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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.31 n.4 Madrid Oct./Dec. 2011

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352011000400012 

MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES

 

Mascando (chicle) espero...

Chewing chewing gum

 

 

Juan Mediano

Psiquiatra. Salud Mental Álava. oban@telefonica.net

 

La goma de mascar, es que llamamos habitualmente chicle, es un producto ubicuo, cuya historia y esencia encierra curiosos detalles y anécdotas que narra con precisión John Emsley en un interesantísimo libro de divulgación, "Vanitiy, vitality and virility" (1), que describe la presencia de la química en muchos y variados aspectos cotidianos. El ser humano ha mascado diversas sustancias desde el remoto pasado. Que sepamos, desde hace 9.000 años, al menos. Esa es la antigüedad de tres tochos de goma de resina de abedul mascada que encontró en 1993 el arqueólogo sueco Bengt Nordqvist en el suelo de una choza de la isla Orust (2). La pieza arqueológica conservaba las impresiones dentales de quien la había usado, lo que permitió deducir que se trataba de un sujeto (o sujeta) adolescente cuyas piezas dentarias presentaba un estado de conservación tan excelente como sorprendente para la época. También los griegos eran aficionados a mascar sustancias gomosas, como la resina del lentisco (Pistacia lentiscus, para los amigos), recomendada por Dioscórides por sus supuestos efectos curativos. En tiempos romanos, la isla griega de Khios llegaría a convertirse en un potentísimo exportador de lentisco, aunque hay que decir que no era porque a orillas del Tíber la gente se pasara el día mascando la resina, sino porque el barniz que se obtenía del árbol era muy apreciado.

Al otro lado del Atlántico, los indios de lo que luego sería Nueva Inglaterra mascaban la resina de la pícea. En otras regiones se mascaba el tabaco, y en el Yucatán los mayas hacían lo propio con la resina de la Manilka-ra zapota (conocido también como Achras zapota), un árbol de la familia los zapote. Por cierto, que la palabra con la que denominaban a esa resina era chicle. Con el paso de los años, los americanos de ascendencia europea (obsérvese qué manera más elegante y perifrástica de decir blancos) se aficionarían a mascar estos productos populares entre la población aborigen (los denominados indios en los westerns). Un pionero fue Mr. John Curtis, de Bangor, Maine, que comercializaría lo que deberíamos traducir como "Goma Natural de Pícea del Estado de Maine", aunque más adelante, mudado a la costa oeste, optó por cambiar la marca de su producto por "Bandera Americana", sin duda más rotundo y patriótico. Mr. Curtis también llegaría a comercializar una goma de mascar elaborada con parafina y azúcar.

El boom comercial del chicle tiene un curioso origen. Al parecer, el general Antonio López de Santa Ana, vencedor de la batalla de El Álamo, ofreció en su exilio norteamericano décadas después, una tonelada de chicle a un antiguo fotógrafo que había conocido en México. Ese fotógrafo se llamaba Thomas Adams. Mr. Adams, a instancias de su amigo mejicano, intentó fabricar neumáticos con chicle, con nulo éxito, por lo que tomó la decisión de tirar la mercancía al East End neoyorquino. Un día, sin embargo, vio a una niña comprar en una droguería parafina para mascar, tal vez de las elaboradas por Mr. Curtis, y recordando que durante sus experimentos con el material se había dedicado a mascar chicle, tuvo la ocurrencia de mezclar la resina con parafina, ayudado por su hijo Horatio, que contaba por entonces (1871) la tierna edad de doce años. El resultado fue un producto mucho más agradable y masticable, que terminó triunfando en el mercado norteamericano y que catapultó a su firma al Olimpo de los fabricantes de goma de mascar (hoy en día, Adams pertenece al solvente emporio Cadbury Schweppes). El primitivo chicle era insípido, y hubo que esperar a que en 1880 William J. White aprovechase su capacidad para retener aromas y sabores y consiguiera crear la goma de mascar de menta inicialmente y de otras variantes después, combinando estos sabores con un jarabe de maíz que se asociaba de maravilla al chicle.

Poco tiempo después irrumpiría en escena otro ilustre pionero, Mr. William Wrigley, de Chicago, que da nombre a otro bestseller del mundo de la goma de mascar. Su devenir demuestra que en el mundo empresarial triunfan las personas avispadas y vivas de reflejos. En efecto: Mr. Wrigley empezó regalando piezas de chicle a los compradores del jabón y la levadura que eran la base de su negocio, pero no tardó en darse cuenta de que la goma de mascar tenía mucha más aceptación que sus productos tradicionales, por lo que optó por dejar de regalarla y venderla. En 1906 introdujo el chicle de menta Wrigley, un auténtico clásico. Posteriormente fue diversificando su negocio hacia otros sabores, con marcas como Juicy Fruit, Big Red y Doublemint. Más recientemente, la firma que él fundó ha patentado un chicle que contiene sildenafilo (es decir, lo que comercialmente se llama Viagra®), que se podría comercializar este año, cuando expire la patente del fármaco. El sildenafilo en chicle tiene la ventaja de que su absorción se realiza a través de la mucosa oral, eliminando la intolerancia de gástrica que se asocia al fármaco, al tiempo que reduce a la mitad el tiempo de inicio de su acción farmacodinámica (3).

En 1906, emprendedor americano, Mr. Frank Fleer, introdujo el Blibber Blubber, una goma con una superior elasticidad que permitía hinchar globos. No fue muy popular, no solo porque los globos explotaban antes de alcanzar un tamaño satisfactorio, sino porque además era un producto extremadamente pegajoso que se adhería a todo lo que tuviera contacto con ella. En 1928 su empresa lanzó al mercado otra goma, la Dubble Bubble, que mejoraba a la anterior y que sigue hoy día siendo utilizada para crear ostentosos globos.

Lo cierto es que paulatinamente mascar chicle se convirtió en una costumbre muy extendida, tanto que a principios del siglo XXI los norteamericanos (máximos consumidores del mundo) se mascaban, a lo tonto, a lo tonto, más de dos mil millones de dólares al año. Solo para satisfacer la demanda de menta destinada a los chicles, se destinaban más de 150 kilómetros cuadrados.

Pero para entonces la base de la goma de mascar no era la resina del zapote. Y no es de extrañar: aunque en su momento los EEUU llegaron a importar 7.000 toneladas al año, el producto era complejo de obtener. Es necesario esperar a que el árbol tenga 25 años de vida, cada ejemplar solo puede ser cosechado una vez cada tres o cuatro años, y no ha sido posible domesticar la especie, por lo que para recoger la resina hay que instalarse en la selva, sortear el peligro que suponen las serpientes venenosas que tienen costumbre de vivir por allí y evitar el picotazo de la llamada mosca del chicle, un insecto de muy mala idea que ataca a los recolectores y pone en sus orejas y nariz unos huevos de los que nacerán unas larvas que devoran los tejidos del afectado provocándole serias deformaciones faciales. Los consumidores de goma mascaban las penalidades de los recolectores, en buena medida.

Así que gradualmente la base de la goma de mascar fue diversificándose. Al chicle se añadieron otras resinas de plantas tropicales, como el chiquibul centroamericano, el jelutong (Dyera costulata, o D. laxiflora) de Malaca y Borneo, u otros como el perillo, el sorv o el tunu. Todas estas gomas eran derivados del isopreno, una corta molécula hidrocarbonada que se polimeriza por exposición al oxígeno o gracias a catalizadores industriales, dando lugar a largas cadenas suaves, elásticas y masticables. Más tarde se introdujeron elastómeros puramente sintéticos, como el polisobutileno, el acetato de polivinilo, el laurato de polivinilo, y especialmente copolímeros de butadieno con estire-no, todas ellas moléculas tan elásticas como de poco atractivo nombre. A Exxon Mobile, por lo visto, se le da muy bien producir estas sustancias con destino a la goma de mascar. Así pues, cuando hoy en día llamamos chicle a la goma de mascar de origen puramente sintético utilizamos una metonimia que homenajea a la resina de zapote originalmente empleada en su fabricación que sintetiza la historia reciente y más comercial del humano hábito de mascar. También, aunque no lo parezca, glosa los sufrimientos de los recolectores centroamericanos del producto.

Junto con esas sustansias sabrosonas poliméricas que nos metemos a la boca cada vez que mascamos un chicle, las gomas actuales se asocian a un montón de constituyentes. En los EEUU están aprobados unos 50; en Europa, son más de 80. Con todo, en las gomas de mascar más habituales no suele haber más de 15 o 20 ingredientes, entre los que destaca en primer y lógico lugar la goma base, y figuran a continuación por orden de importancia los edulcorantes, los aromas, emulsificantes, humectantes y conservantes. El principal edulcorante es el azúcar (sacarosa), que se tiende a desterrar por su relación con la caries. La sacarosa es fermentada en la boca por el malvado Streptococcus mutans, generando compuestos ácidos que atacan al esmalte. Existen alternativas; la mejor sería el jarabe de maíz, porque de paso mejora la textura de la goma, pero desgraciadamente también es cariogénico, por lo que se recurre a otras como el sorbitol, el manitol, el aspartame, el acesulfam o el xilitol. Este último es el azúcar del abedul, por lo que cada vez que mascamos un chicle edulcorado con xilitol compartimos edulcorante con aquel desconocido mascador (o mascadora) de goma de la Prehistoria a quien nos referíamos anteriormente. La implantación de chicles edulcorados con estos azúcares se correlaciona con un espectacular descenso de la caries en lugares donde se ha estudiado la prevalencia a lo largo del tiempo, aunque, evidentemente, hay otros factores que pueden explicar esa reducción (4).

Los avances para evitar la caries no se han acompañado de mejoras en el perfil ecológico del chicle, sobre todo porque parece que muchos consumidores tienen una difícil relación con las papeleras y optan por tirar la goma al suelo después de pegarle un buen viaje mascador. Emsley nos cuenta que en un estudio realizado en 2000 en la populosa y comercial Oxford Street londinense se encontraron los restos de más de un cuarto de millón de goma de mascar pegoteados. Un asquito, si lo miramos bien. Más seria es la situación en Singapur, donde se llegó a prohibir el chicle porque los tochos mascados y arrojados indebidamente impedían el correcto funcionamiento de las puertas deslizantes del metro. En 2002 se suavizaría la normativa, al permitirse el consumo de chicle vendido en farmacia con receta médica u odontológica.

El hábito de mascar es común a todos los primates, arranca de la lactancia, y se continúa en un itinerario psicoevolutivo jalonado por el chupete, el chupeteo del dedo, o el fumar. Por lo tanto, no cabe duda de que encontraremos connotaciones psicológicas y psiquiátricas al chicle a nada que nos pongamos a ello.

Cualquier referencia a la relación entre la goma de mascar y la Psiquiatría y la Salud Mental no puede olvidar la introducción en 1973, de nuevo en Suecia, de los chicles de nicotina. Existe ya una amplia experiencia, cercana a los 40 años, que permite conocer con precisión (5) que la biodisponibilidad de la nicotina en chicle tras su absorción por la mucosa oral es del 30% y su semivida, de una a dos horas. La dosis recomendada es de una unidad cada dos horas. Si se consumen menos de 25 cigarrillos diarios, la presentación oportuna sería la de 2 mg, y si el consumo es superior debería utilizarse la de 4 mg. Como todo en la vida, mascar chicle de nicotina exige cierto conocimiento y destreza; de hecho, ha de masticarse lentamente para evitar una liberación rápida de nicotina, y ha de deslizarse bajo la lengua durante los 30 min de masticación con el fin de favorecer la absorción sublingual. Debe tenerse presente que las bebidas ácidas (café, cola, zumos) reducen la absorción de la nicotina contenida en el chicle. La dosis máxima es 60 mg (15 o 30 chicles, según presentación) durante 12 semanas, reduciéndola posteriormente. Dicho sea de paso, como terapia de deshabituación el chicle nicotínico parece más eficaz en los varones, mientras que las mujeres parecen obtener mejores resultados con el inhalador. En todo caso, puede combinarse con otras presentaciones de nicotina o con otras terapias antibáquicas, y como no todo es Jauja, los chicles nicotinados tienen sus inconvenientes: pueden producir molestias orales y dolor mandibular y, si se mascan rápidamente o se tragan, provocar dispepsia y taquicardia por liberación excesiva de nicotina. También se ha podido demostrar que el consumo sostenido de estos chicles puede dar lugar a resistencia a la insulina no derivada de los constituyentes energéticos o glicídicos del producto, sino de la propia insulina6, y existe al menos un caso comunicado que relaciona a estas gomas con pancreatitis (7). Y para rizar el rizo, incluso se han comunicado casos de adicción a chicle de nicotina en personas que nunca habían consumido tabaco (8), remedando las clásicas adicciones iatrógenas en personas desintoxicadas de alcohol con el recientemente fenecido clometiazol (Distraneurine ®).

La goma de mascar también se ha utilizado como vehículo para la cafeína, que por esta vía se absorbe con mayor rapidez que cuando se emplean cápsulas, ya que el chicle permite la absorción a través de la mucosa oral (9). Se ha comprobado que estos chicles desencadenan efectos positivos sobre la atención, concentración, energía, y afecto (10), aunque en honor a la verdad hay que decir que abusar de estos chicles puede dar lugar a complicaciones, y se han descrito cuadros de intoxicación cafeínica en personas que consumen cantidades excesivas de chicles energéticos que contienen productos como cafeína y guaraná (11). Pero mascar chicle, sin ningún aditamento especial, tiene también efectos interesantes sobre la psique humana. Ya en 1939 Hollingworth (12) indicó que mascar goma podría ser una especie de técnica de relajación. En nuestros días, A.P. Smith, de la Universidad de Cardiff, que debe ser un entusiasta del chicle, ya que es también el autor del trabajo con chicles cafeinados anteriormente citado, ha dedicado su atención a esta cuestión. En una encuesta realizada en Internet (13), reunió a 2248 trabajadores a tiempo completo (68% mujeres; edad media: 35) de los cuales el 61% mascaban chicle. A la luz de las respuestas de los participantes, consumir chicle se asociaba con un menor nivel de estrés percibido (en el trabajo y en todos los campos de la vida). También estaban menos deprimidos y no habían necesitado consultar por problemas como hipertensión o hipercolesterolemia habitualmente vinculados al estrés. Por si fuera poco, mascar chicle también se correlacionaba con un menor consumo de alcohol y tabaco (no se sabe si por un efecto benéfico o porque mascar y beber o fumar con conductas un tanto incompatibles). En cuanto a rasgos de personalidad, los mascadores eran neuróticos extrovertidos, y se habían visto expuestos a factores laborales negativos con mayor frecuencia que los no mascadores, así que podríamos pensar que utilizaban el chicle como una especie de autotratamiento que, por lo que parece, les iba de maravilla. El autor concluye que mascar chicle puede ser un método simple y efectivo para prevenir el estrés y sus consecuencias negativas sobre la salud. En un estudio posterior (14), realizado de nuevo por el Profesor Smith, se sometió a un grupo de voluntarios a una situación de estrés (sonoro, por más señas) mientras les realizaba diversos tests. Parte de los sujetos de estudio mascaron chicle y otros quedaron como controles. Los mascadores mostraron una mayor alerta, un ánimo más positivo, tiempos de reacción más rápidos, todo lo cual era más notorio cuando las tareas o tests se hacían más complejos. En paralelo se incrementaba la frecuencia cardiaca y la concentración de cortisol, por lo que Smith deduce que mascar chicle incrementa el nivel de alerta. Por lo tanto, deberíamos concluir que a través del mascado de goma se consigue mitigar el efecto del estrés, por una parte, y mejorar el nivel de alerta y el rendimiento en tareas cognitivas, por otra. La atenta observación de la conducta humana refrenda estos resultados de laboratorio. Algún entrenador de la liga española se pasa los partidos (en los que es importante, al mismo tiempo, contener el nerviosismo y mantener la atención) dándole al chicle con un vigor y un ritmo que hay que suponer que a la vista del fragor con que se emplea le va a acabar poniendo los mase-teros al estilo del mayordomo del anuncio de Netol. Lleva camino de ello, por cierto.

El mascado de chicle podría servir también para estimular la motilidad intestinal en pacientes con íleo postquirúrgico. El israelí Tandeter (15) sugiere que la presión rítmica mandibular puede estimular el centro del nervio vago, y si el chicle está edulcorado con hexitoles (sorbitol y xilitol, entre otros), se conseguirían ciertos fenómenos intestinales habitualmente desagradables y no deseados (flato, hinchazón, retortijones) que en el contexto de un íleo podrían ser muy útiles. Eso sí: no se debería abusar, ya que el exceso de sorbitol puede terminar generando síntomas de colon irritable y un adelgazamiento excesivo (16). También se ha propuesto que el uso del chicle podría contribuir a mitigar el tartamudeo, aunque no precisamente mediante su mascado. El Dr. Srivatsa, de Palo Alto, sugiere que en este problema fonatorio existe una inmadurez muscular, en concreto del complejo velofaringeo, que podría solucionarse incrementando el plano de ciego del istmo mediante la colocación sobre el techo del paladar duro de una lámina de cera o chicle y la elevación de la columna cervical y el hioides por medio de un collarín (17). Aparatoso, pero mucho menos deletéreo que la recomendación de fumar que se le hacía a Jorge VI y que acabó desencadenando su muerte prematura con todo tipo de problemas broncopulmonares y arteriales.

Otra cualidad chocante del chicle es que parece potenciar la memoria. Un autor de referencia en este terreno es el doctor Scholey, de Newcastle-upon-Tyne, que ya en 2002 comunicó junto con otros colegas los efectos positivos sobre la memoria observados en un grupo de mascadores de chicle voluntarios (18). En su experimento distribuyeron a sus probandos en tres grupos: uno mascaba chicle (MC); el segundo, de mascadores imaginarios (MCI) hacía movimientos de mascado sin chicle y el tercero no mascaba (NM). Antes de ponerse a mascar, los mascadores reales y simulados, además, tuvieron que "pasear" por el interior de su boca el chicle real o imaginario durante tres minutos. Los investigadores administraron unas pruebas de memoria y observaron un superior rendimiento en los MC (35%) frente a los NM; los MCI también tuvieron un rendimiento algo mejor que los NM. Para explicar estos resultados proponen dos hipótesis alternativas: una, que mascar chicle, que no deja de ser ejercicio físico, aumenta la frecuencia cardiaca (3 latidos por minuto), con lo que se incrementaría la perfusión cerebral; la otra alega que al mascar, como en un reflejo condicionado, se libera insulina, que se adheriría a sus receptores hipocampales, mejorando el rendimiento mnésico. Más adelante, y ya en solitario, revisó la cuestión, apuntando algunos posibles mecanismos para tan sorprendente virtud: liberación de glucosa, efectos dependientes del contexto (lo que implicaría un elemento de condicionamiento) y una mayor activación, entre otros (19).

Si mascar chicle estimula la memoria, ¿podría también prevenir la demencia? El dr Onozuka y colegas, de la Universidad de Gifu, en Japón, realizaron una experiencia con ratones manipulados genéticamente para que envejezcan precozmente (20). Extirparon los molares a un grupo de estos roedores, lo que les impedía mascar. Pues bien: los ratones jóvenes con molares (mascadores) eran más capaces de aprender, en este caso, de memorizar en un test de laberinto, que los ratones sin molares (no mascadores). A los ratones mascadores viejos les costaba un poco más aprender, mientras que los ratones viejos no mascadores eran simplemente incapaces de memorizar o aprender. El análisis histológico demostró cambios en la astroglía en el hipocampo de los ratones desmemoriados y desmuelados. Trasladado esto al ser humano, uno no puede por menos de recordar que en nuestra vejez es común la pérdida de molares y de memoria, lo que abre la posibilidad de que colocarse implantes molares tenga incluso un interés preventivo de la demencia. Por si eso fuera poco, el dr Onozuka comprobó con RMN funcional que cuando las personas mastican aumenta la actividad del hipocampo (21). Para relacionar esta activación pulsátil del hipocampo con la memoria, la dra Joyde Wau, de la Universidad de Edimburgo, propone que la mejoría de la memoria que se produce al mascar se debe a que se estimulan hormonas que reducen el estrés (22).

Como síntesis de todos estos hallazgos podemos elucubrar, a la luz de la teoría colinérgica, que el chicle con nicotina sería el clímax del tratamiento preventivo del Alzheimer, ya que combina el mascado con la liberación de una sustancia relacionada con la acetil colina (nicotina) y una estimulación del cerebro a través del mascado. Pero la cosa no es tan sencilla, desgraciadamente. Hace cerca de 30 años (23), unos investigadores estudiaron el contenido de aluminio de tres variedades de chicle, antes y después de ser utilizado. Encontraron hasta 4 mg de aluminio por unidad, y lo que es peor: después de su uso, se descubrió que entre el 2 y el 21% del aluminio contenido se movilizaba: es decir: pasaba al consumidor. Esto supone que mascar una sola pieza de chicle representa ingerir, según marcas o variantes, del 0.05 al 2.22% de la dosis diaria que se puede encontrar del metal en una dieta típica. Por lo tanto, podemos pensar que si se masca mucho chicle y durante mucho tiempo, a la luz de la de la asociación de la enfermedad de Alzheimer con la exposición a aluminio (24), se podrían echar a perder los efectos beneficiosos del producto sobre la memoria y las neuronas.

Otros beneficios de mascar chicle sobre la salud son más curiosos. Por ejemplo, se ha podido precisar que mascar chicle es tan exotérmico que si una persona dedicara a ello todas las horas de vigilia de un año perdería 5 kilos (25). Por lo tanto, el chicle de nicotina puede ser un excelente remedio para quienes ganan peso al dejar de fumar, ya que no sólo incorpora un potente termogénico (nicotina) sino que además obliga al exfumador a "hacer ejercicio" con los maseteros. Pero no queda ahí la cosa: se ha podido determinar que si se aumenta la proporción de nicotina en el chicle también se incrementan mucho los efectos secundarios, y que lo idóneo sería mantener el chicle "bajo en nicotina" y asociarle cafeína, con lo que se duplica su efecto termogénico - adelgazante (26). Por lo tanto, de la misma manera que hay cigarrillos bajos en nicotina y/o mentolados podrían fabricarse chicles bajos en nicotina y cafeinados que tendrían grandes beneficios para la salud y la forma física, entre los cuales probablemente el mayor sea evitar los chorreos del médico o de esas enfermeras réplica de la señorita Rottenmeier que regañan ora por fumar, ora por haber engordado después de dejar de fumar.

¿Cómo reunir todas estas piezas para proponer el chicle saludable? Si nos ceñimos a lo explorado en este repaso, deberá llevar nicotina para tratar el tabaquismo, o para que el mascador adelgace o simplemente, para mejorar el rendimiento cognitivo. Si además le asociamos cafeína, conseguiremos un mejor funcionamiento intelectual y potenciaremos el efecto adelgazante. Si le ponemos flúor aprovecharemos su consumo para robustecer el esmalte, y si le quitamos el aluminio prevendremos el Alzheimer. Si por procedimientos químicos lo hacemos más mastica-ble, estimularemos más aún el hipocampo. El envase del chicle podría contener una prótesis aplicable a quienes carezcan de molares, o tal vez puntos coleccionables, de manera que cuando a base de mucho mascar se llegue a reunir un número significativo el consumidor obtenga un bono de descuento para un tratamiento de implante molar. También tendremos que introducir algún componente nuevo que evite la excesiva adhesibilidad al suelo o que haga que los polímeros de la goma se vuelvan fácilmente biodegradables, o que el consumidor promedio sea menos guarro y nunca tire la goma usada al suelo. Y por supuesto, mejor edulcorarlo con xilitol o similares y evitar sacarosa, jarabe de maíz y otros perversos productos cariogénicos. Sería maravillo que con todos estos elementos y propiedades deseables todavía se pueden hacer globos.

 

Bibliografía

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