fatiga consecutiva a un esfuerzo mínimo; manifiesta dolores vagos, cefalalgia, un vacío en la cabeza, zumbido de oídos, pulsaciones en las sienes. Tiene palpitaciones, una especie de ansiedad precordial, trastornos vaso-motores. Las funciones digestivas quedan perturbadas; se advierte la pérdida del apetito, el estreñimiento, fenómenos de auto-intoxicación de origen gastrointestinal. En las mujeres, la menstruación es irregular o desaparece. El sueño se perturba; hay insomnio o somnolencia. La nutrición general resulta afectada, así como lo testimonian el adelgazamiento, las modificaciones en los elementos normales de la orina, el análisis de sangre, etc.

En su conjunto, estos diferentes síntomas se resumen en un sentimiento vago de malestar general, un "sentimiento corporal doloroso", como dice Schüle, que crea en el enfermo un nuevo hábito psíquico.

Hay que reconocer, en efecto, que en el cuadro de nuestras representaciones mentales, algo corresponde a nuestro cuerpo, a nuestras vísceras, a su funcionamiento, y que ese algo puede alterarse.

Se le ha dado el nombre de cenestesia, sensación de la existencia, al sentimiento que tenemos de la existencia de nuestro cuerpo, sentimiento que, en estado normal, va acompañado por un cierto bienestar. Cada función vital tiene su propia contribución en tal sentimiento, y de esta aportación compleja resulta esa noción confusa que, por una repetición incesante, ha llegado a ser nosotros mismos hasta el punto de que no podemos darnos cuenta de ella sin las variaciones que la elevan por encima o la reducen por debajo de la media.

Como resultado de los trastornos que se producen en el dominio de las funciones orgánicas al inicio de la melancolía, se comprende fácilmente cuán grande es el número de sensaciones nuevas que pueden modificar el complejo cenestésico habitual. Además, precisamente en razón del estado particular de los centros nerviosos que también participan del sufrimiento general del organismo, es sobre todo en su elaboración cerebral como las diversas sensaciones se transforman y se alteran. Las imágenes interiores ya no son adecuadas a sus estímulos normales, y las sensaciones, aun regularmente transmitidas, ya no llegan a la conciencia sino como tantas otras impresiones alarmantes por su extrañeza.

El estado cenestésico normal, de bienestar, producido por el consenso armónico de las sensaciones orgánicas, deja sitio, una vez roto el equilibrio, a un nuevo estado cenestésico de padecimiento, de malestar general, a veces con algunas localizaciones más precisas.

Ésta es la fuente de razonamientos inconscientes que conduce en último término a un juicio confuso, pero desfavorable, sobre la constitución física y psíquica, cuyo tono parece haber decaído o estar enfermo.

En efecto, sea en estado de salud, sea en el de enfermedad, las sensaciones orgánicas, cuando son percibidas por la conciencia no producen al principio ideas muy nítidas, sino que solamente dan nacimiento a esas modificaciones vagas e indeterminadas de la inteligencia que designamos con el nombre de sentimientos, de emociones. Por ello se ha podido decir que eran la base de nuestra naturaleza afectiva.

Es así como "el efecto de un órgano débil o enfermo desordena el tono psíquico y queda traducido en el cerebro por una irritabilidad excesiva, una disposición a la emoción, en resumen, por un estado de malestar psíquico" (Maudsley).

Ya tenemos, señores, una primera causa del dolor moral, de buena gana diría yo incluso que la principal. Pero esto no es todo.

Se establecen conexiones estrechas entre las sensaciones orgánicas y las diversas operaciones del pensamiento, tal como lo había hecho notar hace tiempo Griesinger; y es de ahí, de los trastornos cenestésicos, de donde derivan los primeros trastornos intelectuales que constatamos en los melancólicos. Esta relación, por otra parte, no conllevará nada que pueda sorprenderles si recuerdan la influencia, constatada clínica y experimentalmente, de la fatiga y del agotamiento físicos en las diversas operaciones de la mente.

Estos primeros trastornos intelectuales en el melancólico se traducen clínica-mente por la depresión general, la apatía, la irresolución, la lentitud de movimientos, de la manera de andar, de la palabra que es baja, tarda, monótona; por el descuido en las ocupaciones habituales, en el aseo, en la preparación de los alimentos, por la clinofilia; en ciertos intervalos, por una necesidad de movimiento errático, automático. En una palabra, son manifestaciones diversas de abulia, ya descritas en esta enfermedad por Guislain.

Junto a estos fenómenos objetivos, que resultan de la abulia motriz, existen otros idénticos en el dominio puramente intelectual. Son por ejemplo la dificultad para fijar la atención, para agrupar ideas, para seguir un razonamiento, la lentitud en las percepciones a menudo indecisas (Calmeil) ("creo, me parece", dicen de continuo los enfermos), la lentitud para comprender las preguntas (Guislain) o para responder a ellas, que al acentuarse puede desembocar en el mutismo vesánico, la dificultad para evocar y conservar los recuerdos, una cierta tendencia al automatismo del pensamiento.

El contenido de las ideas aún no está alterado, no hay delirio, sino solamente lo que los alemanes llaman trastornos formales de la ideación.

Pero, ustedes lo saben, señores, estas modificaciones intelectuales pueden también observarse en otras circunstancias; las hemos visto, por ejemplo, en la confusión mental primitiva, y las volveremos a encontrar asimismo en muchas otras variantes de alienación. Por todo ello la diferencia no está simplemente en su existencia, sino en los caracteres particulares que presentan en tal o cual caso, y que se refieren a su evolución, su intensidad, su generalización, su permanencia, etc.

En la confusión mental primitiva, en particular, sobrevienen muy rápidamente, a menudo incluso de manera repentina; se generalizan casi de entrada, produciendo así una disociación psíquica brusca o total sin reorganización, de donde nace justamente el caos de ideas, la confusión mental.

Aquí, al contrario, en nuestros melancólicos, sin perder por ello su carácter de agudeza, se instalan progresivamente, sigilosamente en cierto modo, lo que permite que los enfermos se den cuenta, que tengan conciencia del cambio producido en su individualidad psíquica, particularidad que ellos expresan muy bien cuando dicen "no sentirse ya como antes, encontrarse raros, etc.". Y ésta es justamente una nueva causa de dolor moral. "Todas las circunstancias -decía Griesinger- que perturban la sucesión y el encadenamiento de las ideas que representan el yo, pueden engendrar el dolor moral que se constituye por la conciencia de ese desarreglo producido en el discurrir normal del pensamiento".

He aquí los dos orígenes del dolor moral del melancólico (estado cenestésico de padecimiento, trastornos del ejercicio intelectual); y ven ustedes, en resumen, señores míos, que esta interpretación, basada en la observación de los hechos, concuerda con la teoría psicológica que piensa que el dolor moral se reduce a un sentimiento de impotencia.

Este dolor moral, esta depresión dolorosa, como dice Schüle, es el síntoma que más llama la atención de la melancolía, yo diría incluso el característico. Se manifiesta en la actitud, la fisonomía, la mímica siempre muy expresiva y que descubre toda la gama de pasiones tristes, desde el abatimiento, la desazón, hasta la angustia, el terror o el estupor.

Una vez aparecida, tiende a invadir todo el campo de la conciencia que, tal como se dice, no contiene ya nada más que la idea-dolor (Schüle). Y del mismo modo que un dolor físico intenso que afecta a uno de nuestros sentidos se ve acompañado de anestesia, así el dolor moral determina en el melancólico un estado de anestesia, de disestesia psíquica. Es insensible a los estímulos normales, casi aislado en medio del mundo exterior, replegado sobre sí mismo. Ya no participa de lo que sucede alrededor de él, todo le parece fastidioso, "sus impresiones llegan a invertirse adversamente", lo ve todo negro. Su humor, decía Griesinger, se vuelve negativo. Lo que le interesaba antes le parece ahora extraño, indiferente, le repugna o lo irrita. Ya sólo vive concentrado en sí mismo.

A su vez, el dolor moral reacciona, para aumentarlos, sobre los fenómenos diversos que le dieron nacimiento, determinando así, del lado físico, la amiostenia o la tensión muscular, los temblores, la angustia con su cortejo de síntomas vaso-motores, respiratorios, musculares, etc., mientras que del lado intelectual todo esfuerzo llegará a ser imposible, quedará como paralizado (abulia, inhibición), o bien la atención se fijará como convulsivamente sobre un objeto dando así lugar a la idea fija, o incluso se tratará de un impulso violento, rápido, sin un fin determinado, etc.

Estos nuevos desórdenes llegan a la conciencia, y, por una especie de contragolpe, exasperarán aún más el dolor moral. Así se establece un círculo vicioso en el cual gira el melancólico durante el transcurso de la enfermedad.

Tales son, señores, los síntomas que marcan el inicio de la melancolía y que constituyen incluso, por sí solos, la melancolía sin delirio o con conciencia.

No hay en este caso alucinaciones ni ideas delirantes. A lo sumo pueden observarse algunas inquietudes, preguntas que se plantea el enfermo sobre su estado, sobre el porvenir, y que es importante señalar en cuanto demuestran bien cómo, en el caso de melancolía delirante, se desarrolla el delirio a título de tentativa de explicación de los fenómenos dolorosos primitivos.

Esta forma de melancolía es en general curable; pero no hay que olvidar que es ésta una vesania que cursa mediante accesos, intermitente, y que las recidivas son frecuentes.

Encontrarán una confirmación de las consideraciones precedentes en el examen de la enferma que voy a presentarles ahora.

Es una mujer de 37 años, cuyo padre murió paralizado a los 59 como consecuencia de un reblandecimiento cerebral; una prima de la familia paterna había presentado trastornos mentales.

No tengo nada que señalarles sobre la infancia de nuestra enferma: tuvo la regla a los 14 años sin más complicaciones; casada a los 23, dio a luz con 24 de manera completamente normal. Siempre ha tenido "la cabeza dura", según dicen; el carácter taciturno, escrupuloso, indeciso, impresionable. Asimetría facial evidente. Ya ha tenido dos accesos anteriores semejantes al de hoy, pero menos acentuados: uno, hace seis meses, que duró más de dos meses; el otro, hace tres años, de una duración de tres meses.

En agosto de 1893 contrajo una fiebre tifoidea grave en el transcurso de la cual deliró mucho. Este delirio consistía sobre todo en un desvarío tranquilo, sin agitación motora, en el cual la enferma divagaba sobre todo tipo de ideas sin hilazón, muy móviles, sobre todo de riqueza. Estaba perdida, desorientada, no sabía dónde se encontraba, no reconocía a nadie, y no ha conservado ningún recuerdo de este período. Este delirio desapareció con la convalecencia. La enferma estuvo entonces durante un mes, tanto en lo físico como en lo moral, todo lo bien que podía desearlo una convaleciente de una enfermedad grave.

Al cabo de ese tiempo, cayó en un abatimiento general, con dolores en las piernas, en la cabeza a la altura del vértex, e insomnio persistente. Tales son los primeros síntomas que advirtió; ella es muy precisa sobre este punto. Muy poco después se percató de que su ánimo se volvía perezoso, que no podía prestar atención a nada, que tenía fallos de memoria. Es entonces cuando fue presa, dice ella, de la desazón, de la inquietud de verse en ese estado.

La aparición del dolor moral está por tanto muy en relación con lo que les decía hace un momento. "Esto llegó muy lentamente -nos dice la enferma-. Al principio sólo sufría abatimiento, insomnio; después las ideas torpes, y lo que me desazonaba era precisamente el verme así; el darle vueltas a la cabeza sólo llegó más tarde. Toda mi enfermedad -añade- es la desazón y la inquietud". Estas palabras les muestran a ustedes el carácter desbordante del dolor moral, síntoma fundamental, característico de toda melancolía.

Así instalada, la enfermedad no hizo más que agravarse, y es entonces cuando ustedes van a captar la acción ejercida por el dolor moral, y ese círculo vicioso en el que, como les vengo diciendo, gira el melancólico.

"Me abandonaba completamente; estaba por completo desanimada, abatida, perezosa; y después, simultáneamente, tenía siempre la necesidad de cambiar de sitio, me parecía que estaría mejor en otra parte; estaba siempre inquieta, con un nudo en el estómago. Ya no podía ocuparme en nada, necesitaba cambiar de tarea todo el tiempo; no podía dedicarme a ningún trabajo, incluso me costaba mucho hacer las cosas corrientes; a veces tenía las ideas trastornadas y ni siquiera podía leer. Olvidaba todo al momento, me acordaba con dificultad de las cosas pasadas; para que recordara algo era necesario que me afectase muy directamente. Pero, ante todo, permanecía todo el tiempo absorta en mi desazón porque veía que no tenía las mismas ideas que antes; y por mucho que quisiese reaccionar, no podía. Me inquietaba por todo, lo veía todo negro, todo me desazonaba; la cosa más banal me apenaba; me formaba quimeras por nada hasta verme debilitada por ello, y me hubiese quedado en la cama todo el día. Me preocupaba mi vida familiar, perder la razón; me absorbía en mi estado. Me decía: "Estoy perdida, ya no valgo para nada, no me curaré, sería mejor desaparecer, irme o quitarme la vida. ¡Qué extraño es estar así! ¿Qué he hecho para estar así de inquieta, qué va a ser de mí?"".

Adviertan de paso esas preguntas que se plantea la enferma sobre su estado, y que son el primer paso en la vía del delirio melancólico. Pero nuestra enferma se ha detenido en el camino y no ha llevado hasta el delirio sus tentativas de explicación.

Ven ustedes, en definitiva, que esta mujer se da perfecta cuenta, tiene conciencia de la naturaleza patológica de los fenómenos que presenta y contra los cuales dice querer, pero no poder reaccionar. Aunque hoy se encuentre un poco mejor, todavía está deprimida o inquieta. Su actitud, la expresión de su fisonomía, su llanto no dejan dudas a este respecto. Ha adelgazado durante su enfermedad y se queja sobre todo de dolores de cabeza, de un peso en el estómago, de digestiones difíciles, de estreñimiento, de irregularidades del sueño. La menstruación es también irregular. Pero, en suma, se encuentra un poco menos abatida desde hace algún tiempo, y en lo moral menos inquieta. Tiene alguna ocupación y comienza a vislumbrar la posibilidad de una curación.

Han visto ustedes que había pensado en desaparecer, en irse o en quitarse la vida. ¿Hubiese podido llegar hasta el suicidio? Yo lo dudo. Por otra parte, ella misma dice: "Me quería muerta a mí misma, pero no tenía el valor de quitarme la vida". Y es que, en efecto, el suicidio, cuando no es el resultado de un impulso, necesita una determinación muy difícil de llevar a cabo en el estado de abulia general en la que se ven sumergidos los melancólicos conscientes.

Esta observación podría, por lo demás, extenderse a los melancólicos en general. Mientras que todos o casi todos presentan ideas de suicidio a menudo muy desarrolladas, es escaso el número de los que llegan a poner fin a su existencia.

No hay motivo alguno, a mi juicio, para que se insista frecuentemente sobre la diligencia, la reflexión, la energía, la tenacidad que los melancólicos desplegarían en sus tentativas de suicidio. Sin negar que esto haya podido producirse a veces, creo que hay que admitir en tal caso la existencia de circunstancias completamente particulares y excepcionales; pues una semejante resolución, una energía tal, apenas si concuerdan con lo que nosotros sabemos del estado de la voluntad en la melancolía.

Sin duda, la mayor parte de los melancólicos le dan vueltas durante mucho tiempo a sus proyectos de suicidio, inventan todo tipo de planes. Pero aplazan su realización de un día para otro, y esa riqueza de combinaciones no hace otra cosa, en realidad, que esconder una falta absoluta de decisión y de iniciativa, inherente a su condición misma de melancólicos.

Desean morir para escapar de sus miserias, pero sus aspiraciones no dejan de ser por lo general platónicas; son incapaces de desplegar la energía necesaria, de hacer un esfuerzo serio para quitarse la vida. Según lo que ellos mismos declaran, la muerte tendría que llegarles sola, y con frecuencia piden que se les dé.

Esta falta de energía nos explica por qué, la mayor parte del tiempo, sus tentativas son ridículas o resultan inacabadas, raramente peligrosas.

Cuando llegan a término -y no hay que olvidar que, desgraciadamente, esto puede ocurrir- es sólo porque se producen de manera fortuita, bajo el efecto de un rapto ansioso, de terrores panfóbicos, como resultado de un impulso súbito. E incluso en tal caso guardan así la impronta de la debilidad de la voluntad.


1Lección del 11 de febrero de 1894, recogida por el doctor H. Meige y Apert, interno de los hospitales (Bulletin médical, 15 de abril de 1894). Este texto corresponde a la décima de las Leçons cliniques sur les maladies mentales et nerveuses (Salpêtrière 1887-1894), París, Asselin y Houzeau, 1895, pp. 282-295.
2
J. SÉGLAS, Archives de neurologie, 1892, y el Délire des négations (Encyclopédie des Aide-Mémoire), París, Masson, 1894.

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