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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.34 no.124 Madrid 2014
https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352014000400013
MÁRGENES DE LA PSIQUIATRÍA Y HUMANIDADES
Reflexiones nerviosas. Lo visual: los colores y la cara
Reflections nerve. The visual: the colors and face
Juan Medrano
Médico psiquiatra. Red de Salud Mental de Bizkaia. oban@telefonica.net
El H. Sapiens es una especie en la que la información visual tiene una gran importancia. Nuestros cánones de belleza, tanto física (esto es: anatómica) como estética o artística, serán todo lo cambiantes que queramos, y todo lo idiosincráticos que nos demuestre la Psicología Experimental, pero -con la notable excepción de la poesía y la música- son esencialmente visuales y por eso, precisamente, se dice que la belleza está en los ojos de quien la mira. A las personas que con mayor o menor impacto de defectos de refracción tenemos una visión aproximadamente normal se nos hace extraño imaginar la experiencia de quien no dispone de este canal sensorial o, incluso, de quien tiene una anómala percepción del color. Es como si no disponer de una información visual homologable a la del grueso de la población supusiera vivir en otro mundo, en otra realidad. Existen daltónicos con un manejo extraordinario de la ilustración a color, como es el caso de Albert Uderzo, el dibujante de Astérix, pero que precisan de alguien que traduzca a los registros cromáticos "normales" su experiencia visual (Uderzo dispone para ello de la ayuda como ilustrador de su hermano Marcel). Quien haya tenido ocasión de ver pintar a niños con esta peculiar forma de visión se habrá quedado anonadado, sorprendido, por las combinaciones de colores y las tonalidades contra natura con las que decoran sus dibujos. Pero son los tonos en los que experimentan la realidad. Convivir con otras personas exige un continuo esfuerzo para ponerse en el lugar y en la perspectiva de los otros, de cada otro con quien convivamos, conversemos o compartamos experiencias, y un buen punto de arranque en la reflexión es pensar en cómo ve el mundo alguien que carece de visión o lo percibe en tonalidades diferentes a las que apreciamos los sujetos estadísticamente normales a nivel visual, aunque para ello precisemos de la nunca suficientemente valorada ayuda de prótesis ópticas tipo gafas, lentillas o similares.
Todo este introito viene al caso porque vamos a dedicar estas reflexiones a dos aspectos relacionados con la percepción visual. Uno es la experiencia del color y su relación más o menos retorcida con la Psicología, la Psiquiatría y la Medicina. La otra tiene que ver con recientes indicios de que aunque la percepción visual nos permite formular juicios ciertos (sobre el estado de ánimo de una persona) no tenemos por qué creer que establecemos las adecuadas relaciones de causalidad.
Para gustos son los colores
La capacidad de percibir y diferenciar los colores es una facultad en la que las mujeres aventajan claramente a los varones. Según he podido contrastar (término visual, lumínico y con matiz incluso cromático, mira por dónde) con otros estudiosos, todos ellos varones, el estupor que siento al escuchar a una mujer matizar los tonos de azul, o de verde, o incluso de marrón, no es una experiencia personal e intransferible. Son amplias las emociones que despierta en mí escuchar a una dama describir la surtidísima gama de colores que por lo visto existe en la Naturaleza y que mis conos y mi corteza visual no ven necesario apreciar o que mi vocabulario no alcanza a nominar con los pintorescos nombres utilizados por las damas para designarlos. Estas emociones se extienden en una rica paleta que abarca desde una cierta sensación de inferioridad, hasta un toque de estupor y perplejidad, pasando por la incómoda sospecha de que me están tomando el pelo. Y como asevero, estas emociones son compartidas por otros investigadores de sexo (perdón: género) masculino. ¿Existe, de verdad, pero de verdad de la buena, con el corazón en la mano y sin ganas de quedarse con nadie, el blanco roto? Lo dudo; mejor: lo dudamos.
La mercadotecnia se apoya mucho también en los colores. Un excelente artículo de Jorge Alcalde originalmente publicado en Muy Interesante [1], recuerda lo difícil que es encontrar un plato azul en ningún restaurante. Los fabricantes son conscientes de la desconfianza alimentaria que nos despierta a los humanos el color azul. La compañía Mars, creadora de las pastillas de chocolate coloreadas M&M's, colorea de azul sólo el 10% de sus unidades, frente al 30% que aparecen de color marrón, y el 20% de rojas o amarillas. La razón podría encontrarse en que la preponderancia del color azul en los alimentos tóxicos para el ser humano ha generado evolutivamente una desconfianza que se ha ido incorporando a nuestro genoma. Pero tal vez esa toxicidad sea específicamente sedativa, estupefaciente, limitante de la conciencia y de la actividad, porque según parece, el color azul y el verde, en medicamentos activos o en placebos, se perciben como depresivos o sedativos, mientras que el amarillo y el naranja, se viven como estimulantes [2-5]. En un trabajo, ya comentado en esta sección, y realizado en Italia, se encontró que en la ansiolisis preoperatoria el placebo de color azul provocaba insomnio en los varones y sedación en las mujeres, lo que hizo que los autores propusieran que las mujeres italianas podrían asociar el color azul con la visión reconfortante y tranquilizadora de la Virgen María, mientras que los varones italianos lo harían con su selección nacional de fútbol, lo que les produciría excitación e insomnio [2].
En lo sanitario los colores no solo dan de sí en materia de placebos. En los hospitales se utiliza con frecuencia para pintar las paredes el verde clarito (seguramente para las mujeres tendrá algún nombre especial y pintoresco), por ser un color que implica serenidad y esperanza, en contraposición al blanco, que para Andrés Aberasturi es en estos centros un símbolo de la muerte. La selección del verde "quirófano" se debe al cirujano Harry Sherman, y tiene su razón de ser y su utilidad. Nuestro hombre, molesto por el exceso de brillos en el campo quirúrgico que impedían discriminar los detalles anatómicos, buscó un color menos cansado para la vista que el tradicional blanco. Pensó así que el color "verde espinaca", complementario del rojo de la hemoglobina, sería útil en el quirófano, y acertó, ya que la tonalidad verdeazulada permite al cirujano un descanso ocular frente al agotamiento de la contemplación continuada del campo quirúrgico ensangrentado, lo que evita además que se pierda la capacidad de discriminar los matices rojizos al tiempo que el ojo no se inventará verdes inexistentes cuando se posa en un blanco [7].
Los estados afectivos parecen influir en la percepción de los colores. Hace muchos años un paciente en fase maniaca me explicaba lo maravillosa que era para él la intensidad de la suciedad (yo diría que gris - marrónacea, pero tendría que consultar el tono exacto con alguna dama) del alféizar de la ventana de su habitación. Frente a esta hiperestesia maniaca, los pacientes depresivos perciben la realidad sin atractivo ni interés, gris, roma, y no pocas veces "negra" en sentido metafórico. Reseñaremos a este respecto un original estudio [8] realizado en EEUU con la escala autoaplicada de depresión de Correa y Barrick. Este instrumento fue diseñado precisamente por dos de las autoras del trabajo y consiste en 20 items a los que el paciente responde con un sistema Lickert, marcando entre 0 y 10 su grado de acuerdo con lo que enuncia cada pregunta. Con una puntuación mínima, por lo tanto, de 0 y una máxima de 200, el punto de corte para depresión se sitúa en 80. En el trabajo que comentamos se analizó el particular un ítem que dice literalmente: "noto que todo parece gris /nuboso /grisáceo /sin color". Después de aplicar una serie de razonamientos estadísticos que no expondré desde el más estricto respeto de los derechos humanos (empezando por los míos propios), las autoras apreciaron una correlación entre la intensidad de la depresión y el grado de acuerdo de los pacientes con este particular enunciado. Como bien nos dicen en las conclusiones, queda por ver si esta aparente hipoestesia es un fenómeno biológico o se trata más bien de una metáfora psicopatológica con la que los enfermos transmiten su malestar y hastío.
Comentaremos para terminar este apartado dos curiosos trabajos. En el primero, Keegan y Bannister colgaron en un congreso de Pediatría un póster realizado con lo que llaman colores no impactantes, que pueden apreciarse en esclarecedoras fotografías que acompañan a su trabajo: azul, lavanda (yo hubiera jurado que es lila), verde y amarillo (siguiendo las directrices de las señoras con las que discuto sobre colores, hubiera jurado que es crema, pero bueno...). A los autores, retorcidillos ellos, les interesaba conocer qué importancia tenía el color de la ropa de quien expone el póster en la aceptación del mismo por los asistentes a la sesión. Para tal fin solicitaron a una dama que se colocara junto al panel durante aproximadamente la mitad de la sesión con una blusa de color acorde con el póster (eligieron el lavanda, que yo volvería a llamar lila) y que durante la otra mitad posara junto al trabajo con un color discordante, que los autores llaman óxido y que yo denominaría rojo desde mi incompetencia cromática. Para evitar sesgos, las dos blusas empleadas estaban planchadas por el hotel (lo que se supone sugiere que se siguieron las mismas técnicas) y tenían un corte similar; por lo tanto, pueden considerarse homologables en términos de confección y planchado, lo que permite descartar artefactos no relacionados directamente con factores cromáticos. Emplearon como control un poster de idéntica temática y colores, con una expositora vestida en tonos que denominan neutros (una cosa clara, como crema, diría yo, pero a estas alturas no me atrevo a asegurar nada). Para medir el impacto, uno de los autores se colocó en las inmediaciones del póster y contó las personas que se interesaban por su contenido según el color de la blusa de la ponente. Aunque los autores enuncian una serie de posibles factores confusionantes, la conclusión, apoyada en un chi cuadrado fetén, es que si uno quiere que su presentación tenga éxito de público y crítica debería ponerse una blusa de colores no discordantes con los que ha utilizado en la elaboración del póster. Mención aparte merece el dato de que el "cuenta - asistentes" observó que cinco personas (no se especifica género o sexo, pero es fácil deducirlo) que no se acercaron al póster, pero sí dedicaron un tiempo y un esfuerzo a criticar lo mal conjuntada con el mismo que quedaba la expositora con la blusa óxido [9].
Por último, Furness y asociados estudiaron la relación entre el color de los coches y el riesgo de accidente de tráfico en Nueva Zelanda [10]. Tras recoger los datos los sometieron a un análisis estadístico univariante (sólo se consideraba el color) y otro multivariante, que tomaba en consideración la edad del conductor, su sexo (perdón: género), nivel educativo, raza, consumo de alcohol seis horas antes del choque, consumo de drogas, uso de cinturón de seguridad, tiempo al volante cada semana, tamaño del motor, matrícula, haber pasado o no la ITV, contar o no con seguro, situación legal del permiso de conducir, tipo de carretera y, por último, clima y luminosidad en el momento del siniestro. En ambos modelos de análisis tomaron como riesgo estándar (1) el color blanco. La conclusión fue que en ambos modelos el color más seguro era el plateado (0,5 y 0,4). El color marrón era bastante inseguro (1.4 en análisis univariante y 2.1 en el multivariante), y el gris, bastante seguro (0.9 y 0.6). Esta notable aportación para el avance de la Ciencia permitirá que quien se compre un coche pueda elegir un color que le garantice seguridad. También de esta manera se podrán aplicar con criterios estrictamente científicos bonificaciones o recargas a las pólizas de seguro del automóvil en función del color del vehículo. Según el estudio, por cierto, los que más deberían pagar son los de color amarillo, ya que si bien en el análisis multivariante su riesgo es de sólo 0.8, en el univariante, que sólo analiza el color, su riesgo asciende a 2.0. Para que luego llamen supersticiosos a quienes huyen de él.
El alma es espejo de la cara
¿Quién no ha deducido, a partir de la expresión de la cara de una persona, su estado de ánimo? ¿Quién no ha sostenido que alguien tiene cara de felicidad, o que a otro individuo se le ve en la cara que lo está pasando mal? Aquí la percepción visual nos ayuda a inferir emociones, dando siempre por descontado que el aspecto externo, la gestualidad de la persona a quien atribuimos determinados estados afectivos, es la consecuencia de estos. La cara, dice el saber popular, es el espejo del alma. Pero ya en el siglo XIX, dos gigantes de la Biología y la Psicología (Charles Darwin y William James, respectivamente, el primero a este lado del Atlántico y el otro, en la orilla de enfrente), aseveraron que estamos alegres (o tristes) porque nos reímos (o porque lloramos) y no exactamente al revés, como es la creencia generalizada. Es decir, que a su modo de ver la expresión emocional facial determina la vivencia emocional mental, y no a la inversa. Para ser más gráficos: en lo tocante a los estados afectivos el dicho que la cara es el espejo del alma es erróneo y lo que sucede en realidad es que el alma es el espejo de la cara.
Si saltamos unas décadas en la historia de la Psicología y la Psiquiatría, nos encontramos, en Suiza, con el neurólogo Otto Veraguth (1870-1944), al que debemos uno de los pocos supuestos signos objetivos de la Psiquiatría. En una especialidad en cuya semiología predomina el síntoma, lo subjetivo, lo transmisible a través de la palabra, Veraguth describió un pliegue de la glabela, una corrugación frontal supuestamente específica de la depresión: surgió así el llamado Signo de Veraguth, que uno ha encontrado a veces en libros que tratan de la depresión, sin que le quede claro si quien lo cita lo hace porque lo considera una contribución valiosa o simplemente porque si no lo menciona no llega al número de palabras concertado con los editores para su capítulo. Pero independientemente del valor que demos al signo en cuestión, el aspecto triste de la cara se asocia con facilidad a la depresión, a la tristeza, incluso a rasgos caracteriales con un tono, un tinte, una carga, una grisura (por remitirnos al apartado anterior sobre colores) de características depresivas sólidamente asentadas; algo que Tellenbach (1914-1994), denominó Typusmelancholicus y que se supone predisponente a la depresión clínica [11]. Más aún: la especificidad del pliegue glabelar como indicador de tristeza (ya sea psicológica o psicopatológica) es tal que la recogen los modernos trovadores y poetas, esto es, los novelistas gráficos. Así, la cara triste y corrugada a nivel glabelar se asocia al personaje cenizo y depresivo en la serie de Don Óptimo y Don Pésimo, debida al gran historietista catalán Josep Escobar (1908-1994), al igual que cobra un enorme valor descriptivo en las aventuras en dibujos animados de los personajes que en nuestro ambiente fueron conocidos como Leoncio León y Tristón, de la factoría de Hanna-Barbera, que tan magistralmente se reparten los polos afectivos, con el león en el papel de lo que podríamos llamar un Typushypomaniacus, optimista desaforado, o simplemente bilbaino, y la hiena como su exacto contrapunto en el Typusmelancholicus. Lo que nuestros modernos escrutadores del alma humana a través de la historieta no aclaraban era si Don Pésimo y Tristón corrugaban la glabela porque estaban tristes o si su corrugación glabelar era un fenómeno primario que les hacía ser tristes y cenizos. Pero ya decimos que para Darwin y James, lo físico, lo muscular, determina lo psíquico. Es más: Darwin denominó "signo omega" a las arrugas frontales producidas por esas peculiares corrugaciones, y los clínicos de la época, apreciando su presencia en la depresión, las llamaron "Omega Melancholium". Esto es un hecho verídico, lo he visto en un artículo que comento más adelante (es la cita 16), y por ello dista mucho de ser una entelequia, una figuración o una fabulación cromática como el blanco roto.
Pues bien, todas estas consideraciones adquieren notoriedad y relevancia gracias a una serie de trabajos recientes en los que se ha tratado la depresión con toxina botulínica. Efectivamente: con esa sustancia cuyo uso cosmético por parte de famosillas (y famosillos, aunque parecen ser menos) se ha trivializado hasta el punto de hacernos olvidar que esencialmente es un veneno peligroso, potente y devastador que se ha cobrado la vida de muchas personas y que todavía en nuestros días es causa de mortalidad. La domesticación de este veneno para convertirlo en un antiarrugas demuestra que además de listo para los recados el ser humano es espabilado y que si se pone a ello puede encontrar la manera de hacer que una sustancia muy tóxica se convierta en un producto con interés sanitario en sentido amplio. En el fondo, no es más que volver a la noción clásica del Pharmakón,la dualidad terapéutica y nociva a modo de veneno. Nada que no pueda ser aplicado, a las dosis adecuadas, a ninguno de los medicamentos que conforman el llamado arsenal terapéutico. Por cierto, aunque la primera entrada para esta palabra en Google se refiere al popular equipo de fútbol del norte de Londres, un arsenal es un almacén de armas, y las armas, causan a veces bajas por "fuego amigo", lo que sería, es de suponer, una forma de describir a los efectos secundarios, colaterales, tóxicos, de los medicamentos. Una vez más se demuestra que cuando hablamos decimos cosas mucho más ricas y enjundiosas de lo que sospechamos, sin necesidad de meternos en consideraciones de psicopatología de la vida cotidiana.
Lo del interés sanitario en sentido amplio se refiere a que desde luego no puede compararse la más divulgada aplicación práctica de la toxina botulínica, en tanto que eficaz remedio de las arrugas faciales, con la de otros venenos, como por ejemplo, el reptilase, un extracto de veneno de ciertas víboras del género bothrops con una potente acción procoagulante que en situaciones concretas puede salvar vidas. Parece, en efecto, que tiene mucho más provecho domesticar el veneno de la serpiente que la toxina del C.Botulinum. Se puede contraargumentar que la toxina botulínica tiene usos más nobles que alisar la musculatura facial, como su uso en cuadros distónicos, como el síndrome de Meige, o las distonías primarias o tardías, secundarias a neurolépticos, y es verdad, y también se puede aseverar que es muy meritorio el empeño de tratar con ella cefaleas diversas, para aliviar la contracción o tal vez contractura en casco que parece perpetuar algunas de ellas. Pero con todo, en el imaginario popular la toxina botulínica está claramente asociada a lo cosmético y cuando se la cita vienen a la cabeza tanto una popular marca que ya ha entrado a tope en nuestra cultura, al igual que se hacen presentes en nuestra imaginación sus usuarias (más que usuarios, parece, insisto), más o menos notables del famoseo, por mucho que no falten entre los consumidores de la sustancia gente normal y corriente que simplemente lleva mal eso de que con la edad las fibras elásticas se estropeen y la gestualidad facial vaya arando surcos en la piel. Decíamos antes de irnos por los cerros de Úbeda que la toxina botulínica se ha utilizado para tratar la depresión mayor, y es así, y disponemos de pruebas mucho más sólidas que las que puedan sostener la existencia del blanco roto. Bien es cierto que los resultados de las experiencias realizadas hasta la fecha no son, seguramente, como para sacar a la banda, ya que son estudios de corta duración y con muestras reducidas (de 30 a 85 pacientes), pero hay que decir que estos trabajos suponen una innovación terapéutica de primer orden, al tiempo que hacen plantearse algunas cuestiones que desde luego tienen una notoria trascendencia.
En 2006, Finzi y Wasserman [12], después de observar como buenos clínicos que los tratamientos cosméticos con toxina botulínica se acompañaban de una mejoría anímica, realizaron un estudio abierto que mostró que la descorrugación aliviaba los síntomas de pacientes depresivos. Unos años después, Wollmaer y colaboradores diseñaron un estudio doble ciego frente a placebo que les permitió ver en pacientes deprimidos botulinizados una mejoría significativa a lo largo de 16 semanas de seguimiento, con la peculiaridad de que ya a las seis semanas de la inyección la mejoría (medida con la Hamilton de 17 items) observada en quienes recibieron el producto activo era del 47%, frente al 9% de los que recibieron placebo. Los autores concluían que su experiencia apoyaba la idea de que la musculatura facial no solo expresa, sino que regula, los estados anímicos [13].
En un segundo estudio, Magid y colaboradores [14], con un diseño doble ciego, inyectaron a pacientes depresivos en cinco puntos de la región glabelar hasta 29 unidades en mujeres y 39 en varones (por su mayor masa muscular), cruzando posteriormente. Lo más llamativo de su experiencia, en la que la toxina derrotó por goleada al placebo en tres escalas diferentes, es que la mejoría anímica se mantuvo tiempo después de que el efecto cosmético hubiera desaparecido por completo. Un detalle curioso es que para mantener el "ciego" del investigador que pasaba las escalas los pacientes acudían a la consulta tocados con un gorro quirúrgico que les cubría hasta la glabela, con lo que era imposible saber si habían recibido toxina o placebo (quien tenga acceso al artículo íntegro no debe perderse el detalle). Los mismos autores revisaron después sus datos [15] analizando por ítems las escalas, y comprobaron que los pacientes que puntuaban más alto en agitación antes de la experiencia mejoraban más, lo cual, por cierto, es consistente con un trabajo previo en el que los pacientes con depresión y agitación tenían una mayor actividad muscular en la región glabelar y un signo omega más marcado [16]. Por último, Finzi y Rosenthal [17], que dieron una unidad más a los caballeros que en la experiencia previamente descrita, también obtuvieron mejorías duraderas con toxina botulínica, que venció con menos contundencia pero con absoluta claridad al placebo.
¿Cómo pueden explicarse estos hallazgos? ¿Cómo puede ser que aplicar un producto de acción periférica y muscular dé como resultado una mejora en la psique, que queda más arriba en la escala de la relevancia que damos los humanos, al menos en nuestra cultura, a nuestras dimensiones y funciones? Hay tres posibilidades. La primera es que uno, gracias a la toxina, tiene mejor apariencia cuando se mira en el espejo, lo que mejoraría su ánimo. Ahora bien: en el estudio de Magid y colaboradores [7] no se admitió a pacientes preocupados por el aspecto corrugado de su frente. Si a los pacientes incluidos en el estudio no les preocupaba verse corrugados, cabe pensar que tampoco experimentarían un gran alivio cuando tras serle administrada la toxina se vieran descorrugados en el espejo; por lo tanto, parece razonable descartar que su mejoría se debiera a un criterio puramente estético. Una segunda opción es que la cara más relajada por efecto de la toxina tendría un efecto facilitador sobre otras personas, que viéndole con mejor facha pasarían a hablar más con el depresivo. Esto se traduciría en un incremento de la interacción social que, a su vez, mejoraría el ánimo de los pacientes. Digamos que su cara menos triste fomentaría la heteroestima del entorno hacia su persona lo que, a su vez, incrementaría su autoestima. Esta hipótesis es muy complicada de testar, salvo por procedimientos (por ejemplo, aislamiento del paciente para descartar que la mejoría tenga que ver con la interacción) que seguramente no recibirían el apoyo de un comité de ética de la investigación con un mínimo de fundamento y decencia. Así que hasta que encontremos una manera más presentable de verificarla habrá que dejarla aparcada.
La tercera hipótesis es más interesante, atractiva y sugerente, y por eso le dedicamos un párrafo para ella sola. La idea es que descorrugar la frente altera el feedback con el cerebro. Se ha comprobado que las personas que reciben toxina botulínica en los músculos que fruncen el ceño muestran una reducción en la actividad de la amígdala izquierda en la RNMf cuando simulan expresiones de enfado [18]. Podría argumentarse que la parálisis de los músculos frontales reduce la información sensorial transmitida por el trigémino hacia el tronco cerebral, lo que a su vez repercute en la información que desde esta estación llega a la amígdala. Esto es consistente con hallazgos previos sobre la asociación de la hiperactividad de la amígdala izquierda con ansiedad, depresión, TEPT y una intensificación del miedo como respuesta [19], o con una experiencia previa con 20 pacientes deprimidos que encontró una hiperactividad de la amígdala izquierda cuando se mostraba los pacientes fotografías de caras emocionales, especialmente con expresión de miedo [20]. Por cierto, esta hiperactividad desaparecía cuando los pacientes recibían los siempre denostados (por supuestamente ineficaces) antidepresivos.
Las experiencias que comentamos no solo introducen la idea de que la Psiquiatría tal vez tenga que añadir las inyecciones glabelares de toxina botulínica a sus exiguas prácticas instrumentales (reducidas casi en exclusiva a la aplicación de la TEC). No solo implican que en la parte teórica de la residencia de Psiquiatría habrá que repasar la musculatura facial o los pares craneales (al menos, lo que se refiere al trigémino o al facial, V y VII par, respectivamente). Y no se limitan a demostrar que hay procedimientos que pueden mejorar cuadros psiquiátricos graves con una sola aplicación (como se viene dando a conocer con cierta fanfarria mediática en el caso de la ketamina y con menos ímpetu en el de la psilobicina) [21]. Lo relevante es que señalan que nuestra visión de la Psiquiatría puede ser errónea y que el cerebro más que órgano central en muchos cuadros psiquiátricos, puede verse afectado por procesos que en realidad son sistémicos. No debería llamarnos tanto la atención si tenemos en cuenta el creciente reconocimiento de la importancia de fenómenos inflamatorios (generalizados, sistémicos, en todo el cuerpo, no solo en lo que queda detrás del hueso glabelar) en la esquizofrenia o la depresión.
Una de las ventajas de escribir los originales a última hora, además de poner de los nervios al director de la revista, que siempre está bien, es que uno a veces encuentra de chiripa artículos recientísimos que le dan un aspecto de ilustrado y puesto al día tan superficial como falaz; pero esa tendencia procrastinadora me ha permitido encontrar un comentario que publica hoy mismo JAMA, un preprint accesible a texto completo, al menos por el momento, en el que se comentan los avances (o para ser más honestos, las exploraciones) en materia de los mecanismos inflamatorios de diversa estirpe que podrían estar implicados en la depresión, la esquizofrenia o el autismo [22]. Y sin necesidad del fantocheo de la cita recientísma, Kirckpatrick ya nos reclamaba hace años que se considerase a la esquizofrenia una enfermedad sistémica, en la que el acento en el cerebro y la "teoría de la dopamina es un modelo útil para la terapéutica con los antipsicóticos actuales, pero no es un modelo útil del trastorno esquizofrénico" [23].
No hay que olvidar que hasta que el DSM-IV borró esa descripción se hablaba de cuadros psiquiátricos "exógenos" u "orgánicos"; eran todo el cortejo de manifestaciones psiquiátricas de patologías sistémicas, como, por ejemplo, las enfermedades endocrinológicas. Eran los cuadros en los que el cerebro no es "protagonista central", sino que se ve afectado por un proceso que afecta a todo el organismo. La enfermedad es holística, y nuestra tendencia a parcelar sus manifestaciones por aparatos y por especialidades médicas es una convención que tal vez la toxina botulínica nos anime a revisar. Sinceramente, uno cree que esto tiene mucha más enjundia científica y filosófica que la noción del blanco roto. Pero mucha más.
Fuentes:
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