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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.35 no.126 Madrid abr./jun. 2015

https://dx.doi.org/10.4321/S0211-57352015000200001 

EDITORIAL

 

Historia clínica electrónica y confidencialidad

Electronic medical records and confidentiality

 

 

Juan Medrano y Luis Pacheco

 

 

Uno de los más notables acontecimientos recientes de nuestra realidad sanitaria es la progresiva importancia que ha adquirido la confidencialidad (clásica y corporativamente englobada en el llamado secreto médico) y, en paralelo, los temores de que la historia clínica electrónica (HCE) se convierta en una especie de libro abierto al que pueda acceder cualquier persona, comprometiendo el derecho del paciente a que sus confidencias queden exclusivamente en el marco de la relación asistencial.

El Art. 18 de la Constitución Española garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, así como el secreto de las comunicaciones, y prevé que la Ley "limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos", algo que no deja de tener su mérito en una Carta Magna aprobada en 1978, una época en la que los ordenadores todavía eran computadoras y era difícil de atisbar que terminaran haciéndose omnipresentes o que llegara a existir la figura de los hackers. Posteriormente, en 1999, la Ley Orgánica de Protección de Datos (LOPD) estableció el marco general para consagrar el derecho a la intimidad y la privacidad en materia de datos de carácter personal, lo que se terminaría de configurar con el Real Decreto 1720/2007 que la desarrolla. Ambas normas establecen que los datos de salud tienen una especial protección. Paralelamente, el derecho a la intimidad y la confidencialidad ha estado protegido por disposiciones penales que castigan su quebrantamiento, como en los Arts. 197 y siguientes del actual Código Penal, con previsión de penas más graves cuando quien revela secretos es un funcionario público (Art. 198) o un profesional (Art. 199).

La legislación sanitaria reconoce el derecho de los pacientes a la confidencialidad e intimidad y/o el deber de los profesionales a garantizarlo, que aparece en el Art. 10 de la Ley General de Sanidad, así como en la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias o en el Estatuto Marco del personal estatutario de los Servicios de Salud. Sin embargo, en materia de confidencialidad, el texto sanitario fundamental es la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (LBRAP), que en su Art. 7 proclama el derecho de toda persona a que se respete el carácter confidencial de los datos referentes a su salud, y a que nadie pueda acceder a ellos sin previa autorización amparada por la Ley, al tiempo que responsabiliza a los centros sanitarios de la adopción de las medidas oportunas para garantizar esta confidencialidad. Complementariamente, el paciente tiene derecho a que los centros sanitarios establezcan un "mecanismo de custodia activa y diligente de las historias clínicas" que permita "la recogida, la integración, la recuperación y la comunicación de la información sometida al principio de confidencialidad" (Art. 19).

La LBRAP, que se ha complementado con las legislaciones autonómicas que derivan de ella, establece para la historia clínica "criterios de unidad y de integración, en cada institución asistencial como mínimo", con el fin de facilitar "el mejor y más oportuno conocimiento por los facultativos de los datos de un determinado paciente en cada proceso asistencial" (Art. 15.4). Esta medida, unida a las exigentes condiciones de custodia de archivos determinada por la LOPD, hace que la HCE más que un signo de los tiempos sea una necesidad ineludible.

Pero como muchas veces sucede, los desarrollos informáticos no se han hecho de manera coordinada, estableciéndose diferentes sistemas de HCE y de receta electrónica en las diversas comunidades autónomas, que habrá que ir haciendo interoperables de la misma manera que se avanza con dificultades en la elaboración de un único sistema a nivel europeo. Pero lo que es peor, estos desarrollos se han producido con más atención a las características técnicas de los diferentes sistemas y aplicaciones que al material humano que los maneja, lo que ha facilitado una situación que por momentos se hace caótica.

Las organizaciones sanitarias han ido implantando la sanidad electrónica o e-Salud pasando por alto que muchos de sus trabajadores de mayor edad proceden de un universo analógico y no digital, y tienen dificultades para manejarse con los sucesivos programas y aplicaciones que les van cayendo. Tampoco han tenido en cuenta las organizaciones que si bien sus profesionales sanitarios saben aproximadamente escribir a mano, no todos tienen una habilidad mecanográfica suficiente como para dar el salto del bolígrafo al teclado sin que se resienta la calidad de la historia clínica en forma (por errores) o en fondo (por la menor extensión de las anotaciones al ser más costoso para muchos teclear que caligrafiar). Finalmente, han ignorado también que muchos profesionales no saben escribir en el teclado sin mirar directamente a dicho instrumento, provocando esto que - en los últimos tiempos - los profesionales apenas miremos directamente a la cara de nuestros pacientes, con todos los inconvenientes que esto tiene en general para la relación entre el profesional y el enfermo y de manera quizás mucho más particular, en el ámbito de la Salud Mental.

Pero es más notable aún la forma en que la HCE se ha introducido en muchos lugares, sin el necesario acompañamiento de una formación adecuada de los profesionales. No es solo que falte información acerca de la normativa sobre aspectos tales como el derecho de acceso a la historia por parte de profesionales y pacientes, sino que ni siquiera se ha aprovechado la ocasión para refrescar y en su caso infundir unos conocimientos adecuados sobre qué es una historia clínica, cuál es su finalidad y cómo ha de redactarse. Lamentablemente, a juzgar por la mínima formación e información que aportan entre su gente en torno a aspectos normativos básicos en la relación asistencial, las organizaciones sanitarias parecen estar convencidas de que sus profesionales son perfectos conocedores de todas estas cuestiones, tal vez por leer cada día los diversos boletines oficiales que les afectan mientras toman el café del desayuno. La confusión sobre qué contenidos de la historia pueden facilitarse a los pacientes surge en buena medida de una insuficiente información sobre el tema a los profesionales.

La introducción de la HCE hubiera sido un buen momento para recordar (o en su caso informar) a sus trabajadores que esta es, según la LBRAP, el conjunto de los documentos relativos a los procesos asistenciales de cada paciente, con la identificación de los médicos y de los demás profesionales que han intervenido en ellos, con objeto de obtener la máxima integración posible de la documentación clínica de cada paciente, al menos, en el ámbito de cada centro (Art. 14.1), y que tan importante en ella es la recogida de los datos y confidencias del paciente como de la justificación de las decisiones de quienes le atienden. Tampoco hubiera estado de más señalar que siendo el fin principal de la historia facilitar la asistencia sanitaria, dejando constancia de todos aquellos datos que, bajo criterio médico, permitan el conocimiento veraz y actualizado del estado de salud (Art. 15.2), la HCE debe ser completa, pero al mismo tiempo ha de recoger datos pertinentes y no superfluos o que resulten irrelevantes para la prestación sanitaria. En una asistencia sanitaria integrada, además, deben sobrar las abreviaturas idiosincráticas, o en general cualquier forma de elaboración que la acerque más a ser el cuaderno de bitácora o al diario de actividades del profesional, en lugar de a ser un documento compartible y compartido por quienes deben garantizar una atención adecuada al paciente. Dicho de otra manera, la inacción en este terreno hace pensar que al igual que las organizaciones sanitarias presumen que sus profesionales saben mecanografiar y se desenvuelven perfectamente en el universo digital a nivel de usuario, también presumen que saben qué es una historia clínica y, sobre todo, saben cómo elaborarla.

Por último, la HCE, en tanto que compartida y abierta a diferentes niveles asistenciales, incluido "personal sanitario debidamente acreditado que ejerza funciones de inspección, evaluación, acreditación y planificación" (Art. 16.5 de la LBRAP) despierta en muchas personas la duda de si las confidencias de los pacientes pueden llegar a ser conocidas por personas que el paciente no desearía que tuvieran acceso a ellas. Incluso cabe preguntarse si los datos de algunas especialidades deberían ser accesibles a las demás (el ejemplo paradigmático es la Salud Mental, algunos de cuyos contenidos, parecen apriorísticamente más delicados que los de la generalidad de las especialidades, pero seguramente podría pensarse también que otras ramas de la Medicina, como Ginecología, Dermatología, Pediatría, Medicina Interna o la propia Atención Primaria, entre otras, que son ricas en contenidos sensibles). Otras veces son profesionales asistenciales quienes acceden a determinadas historias animados por emociones tan básicamente humanas como la curiosidad o el cotilleo, a pesar de los sistemas de traza que detectan los accesos potencialmente inapropiados y también del cada vez mayor número de sentencias y resoluciones administrativas que vienen castigando esta práctica.

Ante el riesgo de accesos indebidos, o simplemente de que confidencias o datos del paciente lleguen a ser conocidos por quienes no deben o no necesitan conocerlos, algunos profesionales se resisten a emplear la HCE aduciendo que el compromiso ético con el paciente les impide utilizar un instrumento tan permeable, y siguen escribiendo en la clásica historia en papel, que en materia de protección de datos tiene la "ventaja" de que la caligrafía de algunos sanitarios la convierte en un documento con un nivel de encriptación que la hace indescifrable. No debe olvidarse, sin embargo, que el respeto a la confidencialidad es un integrante básico del compromiso ético, pero no el único, ya que en una época caracterizada por la fragmentación asistencial es esencial y exigible toda medida que, como la HCE, contribuya a una integración que redunde en una mejor atención. Otra reacción, menos drástica, pero surgida igualmente del recelo, es reducir al máximo las anotaciones propias en la HCE o confidencializar ciertos contenidos, si las aplicaciones lo permiten. Esta estrategia, no obstante, desvirtúa el sentido de la HCE y la acerca, de nuevo, a no ser más que un diario o un cuaderno de bitácora para quien la escribe, por lo que pierde el valor que tiene para el paciente, al no permitir que se compartan datos necesarios. Y eso, sin contar con que dado que en materia de responsabilidad profesional la historia es el documento probatorio básico, una HCE incompleta, telegráfica o que por estar muy confidencializada resulta inasequible a otros profesionales implicados en el caso, termina siendo un instrumento perfecto para generar(se) problemas.

Las posibilidades de la Informática aplicada a la asistencia sanitaria son enormes. Es esperable, y casi exigible, que se corrijan los errores de concepto y de diseño de la HCE, permitiendo que puedan establecerse contenidos esenciales y otros de acceso limitado a determinados profesionales o niveles asistenciales, algo que, sin duda, es técnicamente factible. Y una vez definidos niveles de confidencialidad sería posible, además, que cada paciente pudiera decidir cuál aplicar a un dato concreto, determinando qué profesionales podrían acceder al mismo pero sabiendo también qué consecuencias puede tener limitarlo en extremo. Las más triviales podrían ser que necesitaría volver a revelar el dato cada vez que sea atendido por profesionales sin acceso al mismo pero que deban conocerlo, algo que, por otra parte, es lo que ha sucedido cuando solo existían historias en papel custodiadas en cada centro. Las más graves tendrían que ver con la posibilidad de que por no tener acceso a un determinado dato de salud, exista la posibilidad de que la intervención profesional sea insuficiente, inadecuada o errónea, algo que también sucedía con la historia en papel pero que la HCE puede evitar.

En la tensión entre las ventajas e inconvenientes de cualquier innovación ha de tenerse en cuenta cómo reaccionará ante ella quien debe utilizarla, por lo que además de la dimensión puramente técnica, no debe perderse de vista que la relación asistencial es una forma de interacción entre personas, y que quien está en la función profesional no deja de ser tan persona como su paciente. Y las personas tenemos dificultades para adaptarnos a novedades, especialmente a partir de cierto momento de la vida. También funcionamos a menudo más por costumbres emanadas de décadas de escribir historias que por un conocimiento real de su sentido, contenido y elementos básicos. Tenemos derecho a recibir información y formación sobre aspectos que pueden ser trascendentales en nuestra actividad profesional, y tenemos derecho a esa formación y a esa información porque las necesitamos. Y, finalmente, -ay, cómo somos las personas...- no dejamos de tener ciertas debilidades y vicios que conviene corregir instaurando un clima de respeto a la intimidad de los pacientes que yugule para siempre la curiosidad y el cotilleo, fruto ambos más a menudo de la ignorancia y de la falta de una cultura de valores que de una auténtica mala intención.

Todavía estamos a tiempo de corregir los errores de fondo y forma cometidos en la implantación de la HCE. Cuanto antes nos pongamos a ello antes conseguiremos generar un instrumento útil, que beneficie al paciente y generándole la misma seguridad y confianza que necesita el profesional.

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