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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.28 no.1 Madrid  2008

 

DEBATES E INFORMES

 

Cognición social y delirio

Social cognition and delusion

 

 

Guillermo Lahera Forteza

Psiquiatra. Hospital Príncipe de Asturias, Alcalá de Henares (Madrid).

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Revisión de los últimos acerca de la experiencia humana y su complejo mecanismo cerebral de cognición social.

Palabras clave: Delirio, cognición social, prominencia, evolucionismo.


SUMMARY

The last advances in the normal human experience requires about the operation sophisticated cerebral mechanism of social cognition.

Key words: Delusion, social cognition, salience, evolucionism.


 

1. Introducción

El delirio, eje de la investigación psicopatológica, ha encontrado recientemente un nuevo prisma desde el que ser observado: el estudio de la cognición social, es decir, el marco de conocimiento que estudia la "habilidad para percibir las emociones en los demás, inferir lo que están pensando, comprender e interpretar sus intenciones y las normas que gobiernan las interacciones sociales" (Penn, y otros, 1997). Esta nueva visión del delirio complementa -no pretende sustituir- a la perspectiva fenomenológica y tiene la virtud de incorporar los hallazgos de la maquinaria investigadora neurobiológica. Supone un campo de encuentro de tres corrientes: el neurocognitivismo, la psicología evolucionista y la psicopatología clásica.

Cabría diferenciar, sin embargo, cuatro acepciones del término "cognición social", para no inducir a error:

1. La psicología social cognitiva se encarga de estudiar los procesos cognitivos subyacentes a la compleja conducta social (Isen & Hastorf, 1982), aceptando que las personas son organismos pensantes que utilizan su maquinaria cognitiva para entender el proceso cognitivo -a su vez- que subyace en la conducta de los otros. Estudia, por tanto, el proceso atencional, la interpretación y codificación, las inferencias, el registro, procesamiento y almacenamiento, etc., de la información social. Una de sus principales tareas es el estudio de la inferencia de intencionalidad, y por tanto de su más representativa anormalidad: el paranoidismo.

2. La psicología social de la cognición estudia cómo las situaciones sociales y de interacción modifican el pensamiento de cada sujeto individual, es decir, "cómo el significado de los eventos de una persona son transformados porque sus acciones involucran a otros" (Higgins, 1992). Uno de los temas preferidos de esta corriente investigadora es el análisis de los prejuicios raciales y de discriminación contra miembros del grupo, y de cómo éstos modifican profundamente las cogniciones individuales, produciendo a veces fatales sesgos.

3. La psicología de la interacción estudia la actividad cognitiva común que tiene lugar en todo grupo interconectado y mutuamente orientado (como, por ejemplo, una díada comunicativa; Larson & Christensen, 1993). Esta aproximación tiene aplicaciones múltiples, como la intervención en la familia en crisis o en un grupo de trabajo.

4. Finalmente, los mecanismos de psicología social son aquellos resultantes de la evolución humana y adaptados al contexto para favorecer estrategias de supervivencia de máximo rendimiento. Este último enfoque es, pues, de tipo evolucionista e implica la existencia de un módulo cognitivo específico de adaptación a las complejas situaciones sociales que debe afrontar el ser humano. La adaptación se rige a través de una serie de comportamientos universales que son activados según el contexto: el cuidado parental, la selección sexual, la competencia intrasexual, los celos, la búsqueda de recursos, la agresión, la formación de alianzas recíprocas, la jerarquización social y otros (Cosmides & Tooby, 1993).

Si bien son válidas estas cuatro aproximaciones a la cognición social, nos es especialmente útil esta última, dado que la Teoría de la Evolución ofrece un marco integrador general de los múltiples enfoques biológicos, psicológicos y sociales (Sanjuán, 2000). Se trata de recuperar la biología en un sentido no reduccionista, sino más amplio, y concebir el delirio como una respuesta creativa del sujeto ante el daño que colapsa los procesos neurobiológicos básicos que permiten la existencia social de la especie.

 

2. Punto de partida: el delirio de Capgras

El delirio de Capgras ha sido objeto de este abordaje neuropsiquiátrico cognitivo, dado que se ciñe bien al modelo teórico planteado (Ellis, 2001). Este delirio, como es sabido, constituye una "paramnesia reduplicativa" en la que los pacientes creen que sus familiares o seres más cercanos han sido sustituidos por dobles o impostores (Capgras, 1923) y tiene su reverso en el delirio de Fregoli, en el que perseguidores o personas familiares pueden asumir el disfraz de extraños.

Para comprender el origen de este delirio es preciso conocer que hay vías cerebrales específicas para el reconocimiento de rostros, y que están desdobladas en dos: una que transporta información sobre la identidad del sujeto y cuya lesión produce la prosopagnosia (vía temporal anterior), y otra que aporta la respuesta emocional asociada a la percepción del rostro (vía que alcanza el sulcus temporal superior y el sistema límbico). En 1990 Ellis & Young hipotetizaron que el delirio de Capgras representa un fenómeno especular a la prosopagnosia, dado que la capacidad para reconocer caras está intacta pero está abolida la respuesta emocional asociada. Posteriormente, Hirstein & Ramachandran (1997) plantearon, a partir de un caso de origen orgánico, una posible desconexión implicada entre el córtex temporal y el sistema límbico. El paciente, al perder el sentido de familiaridad, contempla a sus seres allegados con una inquietante indiferencia. El propio paciente desconfía de su sistema de reconocimiento de rostros al contemplar a un padre, por ejemplo, que no le despierta respuesta emocional alguna: ¿quién es ese padre que no le inspira cariño ni ternura, ni odio, ni rencor, ni ninguna emoción de las suscitadas hasta el momento? Surge en ese momento la "explicación": la idea de la usurpación de identidad. Así pues, el delirio no sería "lo patológico", sino la reacción a lo patológico, el cual es una lesión en el sistema fisiológico de reconocimiento familiar de rostros. El delirio de Capgras se compone, pues, de una nuclear agnosia de reconocimiento familiar y un delirio secundario de reduplicación.

Como plantea Maher (1988) en sentido general, el sujeto con un daño en las vías de procesamiento de la realidad vivencia una experiencia anómala, insólita, que requiere algún tipo de explicación. En concreto, una vez que se dañan las estructuras básicas de la cognición social (el sentido de familiaridad, la inferencia de intenciones, la predictibilidad social, etc.), el sujeto se encuentra en un mundo caótico, de ahí que la angustia acompañe siempre al delirio. El individuo, antes de delirar, vive "algo horrísono e inhumano, insondable y sobrecogedor" (Colina, 2001) porque los mecanismos biológicos que le vinculan con los miembros de su especie y su capacidad para interaccionar con ellos están dañados o abolidos. Cree que cualquier cosa puede suceder porque su cerebro no es capaz de detectar si hay una amenaza o no la hay, si sus allegados son reales o duplicaciones, si los extraños le son indiferentes o extremadamente alusivos, etc.

Bajo este prisma, se entienden las descripciones clásicas de los estados predelirantes: la alternancia inestable de sentimientos de extrañeza y familiaridad y el concernimiento de Grivois (1998) (esa "súbita percepción que diferencia al sujeto frente al resto del grupo social y que conlleva incertidumbre, perplejidad, preocupación y desconfianza"); la irritación basal de Klosterkotter (2001; 1992), compuesta de alteraciones cognitivas del manejo de la información y dificultad para comprender los mensajes del entorno, entorpeciendo el contacto con la realidad y generando un estado progresivo de irritación, con sensaciones inquietantes de pérdida de control de las propias acciones, pensamientos y movimientos; o la fase apofánica de Conrad (1958), en la que los objetos del espacio exterior aparecen con un significado especial para el sujeto y surge una incapacidad para ponerse en el lugar de los otros o transposición,resultando familiar lo desconocido (vivencias de reconocimiento) y lo cotidiano, extraño (vivencias de extrañamiento).

Curiosamente, el nuevo abordaje neurocognitivo recupera las palabras antiguas de Clerambault: "La idea delirante es la reacción de un intelecto y una afectividad sanos a las alteraciones del automatismo que aparecen espontáneamente", sólo que traduce el algo etéreo concepto de automatismo mental en un concreto daño neurocognitivo.

 

3. La Teoría de la Mente

Asumiendo que aquello que precede al delirio puede ser una alteración de los sistemas de cognición social, es preciso conocer éstos en profundidad. El sistema más estudiado es el de Teoría de la Mente (Theory of Mind,ToM) o habilidad cognitiva para inferir los estados mentales propios y ajenos, incluyendo las ideas, emociones o intenciones, posibilitando así predecir la conducta de los demás y comprender la información social del entorno. Davies y Stone (1995) lo han expresado con otras palabras: es la capacidad para "ponerse en la piel del otro" con la imaginación. La equívoca denominación del término se basa en la premisa de que los demás humanos tienen una mente propia, distinta de la nuestra, de la que podemos construir una "teoría" en base a inferencias. Se considera que esta capacidad de mentalización ha sido crucial en la adaptación de los primates a ambientes sociales complejos.

Según la hipótesis del "cerebro social", los individuos con buenas capacidades de interpretación de la mente, considerando la detección del engaño, el doble sentido o la simulación, tienen más éxito social, lo que se traduce en incremento de éxito reproductivo. Por otro lado, la supervivencia de los homínidos prehumanos ante los múltiples peligros que les rodeaban se debió no sólo a sus instrumentos materiales y a su capacidad de planificación, sino a su capacidad de interacción social (Brothers, 1990).

El estudio de la ToM se centró, inicialmente, en la psicología evolutiva y, en concreto, en la detección de niños con problemas en la adquisición de competencias de comunicación social. Las tareas que evalúan la ToM se dividen en básicas y complejas. Las primeras están representadas por la comprensión de falsas creencias de primer orden (Frith & Corcoran, 1996), que constituye el principal marcador de adquisición de ToM en el desarrollo. Este test requiere entender que los otros pueden sostener creencias falsas que son distintas al propio conocimiento (verdadero). El esquema de la tarea es siempre la misma: un personaje se encuentra con un objeto situado en el lugar A; en ausencia de este personaje, el objeto es colocado en el lugar B; el sujeto vuelve al escenario y trata de encontrar el objeto. A partir de esta secuencia se realizan tres preguntas: una pregunta de realidad ("¿dónde está realmente el objeto?"), otra de memoria (¿dónde estaba al principio?) y una sobre falsa creencia (¿dónde creerá el personaje que está el objeto?). El requisito para pasar la prueba es entender que realidad y creencia sobre la realidad pueden divergir, y separar los juicios sobre el estado mental del sujeto (su propia verdad) de los juicios acerca de los diferentes estados mentales de las otras personas (su falsa creencia). Normalmente, los niños entre los 4 y 5 años de edad son capaces de hacer esta prueba sin dificultad. El siguiente nivel de dificultad son las "falsas creencias de segundo orden", que miden la atribución a segundos de creencias de un tercero. Otras pruebas básicas miden la detección de meteduras de pata o faux pas,o la detección de insinuaciones y dobles sentidos. Las tareas avanzadas de ToM incluyen la comprensión de chistes, engaños, metáforas, sarcasmo, ironía o, en general, todo tipo de actos comunicativos que impliquen mecanismos de inferencia. En estas pruebas el sujeto debe comprender más allá de la literalidad del mensaje.

Las bases cerebrales de la ToM han sido estudiadas con detalle (Sommer, y otros, 2007; Vollm, y otros, 2006; Rilling, y otros, 2004; Abu Akel, 2003; Siegal, y otros, 2002). Hay estructuras, localizadas en el lóbulo temporo-parietal posterior derecho, que se activan específicamente al representar el propio estado mental, mientras que otras (en el sulcus temporal superior) se activan al representar estados mentales de los demás. Las estructuras límbicas y paralímbicas (amígdala y gyrus anterior cingulado, fundamentalmente) se activan en ambos casos, así como el córtex prefrontal en sus tres secciones concretas: orbitofrontal, ventral y dorso-lateral y frontal inferolateral. Al hilo de esta última estructura, es preciso destacar la importancia de las neuronas espejo. Estas células, descubiertas en los macacos por Giacomo Rizzolatti (1996), se activan cuando un animal o persona desarrolla la misma actividad que está observando ejecutar por otro individuo, especialmente un congénere. Su hipotética presencia en el cerebro humano ha despertado numerosas elucubraciones sobre su importancia, desde su relación con el lenguaje (dada su ubicación anexa al área de Broca) hasta su relevancia en la comprensión e imitación de acciones (Skoyles, 2000).

Imaginemos ahora a un sujeto cuya ToM queda lesionada por algún motivo. De repente, pierde la capacidad de interpretar correctamente las señales sociales de los demás, le resulta costoso inferir sus intenciones; por un lado se vuelve "ciego" a las insinuaciones, dobles sentidos e ironías, y por otro "detecta" intenciones imaginarias. ¿Sería posible mantener, en ese estado de desacople social,un sistema sensato de creencias sobre el mundo, compartido con los demás miembros de la cultura -los cuales tienen un acceso a la realidad completamente distinto-, susceptible de ser modificado por la evidencia o la argumentación, sostenido civilizadamente, sin excesiva convicción? No, la anómala experiencia interna del sujeto con problemas de mentalización da lugar -por espíritu de supervivencia- a un sistema creencial extremo, rígido, exclusivo: delirante.

C. D. Frith, en su obra La Esquizofrenia. Un enfoque neuropsicológico cognitivo (1992), desarrolló la hipótesis de que, igual que en el autismo un déficit de ToM explica gran número de síntomas y alteraciones del comportamiento, en la esquizofrenia existe también este déficit nuclear, con una salvedad: el déficit de ToM en el autismo está presente desde el nacimiento y por tanto el niño nunca ha sabido que los demás tienen estados mentales; en la esquizofrenia, al aparecer en la adolescencia o juventud, el paciente pierde la capacidad de deducir el contenido de los estados mentales, que sabe que existen. Aparece, de este modo, una disfunción en la meta-representación, un déficit cognitivo en el reconocimiento y monitorización de los contenidos de su propia mente y la de los demás, que conlleva una gran dificultad para describir sus propias experiencias internas y una falta de control por parte de los procesos conscientes superiores (del "sistema atencional supervisor" de Shallice, 1988). El déficit cognitivo nuclear en las principales áreas de auto-conciencia explicaría la aparición de síntomas: sin conciencia de las propias metas hay pobreza de acción y falta de voluntad (sintomatología negativa); sin conciencia de las propias intenciones hay ausencia de autocontrol superior y la aparición de vivencias de control externo (delirios de control, inserción y robo de pensamiento, etc.); sin conciencia de las intenciones de los demás hay delirios de persecución y referencia (Frith, 1992). Los intentos de demostrar empíricamente este modelo han tenido, sin embargo, desigual éxito. Si bien parece haber un déficit de ToM en la esquizofrenia -independiente del déficit cognitivo general- no se asocia particularmente con la dimensión del paranoidismo, sino con la desorganización de pensamiento y la sintomatología negativa (Brüne, 2005). Otras alteraciones de la cognición social encontradas en la esquizofrenia son el déficit de discriminación de estímulos socialmente relevantes, el déficit para reconocer las "claves" de una interacción, es decir, sus roles, metas y reglas (Penn, 2003), el déficit para discriminar la "familiaridad" de una interación (Corrigan, 1996) o para extraer su "significado" (Hellewel, 1994), el déficit para comprender metáforas (De Bonis, 1997), chistes (Corcoran, 1997) y, en general, el déficit de habilidades sociales (Belak, 1990).

 

4. El papel de las emociones en la cognición social

El proceso de comprensión del otro (atender selectivamente a estímulos socialmente relevantes como los ojos o la boca, interpretar sus acciones, palabras, miradas o gestos como resultado de un estado mental, inferir a partir de su discurso un posible doble sentido, insinuación o engaño, procesar esta información y responder adecuadamente, etc.) es demasiado complejo para dejarlo en manos de la razón. De ahí que sean mecanismos emocionales los que rigen el proceso, aportándole sus características propias; la evaluación social es, como ellas, un proceso automático, estereotipado, activado bajo circunstancias específicas y dirigido al cuerpo y a los cambios mentales asociados (Damasio, 1996). Por ejemplo, la detección de engaño en una interacción comercial no es el resultado de una lenta y exhaustiva evaluación probabilística, sino una reacción inmediata que produce un cambio corporal (activación autonómica, agresividad, enfado, ira, etc.) y que se dirige a la acción, para denunciar o impedir el ardid. Existen emociones simples (miedo, ira, asco, sorpresa, tristeza, felicidad) y complejas o "sociales" (compasión, turbación, vergüenza, culpa, orgullo, celos, envidia, gratitud, admiración, indignación, desdén), siendo éstas últimas una manera de evaluar las circunstancias internas y externas (sociales) de un organismo y de actuar en consecuencia. Estas emociones sociales -es preciso aclarar- no son en absoluto exclusivas del ser humano: es relativamente fácil observar el andar orgulloso de un león dominante, el comportamiento humillado del mono que debe ceder su territorio, la compasión de un elefante hacia otro que está herido, la ternura de una yegua con su cachorro o los intensos celos de unas aves compitiendo por el mismo macho (Damasio, 2005; Le Doux, 1996; De Waal, 1982).

Quisiéramos aquí resaltar la relación existente entre las emociones y la estructura innata del comportamiento humano, fundamentada en cuatro baluartes:

1. La conducta de apego (búsqueda y aporte de cuidados). 2. La atracción sexual (selección de pareja, cortejo, concepción, retención de pareja). 3. La formación de alianzas (cooperación, afiliación, inhibición de la agresión, altruismo, interacción recíproca). 4. Las conductas de poder (competición por los recursos, dominancia versus sumisión, mantenimiento del status).

Casi cualquier emoción se explica siguiendo estas cuatro directrices de especie. Así, la ternura proviene de la tendencia innata hacia el apego, los celos son una modalidad (a veces poco sensata) de retención de pareja, el orgullo deriva del logro de un status en la comunidad y la vergüenza deriva del miedo a una devaluación de status. Pero es más, se puede observar también un aire de familia entre estas emociones "sociales" y las temáticas delirantes clásicas: la celotipia, la desconfianza paranoide, la megalomanía, el delirio nihilista... El origen del delirio podría, por tanto, no estar muy lejano al de la emoción.

La explicación más coherente acerca de la producción de emociones la proporcionó con gran éxito Antonio Damasio hace una década. La hipótesis del marcador somático plantea que, en la toma de decisiones se dispara un estado somático que fuerza la atención sobre el resultado negativo al que puede conducir una elección determinada, funcionando a la manera de una señal de alarma automática. Este marcador nos protege de pérdidas futuras y reduce el número de alternativas posibles, facilitando la toma de decisiones. La activación del marcador depende de la experiencia pasada, es decir, de "qué ocurrió la última vez que se eligió esa opción u otra similar". Este sistema de calificación automática de predicciones se basa, por tanto, en el aprendizaje (Damasio, 1996).

Aplicando este modelo a la cognición social, imaginemos a un sujeto "A" que acaba de conocer a "B". En esta primera interacción, "A" ya debe tomar muchas decisiones, aunque sea a nivel implícito (mantener la conversación, fiarse, darle credibilidad, acercarse o alejarse afectivamente). "A" detectará los estímulos sociales relevantes (mirada, voz, lenguaje corporal, contenido del discurso) y se dispararán ciertas respuestas somáticas basadas en interacciones pasadas con sujetos con esos rasgos. Si "B" muestra una mirada huidiza, agresividad contenida y una invasión del espacio personal, posiblemente "A" sienta rechazo y desconfianza, y opte razonablemente por conocer a "C". Este proceso representa un ejemplo de paranoidismo adaptativo. Si "B" es cálido, seguro y sincero, "A" optará por permanecer con él, desarrollando inconscientemente una confianza adaptativa.

 

5. El delirio como emoción extrema aberrante

El delirio paranoide viene descrito en numerosas categorías nosológicas psiquiátricas. Se halla presente entre los síntomas positivos de la esquizofrenia, las descompensaciones del trastorno bipolar, la depresión psicótica, la enfermedad de Alzheimer, la epilepsia, el traumatismo craneoencefálico, la intoxicación o la deprivación por tóxicos, el estado confusional agudo o, incluso, la ansiedad extrema, en la discutida forma de la psicosis reactiva. Si bien la fenomenología de estos delirios paranoides difiere, es aceptable pensar que se trata de una entidad casi ubicua en la nosología y que pudiera constituir de una respuesta universal e inespecífica a determinadas noxas cerebrales.

En condiciones normales, como hemos señalado, el cerebro social humano establece un "orden" en su entorno a través de la afectivización. Esto es, algunas personas son catalogadas, a través de la interacción repetida, de "afines, confiables, familiares", mientras que determinados elementos de otras personas (gestos, actitudes, palabras) nos animan a la "desconfianza, inquietud, alarma". El registro de interacciones pasadas actúa de "catalogador" de las interacciones presentes, según el mencionado modelo del marcador somático. En ocasiones puede surgir un súbito paranoidismo adaptativo, que nos libra de situaciones comprometidas, y en otras se activa una intuitiva confianza que impulsa a la interacción social. Esta continua, automática e inconsciente "catalogación" de las interacciones sociales es fundamentalmente de tipo emocional, y requiere el buen funcionamiento de las estructuras cerebrales encargadas de las emociones.

Cuando aparecen cambios externos en nuestro entorno, y aparecen estímulos sociales que carecen de precedente mnésico (ante los cuales no hay recuerdo de su "benignidad" o "malignidad"), puede surgir el paranoidismo, la prevención y la suspicacia (ver, por ejemplo, las reacciones paranoides de los inmigrantes ante circunstancias desconocidas para ellos o de aquellos incluidos en la "pseudocomunidad paranoide" de Cameron). Si esos cambios no aparecen en el entorno sino en la experiencia interna (por ejemplo cambios perceptivos, emociones extremas injustificadas, cambios en la orientación espacio-tiempo, etc.), el sujeto activará igualmente el paranoidismo referido, si cabe de manera más acusada, dado que parece encontrarse en una nueva realidad. En ese caso aparece una percepción distorsionada de la realidad -la experiencia anómala-, frente a la cual el sujeto afectiviza todo lo que le circunda en grado extremo y, al no encontrar referentes pasados de la situación actual, dispara programas emocionales extremos aberrantes. El correlato clínico de ello es la ansiedad extrema y la emoción inclasificable de persecución. El siguiente paso es la racionalización pragmática de esta emoción extrema, que culmina en la cristalización del delirio. Gerrans (2001), en su estudio de los modelos de formación de creencias racionales, diferencia el tipo de racionalidad propositiva (basada en inferencias probabilísticas de la realidad, sometida a una continua confirmación o disconfirmación) de la racionalidad pragmática, que está al servicio de explicar y ser coherente con una premisa básica. Esto último explica la racionalidad de los paranoicos, minuciosa y perfecta salvo en el hecho de que no tienen razón.

El ser humano no es consciente de los complejos mecanismos automáticos que articulan su experiencia. Por tanto, cuando éstos fallan no acude al médico con la queja de que "algo en la conciencia de la realidad no funciona", sino que atribuye al exterior el problema (utiliza el estilo atribucional externo de los delirantes). A partir de sentir, por ejemplo, la emoción extrema de miedo social e inseguridad, se "busca" en el exterior al causante, es decir, al perseguidor. Se reinterpreta la realidad buscando señales y pistas que den coherencia a esa experiencia intensa e íntima de miedo social, hasta que se encuentra una explicación racional (pragmática): el delirio. Se pone en marcha el arsenal de sesgos cognitivos al servicio de comprobar la premisa (afectiva) básica. Estos sesgos (la atención selectiva a estímulos amenazantes, las atribuciones defensivas, la tendencia a sacar conclusiones erróneas precipitadas, la evitación del test disconfirmatorio, etc.) han sido estudiados ampliamente (Garety & Hemsley, 1997; Blackwood, y otros, 2001; Bentall, 2001). El uso concomitante de esta racionalidad del síntoma y otra racionalidad sana explica la irrefutabilidad del delirio, la capacidad para encapsularlo y su correspondiente anosognosia.

Sintetizando, este modelo neurocognitivo del delirio se basa en dos supuestos:

1. La experiencia humana normal requiere el funcionamiento de un sofisticado mecanismo cerebral -automático e inconsciente- de cognición social.
2. El delirio es la respuesta -hiperafectivizada y aberrante- a la experiencia anómala resultado del daño en dichos mecanismos cerebrales.

La alteración de la sofisticada experiencia humana en sociedad se traduce, con mejores palabras, en "lo innombrable" o "lo siniestro" (Colina, 2001; Fernández Liria, 2003), realidad insoportable de la que trata de escapar el delirante.

Este modelo implica también que el delirio no es una idea (Jaspers) sino una emoción extrema aberrante. El paciente delirante no cree estar siendo perseguido, sino que siente -en grado extremo- la persecución. Además, el delirio no sería nunca primario (de nuevo Jaspers), sino siempre secundario, incluso en el proceso esquizofrénico. Finalmente, las investigaciones fisiopatológicas de la psicosis deberían disociar los dos campos de estudio: el del daño neurobiológico que altera originalmente el acceso a la realidad (que altera la cognición social) y la respuesta natural del organismo a ese daño.

 

6. Del delirio a la afectivización de la realidad

Hasta hace sólo unos años se repetía en los libros que la causa de la psicosis era una hiperdopaminergia, con una fe reduccionista e ingenua en el papel de los neurotransmisores del laboratorio humano. Luego se ha matizado: los síntomas psicóticos positivos se asocian a un aumento de liberación de dopamina mesolímbica, asociada en ocasiones a una hipodopaminergia en otras regiones (mesocortical) y a otras alteraciones (del glutamato, serotonina, GABA, etc). La idea de que un aumento o descenso de una sustancia neuroquímica puede producir una enfermedad se ha desechado, felizmente. Sin embargo, sí es preciso reflexionar sobre esta asociación entre dopamina (DA) y delirio, siendo esta sustancia, por otro lado, la sustancia del placer y la responsable de clasificar los estímulos en atractivos o aversivos.

La dopamina, en condiciones normales, es el mediador de la "prominencia" (salience, en inglés) de la realidad, descargándose cuando el sujeto percibe un estímulo relevante para su supervivencia. Se activa igualmente ante estímulos gratificantes, produciendo la recompensa, como ante estímulos aversivos, produciendo una "penalización" que reduce las posibilidades de reexposición. Se activa también ante estímulos neutros asociados a los mencionados y, especialmente, anticipando la consumación del placer o la amenaza. Por ejemplo, el paciente ludópata descarga dopamina no sólo cuando gana el premio sino en el momento en el que entra en la sala de juego y escucha los sonidos anticipadores del premio. Lo mismo ocurre con el paciente cocainómano y su ritual de consumo. La dopamina transforma la realidad neutra en un estimulante catálogo de señales atractivas y aversivas que orientan a la acción y también fundamenta los mecanismos de aprendizaje, al quedar grabados los recuerdos que nos produjeron placer o castigo (Kapur, 2003).

Siguiendo el modelo expuesto del delirio, tras el daño neurobiológico en los sistemas de cognición social el sujeto se haya desconcertado, en un "estar en el mundo" anómalo. Entonces -y no de inicio- se produce la consabida descarga dopaminérgica mesolímbica, desencadenando una mayor conciencia de las cosas y un desesperado intento de "encontrar el sentido" de la realidad. Es frecuente que los pacientes refieran encontrar intereses insólitos, significados hasta la fecha no encontrados, un tipo de "intensidad vital" que, de no ser aberrante, sería envidiable. El problema es que en la psicosis la amplificación de la prominencia de la realidad se hace desbordante y aberrante, disparando los referidos programas emocionales extremos. Desbordante, en cuanto a que arrasa con cualquier otro proceso mental, de ahí que para el delirante no exista nada más que el delirio; aberrante, porque descarga intensas valencias de atracción/aversión ante estímulos neutros. No hay una correspondencia, además, entre la prominencia actual y la del pasado (por ejemplo, los vecinos que ahora despiertan un intenso temor al delirante le eran indiferentes en el pasado): no sólo es una amplificación sino una distorsión. Y es una distorsión porque el aumento de prominencia se produce sobre una estructura de acceso a la realidad dañada (el daño neurobiológico previo que hemos señalado como origen del delirio). En el delirio de Capgras, el sujeto desconcertado ante la agnosia de reconocimiento familiar descarga dopamina mesolímbica para encontrar un sentido, amplifica la prominencia de las cosas para escapar de una realidad desasosegante, pero ello le empuja a encontrar significados, sí, pero aberrantes (la creencia en la existencia de dobles).

Cuando este "baño dopaminérgico" se produce sobre estructuras íntegras de acceso a la realidad proporciona al sujeto un fascinante redescubrimiento del mundo, donde nada es neutro o indiferente, donde cada elemento de la realidad emociona. La manía o los efectos de la cocaína u otros prodopaminérgicos son un ejemplo de ello. Kay R. Jamison, en su maravilloso An Unquiet Mind (1995), recuerda cómo las distorsiones más patológicas pueden emerger, sin embargo, de una intensificación vital inolvidable:

"Incluso en los momentos en los que estaba más psicótica -con percepciones engañosas, alucinada y enloquecida- he sido consciente de descubrir en mi cerebro y en mi corazón nuevos aspectos increíbles y encantadores que me dejaron maravillada y me hicieron sentir como si pudiese morir en aquel instante y permanecer sostenida por las imágenes". "Y cada vez que vuelvo a la vida normal, no puedo imaginarme que pudiese cansarme de la vida, pues he conocido esos meandros sin término con sus horizontes ilimitados".

En su reverso fenomenológico, Vladimir Nabokov, en uno de sus cuentos (Terror, 1927), describe la experiencia de un hombre que se levanta un día y descubre una realidad sin dopamina:

"Vi de repente el mundo tal y como es realmente. Verá usted, nos consolamos diciéndonos a nosotros mismos que el mundo no podría existir sin nosotros, en la medida en que somos capaces de representárselo. La muerte, el espacio infinito, las galaxias, todas estas cosas nos asustan, precisamente porque trascienden los límites de nuestra percepción. Pues bien, en aquel día terrible en el que, devastado por una noche de insomnio, salí a una ciudad fortuita y vi las casas, los árboles, los automóviles, la gente, mi mente se negó abruptamente a aceptarlos como casas, árboles y demás, como algo que tuviera conexión alguna con la vida humana cotidiana. Mi línea de comunicación con el mundo se cortó, yo estaba completamente solo y el mundo lo estaba a su vez, y ese mundo carecía de sentido. Vi la esencia real de todas las cosas".

Aunque desborda el alcance del presente trabajo, proseguir este camino nos llevaría a replantearnos si el sentido de la vida es una construcción mental, un privilegiado producto de nuestra biología, reconciliando inopinadamente la perspectiva evolucionista-biológica con el constructivismo.

 

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Dirección para correspondencia:
c/ Conde de Aranda, 3. 28001 Madrid.
Correo electrónico: guillermo.lahera@gmail.com

Fecha de recepción: 11.09.2007
Aceptado: 22.11.2007.

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