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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.30 no.3 Madrid Jul./Set. 2010
¿Qué significa ser buen padre?
What makes a good father?
Luis Manuel Estalayo Martín
Doctor en Psicología, Psicólogo Clínico, Centro de Atención a la Infancia nº 5 (C.A.I. V) del Ayuntamiento de Madrid.
Dirección para correspondencia
RESUMEN
Se defiende la necesidad de considerar la diferencia entre padre real, simbólico e imaginario que teoriza el psicoanálisis en la valoración diagnóstica de la "competencia parental". La ausencia de estos conceptos puede implicar valoraciones precipitadas y superficiales excesivamente focalizadas en aspectos fenomenológicos.
Palabras clave: Competencia paterna. Padre real. Padre simbólico. Padre imaginario.
ABSTRACT
It's supported the need to consider the difference between the real, symbolic and imaginary parent that is described by psychoanalisis in the diagnostic evaluation of the "parental competency". The absence of these concepts can imply abrupt and shallow evaluations which are excessively focussed in phenomenological aspects.
Keywords: Fatherhood competency. Real father. Symbolic father. Imaginary father.
Introducción
La posibilidad de que distintos especialistas puedan valorar la "competencia parental" es muy reciente en términos históricos. De hecho, hasta hace poco al padre ni se le incluía en los estudios que trataban de analizar los factores de riesgo en psicopatología del desarrollo. Actualmente se sabe que una paternidad adecuada es necesaria para que se produzca el desarrollo de un niño "sano" y de ahí el interés público y profesional para hacer medibles, contables y evaluables los distintos aspectos relacionados con el ejercicio de una paternidad responsable. Es precisamente la evolución histórica a través de legislaciones específicas a nivel internacional, nacional y autonómico, la que legitima a los profesionales y obliga a los padres a someterse a distintos procesos diagnósticos que pretenden valorar su competencia como padres de cara a ostentar con garantías la tutela o la guarda y custodia de sus hijos. Estas valoraciones se realizan en distintas Instituciones (Juzgados, Servicios Sociales Generales y Especializados, Clínicas Médico-forenses, etc.) y suelen implicar a profesionales de distintas disciplinas: psiquiatras, psicólogos clínicos, trabajadores sociales, etc.
Dada la naturaleza de estos diagnósticos es necesario precisar aspectos instrumentales de la paternidad pero una focalización excesiva o única en los mismos puede obviar otros aspectos nucleares y determinantes de la vinculación paternofilial tales como el afecto, el deseo y la subjetividad. No se pretende negar la importancia de los "indicadores" a la hora de valorar la competencia de un sujeto como padre. Lo que se cuestiona es una adherencia excesiva a esos indicadores que lleve a enjuiciar al otro por su grado de adecuación a un "manual" u obligarle a intentar adecuarse al mismo, casi sin escucharle.
Con el objetivo de aportar elementos de análisis que sirvan para mejorar las valoraciones que se realizan en este contexto se pretende responder a la siguiente pregunta: ¿Qué hace que una persona pueda denominarse "padre" y serlo?, o bien, ¿qué "efectos" debe producir en sus hijos un padre "suficientemente bueno"?. El intento de respuesta a estas cuestiones se estructura en tres apartados; la reflexión se inicia con una contextualización histórica de la figura del padre; sigue con una descripción sociológica que precisa qué aspectos de esa historia siguen vigentes y cuales se han modificado sustancialmente y concluye con una aproximación psicoanalítica a la temática del padre. Finalmente se sugieren ideas específicas a tener en cuenta en las valoraciones que se realicen de la adecuación de un sujeto como padre.
Padres en la Historia
Hablar del término "padre" es hacerlo de una función dentro de un grupo familiar, puesto que nadie es padre sin referencia a ese grupo primario. Y quizá sea necesario empezar con la referencia obligada a Lévi-Strauss, aludiendo a su tesis de prohibición del incesto como regla universal que permite el paso de la Naturaleza a la Cultura.
Como señala Franchise Zonabend (1988) (1), la prohibición del incesto es el primer acto de organización social de la humanidad, un primer intento de establecer orden para regular las relaciones entre los sexos: "La prohibición del incesto efectúa, pues, la transición entre el estado de la naturaleza y el estado de la cultura (1) ". Abre la posibilidad de crearse parientes, es el mejor medio de vivir en paz con los vecinos. La exogamia impone una alianza fuera del grupo familiar inmediato. La renuncia abre el camino a una posibilidad, pero fuera del universo familiar.
A esta regla general suele oponerse la excepción del orden faraónico, que no partía de la prohibición del incesto. Por ejemplo, Annie Forgeau (1988) (2) explica cómo en esa sociedad la ternura que une a hermano y hermana sirven de referencia tanto a las relaciones amorosas como a las conyugales, signo de su adecuación ideal. A partir de la dinastía XVIII el término para hermana es un doblete del de esposa. En Egipto no se encuentra limitación a la libertad de elección de los cónyuges en los textos ni es respetada en la práctica; de hecho "los matrimonios entre hermano y hermana eran frecuentes en Egipto"(2). Se pretendía mantener con ello la continuidad dinástica, salvaguardar la pureza real. Los matrimonios consanguíneos son inseparables del proceso de deificación de los reyes, en tanto que se instaura el culto a la propia dinastía, cuyos matrimonios aseguran la pureza total.
Respecto a la función paterna en este orden "incestuoso", al padre le correspondía la tarea de transmitir a su hijo, una vez pasado el tiempo de los primeros y necesarios cuidados maternos, los frutos de su experiencia; enseñanza moral complementaria a la educación intelectual y física que recibían en las escuelas de escribas. Los egipcios creían más en la virtud de lo adquirido que de lo innato pues creían que "nadie nace sabio". Cualquier niño podría convertirse en un sabio con buena educación, siguiendo el modelo de la domesticación de animales, no siempre metafórico.
La función del padre estaba por tanto vinculada a la moral y a la posibilidad de llegar a ser un ciudadano, sabio, aunque en el aprendizaje se tuviera que domesticar las tendencias "naturales" del hijo, utilizando distintos tipos de castigos.
Se sabe que esta función paterna se intensificó en el Imperio Romano, constituyendo un modelo que ha durado siglos. Siguiendo a Yan Thomas (1988) (3), se descubre que el padre en Roma tenía derecho de aceptar o rechazar al hijo; abandonarle era algo corriente; era un acto de soberanía doméstica absoluta, se podía arrojarle a la calle, asfixiarle o privarle de alimentos; es decir tenía el derecho de matarle por cualquier medio.
También Paul Veyne (1987) (4) destaca que el nacimiento de un romano no se limitaba a un hecho biológico, puesto que el jefe de la familia tiene la prerrogativa inmediatamente después de nacido su hijo "de levantarlo del suelo, donde lo ha depositado la comadrona, para tomarlo en sus brazos y manifestar así que lo reconoce y rehusa exponerlo" (4). El bebé que el padre no levante, se verá expuesto ante la puerta del domicilio o en algún basurero público; podrá recogerlo quien desee.
En Roma se exaltaba la paternidad como norma de buen ciudadano, como una obligación cívica. Todo el orden familiar es político: el padre como tal está investido de funciones disciplinarias que compiten con el castigo penal. Los hijos son sólo ciudadanos de segunda clase, les falta ser sujetos de pleno derecho al estar siempre dependientes de la voluntad paterna. De hecho, en el derecho romano llama la atención que un muchacho permanecía bajo la autoridad del padre y no se convertía en ciudadano con todos los derechos más que a la muerte del padre; más aún, "su padre era su juez natural y podía condenarlo incluso a muerte mediante sentencia privada" (P. Veyne, 1987) (4). Puede imaginarse que psicológicamente la situación de un adulto cuyo padre viviera debía ser insoportable; no podía hacer nada sin el consentimiento paterno, ni cerrar un contrato, ni liberar un esclavo, ni testar, ni hacer una carrera.. .Era una especie de esclavitud, que podría explicar en parte la obsesión por el parricidio en la época.
Esta figura paterna asociada a Roma y a un poder prácticamente absoluto, no se ha eliminado con el paso de los siglos, dejando huellas duraderas en muy distintos lugares y en distintas épocas.
En la época medieval, por ejemplo en Germania, Pierre Guichard (1988) (5) informa de que el padre de la casa era como un jefe natural por lo menos hasta los siglos VIII-XI; este "jefe" tendría amplios poderes como padre que incluían el derecho de vida y muerte, castigos corporales, o la venta de los hijos si fuera preciso. Nada podía limitar el poder del padre sobre sus hijos, insistiendo incluso la Iglesia en que su única obligación era asegurarles alimentos. Imagen de padre "trabajador" bendecido por la Iglesia y con derechos casi totales, que aún no se ha desvanecido en el siglo XXI en numerosas capas de la población y en el funcionamiento mental de muchos sujetos que se creen con el derecho de llamarse padres si, tras separarse de sus parejas, cumplen con la pensión de alimentos...
A lo largo de la época feudal, este lugar del padre/hombre se vincula con claridad con el papel atribuido a la mujer, también desde el discurso de la Iglesia que la vinculaba con Eva, pecadora, desobediente, cruel, envidiosa, impúdica y débil. Este "elemento negativo de la Creación" (H. Fossier, 1988) (6) permitiría al hombre reforzar complementariamente su papel de juez y su derecho a enderezar la fragilidad tanto de su mujer como de sus hijos.
También en las relaciones familiares aristocráticas en la Francia feudal, se constata un sistema de valores apoyado en el postulado de que las mujeres son seres débiles e inclinados al pecado y que, en consecuencia, deben hallarse muy controladas. "El primer deber del jefe de la casa era el de vigilar, corregir y aún matar si era preciso, a su mujer, a sus hermanas, a sus hijas, a las viudas y a las hijas huérfanas de sus hermanas, de sus primos y de sus vasallos" (G. Duby, 1985) (7). La potestad patriarcal debía de mantenerse reforzada sobre la feminidad, porque ésta representaba el peligro.
Charles de la Ronciere (1985) (8) describe cómo el poder del pater familias no era muy distinto en la vida privada de los notables toscanos, donde la autoridad del padre era equiparable a la del rey ("a todo el mundo se le considera rey en su propia casa") y estaba respaldada por juristas y sacerdotes. Los hijos deben a su padre un profundo respeto y reverencia; cualquier falta, rebeldía o negligencia podrá ser castigada directamente por el padre o por la justicia pública. Y los castigos del padre deben incluir golpes o palizas puesto que se consideraba que no podía haber una buena educación sin golpes.
Henri Bresc (1988) (9), en el estudio que realiza sobre la familia europea entre los siglos XIII-XV, opina que la obsesión de la Iglesia por prescribir conductas y prohibiciones a las familias se derivaba de su permanente preocupación por la relación que une a la madre y al hijo o también a la hermana y al hermano.
Se constata que esta obsesión eclesiástica abarca prácticamente toda la Historia de la Humanidad, no ha dejado de producir efectos en la actualidad y no es independiente del papel histórico del padre.
La vinculación entre el incesto y la brutalidad como necesidad educativa es destacada también por Francjois Lebrun y A. Burguiere (1988) (10) en el análisis que realizan de la primera modernidad. En esa época, también era indiscutible que había que educar utilizando el castigo físico, aunque a partir del siglo XVI se podía transferir la severidad a otras personas si el padre debido a su afecto no podía cumplir con su deber de severidad. Se trataba de una violencia "pedagógica", necesaria, que partía de la doctrina cristiana del pecado original. Los niños, llegada la pubertad solían trasladarse a otros domicilios, como sirvientes o a talleres como aprendices y ahí la violencia reaparecía de forma brutal: castigos abusivos, heridas, brazos rotos que podrán dejar al niño lisiado para siempre. Es probable que esta conducta de transferir a otros los deberes de violencia se debiera a ".la obsesión por el incesto que llevaba a los padres a distanciar a sus hijos, cuando la pubertad se acercaba, para proteger la familia de los riesgos de una sexualidad desenfrenada y peligros" (Lebrun, F. 1988) (10).
Se termina esta breve introducción histórica a la reflexión sobre la paternidad, utilizando los mismos términos que la iniciaron: incesto y temor. La función histórica del padre ha estado vinculada fundamentalmente a la disciplina cuyo ejercicio, incluso violento, generaría la separación del niño del universo materno y su nacimiento a la Cultura y a la moral. Esta dialéctica entre incesto y temor es prioritaria en la reflexión psicoanalítica que posteriormente se propone. Pero antes de abordarla es preferible un acercamiento sociológico al tema para constatar la evolución actual del tema.
Reflejos sociales actuales de la paternidad
Las creencias, valores y conductas asociados a la paternidad han evolucionado sensiblemente en amplios sectores de la población en las sociedades occidentales. En este apartado se van a considerar dos temas interconectados vinculados a la posición del padre en las sociedades occidentales actuales. Por un lado, la evolución de las relaciones familiares, siguiendo el profundo análisis de Lluis Flaquer (11) ; por otro, la incidencia específica de la sociedad de consumo en algún aspecto relevante de la paternidad.
Evolución de las relaciones familiares
El sistema de relaciones familiares de cada sociedad tiene un carácter histórico. Ser madre-padre-hijo-hija y demás roles familiares, no es algo determinado ni por la biología ni por ningún soplo divino, por más que algunos líderes políticos y eclesiásticos intenten convencer de lo contrario.
Uno de los cambios más importantes que han marcado la evolución de las sociedades occidentales del fin del siglo XX ha sido la pérdida de legitimidad del patriarcado. El histórico dominio de los hombres sobre las mujeres a través de la institución familiar no puede justificarse bajo ningún pretexto.
Lluis Flaquer (1999) (11) reseña distintos términos que se vienen utilizando para denominar a la familia postpatriarcal: familia postmoderna (Cheal, 1991, Singly, 1993) ; familia postnuclear (Donati, 1998) ; familia postfamiliar (Beck-Gernsheim, 1998) ; familia individualista (Singly, 1993) ; familia relacional (Singly, 1993; Donati, 1998), lo que puede dar una idea de la amplitud bibliográfica del tema.
En esta evolución, la monoparentalidad puede valorarse como la culminación de un largo proceso de eclipsamiento de la figura del padre en la constelación familiar. En este proceso Flaquer distingue tres fases:
a) El padre empezó a desaparecer físicamente del hogar cuando se convierte en asalariado, despojándose de sus medios de producción, que eran una de las bases de su autoridad.
b) El inicio del trabajo asalariado de las mujeres de clase media, que obliga al hombre a negociar no sólo en el exterior en el mercado de trabajo, sino también en el interior del hogar.
c) El incremento de las tasas de divorcio. En este sentido, se aprecia una pauta constante en occidente según la cual los padres se van desentendiendo progresivamente de sus hijos; es lo que se denomina padres "desvanecientes". Aunque "el patrón de relaciones que mantienen los es-cónyuges entre sí no son más que la continuación de las que mantenían cuando estaban casados y lo mismo podemos decir de las relaciones de los progenitores con sus hijos" (Flaquer, 1999) (11).
Esta última variable es especialmente relevante para evitar juicios más ideológicos que científicos según los cuales los niños de padres separados tendrían necesariamente crecimientos más conflictivos que el resto. La realidad muestra que hay familias "completas" enfermas y familias monoparentales sanas, de la misma forma que hay tantos matrimonios y divorcios sanos como insanos. Lo que será decisivo para el crecimiento equilibrado de los niños será la ausencia de conflictos relevantes entre los adultos, la asunción de responsabilidades y la coherencia de las normas que sustenten. Por el contrario, lo que tendrá efectos negativos será la falta de modelos y apoyos parentales o la abolición de responsabilidades, cualquiera que sea la estructura familiar de base.
Respecto a la posible evolución de estos roles familiares puede imaginarse un futuro donde los progenitores sean seres híbridos en términos de las asociaciones simbólicas incorporadas históricamente en cada uno de los géneros. En este sentido, la figura del padre no tendrá por qué estar asociada exclusivamente con la ley, el orden y la autoridad o el autoritarismo y la de la madre con el cariño, la ternura o la posibilidad de expresar abiertamente sus sentimientos. "Las figuras del padre y de la madre irán difuminando progresivamente sus perfiles, que dejarán de ser nítidos y formarán combinaciones acordes con la personalidad de quienes las encarnen, sean varones o mujeres" (Flaquer, 1999) (11).
Quizá esta situación sea utópica o al menos parece claro que aún queda mucho por recorrer para llegar a ella. También parece claro que en este camino las mujeres han evolucionado mucho más que los hombres en las últimas décadas. Los hombres deberán reflexionar qué lugar pueden ir ocupando en las nuevas familias de las que van formando parte sin ser ni querer ser, "cabeza de familia" ni ostentar un poder basado en privilegios patriarcales que no están dispuestos a asumir.
Como señalan I. Alberdi y P. Escario (2007) (12), tras la quiebra de la imagen estereotipada de paternidad se busca una nueva forma de paternidad que incorpore rasgos tradicionalmente asociados a lo femenino: la cercanía afectiva y la ternura. Es el paso desde el proveedor de alimentos al proveedor de afectos. Sería una revolución necesaria hacia una nueva masculinidad no vinculada al dominio, a la superioridad ni a la violencia pero tampoco a la debilidad.
Este camino puede ser apasionante si se es capaz de flexibilizar roles estereotipados y rígidos que dificultan la creación de otros aunque éstos sean más creativos y justos.
Pero existe otro grupo de factores que están afectando a la paternidad, vinculados a la sociedad de consumo y que quizá tengan más difícil solución, a no ser que se sea capaz de variar alguna de las bases que sustentan nuestras sociedades. En esta lucha debieran estar juntos hombres y mujeres, porque los efectos negativos del capitalismo afectan severamente a ambos géneros, aunque de distinta manera. Este es el tema que se aborda seguidamente, aunque sea sin exhaustividad.
Paternidad y sociedad de consumo
Cada sociedad, en cada momento histórico construye sus normas de funcionamiento y sus dioses. Se trata de poder convivir dando algún sentido a hacerlo. Durante siglos el poder atribuido a los dioses se ha transferido a las relaciones familiares, de manera que los atributos proyectados en los personajes míticos se asignaban a los roles familiares. El padre de familia podía ser una sombra del Padre y actuar con el poder que se le había atribuido al Creador supremo. El padre adoptaba los atributos de Dios Padre para reinar en la familia, con un poder total basado en un derecho casi divino; el padre y su familia como Dios y su pueblo. Pero en las sociedades actuales el poder de Dios está cambiando y el lugar del padre está comprometido también a ese nivel. Actualmente, en las sociedades capitalistas, el bien supremo es el consumo y se adoran las superficies de consumo como antes se hacía con las estatuillas e ídolos religiosos: "...allí se organiza el culto a los ídolos que nos gobiernan, se venera lo que nos hace la vida imposible, se agradece a los amos la mano de hierro con que nos conducen, confundidos cuerpo y alma" (Onfray, 2008) (13).
En esta sociedad de consumo, el valor es consumir y hacerlo de manera rápida. Ya no se aprende mediante largos discursos sino por ráfagas que el cerebro tendrá que ir asociando. "El saber ha dejado de basarse en un ejercicio esforzado o premioso para nutrirse de partículas cazadas a gran velocidad" (Verdú, 2007) (14). Se vive sin una meta clara, se envejece sin querer perder la juventud y eludiendo la seguridad de la muerte. Todo ello enfatiza el valor del presente y cuestiona el valor de los procesos y de la memoria. En todos los ámbitos de la vida, tanto en las relaciones de pareja, como en las empresas, las personas se ven obsoletas con rapidez, como si fueran bienes de consumo, prescindibles en cuanto surge uno más novedoso.
Pero lo más significativo es que en este tipo de sociedad, "todas las instituciones edificadas históricamente sobre el aplazamiento de la satisfacción (...) han ido quedando obsoletas" (Verdú, 2007) (14). Y en este aplazamiento se sitúa muy precisamente una de las funciones más relevantes de la paternidad. Entre la imagen y la palabra, el discurso social prioriza con énfasis a la primera. Es un universo sitiado por spots, programas televisivos donde los insultos y las escenas explícitas de violencia no dejan espacio para palabras reflexivas; universo donde los messengers asesinan al lenguaje y donde las pantallas han ocupado gran parte del espacio de ocio juvenil. Esta ausencia de palabra se vincula precisamente con la no demora de satisfacción que se vende como eventualidad posible. El padre, en tanto función de corte de esa satisfacción mítica, debe ser cuestionado para que el sistema funcione. El padre como donante de la palabra que signifique la necesidad humana de nombrar lo que nunca se ha podido tener ni se tendrá, debe morir. No puede mantenerse la representación de que "todo es posible", "puedo estar satisfecho si puedo comprar determinados bienes de consumo", si se ha incorporado la insatisfacción de la pulsión como ley del devenir humano.
En definitiva, se aprecia que el patriarcado histórico ha perdido legitimidad y que la función paterna ya no se asocia exclusivamente al autoritarismo y a la disciplina sino que pretende incluir términos tradicionalmente vinculados a la maternidad como el afecto y la ternura. Esta evolución abre la pregunta sobre quién y cómo asume en las familias postpatriarcales las funciones normativas necesarias al crecimiento infantil; máxime cuando la dinámica familiar se incluye en un contexto social que diviniza al consumo y cuestiona a cualquier representante de una autoridad que limite la satisfacción.
Seguidamente se analiza precisamente qué "autoridad" es necesaria al crecimiento infantil desde una óptica psicoanalítica.
Alguna referencia psicoanalítica
Uno de los argumentos freudianos más reiterados y fructíferos es el que asocia la función paterna a una prohibición necesaria para el surgimiento de la moral y la Cultura, lo que conecta con el análisis histórico realizado con anterioridad.
En el clásico Tótem y tabú (1913-1914) (15) Freud relaciona la función del padre con la prohibición de acceso a la madre, es decir, con la prohibición del incesto y la exogamia: "Si el animal totémico es el padre, los dos principales mandamientos del totemismo, los dos preceptos-tabú que constituyen su núcleo, el no matar al tótem y no usar sexualmente a ninguna mujer que pertenezca a él, coinciden por su contenido con los dos crímenes de Edipo". En este mismo texto se argumenta que el surgimiento de la moral tendrá que ver con la resolución del conflicto edípico.
Como se sabe, para Levi-Strauss la ley universal de prohibición del incesto es la que permite separar la cultura de la naturaleza, es el paso de uno a otro orden. La experiencia de los "niños salvajes" demostraría que sin Cultura el hombre no es nada. El aislamiento social no constituye en absoluto una condición favorable al desarrollo de un estado natural sino una condición de desarrollo aberrante. Como expresa J. Dor: "La cultura pasa a ser legítimamente la verdadera naturaleza del hombre, nacida de la prohibición del incesto. En este sentido la problemática naturaleza-cultura reorienta de pleno derecho la cuestión del padre en psicoanálisis, ya que precisamente de esta prohibición originaria del incesto se esfuerza por dar cuenta el mito freudiano del padre de la horda primitiva" (Dor, 1998) (16).
De esta manera, la función paterna es estructuralmente identificada con la función fálica, en este mito de Tótem y tabú, según el siguiente desarrollo:
1º Se parte de la hipótesis de un hombre que poseía a todas las mujeres y que protegía celosamente esta posesión apartando a sus descendientes a medida que crecían. Es decir, sería un hombre completo, "no castrado".
2º Este hombre generaría en los demás sentimientos de ambivalencia, de amor, odio y envidia.
3º Los hijos acuerdan la muerte del tirano y para apropiarse de sus atributos le consumen canibalísticamente.
4º La banda de excluidos se identifica con él tras matarle. Es una identificación por incorporación, según lo descrito por Freud en "Psicología de las masas y análisis del yo"(17). Este hombre todopoderoso debe ser simbólicamente asesinado a fin de que se le invista y al mismo tiempo se le admita como Padre garante de la preservación de la Ley. Si la muerte del padre imaginario de la horda primitiva signa el nacimiento del padre simbólico, de lo que se trata no es de un asesinato real sino de la muerte simbólica del padre imaginario.
De lo que se trata por lo tanto cuando se aborda la cuestión del padre no es de un acto natural, sino de un acto de filiación a un linaje paterno que es el acceso al lenguaje, a lo simbólico, lo que incluye la pertenencia al tótem, autentificando el lugar desde el que cada sujeto habla. El nacimiento es un acto cultural, es ser inscripto en un universo simbólico, es ser nombrado por otro que si bien no puede satisfacernos en la inmediatez y en la realidad nos dona la palabra. Este nacimiento del sujeto mediante la intervención paterna es descrito de manera amplia y rigurosa por B. This (1982) (18) cuando plantea que si la madre pare un cuerpo biológico el padre genera un segundo nacimiento de ese cuerpo a la Cultura.
El padre primordial descrito en 1913 es asociado por Freud con algunos gobernantes e hipnotizadores en Psicología de las masas y análisis del yo (1921) (17). El hipnotizador porque se asocia inconscientemente con esa imagen paterna arcaica en tanto que "representación de una personalidad muy poderosa y peligrosa, ante la cual sólo puede adoptarse una actitud pasiva-masoquista y resignar la propia voluntad" (17). El gobernante en tanto que la masa mantiene al padre primordial como ideal, capaz de gobernar al yo con su autoridad en reemplazo del ideal del yo. Según este esquema la masa proyecta en su gobernante el poder atribuido en la infancia al padre y se somete al mismo cediendo su voluntad, como si se encontrara ante un hipnotizador.
En 1923 Freud opera una verdadera ruptura epistemológica con "La organización genital infantil" (19) en tanto que se instituye con claridad al "falo" y no al pene, como significante básico en la teoría psicoanalítica y trascendente en el objeto de estudio que se está analizando. El término falo alude a la falta que no es real sino imaginaria y simbólica. Falta que puede surgir de la angustia de castración ante la percepción de la diferencia anatómica de los sexos. El falo pasa a ser entonces el significante de la falta y del deseo, como una "x" matemática que media entre la Madre y el hijo introduciendo una pregunta sobre qué desea la Madre.
En ese mismo año de 1923, en El yo y el ello (20) Freud desarrolla cómo la prohibición externa se interioriza en una instancia psíquica.
Este mismo tema es retomado en El porvenir de una ilusión (1927) (21) y en El malestar en la cultura (1929) (22) donde Freud alude a la formación del superyó como heredero de la prohibición del incesto y núcleo del surgimiento de la moral. En su opinión en la medida en que el sujeto tenga incorporada esa moralidad, la Cultura no necesitaría de los medios de compulsión externa. Freud vuelve a insistir en que la angustia frente a la autoridad se torna angustia frente al superyó y de ahí surgiría la renuncia a satisfacciones pulsionales y la conciencia moral. Según este esquema, el niño puede reprimir su pulsión erótica e impulso agresivo porque ha incorporado la imagen de un padre prohibidor, de tal manera que tanto la culpa como la Ley del padre es necesaria para la constitución de la Cultura. Frente a este desarrollo moral se situarían las estructuras perversa y psicótica.
Los conceptos freudianos descritos hasta el momento son retomados y ampliados por Lacan con el concepto clave de Metáfora paterna. Puede apreciarse cómo aborda este concepto por ejemplo en su Seminario 5 llamado "Las formaciones del inconsciente"(23).
La metáfora paterna es una cuestión de estructura psíquica que alude a la función del padre; función central y originaria en el complejo de Edipo. Es la función normativa en tres vertientes: la moral del sujeto, las relaciones con la realidad y la asunción del sexo.
Respecto a la ausencia o presencia del padre, Lacan opone lo que serían informaciones biográficas, ambientalistas, una supuesta realidad, de las funciones que producen efectos psíquicos. Y en este sentido, puede afirmarse que el Edipo puede constituirse sin presencia del padre "real": ".. .la noción del padre real es científicamente insostenible. Sólo hay un único padre real, es el espermatozoide y, hasta nueva orden, a nadie se le ocurrió nunca decir que era hijo de tal espermatozoide" (Lacan, 1975) (24).
En el complejo de Edipo el padre interviene en distintos planos. Al principio como padre "terrible" que enuncia la ley primordial de prohibición del incesto, mediante amenaza de castración por temor a la retaliación de la proyección de sus tendencias agresivas. Sería el padre "imaginario". La amenaza de castración es imaginaria, aunque su efecto sea simbólico.
Pero también interviene como padre "amado", vinculado al Edipo invertido y al sepultamiento del complejo, tras identificación.
El padre es una metáfora en tanto que significante que sustituye a otro en el inconsciente. Es el sustituto del significante materno. Se sustituye porque la madre en tanto objeto real frustra al hijo al desear algo que está fuera de su relación; ese algo, el falo imaginario, inaugura la pregunta sobre qué completa al objeto, asumiendo que uno no es todo para ella, que no es posible el S1 (como significante de satisfacción-plena). El efecto de esta metáfora es el surgimiento del plano "simbólico", de toda una cadena significante (S2) de la que surgirá el sujeto en tanto que $ (sujeto fragmentado, no-pleno). S1 sería por tanto el falo, el significante de la falta, el significante de la unión Madre/bebé, que correspondería al Narcisismo freudiano y a lo imaginario para Lacan. Este S1 caerá bajo la barra de la represión si la Madre mira al "padre" surgiendo un S2 en tanto que Metáfora paterna. De ahí en adelante el sujeto podrá representarse como $ en tanto que "barrado", fragmentado, no-todo, es decir castrado a nivel simbólico. La construcción metafórica en el orden del discurso se realiza por sustitución de un símbolo del lenguaje por otro. La operación consiste en designar una cosa con el nombre de otra; un significante es reprimido en beneficio del advenimiento de otro sustitutivo. Sólo esta represión originaria es capaz de probar que el niño ha renunciado al objeto inaugural de su deseo.
Si se vincula estos símbolos con las estructuras clínicas, puede decirse que S1 retorna como síntoma en las neurosis y que está en el delirio psicótico donde nada tendría que retornar al no estar reprimido. En las perversiones sí existe el $ pero sin que el sujeto quiera saber nada de él y pueda conducirse como S1.
Quizá no esté de más insistir en que este proceso no tiene nada que ver con la contingencia de un padre real que muy bien puede no estar. Uno puede preguntarse sobre si un padre real es mejor o peor, un niño puede imaginar que le va a hacer daño o que es extremadamente bondadoso, pero todo ello no sería sino posibles recorridos imaginarios. Como explica J. Dor (1998) (16) la noción de padre interviene como operador simbólico no asignable a una historia, en el sentido de una ordenación cronológica; aunque paradójicamente se halla inscrito en el punto de origen de toda historia: "Se trata de valorar exactamente un hecho de estructura que trasciende a la dimensión empírica y contingente de la paternidad" (16).
Es una entidad simbólica ordenadora de una función que estructura nuestra ordenación psíquica en calidad de sujetos. Como tal, esta función se encuentra potencialmente abierta a todo agente de la realidad por poco que su intercesión simbólica sea lógicamente significante frente a la economía del deseo del niño en su articulación con el deseo de la Madre. Basta que el padre lo sea en el discurso de la madre en forma tal que el niño pueda oír que el propio deseo de la madre está referido a él o lo estuvo. Ningún padre de la realidad es poseedor de la función simbólica a la que puede representar: es la distinción entre paternidad y filiación. Lo trascendente es la función simbólica del padre en tanto instancia que permite al niño acceder a lo simbólico, lanzándole a una cadena significante y deseante, quedando reprimida la Madre en tanto que S1. Queda claro por tanto que lo reprimido, al menos en el funcionamiento neurótico, es el falo. Al mismo tiempo, S2 implica la pérdida de Goce, que sería en la teoría lacaniana mortífero en tanto que implicaría la muerte psíquica en consecución al incesto.
En este complejo trayecto lo que en el lenguaje cotidiano y en numerosas teorías psicológicas, se denomina "papá" no es sino el padre "real", como existencia concreta e histórica. Junto a éste hay que considerar al padre "simbólico", padre de la Ley, como depositario legal de una ley que le viene de otra parte y al que corresponde hacerse valer por ser su representante; y al padre "imaginario"que es el padre terrible que prohíbe tanto a la Madre como al hijo con independencia de su carácter más o menos tiránico en lo real y sin cuya participación fantasmática ningún padre real podría recibir la investidura de padre simbólico.
La edificación del padre simbólico a partir del padre real constituye la dinámica misma que regula el curso de la dialéctica edípica y con ella todas las consecuencias psíquicas resultantes. El desarrollo de esta dialéctica requiere la instancia simbólica de la función paterna, en tanto metáfora; es la instancia que empieza a confrontar al niño con el registro de la castración.
Será en calidad de padre imaginario como el niño percibe al padre inicialmente: ese personaje molesto que priva, prohibe y frustra. El niño descubrirá que el deseo de la madre es dependiente del deseo del padre: y de ahí en adelante, estaría la inscripción de que el deseo de cada cual está siempre sometido a la ley del deseo del otro.
Se despliega una historia imaginaria que se refiere a una supuesta infancia de completad en la que el hombre no estaba separado de la naturaleza-madre porque el hombre "era" naturaleza. El mito perpetúa el deseo de poder "ser" en la célula narcisista niño-madre. Se trata de una fantasía en la que el padre aparece como la causa del mal. Es a partir de la consciencia del hombre como ser en falta que se produce la evocación anhelante de una experiencia que sólo fue en el mito significado a posteriori y que expresa el deseo de poder restituir y ser restituido a un objeto unificador. Como expresa D. Schoffer (2008) (25) : "La función paterna es la que articula de forma fundamental el advenimiento del sujeto en su condición sexuada y cultural. Nada de la experiencia psicoanalítica podría ser posible si no hubiese habido para el sujeto una primera experiencia de satisfacción que no es más que la resignificación a posteriori de un encuentro mítico, y por lo tanto imaginario, con un supuesto objeto real capaz de colmar la totalidad del ser. Es por la imposibilidad de esa completad, debido a la desarmonía entre el objeto y la tendencia, porque el objeto está perdido, que surge el deseo en un movimiento de restituirlo, quedando siempre un resto de insatisfacción" (25).
Es posible que los términos expuestos cobren mayor comprensión si se incluyen en los tres tiempos del Edipo que teoriza Lacan.
En un primer tiempo el niño es el falo para la Madre constituyendo una relación dual e imaginaria. El niño, ubicado como "falo" completaría a la Madre a nivel imaginario, en una unidad narcisística, plena, donde nada faltaría. Una fijación libidinal a esta posición implicaría la no constitución de un aparato psíquico neurótico. Lo que se pone en juego en este tiempo no es una cuestión relacionada con el deseo de contacto y de cuidados maternos, lo que nos dejaría atrapados en la pulsión de autoconservación sino del deseo fálico de la madre que va más allá del deseo de satisfacer a su niño. Es una fase especular en la que el falo se convierte para el niño en un objeto imaginario con el que debe identificarse para satisfacer el deseo de la madre, haciendo que la relación con ella no esté basada en la simple satisfacción o frustración de la necesidad sino en el reconocimiento de su deseo. El niño es significado desde el deseo de la madre como el falo que la completa, sólo podrá satisfacerse en la medida en que sea capaz de ocupar el lugar del objeto deseado de la madre. A nivel de constitución del psiquismo la cuestión no debe centrarse alrededor de que el niño esté más o menos satisfecho en sus necesidades sino en el hecho de que el niño se perciba como deseado por la madre. En esta fase la madre es fálica y el niño asume una posición pasiva en relación con una madre sin falta. El yo ideal es la imagen que representa este ideal de omnipotencia narcisista, identificación imaginaria que concierne a la primitiva relación del niño con la madre, anterior a la diferenciación yo-no yo.
En un segundo tiempo interviene el padre privando al niño del objeto de su deseo y a la madre del objeto fálico. El padre es imaginado como terrorífico y la ley que en este tiempo encarna sólo podrá llegar a ser efectiva si aparece significado en el discurso mediador de la madre porque si la madre no se remite a una ley que no es la suya y no desea un objeto poseído por ese otro a cuya ley ella remite, el niño queda sujetado al deseo de la madre. Implica que el deseo de la madre se relaciona con un objeto que no es el niño sino con un objeto que el padre tiene. En este tiempo el niño se identifica con la madre y como ella comienza a desear el falo donde se supone que está y al mismo tiempo comienza a desear estar en ese lugar del padre donde parece que es posible tenerlo.
Es en este tiempo en el que el padre irrumpe traumáticamente portando la doble prohibición, donde se introduce el concepto de castración. Es el padre de la horda primordial descrita por Freud. Si en esta encrucijada el niño se identifica con el padre queriendo ser como él y permanecer junto a la madre, surge la angustia de castración como castigo. Pero si se identifica con la madre se coloca en posición femenina y se ofrece al padre como objeto con lo que también surge la angustia como premisa inicial: hacerse amar pasivamente por él.
Aquí se habla ya de ideal del yo como resultado de la convergencia del narcisismo, la identificación con los padres y con los ideales colectivos de los que el padre es el portavoz. El ideal del yo permite al sujeto salir de esa posición en la que se "es" el falo con el cuerpo entero, para ubicarse como poseedor de ciertos rasgos e insignias de uno u otro sexo. Esta etapa de rivalidad imaginaria con el padre pudiera fijar el funcionamiento neurótico.
En un tercer tiempo el padre aparece como quien tiene el falo pero sin serlo; el padre sería representante de la Ley pero no es la Ley, de manera que el falo queda reinstaurado en la Cultura, sin que ningún personaje concreto pueda encarnarlo. En este tiempo se plantea la diferencia entre hombre y mujer para la salida del complejo.
En el caso del varón la salida parece más sencilla en la media en que pone en juego a la identificación del sujeto con su propio sexo manteniendo la investidura libidinal con elección de objeto femenino. El sujeto varón se presentará bajo la máscara, bajo las insignias de la masculinidad previa mediación del Edipo invertido.
En la mujer en cambio no habría problemas para preferir al padre como portador del falo porque previamente se ha reconocido como alguien que no lo tiene, produciéndose un deslizamiento del falo de lo imaginario a lo real que podría manifestarse en el deseo de tener un hijo que lo sustituya.
Si este proceso se produjera idealmente, se produciría una destrucción y sepultamiento del complejo de Edipo, reprimiéndose el deseo sexual con los progenitores e iniciándose un periodo de latencia.
En todo este proceso y en relación a la función del padre, probablemente lo peor para que un padre real pueda ejercer la función a la que está llamado es estar sometido a la madre por amor; lo que el lenguaje cotidiano denomina "calzonazos". Correlativamente, cuanto más coincida el padre real con el simbólico mejor será para el futuro del hijo.
Este futuro va a estar marcado de manera trascendente por la inscripción del padre hasta el punto de que su estructuración psíquica dependerá de ello. Por ejemplo en la psicosis el Nombre del Padre es abolido comprometiendo la asunción de la castración simbólica. Este mecanismo, denominado Forclusión en la teoría lacaniana, se produce cuando ningún significante viene a sustituir a la Madre, de manera que la realidad psíquica del sujeto no llegará al orden del registro simbólico. El significante paterno es forcluido cuando aparece renegado en el discurso de la madre; se trata de madres que aún antes de nacer su bebé no le invisten fantasmáticamente como separable sino como dependiente de su propio cuerpo. Como el deseo de la madre no se refiere jamás al padre el del niño queda circunscrito a ella según el modelo imaginario y arcaico de ser el solo y único objeto del deseo del otro, es decir, su falo imaginario. El niño sufrirá un defecto de filiación sin poder ser reconocido y designado como hijo o hija de un padre. Quedaría por saber por qué y cómo un padre se deja destituir de la función que le corresponde; quizá haya que pensar en cierto goce complaciente en dimitir de ella.
En el caso de la estructura perversa la atribución fálica del padre simbólico jamás será reconocida sino para impugnarla mejor e incansablemente; de ahí el desafío y la trasgresión como estereotipos estructurales presentes en las perversiones. En esta estructura la identificación perversa perpetúa la fijación a la identificación fálica primordial del niño aún emergiendo el sujeto "barrado" pero sin que se quiera saber nada de ello.
Basten estas pocas referencias a algunas estructuras clínicas para ejemplificar de forma rápida la trascendencia que debe otorgarse a la función paterna, no sólo como génesis de la estructuración psíquica propiamente dicha sino para lo concerniente al llamado carácter.
Valoraciones para una adecuada paternidad
Durante siglos la palabra "padre" ha estado asociada al temor y a la violencia. En parte porque la fantasía infantil construye un padre imaginario que viene a separar al hijo de la órbita materna y en parte porque los padres "reales" han empleado con sus hijos toda la brutalidad que les permitía la legislación vigente, las costumbres sociales y la palabra de Dios-Padre. Este tipo de padre "autoritario" descrito en la Historia de la Humanidad tiene un correlato claro con la ética de Hobbes y la de Kant. Para Hobbes la sociedad es un pacto que se funda en el miedo y puede pensarse que si éste origina la sociedad también el orden familiar tradicional se originaba en el miedo al pater-familia. Para Kant la ética se deriva del miedo y del deber; la moral sería un deber, un imperativo categórico; no se trataría de preguntarse por la felicidad, como hicieran los griegos, sino de obrar por el deber.
Pero estos padres "categóricos" no podrán ser eficaces en su función sino operan en sus hijos una transformación que modifique su aparato psíquico y su mundo vincular de manera trascendente. Sería ésta una transformación simbólica, comparable a un rito de paso desde lo orgánico hacia las palabras. En este sentido, un padre eficaz a nivel simbólico, será aquel capaz de levantar a su hijo del suelo y ofrecerle al mundo; capaz de acogerle, nombrarle y donarle la palabra. En este sentido todo hijo, sea biológico o no, habrá que "adoptarle" para que sea tal; y responsabilizarse de su futuro. Y todo ello antes de desaparecer de la historia del hijo; es decir, el padre podrá ser simbólico si asume su muerte como necesidad para que el hijo sea un sujeto en la Cultura. La función del padre no puede ser sólo "prohibir" sino que debe humanizar la ley para que ésta no se vuelva en contra de su objetivo: humanizar. El padre debe enunciar la ley y mostrar cómo ella humaniza, cómo se puede vivir con y gracias a ella.
Este ritual puede desarrollarse en muy distintos escenarios y con distintos actores. Pero el escenario no será determinante del drama. Así por ejemplo, un padre podrá vivir en un domicilio más o menos amplio o podrá contar con más o menos recursos económicos, también podrá manejar pautas educativas rígidas o laxas, podrá ausentarse con mayor o menor frecuencia del hogar; convivir de manera continua o no, con su hijo; mantenerse unido a su pareja hasta que la muerte les separe o estar divorciado; manifestar una sexualidad hetero u homosexual y un largo etcétera. Escenarios de un drama que no se debieran considerar en exceso a no ser que se pretenda evaluar el grado de adecuación de un sujeto al ideal capitalista. En cualquier caso todo esto correlacionaría con un padre "adecuado" en términos sociológicos pero desde un punto de vista intersubjetivo lo realmente determinante es el drama que un sujeto es capaz de construir con su hijo. Y este drama dependerá de dos circunstancias en necesaria interacción: a) El funcionamiento psicológico del padre que debiera estar atravesado por la represión. b) El deseo del padre como tal que no dependerá únicamente del deseo de la Madre sino que podrá defender su derecho a un vínculo activo.
En conclusión, la valoración de una "adecuada paternidad" debe abarcar al padre real y al padre desde la subjetividad del hijo, es decir, desde el análisis del efecto que opera en el hijo. La valoración del padre real parte de términos descriptivos que comparan el grado de adecuación de un sujeto al ideal imperante en cada momento histórico concreto. En las sociedades occidentales actuales un buen padre será aquel que se implique activamente en la crianza de su hijo asumiendo una función afectiva y normativa, favoreciendo su proceso de autonomía y ayudándole en la adquisición de una identidad discriminada. Por su parte, la valoración del padre desde la subjetividad del hijo puede incorporar la distinción entre padre real, simbólico e imaginario que teoriza el psicoanálisis de manera fructífera.
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Dirección para correspondencia:
Luis Manuel Estalayo Martín (lmestalayo@hotmail.com)
Recibido: 29/10/2009
Aceptado: 8/01/2010