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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.29 no.1 Madrid  2009

 

SALUD MENTAL Y CULTURA

 

Erotomanía, amor y enamoramiento. Contradicciones

Erotomania, love and falling in love. Contradictions

 

 

Laura Martín López-Andrade

MIR de Psiquiatría del Hospital Universitario del Río Hortega de Valladolid.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El Amor verdadero es la experiencia neurótica más cercana a la psicosis.

Palabras clave: Erotomanía. Enamoramiento. Matrimonio. Afectos. Lenguaje.


SUMMARY

The real love is the neurotic experience nearest to the psychosis.

Key words: Erotomania. Falling in love. Marriage. Affections. Language.


 

I. Presentación

Proponerse hablar del amor es una empresa inútil y poco esperanzadora. Viene a ser como pretender abordar lo inabordable, acotar lo que no tiene límites y objetivar lo que no puede suceder sin que lo coloree la impresión subjetiva de cada uno. Por eso Ferrand, en su Melancolía erótica, se unía a la opinión galénica de descalificar a los que intentaban dar una definición esencial de algo que cada uno concebía a su manera. Tachaba, por tanto, de sofistas a los lógicos de turno que intentaban dar con la clave de asuntos que no pueden sino explicarse a través de una experiencia propia.

El amor ha sido uno de los temas más abordados por la filosofía, la literatura, la antropología, la religión e incluso la medicina. Todas las ciencias que se han ocupado de los distintos aspectos del ser humano han hecho un hueco para estudiar eso que tantos, y con tanta razón, han calificado de locura. Sin duda, intentar comprender qué es el amor resulta una de las mejores y más arriesgadas formas de bucear en las profundidades del hombre. Agustín nos dejó dicho que "si quieres conocer a alguien, no le preguntes lo que piensa, sino lo que ama". Quedamos definidos por el amor y por lo que amamos.

Desde nuestra profesión, y en ocasiones a pesar de ella, nos es fácil encontrarnos con situaciones que nos acercan a estos reveladores modos de observación. Tan es así, que siempre resulta útil echar un vistazo al acompañante del paciente que espera fuera de la consulta si queremos enriquecer la impresión clínica que vamos construyendo. Del mismo modo que, no pocas veces, se nos escapa una sonrisilla maliciosa cuando un amigo nos presenta a su nueva pareja, que resulta cortada por el mismo patrón que esa anterior que le desilusionaba.

La pareja, el amado, el amigo predilecto, no son anécdotas de nuestra existencia sino un reflejo de las cartas con las que jugamos en la vida. El amor decide por fuera de la razón. No elegimos racionalmente entre varias posibilidades presentes, sino que es nuestra oculta intimidad la que apuesta por nosotros como si supiera de antemano quién será el ganador. Además, el amor actúa de modo determinante sobre el destino de las personas. Nuestra biografía no sólo es un inventario de relaciones amorosas, sino que es el efecto de los amores que se han ido sucediendo. Decía Ortega y Gasset que, en caso de contar con más de uno, una persona nunca tendría más de dos o tres amores importantes a lo largo de su vida. Éstos, además, coincidirían con cambios significativos en su "modo de ser". De ahí provendrían las similitudes y diferencias entre las parejas que acumula una misma persona: mientras las similitudes responden a la repetición, las distintas personas a las que se ama dan cuenta de los cambios sucedidos en cualquier trayectoria vital.

Sí, lo que nos proponemos llevar a cabo es un sinsentido, pues queremos adentrarnos en un tema cuyos márgenes sabemos de antemano que se escapan. La intimidad se resiste a ser científica, a cumplir reglas o respetar límites convencionales. Enfrentados a esta tarea y sus dificultades irreductibles, podemos intentar apoyarnos en el resultado de las miradas que nos anteceden. De su repaso, a nuestro juicio, surgen dos proposiciones. Por un lado, registramos la insistente exigencia a lo largo de los siglos de elaborar una teoría del amor y fundarla en una filosofía de las pasiones. Pero, por otro, damos cuenta también de la imposibilidad de lograrlo sin derrumbar los cimientos de esas mismas hipótesis. Esto demuestra el carácter paradójico de todo lo que acercamos al amor. Tanto las explicaciones que el hombre atribuye a sus sentimientos, como el manejo con que el propio amor gobierna al sujeto, se encuentran rodeados de esa esencia contradictoria que caracteriza a Eros.

Las pasiones no quieren "tener razón", por eso el único lenguaje que conoce el amor es el de la contradicción. La palabra es el límite del amor y, pese a ello, no disponemos de un arma distinta para acercarnos a esa sinuosa profundidad que tanto despierta nuestro interés. "No se puede decir nada sin contradecirse", decía Lacan. Así que, bajo esta advertencia previa, vamos a emplear la palabra para hablar de lo contradictorio.

 

II. Tácticas

Uno de los primeros y más grandes textos escritos sobre el amor, El Banquete de Platón, está prácticamente en su totalidad compuesto por monólogos. Salvo la conversación de Diotima con Sócrates, el resto de la obra consiste en exposiciones unidireccionales sobre cómo entiende el amor cada uno de los comensales. No podía ser de otro modo: el lenguaje, decíamos, limita al amor, y el hecho de que el diálogo se vea tan dificultado a la hora de plantear los asuntos amorosos es la primera prueba de una afirmación que, en principio, podía parecer demasiado categórica.

Así las cosas, no queda más remedio que ceder un poco en nuestras convicciones personales y procurarnos un lenguaje común para tratar sobre las pasiones amorosas. Tanto el que nos atrevemos a llamar Amor verdadero, como el deseo, la pasión, el enamoramiento, la simple relación de pareja o el mismo matrimonio se confunden conceptualmente porque cada uno les aplica los atributos que su experiencia y su moral le permiten. Desde nuestro punto de vista, el amor es una táctica, una forma de salir de la soledad para alcanzar una individualidad que, pese a forjar una diferencia con los demás, nos permita acceder al otro. Toda solución del sujeto, del más sano al más loco, es, por tanto, una solución de amor.

 

Un recurso

Podemos preguntarnos entonces, y en primer lugar, de qué modo es el amor un recurso del psicótico. En este sentido, y a pesar de las variaciones que posteriormente Freud realizaría al respecto, sus Tres ensayos sobre una teoría sexual contienen elementos que nos van a resultar especialmente útiles. Me refiero, ante todo, a los dos estadios previos que distingue antes de la consolidación de las relaciones objetales. En el primero, el estadio autoerótico, el sujeto sólo se relaciona con su propio cuerpo, mediante un trato en el que alojamos la soledad y el aislamiento de la esquizofrenia. Como protagonista indiscutible del origen pulsional de la vida, el cuerpo desmembrado del esquizofrénico da testimonio de un intento fracasado de abandonar la soledad. No es que no intente amar, si queremos verlo así, sino que tropieza en el curso de la tarea debido a la fragilidad que origina su psicosis. Las manifestaciones del amor que surgen en la esquizofrenia representan en realidad una derrota ante la separación. Son el esbozo de un recurso, pero de un recurso finalmente fracasado.

Sin embargo, podemos ver que allí donde el esquizofrénico debe rendirse sin condiciones, el paranoico, por su parte, es capaz de llegar a una capitulación menos exigente gracias a la erotomanía. Hemos franqueado en este caso el autoerotismo para entrar en el estadio propiamente narcisista, en la satisfacción del sujeto en torno a sí mismo que permite más solidez al yo y un cuerpo por fin unificado. Freud decía que el amor no parte del otro, sino del narcisismo, que es el origen de cualquier patología mental. Por eso llamó a las psicosis "neurosis narcisistas", subrayando de este modo la importancia del narcisismo en la elección amorosa. La erotomanía, en ese sentido, es el paradigma de la estrategia amorosa narcisista con que el psicótico intenta llegar al otro. El resultado, sin embargo, es insuficiente: el erotómano ama al otro, pero ese otro es tan distinto que solo puede identificarlo a través del delirio, de un recurso precario de anudamiento, de un remiendo de última hora. No reconocer que el psicótico utilice esa táctica de amor para los fines de la vida sería como negarle la angustia de la que emerge y rechazar su condición de sujeto. Lo que ocurre es que, o bien fracasa en la tarea o bien tiene que agarrarse al delirio para llevarla a efecto.

¿Qué ocurre entonces con la melancolía, la tercera forma de psicosis? Lejos de seguir los pasos de la Psiquiatría en su intento por suspender el término hasta hacerlo desaparecer de sus conceptos y clasificaciones, reconocemos en el melancólico el sujeto que mejor nos puede trasladar hasta el conocimiento de las pasiones amorosas. Como veremos más adelante, el cimiento sobre el que el verdadero amor se edifica está a caballo entre la melancolía y la tristeza, entre el vacío puramente psicótico y la falta que divide al neurótico y garantiza su identidad.

La literatura, especialmente, nos ha mostrado a lo largo de los siglos el carácter dramático del amor, su irremediable vínculo con la desolación. Los grandes amores siempre han sido amores imposibles, trágicos, de una muerte prematura por causas que escapaban a las posibilidades de los amantes. La melancolía se ha definido como el mal de amor por excelencia. "La melancolía erótica es el amor que traspasa los límites de la razón", nos decía Ferrand en su tratado. De este modo nos imaginamos que el melancólico no deja de lado al amor como táctica subjetiva de las psicosis, sino todo lo contrario: toma tanto impulso para abandonar el vacío, que, inevitablemente, vuelve a él en caída libre.

Por su parte, el neurótico alcanza un nivel más elevado y se acostumbra a pasar por el duelo para volver a reiniciar el deseo una vez alcanzado el objeto amoroso. El duelo normal es así un paso obligado, tras llegar al punto álgido de la satisfacción, en el circuito curvo del deseo. Ahora bien, la exclusión del psicótico del mundo del deseo no le aleja del todo de la experiencia de tal sinuosidad, que se conserva de modo potencial en el círculo melancólico. El psicótico que recurre al amor, e incluso insinúa la posibilidad de sustituir el goce psicótico por las estrategias de placer del neurótico, suele acabar melancolizado en su intento de lograr los beneficios propios de la neurosis. En el caso, por ejemplo, en que la erotomanía fuese correspondida en el sentido neurótico de la reciprocidad, incluso de la forma más tibia, hay que pensar que esa tentativa terminaría irremediablemente en melancolía.

En conclusión, podemos sostener que el amor no está excluido de modo absoluto de las psicosis. Resumiríamos más bien la situación diciendo que existe como una estrategia que fracasa en la esquizofrenia, triunfa parcialmente en la erotomanía y se agota en la melancolía.

 

Un modo

El amor puede definirse por el sentido que nos es más conocido. Aludo al amor que llamaríamos convencional o de pareja, aquel que difiere en gran medida del Amor con mayúsculas que llama nuestra atención de manera principal. Aunque a lo largo de la historia el enamoramiento ha sido adecuadamente considerado como un estado de "locura transitoria", lo que realmente le distingue de la "locura" del Amor verdadero es el carácter de continuidad que le otorga el proyecto intrínseco que contiene. Al enamorado se le concede una licencia de futuro, que podrá utilizar o no, pero que se le niega tajantemente al amante, entendiendo por amante al protagonista del gran Amor. Por esta razón, entre otras, decimos que el amor de pareja queda circunscrito simplemente a un modo social de amar, no a un modo esencial de hacerlo.

Sabemos que el psicoanálisis aísla un tipo de elección de objeto que llamamos anaclítica o por apoyo. Una relación que se realiza apoyándose sobre las imágenes de las figuras paternas y lleva consigo que todo hallazgo posterior al primer objeto de amor sea un intento de reencuentro: "Se ama, en definitiva, a la mujer que alimenta o al hombre que protege". Al buscar entre los demás según este modelo, sucede que nunca se encontrará un objeto de amor a medida, pues, en un momento dado, el sujeto se conforma con lo que tiene, cansado de una búsqueda que nunca llega a un encuentro real con el amado. En esta línea de observación, y con su habitual sutileza en la descripción de las pasiones femeninas, Duras escribió acerca de cómo el tiempo permite comprender que el sentimiento de felicidad que experimentas con un hombre no prueba necesariamente que lo ames. Los proyectos y la vida en común se perfilan de esta forma como un estado de comodidad ante esa falta que nos angustia y que se busca reparar a través del amor. La monotonía, en estos casos, es la experiencia demostrativa de que la ausencia no puede llegar a colmarse: que se sigue sintiendo a pesar de la existencia del otro a su lado. Se ha llamado "amar en Occidente" a un proyecto que queda inicialmente maquillado por el enamoramiento pero que no tarda en convertirse en una empresa común que suele derivar en eso que, en palabras de Montaigne, sólo es libre a la entrada: el matrimonio.

Este conformismo social que define a la pareja, normalmente lo encontramos precedido de la fase de enamoramiento. Enamorarse hace que se tienda a mirar hacia delante, a poner fechas, a programar. Sujetos a la neurosis, el deseo inicial de los enamorados termina por agotarse y, si todo sale favorablemente, el aburrimiento, en el mejor de los casos, lo degrada en simple amistad. Todo resulta de este modo mucho más sano, desde el punto de vista de la salud y la moral, que lo que sucede en el caso del Amor verdadero, cuya brutalidad azota a los amantes ante la plácida mirada de las parejas.

Rougemont, en su crítica al mito del matrimonio occidental, hablaba de un "amor de fidelidad" o "amor acción". Al contrario de lo que muchos piensan, su defensa de que "todo lo que se diga en contra del matrimonio es cierto" no significaba que el verdadero Amor sólo se encontrara en la infidelidad. Para el escritor suizo, el problema de las parejas no proviene del compromiso, sino de las consecuencias que conlleva. Es una cuestión ética derivada de que a la pareja no se la elige, ni siquiera se decide uno por ella. El "pase lo que pase", no supone la declaración romántica de la elección de un individuo, sino la formalización de una apuesta. Para argumentarlo, señalaba que era imposible intuir el destino de una pareja desde el enamoramiento. Si se han necesitado millones de años para la selección de especies adaptadas, el hombre debe estar enajenado si pretende, en el curso de una sola vida, resolver el problema de adaptación de dos seres humanos que se desconocen, están moralmente organizados y son estructuralmente neuróticos. Por eso acaba dando la razón a Tolstoi cuando describe la "paz del hogar" como un auténtico infierno.

 

Un estado

Llegados a este punto, quedamos obligados a precisar ese concepto que ya se venía anunciando: el del Amor verdadero. El Amor verdadero, para nosotros, es un estado que no llega a convertirse en un modo social, como lo reclama la temporalidad del neurótico, ni se queda en un mero recurso psicótico. No avanza, por decirlo así, hasta la pareja ni se estanca en el delirio. Tiene un carácter limítrofe entre el deseo y la angustia, que lo define como una experiencia más cercana a la psicosis que cabe esperar de la neurosis de sus protagonistas.

Diotima explicaba a Sócrates que el Amor no era un dios, ni un hombre, sino que era algo entre lo divino y lo mortal: un genio cuyo poder residía en recorrer el hueco que quedaba entre las dos partes. Así se ligaba el Todo consigo mismo, sin vacíos ni faltas. El Amor, por consiguiente, se esfuerza por librar al neurótico de su falta y ayudar al psicótico a construir, como puede, en el vacío. El Amor es un océano entre dos continentes, una membrana osmótica que permita el paso de elementos entre la neurosis y la psicosis. Por un lado, arranca de la soledad esquizofrénica, se impregna de la tristeza melancólica y no esconde sus aspectos erotómanos. Pero, por el otro, exige la existencia del deseo tal y como se desenvuelve entre los neuróticos.

Para Amar tiene que estar presente la falta pero también el vacío. Mientras la pareja se acomoda en la falta, el sujeto de Amor se ubica allí donde la angustia no ha podido ser eliminada: en la ausencia misma. Para el Amor no basta la circulación del deseo, también se necesita la presencia del desierto propio del psicótico. Amar es desnudarse ante el otro, pero también desanudarse. Esta es una de las razones que nos hace situar, esto que hemos calificado de estado, más cerca de la psicosis que de la neurosis. Si recurrimos de nuevo al mito del andrógino platónico, diríamos que no es que exista un hueco a rellenar, sino que la otra mitad está vacía.

 

III. Triángulos

El amor dibuja un triángulo. La existencia irreductible de tres vértices no puede separarse del concepto occidental del amor: el tercero está siempre presente, desde el momento en que aparece la angustia al tiempo en que emerge el deseo. Precisamente es su exclusión la que explica la fidelidad, y su manejo el que define el estilo personal de amar. Tres vértices que, a su vez, podemos entender triplicados en tres dimensiones, tres afectos y tres registros.

 

Dimensiones

El amor se desenvuelve en torno a la creencia, el encuentro y la palabra. El amor, entre otras cosas, es una creencia, una creencia en la que se está, al modo en que Ortega contrapone las creencias a las ideas, que se tienen sin llegar a estar en ellas. En este sentido, el erotómano tiene creencias, no ideas: posee certezas. Sabe que es amado sin lugar alguno para la duda. El neurótico, en cambio, se instala en el territorio de las ideas cuando se enamora. El trabajo de enamoramiento no es otra cosa que un esfuerzo de suposición: se espera amar y ser amado. Es una mera hipótesis y, como tal, todo lo que gana en claridad lo pierde en firmeza: se duda, luego hay más de una opción posible. Está presente la idea del enamoramiento pero el sujeto nunca llega a estar dentro ella, hecho que solo se vuelve posible cuando la idea amorosa ya es creencia delirante.

La única experiencia neurótica en la que la pasión puede llegar a sostener al sujeto al modo de una creencia, la única excepción que no desemboca en el delirio, es el Amor verdadero. Del Amor no se duda porque no es necesario enfrentarlo con el otro: no hay una segunda opinión. El sujeto se conduce con su Amor como con el resto de sus creencias: teniéndolo automáticamente en cuenta en todo su comportamiento, aunque no necesite pensar en ello para hacerlo. Por este motivo, el Amor se comporta como una creencia limítrofe entre la certeza psicótica de la erotomanía y la duda neurótica del enamorado.

Pero, además de una creencia, es un encuentro. El Amor es un acontecimiento, no en el sentido que va de la mano del azar o la casualidad, sino en el de alejarse de lo mecánico y lo repetitivo, factores que lo ahogan y lo vuelven imposible. No existe amor si no existe sorpresa, aunque sea luego el sujeto el único responsable de dar respuesta a esa colisión. Popularmente se dice que "el amor oculta sorpresas", lo que nos sirve para demostrar los lugares comunes que el Amor mantiene con las psicosis. El erotómano vive un amor clínico como intento de superar el hecho de que el psicótico sea, por definición, alguien incapaz de sorprenderse. El delirio de amor le permite salir temporalmente de ese estado expectante y estático –que psicopatológicamente correspondería a la pasividad del automatismo–y comenzar a responder a la sorpresa de vivir. La interpretación delirante surge como un conato de salida falsa de lo repetitivo. Pero es una evasión que puede caer en una trampa inevitable: la ansiada "estabilización" que busca encarecidamente el psiquiatra y que puede, paradójicamente, acabar con el esbozo de sorpresa iniciado para relegarle de nuevo a la soledad y el vacío. Incierta consecuencia terapéutica que justifica la oportunidad de que alguno de estos locos nos pueda responder invirtiendo los términos para afirmar, al modo de Artaud, que no hay psiquiatra que no se conduzca, por sus certezas curativas, como un manifiesto erotómano.

Junto a la creencia y el acontecimiento, la tercera dimensión del Amor es la palabra y, más en concreto, la insuficiencia natural que la sostiene. Se habla continuamente del amor pero, por la condición intrínseca del lenguaje, nunca se llega a decir nada del todo y se acaba, en cambio, diciendo más de lo que se pretende. Proferir "te amo" siempre deja la declaración como a medias y con un sinsabor de segunda mano.

Según Voltaire, el enamorado es un poeta, pero del amante, del héroe del Amor, decimos algo más, que se encuentra ante un vacío muy cercano a la psicosis cuando intenta declararse. La emoción amorosa es, antes que otra cosa, un vacío del lenguaje que hay que rellenar. Por ello cuanto más se habla del amor, tanto menos desgarrador y angustiante resulta, menos Real en el sentido de Lacan. El Amor en estado puro, por contra, no entiende de explicaciones, se topa con la contradicción como única posibilidad. Con una contradicción cercana a la ambivalencia psicótica.

 

Afectos

El segundo vértice lo integran los tres afectos que componen el amor. Estos serían, a nuestro juicio, la Esperanza, el Orgullo y el Deseo, que coinciden con los afectos que Clérambault describió en el origen del postulado central de la erotomanía. En su inolvidable descripción de las psicosis pasionales, el psiquiatra francés estableció que los tres intervienen en el surgir del postulado inicial, cuya fórmula enuncia así: "Es el Objeto el que ha comenzado, el que más ama o el único que ama".

De este modo, vemos en la descripción de la erotomanía que es el afecto quien genera la idea, si admitimos estas distinciones de Clérambault. Por eso los delirios pasionales son delirios de actos, de reivindicación: es la emoción la que motiva, sostiene y dirige las posteriores interpretaciones. Lo inamovible es la convicción de que "el Otro me ama" –o "me es infiel" en la celotipia–. El caso inverso lo encontraríamos en los delirios de interpretación, en los delirios de ideas, en los que el razonamiento determina el afecto.

En lo que nos ocupa, la esperanza, el orgullo y el deseo se distribuyen en distintas proporciones. La esperanza es el afecto necesario para generar toda pasión, ya sea en el campo de la psicosis, del Amor, o del más escueto que rige en la pareja. La esperanza exige que exista al menos la posibilidad de la reciprocidad para empezar a conformarse. El erotómano lo sabe, el futuro marido lo espera y el amante lo experimenta.

Sin embargo, la esperanza es un afecto que no podemos separar de la temporalidad. Será en ese pequeño matiz donde encontremos la diferencia de la espera en las tres maniobras del amor que hemos diferenciado. En el psicótico, la certeza del delirio de ser amado transciende los límites de lo temporal. No existe la duda, luego el tiempo es un enemigo despreciable en su particular historia de amor. En el otro extremo, el enamorado bebe de una esperanza de futuro para poder seguir el camino natural hasta la pareja. Sin embargo, en el Amor verdadero, la esperanza existe carente de toda temporalidad. Sus múltiples lugares comunes con la psicosis le dotan de una paciencia que, aunque se sabe finita, le alejan de la desesperación de las relaciones convencionales. Gandhi definió el Amor como aquello que dura el tiempo exacto para que sea inolvidable. Se trata de un tiempo distendido por la intensidad de la pasión, como señalaban los escritores pesimistas, pero que no deja de ser un tiempo que los amantes ganan a lo que inevitablemente transgreden. Es un tiempo, por lo tanto, prestado, exento de expectativas. Como si se tratara de una paciencia definitiva.

El deseo, por su parte, es un afecto que triunfa en el enamoramiento, aunque luego se encuentre apaciguado y sostenido por otros deseos accesorios en la pareja, pero que queda ensombrecido, en la erotomanía, por la ensanchada silueta del orgullo. El orgullo es el que conduce a la certeza del postulado y el que impregna los argumentos de las interpretaciones posteriores. Por él se mantiene la esperanza y por él logra el erotómano esa imagen de salubridad que le acompaña durante tanto tiempo. De su omnipotencia, de su idealismo en definitiva, deriva que siempre se haya identificado al amor psicótico con el platónico. Sin embargo, debemos alejarnos de la imagen del erotómano como la de aquel que simplemente huye de la posesión carnal del objeto, ya que la exigencia de dominio que solicita puede ser mayor que la que acompaña a cualquier conquista amorosa.

Del otro lado, en cambio, los importantes tintes narcisistas que habíamos señalado del Amor verdadero no impiden poner el orgullo de los amantes al servicio del deseo. Podríamos decir que en el amor es el orgullo el que desea, y se desea por orgullo –como decía Casona, "ninguno manda, obedecen los dos"–. Esto deriva sencillamente de que la esperanza en el Amor es tan cierta como la psicótica: se sabe que se da todo, lo que no se tiene y desde donde no hay nada.

Por eso señalaba Lacan que el verdadero Amor siempre es correspondido, porque nadie puede resistirse al tremendo halago que significa la entrega incondicional del otro.

 

Registros

Este vértice permite dibujar el triángulo que define al amor en sus aspectos principales. El amor supone el anudamiento de los tres registros –Imaginario, Simbólico y Real–, revelándose de este modo tres aspectos subjetivos: la demanda, el deseo y la pulsión. En el Amor encontramos el registro imaginario en el yo –en el narcisismo como partida y destino de la demanda amorosa–, también el simbólico –la palabra como intercambiador del deseo–y, por último, el real, la pulsión, lo prohibido, el sinsentido, la locura, la aventura en esa enfermedad que es el Amor. En afirmaciones tan bellas como en la que La Rochefoucauld refleja que la razón de que los amantes no se aburran nunca de estar juntos es que se pasan el tiempo hablando de sí mismos, encontramos estos tres elementos imprescindibles de la pasión que aquí se define como con mayúsculas: el narcisismo, la palabra y el secreto.

La psicosis, por su lado, supone en sí misma un desanudamiento de los registros. No olvidemos que lo que falla en la psicosis, antes que nada, es el registro simbólico: hay una restricción en el acceso a la palabra que hace que el sujeto se tope directamente con lo Real y la angustia que supone su vacío. La erotomanía es un ejemplo de cómo el delirio realmente viene en ayuda del psicótico: intentando amar –y sabiéndose amado–logra reanudar los lazos y salir del miedo que le invade.

Las relaciones de pareja, por su cuenta, encuentran su dificultad en el registro imaginario. El enamoramiento no está exento de angustia. Su proximidad con el Amor verdadero la encontramos en el desasosiego, el nerviosismo y la dificultad en encontrar las palabras de los enamorados. Sin embargo, a medida que se va declarando, ese casi–Amor se va impregnando de un sentimiento de futuro que logra tapar por completo el registro reservado para las pulsiones. Todo se hace más correcto, más normal, más estandarizado, a medida que la idealización del otro, que conseguía rellenar imaginariamente con la presencia del amado, cae por su propio peso.

Han quedado identificados los triples triángulos que surgen al penetrar en lo que no es más que la superficie de un concepto que ya anunciábamos inabarcable. Las dimensiones que alcanza –creencia, encuentro y significante–, los afectos que lo componen –esperanza, deseo y orgullo–y los tres registros en los que se mueve –Simbólico, Imaginario y Real–, han servido además para ponerlo en relación con el amor que se vive desde la psicosis y desde la neurosis. La sorpresa, siempre presente, se intensifica cuando realmente caemos en la cuenta de que lo más característico del Amor se localiza en territorios mucho más cercanos a la psicosis de lo que podía esperarse para algo que se suele definir como una emoción propia del individuo sano. Y aquí cabe preguntarse: si el Amor roza la certeza, trasciende la temporalidad, se aferra a los pilares narcisistas del sujeto y encuentra los límites del lenguaje, ¿qué separa entonces al amante del psicótico?

 

IV. Contradicciones

El amante escapa de la psicosis pero no de su dosis de soledad. Lo sabemos porque el Otro no le libra enteramente del vacío. Llegado a un punto determinado, el amado revela que no es del todo penetrable, pues deja ver esa parte de su individualidad que, por ser inaccesible, resulta tan dolorosa para el amante. Por eso el Amor es una tregua de la tristeza entre dos personas que, a lo sumo, permite aplazar el duelo pero no restarle sufrimiento.

El Amor no sirve, como en la psicosis, para controlar con el delirio los límites de la pasión. La intimidad de los amantes termina por asfixiarse en la burbuja que ellos mismos han creado. Es el dictado de la ley del doble juego de los secretos que mantienen entre sí y ante los demás, el que pasado un tiempo ya no sean capaces de seguir abasteciéndolo. Por eso se ha dicho que "el amor sólo es posible en la posibilidad de lo imposible". Sólo lo que no puede perdurar goza de cierta eternidad. La contradictoria brevedad del Amor juega aquí el mismo papel favorecedor que el que observamos cuando el intento de separar a algunas personas no hace sino unirlas más.

Gracias a esta contradicción, el Amor se salva de la psicosis y evita la ambivalencia erotomaníaca. El psicótico respeta fielmente el llamado principio de no-contradicción o de tercio excluido, ése que dice que si A es verdadera, B es falsa. Y viceversa, si B es verdadera, prescindimos de A. Nunca son las dos a la vez: ni verdaderas, ni falsas. Se excluyen. El delirio de amor se caracteriza precisamente por eso: o te amo, o te odio. O me amas, en la fase de esperanza, o vienes contra mí, en la de despecho y rencor. No hay equilibrio intermedio. La balanza siempre se inclina por completo hacia uno de los lados. El tercero no está ni presente ni ausente, está excluido del juego entre el loco y su objeto de amor.

Muy distinta es la oposición distinta que caracteriza a los contrarios. Contrarios son los opuestos que no pueden ser verdaderos a la vez, pero sí falsos ambos. Ni te amo, ni te odio. Aquí sí caben fórmulas intermedias como podrían ser la indiferencia o la amistad. Estamos, entonces, en el territorio de las parejas y los enamorados, donde hay terceros, cuartos y hasta quintos implicados.

El Amor, en cambio, según lo hemos perfilado, se aleja de los contrarios y se queda al borde de la ambivalencia. El Amor verdadero y el amor loco y erotomaníaco son ambos de naturaleza contradictoria, pero el primero compite con un as en la manga, tiene a su favor una ventaja: la apuesta del deseo. Este instrumento le permite jugar con el principio de no-contradicción, pues puede tenerlo en cuenta aunque sea simplemente para transgredirlo. Hay un tercero que ni participa activamente como en los triángulos neuróticos convencionales, ni queda suprimido como en la psicosis. Este tercero existe porque siempre que hablamos del Amor hablamos de una ley que se está quebrantando, de un desafío. Por eso queda tan lejos esta experiencia de las protagonizadas por el ajuste moral que rige las neurosis. El neurótico, de este modo, tendría dos formas de acceder al otro: o transgrede la moral a través del Amor, o se somete a la represión y crea el síntoma.

Hemos utilizado el lenguaje para hablar del Amor, a pesar de su insuficiencia y su poder devastador sobre el mismo. La razón no sólo responde a la ausencia de otras herramientas, sino también a que, a pesar de que sean los límites de la palabra los que recortan su declaración, es únicamente en medio de la contradicción amorosa –o de lo contradictorio del Amor–donde encontramos que el diálogo entre dos personas está a punto de lograrse.

 

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Dirección para correspondencia:
Laura Martín López-Andrade
C/ Orión 2, 47014 Valladolid.
Correo electrónico: lamartinla@hotmail.com

Fecha de recepción: 7.11.2008 (aceptado el 15.11.2008).

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