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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.36 no.130 Madrid jul./dic. 2016

 

EDITORIAL

 

Cambio de régimen, cambio de paradigma

Regime change, paradigm shift

 

 

Mikel Munárriz

Unitat de Salut Mental de Borriana / Universitat Jaume I, Castellón de la Plana, España.
munarriz@uji.es

 

 

En España, la reforma psiquiátrica y la transición política fueron simultáneas. No fue una casualidad y tampoco una excepción. No se puede entender la transformación de la asistencia psiquiátrica en los países occidentales sin enlazarla con las sorprendentes movilizaciones políticas y culturales que convencionalmente se asocian al mayo del 68 o sus versiones en cada país.

Esta feliz coincidencia se desarrolla en dos ámbitos. Por una parte, la praxis y la teoría psiquiátricas se dejan impregnar por las aportaciones provenientes de ese entorno cultural. Por otra, la movilización social que sostenía la revuelta apoyó la transformación de las instituciones psiquiátricas como emblema de la reacción contra el autoritarismo.

Estos cambios nunca vencieron del todo las resistencias. Nunca el Partido Comunista Italiano adelantó a la Democracia Cristiana, ni los partidos verdes y alternativos escandinavos desestabilizaron a sus disciplinadas socialdemocracias. El SPD alemán se enfangó en los años de plomo y se perdió en las restricciones de la Realpolitik. Los socialistas franceses nunca se entendieron con su amplia y variada izquierda y los laboristas abandonaron el espíritu del 47 y no pudieron con la revolución conservadora. Pero se avanzó mucho. Más en unos campos que en otros, en unos lugares que en otros, pero se avanzó.

En España, la transición fue más notable porque el contraste con la dictadura era clamoroso. Y la reforma psiquiátrica más necesaria aún por el retraso secular con el resto de Europa, que incluso el tardofranquismo intentó paliar. Un elemento particularmente valioso de la reforma en el Estado Español fue su engarce con la creación del Servicio Nacional de Salud, quizás el logro más avanzado de la socialdemocracia española.

La reforma psiquiátrica progresó mucho en el terreno asistencial, pero tuvo poco impacto en el corazón doctrinal de la psiquiatría. Ni la psicopatología se ocupó del nuevo sujeto de la atención, convertido ahora en ciudadano de pleno derecho, interlocutor y co-constructor del relato psicopatológico, ni la abundante evidencia sobre los determinantes psicosociales de los problemas de salud y enfermedad -no menor ni menos evidente que en el caso de los biológicos- ocupó el lugar que le correspondía en la manera de pensar por qué "enfermamos" y en qué entorno nos "recuperamos". Hablamos de la corriente principal sabiendo que hubo muchos "senderos en el bosque" y que se propusieron otras visiones, pero sin llegar a afectar sustancialmente a la manera en que entendemos, investigamos y tratamos la "enfermedad mental". Como mucho, la pudimos poner "entre paréntesis" mientras se transformaba la asistencia. Pero siempre quedó una vocecita interior que nos repetía el estribillo de una canción de Lluís Llach: "no és aixo, companys, no és aixo".

Esta Junta fue elegida el mismo día en que se constituyeron los ayuntamientos que salieron de las elecciones del 24 M en un momento de esperanza de cambio que nos ilusionaba desde la posición progresista que siempre ha mantenido la Asociación.

¿Estamos ahora en una situación comparable? ¿Nos tenemos que preparar para un cambio de régimen? ¿Vamos a poder beneficiarnos como colectivo, como profesión y como disciplina de un impulso similar al que nos suministró aquel espíritu? ¿Aunque sólo sea una olita de Zeitgeist y no una verdadera revolución? No hay respuesta e incluso es posible que estemos en un periodo involutivo.

Con todo, si no hay revolución fuera, aún puede haberla dentro. Aquí sí que hay más movimiento. Hay que reconocer, en primer lugar, que el uso extensivo del paradigma biomédico, la sofisticación de las tecnologías genómicas, de neuroimagen y de modelización estadística, la hegemonía de la medicina basada en pruebas, la homogeneización de los procedimientos psicoterapéuticos, la incorporación de nuevas profesiones y el alojamiento de todo eso en los sistemas de atención a la salud han aportado muchos datos. Aunque no siempre soluciones. En general, en los países desarrollados el destino de una persona que entra en el entramado psiquiátrico es algo mejor que el que tenía hace cincuenta años. Pero nos encontramos con dos paradojas que cada vez son más inquietantes. La primera es la persistente ausencia de resultados específicos. Sabemos mucho de cómo funciona y se ilumina un cerebro cuando sufre, pero la utopía de ser capaces de saber qué le pasa a una persona mirando con finura su cerebro no se ha cumplido. Ni siquiera podemos asignarle una etiqueta diagnóstica. Tenemos un amplio vademecum de tratamientos. No solo los farmacológicos, sino también psicoterapéuticos. Y podemos comparar unos con otros. Pero estos efectos se basan más en sus acciones inespecíficas (o si se prefiere "transdiagnósticas") que en la fantasía de la "bala de plata" que es capaz de modular el daño causado por la enfermedad. Y otro tanto diríamos de las intervenciones psicosociales, que se sostienen más en la esperanza y en el trato que en la técnica.

Es también paradójico que estos publicitados avances no hayan sido capaces de conseguir un incremento equivalente en la proporción de las personas recuperadas. Si la profecía del hallazgo de la "causa" cerebral o "intrapsíquica" de la enfermedad mental se hubiera cumplido, los destinos de las personas diagnosticadas no serían todavía tan dependientes de los entornos sociales y los ciclos económicos.

Una acertada combinación de respeto, esperanza, aceptación, apoyo, acompañamiento, cobijo, condiciones materiales dignas y algunas sustancias químicas sigue siendo la intervención más eficaz. Y una desacompasada aplicación de los mismos ingredientes, sumamente dañina.

Si la ciencia fuera una actividad tan pura y neutral como se pretende, los investigadores hubieran abandonado hace años muchas de las líneas de investigación y hubieran vuelto a los abandonados senderos del bosque a la búsqueda de paradigmas que fueran más consistentes con los datos que iban obteniendo. Pero podemos entender que múltiples presiones, básicamente corporativas y comerciales, han contaminado esta pureza ideal.

No se trata de tirar a la basura todo lo que hemos aprendido estos años, sino de saber usarlo de una manera diferente. Encuadrando esos mismos datos, valiosísimos, en una teoría más útil. Que esté en crisis un paradigma no significa que tengamos disponible otro de repuesto. Habrá que abrir el foco antes de construir esta alternativa, que nacerá, por las mismas características del progreso de la ciencia, para ser sustituida por otra mejor. ¿Hacia dónde hemos de abrir ese foco?

En primer lugar vamos a necesitar un terreno despejado al menos en dos elementos básicos. El primero es el respeto absoluto a los derechos humanos. No hay ninguna arrogancia técnica que nos autorice a restringirlos. De hecho, los movimientos a favor de los derechos humanos nos han desbordado y no tenemos ni siquiera los instrumentos técnicos para asegurarlos. Y el otro es la emancipación de la investigación y la docencia de las corporaciones industriales farmacéuticas. No se trata sólo de un asunto ético, sino de una cuestión práctica que permita a la ciencia mejorar sus frutos y no seguir perseverando en vías muertas.

Con este encuadre claro, el desarrollo del nuevo paradigma ha de nacer obviamente de lo que sabemos y de lo que sabemos que no sabemos. ¿Con qué modelo encajarían los datos que tenemos? Si no encajan con el DSM, tendríamos que ver si encajan con otra manera de entender la psicopatología.

Esto obligaría también a un cierto pluralismo metodológico en el que no nos veamos constreñidos a pasar todo nuestro conocimiento por el pasapuré de la medicina basada en la evidencia. La observación, el testimonio, el relato y el estudio de casos son también fuentes válidas y científicas. Y que a su vez tampoco pueden pretender ser las únicas. Consustancial a este cambio de perspectiva sería incorporar desde el principio a la construcción de este paradigma las aportaciones de los saberes legos, sobre todo, de aquellos generados por las personas que sufren o experimentan lo que queremos estudiar.

Están pendientes de explorar todos los avances que supondría para nuestra disciplina la adopción de una perspectiva de salud pública que complete lo que sabemos del padecimiento del sujeto individual. La proclama de la salud mental en todas las políticas ha de hacerse realidad. Podemos discutir si esa es competencia de los profesionales de la salud mental o si se han de incorporar otros a esas tareas. Pero si nuestra ciencia no es capaz de contemplar estos componentes "ecológicos" vamos a permanecer cegados y sin comprender por qué pasan algunas cosas que pasan.

En cualquier caso, estamos en tiempos interesantes.

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