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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.36 no.130 Madrid Jul./Dez. 2016

 

DOSSIER: CLÍNICA Y SUBJETIVIDAD

 

Apuestas de razón. Residencia en Kant y Hegel

Stakes of reason. Residence in Kant and Hegel

 

 

Sergi Solé Plans

Centro de Salud Mental de Adultos Horta, Barcelona, España

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

La necesidad de pasar por un período de residencia para la formación como especialistas en psiquiatría pone de relieve la insuficiencia del conocimiento puramente teórico para orientar la práctica clínica. Para entender cómo pueda dicha residencia ofrecer el saber práctico del hombre que esta profesión requiere revisamos la concepción de la locura en Hegel junto a la propuesta de Kant para la aproximación a un mundo con sentido. En ambos reconocemos la insuficiencia de la razón para este cometido y la invitación a suponer que hay mundo y un sentido en él, a apostar que es así sin que pueda ser demostrado. A ello nos alienta la experiencia que tenemos de él, del mundo que habitamos, en el que residimos.

Palabras clave: juicio, razón, locura, hábito, residencia, Kant, Hegel.


ABSTRACT

The need to go through a residency training program to become specialists in psychiatry highlights the fact that purely theoretical knowledge is insufficient for guiding clinical practice. To understand how such training can provide the practical knowledge of man that this profession requires we review the concept of madness in Hegel along with Kant's proposal of approaching a purposeful world. We recognize in them the insufficiency of reason for this purpose and an invitation to assume that there is a world and a sense in it, to wager that it is this way although it cannot be demonstrated. To this we are encouraged by the experience we have of the world we inhabit, in which we reside.

Key words: Judgement, reason, insanity, habit, residence, Kant, Hegel.


 

Introducción y residencia

LA PRÁCTICA PSIQUIÁTRICA, ASÍ COMO LA MEDICINA EN GENERAL, se sustenta en un saber peculiar. No puede entenderse como mera técnica, "como una aplicación de la ciencia a la práctica. Ella configura -escribe Gadamer- una especie propia y particular de ciencia práctica" (1). Una técnica puede aprenderse mediante el conocimiento de las normas que rigen su implementación. Si hablamos de práctica psiquiátrica es porque asumimos y enfatizamos el hecho de que "praxis no significa actuar según determinadas reglas o aplicar conocimientos, sino que se refiere a la situacionalidad más original del ser humano" (2). Lo que cuenta, dice Gadamer, lo decisivo, son las circunstancias, y recuerda cómo no es capricho de modernidad el cuestionamiento de la técnica: "se sabía desde siempre que las posibilidades de la demostración y de la teoría racionales no pueden agotar por entero el ámbito del conocimiento" (3). Lo reconoce tácitamente la sociedad actual al exigir para la especialización de los profesionales sanitarios el paso por un período que llamamos "residencia". Para su formación no basta el conocimiento teórico (episteme) adquirido en lo que antes eran licenciaturas y ahora grados, ni su aséptica aplicación (techné) con la guía de unos preceptos. En la praxis hay algo que no parte de conceptos y que por tanto no puede ser enseñado, solo ejercitado, dirá Kant; algo que no puede explicarse y que, según Aristóteles, solo llega a ser familiar por la experiencia. Así lo asume el gremio sanitario cuando requiere para nuestra formación la residencia, que nos familiaricemos con el asunto a tratar, el dolor del alma. No todo está en los libros, ni en los manuales. Por exhaustivos que sean o puedan llegar a ser. No todo es cosa de más ciencia.

El saber clínico se basa en la experiencia, en los casos vistos que, uno tras otro, nos procuran indicios o pistas con los que ir haciéndonos una idea de lo que ocurre y a quién, a partir de los que nos vamos haciendo una composición de lugar para orientar los nuevos casos, cuyo examen nos hará siempre corregir la perspectiva y afinar el ojo clínico. Así una y otra vez y para siempre, si de verdad hacemos "clínica".

Pero al tiempo que apañamos reglas, falsamos hipótesis, reformulamos teorías y fijamos diagnósticos para sellar informes y apaciguar la administración social, nos preguntamos cómo recibimos al enfermo -en un giro propiamente moderno- desde su propia y completa finitud y no como determinada parte de una totalidad predada. Nos esforzamos en forjar un saber del sufriente que no sea mera imposición catego-rial pero tampoco un rosario de desdichas, en formarnos un juicio clínico que no resulte cosificador pero tampoco ingenuamente desprejuiciado, en dar un nombre a nuestro pesar para entendernos, sin encasillarnos.

Retrocedemos para esta tarea ineludible hasta la concepción de la subjetividad que ofreciera Kant a la psiquiatría en ciernes (siglo XVIII), y revisamos la idea de la locura que desde la filosofía del espíritu subjetivo le prestara Hegel ya en su nacimiento (siglo XIX). En ambos casos creemos hallar el reconocimiento de una mundanidad en suspenso que no pretenderá ser enmendada por la razón, del mismo modo que tampoco permitirá entender como locura su carencia. Partiremos del análisis de la locura en la obra de Hegel para mostrar cómo no es grieta de la conciencia sino ahogo antropológico. A continuación, intentaremos acotar el campo en que el dolor se gesta, o mejor será decir la civilidad en que mora, pues solo la moral podrá tejer en Kant y Hegel un abrigo -y sus costuras- para la gélida mecánica del mundo. Una moral que habrá que delimitar con precisión, deslindándola en primer lugar de la psique decimonónica con la que vino a enredarse, y liberándola a continuación de toda pretensión ética, distinción fundamental ante la confusión bien arropada por el empirismo inglés -de poderoso influjo en la actual psiquiatría dominante- bajo el paraguas de los values. Para ello, retomaremos la obra crítica de Kant, en la que, cobijada la ética en la pura razón determinante, se abre paso la capacidad reflexiva de juzgar por un entramado de intenciones y propósitos ajenos a todo riel mecani-cista. Asumimos con Kant la necesidad de este juicio reflexionante para orientarnos en el mundo organizado, esto es, aquel animado por un sentido frente al arrollado por la mecánica. Que la psicopatología deba adscribirse a dicho ámbito y reclamar por tanto el correspondiente modo judicativo ha sido aclarado por Pablo Ramos y Carlos Rejón a la par que sancionaban la impotencia de aquellas psicopatologías ancladas en los supuestos determinantes propios de la naturaleza más pedregosa (4, 5). Para transitar el espacio abierto, orgánico e indeterminado de la vida no bastarán los algoritmos, sino que habrá que coger práctica, experiencia; adquirir unos hábitos, seguir (sin someterse) un patrón. Aquí no hay método, dirá Kant en la Crítica del Juicio, solo residencia: "Sólo hay, pues, para el arte bello una manera (modus), pero no un método (methodus). El maestro mismo debe hacer primero lo que el alumno ha de realizar después y del modo cómo lo ha de realizar, y las reglas universales bajo las cuales, al final, reduce su proceder, pueden más bien servir para traer al recuerdo los momentos principales del mismo que para prescribírselos".

No hay recetas.

 

El hombre en Hegel

Busquemos al hombre, vayamos a su encuentro. No hay alternativa si algo queremos entender de su aflicción. Parece asumirlo resignada Gladys Swain al no hallar en el sistema hegeliano un fundamento sólido para rebatir a Kant (esta es su tesis) y realzar la complicidad de Hegel con Pinel: "Si no hay, en Hegel, un pensamiento de la posibilidad de atribuir el desdoblamiento que aparece de repente en el alienado a una estructura conflictiva del sujeto en general, en cambio, hay una voluntad de dar un sentido general a la locura que merece ser destacada. Tal vez sea ya testimonio de un sentimiento de la necesidad de devolver la locura al corazón de lo posible humano para comprenderla, a falta de una perspectiva clara sobre su arraigo en la organización subjetiva" (6).

Ante la imposibilidad de extraer el qué de la locura de un teórico ordenamiento subjetivo, Swain decide seguir "la inspiración sin que sea preciso entrar en el sistema como sistema" (6). Señala en nota que no pretende "ofrecer un comentario técnico del texto de Hegel" (destacado en el original)1 y centra su lectura con buen tino en la sección antropológica de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio (7)2. La expansión de esta obra más allá de la fenomenología despeja en efecto un ámbito más apropiado para la comprensión de la locura que el de los vaivenes de la conciencia. Pues, ¿cómo podría reconocerse el desdoblamiento de la locura desde una fenomenología que entiende la conciencia como siempre desquiciada, en permanente trasiego por volver a sí, por reencontrarse? Si, como escribe Günter Figal, la "'vida' de la autoconciencia no es otra cosa que este movimiento o inquietud" (9), ¿en qué podría consistir la enfermedad que nos ocupa? No en una conciencia solo enmarañada, desgajada o hecha trizas como dictan las sucesivas formas de existencia desventurada (10) mas cabal que recorren la Fenomenología del Espíritu. Estas son etapas del sólito camino hacia la madurez de quien vuelve en sí agotada la extravagancia adolescente, encauza las pasiones y se adueña de sus actos. Son habituales fases de contradicción y desgarramiento, de extrañamiento, de negación de sí para luego reafirmarse. Nada es morboso todavía. Así lo advierte el agregado de Ludwig Boumann (8) a la Enciclopedia: "esta fatuidad y este desatino no son todavía la locura" (Enz., §408Z). Y lo confirma Hegel al denominar a la verdadera locura Verrücktheit, enfatizando con ello la idea de perturbación que recogen sus traductores al castellano y francés: Valls Plana al subrayar el sentido de desorden en verrücken, y Véra al entender verrückten como de travers (11). Abunda Brauer en ello al leer Verrücktheit como "algo deformado, torcido, algo que se aparta de la norma" y que "se presta bien a su [de Hegel] concepción de la 'locura' como desviación, como distorsión de un funcionamiento normal" (12). No usa Hegel el mismo vocablo cuando escribe de la enajenación como grado y "por así decirlo, privilegio" (Enz., §408Z), sino que se refiere entonces a ella como disparate (Narrheit) o desatino (Wahnsinn), como meros extravíos de la razón. La locura propiamente dicha, según giro del agregado, nada tendrá que ver con deslices tales. Ocupa un lugar propio, radical: "Por encima de todo cabe distinguir la negación propia de la locura de las negaciones del alma de otro tipo" (Enz., §408Z). Para Hegel, la errancia del pensamiento "solo en cuanto que bobada y disparate, esfera distinta de la que aquí consideramos, conserva todavía la razón" (Enz., §408Z). No en cuanto que locura. Nótese que la edición primera de 1780 del Diccionario de la Real Academia Española discernía en la locura la "enfermedad" (insania) del "desatino" (stultitia, fatuitas). A partir de 1817, año de aparición de la Enciclopedia, en la primera acepción solo cabe ya la insania. Del mismo modo reconoce Hegel la especial gravedad de esta dolencia que en 1821 condujo a su hermana Christiane al asilo de Zwiefalten y una década después, durante la cual fue atendida por Karl Schelling, a su muerte por suicidio (13). No duda Hegel en denominar al mal que la afligía Verrücktheit. Conoció entonces bien este dolor al verse, letra por letra, familiarizado con él. Y por eso mismo no pudo, tal vez, hacer lo que Montaigne con Tasso en Ferrara y visitar a HÖlderlin en su retiro junto al Neckar. Puede uno familiarizarse con el dolor, mas no es posible solo visitarlo. Únicamente el frecuentativo habitar, la residencia, permiten su verdadero trato.

Quedan atrás las veleidades fenomenológicas de la conciencia. La locura reencuentra su lugar donde Kant la situara. En la Antropología en sentido pragmático (14), publicada en 1798, había reservado ya el término Verrücktheit para las enfermedades del alma frente a sus debilidades, entre las que mentará también Wahnsinn y Narrheit. Pero si la verdadera insania no es debilidad ni desacierto, si para llegar a adueñarse uno de sí lo preceptivo es errar y extrañarse primero, ¿qué es lo propio de la Verrücktheit? ¿Dónde está el desdoblamiento de la locura? Cabrá solo decir que está en su ausencia, en la quietud, en la falta de extrañamiento, de contradicción; en el desdoblamiento. Así lo expuso Hegel en sus lecciones berlinesas sobre la filosofía del espíritu subjetivo (15). Si lo suyo es estar doblado, vuelto sobre sí en la autoconciencia, recogido en la reflexividad; si esta es la norma y trastorno su incumplimiento, será locura el desdoblarse, el radical entrañamiento, el pasmo de la conciencia.

Bien percibe Hegel que esta enfermedad no consiste en perderse uno fuera sino en permanecer cautivo, "inmerso en el sentimiento" (Enz., §406). Sin lugar para las dudas, sin espacio para verse uno en perspectiva: "no está a su alcance dar razón de sus razones -dice Colina del enfermo-. No puede volver el pensamiento sobre sí mismo. La cosificación de la palabra impide la reflexión" (16). Discurso pegado al cuerpo, a la entraña, cenestopático: "Indeed, it is the body", suspira Berthold-Bond, "es el cuerpo el que deviene verdadero sujeto de la locura" (17). Lo distintivo de la Verrücktheit será pues la permanencia en el cuerpo, entendido con Hegel como inmediatez del sentimiento, como momento de la particularidad frente a la totalidad fluyente de la idea (Enz., §408). Este anclaje en lo indistinto y concreto es lo que permitirá a Figal entender la certeza delirante como sacrificio del dinamismo vital. Cuerpo incapaz de elevarse a conciencia.

Defendemos por lo antedicho que la tan citada definición enciclopédica de la locura como "contradicción en la razón todavía presente" (Enz., §408A) no encaja -como ya reconociera Swain- en la organización subjetiva hegeliana. La locura no puede ser ni contradicción ni razón porque en ella el alma está todavía empeñada en lo terreno, abismada y sin perspectiva (Enz., §407). Solo podemos entender el empecinamiento por salvar la razón del alienado desde la citada necesidad de comprenderlo. Para mantener esa esperanza se consideró preciso restaurar en el orate la razón según la profana creencia de que "negar la existencia de razón en el loco es deshumanizarlo y así justificar todas las brutalidades [del manicomio] de Bedlam" (17). Quitarle la razón equivaldría a desahuciarlo, aunque no llegue a quedar nunca muy claro en qué consiste esa razón tan vindicada (no será la del Terror que espantó a Goethe). Es así como en su elogio de la propuesta pineliana no puede Hegel sino ensalzar, junto a la debatida razón, lo "benevolente" en ella.

No parece haber otro remedio. Frente al cuerpo enrocado se despliega la moral.

 

Habitar el cuerpo

Este es el verdadero dilema. No anda la disquisición entre soma y psique, entre cuerpo y mente, entre lo físico y lo metafísico, sino entre lo terreno y lo moral. Lo advierte Fernando Lolas ya en el pensamiento médico renacentista: "Obsérvese que el 'otro' aspecto que la imaginación social reconocía, aparte del cuerpo, no era el de lo que hoy llamaríamos lo psicológico, sino el que se deja representar en lo moral" (18).

¿A qué nos referimos y qué abarca "lo moral" en este campo? Dos fueron - aunque la frontera es difusa- las concepciones dominantes en los albores del siglo XIX, y de ambas queremos distinguir nuestra lectura en Kant y Hegel. Hallamos por un lado la filantropía en sus facetas religiosa, liberadora e higienista. La psiquiatría teológica de Heinroth, el cuaquerismo de los Tuke (19), el proyecto alienista de Chiarugi y la empresa de Pinel (20) van dando cuenta de una locura entendida como transgresión de fe y costumbres. Su máxima expresión se alcanzará avanzado el siglo con las proscripciones degeneracionistas en una población entregada a "condiciones de existencia a la vez inmorales e insalubres" (21) por las que ve proliferar -según sus valedores- la presencia de cretinos y dipsómanos. Distintos mecanismos de correctiva persuasión serán puestos en práctica, desde el sermón hasta el castigo, con la mejor intención y la más "inflexible dulzura" para el mantenimiento de la salud y el orden, que a menudo eran tomados por lo mismo (22).

Pero nos recuerda Rafael Huertas cómo, en efecto, "más allá del control social y de las estrategias pedagógico-disciplinarias que el tratamiento moral encarna, podemos identificar un proyecto terapéutico" (23). Este pretende aliviar al enfermo por medio de influir, en términos de la clásica definición de Moreau de la Sarthe, sobre su estado intelectual y afectivo en contraposición al material o físico. Sin embargo, cabe recordar con Huertas que en el pensamiento de la época "la psicología fue considerada una parte de la fisiología y, en definitiva, la doctrina de la alienación mental fue siempre tributaria de una concepción materialista y 'psico-fisiológica', en la que la mente es entendida como una manifestación del funcionamiento del cerebro" (24). A pesar de lo enconado (ya entonces) de la controversia entre Psychiker y Somatiker, partidarios respectivos de mente y cuerpo, sería un error considerarlos como dos ámbitos antitéticos; pues, como Swain sugiere, "se trata mucho más de subrayar la inserción del espíritu en el cuerpo que de distinguirlo de él" (21). En esta tradición enmarcamos el organismo psicofísico del último Kant o la "fisiología psíquica" de Hegel (Enz., §401A). En el prólogo a la Antropología, Kant había sancionado la distinción empírica entre lo que él entendía como sentidos fisiológico y pragmático, asimilando el primero a lo psicológico y reservando el segundo a la cultura, la ciudadanía y las costumbres de los pueblos. Lo psicológico quedaba así claramente encajado en la naturaleza, mientras la antropología pragmática atendía -escribe Foucault en su imprescindible Introducción (25)- al hombre como ciudadano y residente en el mundo. Esta demarcación entre ámbitos de empiricidad resultaría fundamental para no incurrir en "fantasmagorías" como las que denuncia Hegel en la especulación romántica de Lavater y Gall: "querer elevar la fisiognómica y sobre todo la craneoscopia a ciencias fue una de las ocurrencias más vacías" (Enz., §411A). La locura queda así ubicada, tanto en Hegel como en Kant, tan fuera de la conciencia y de la razón como de los surcos del cerebro; libre de las superfluas adscripciones (tan en boga) a lo psico, lo bio, o a "esa pamema biopsico-social con la que se pretende engalanar artificialmente un pensamiento restrictivo y simple que no da de sí mucho más" -Colina (16) dixit-.

No escudriñará pues Hegel "lo moral" entre las espurias distinciones de soma y psique; no troceará el alma, no la comprenderá por corte, sino por confección, abrigando su desnudez sin disecarla.

Recapitulemos: si, por un lado, "lo moral" no alude a virtuosos preceptos sociales, religiosos o políticos, esto es, no es una ética; y, por el otro, tampoco quintaesencia de lo físico un espíritu maleable que cumpla nuestro anhelo de curabilidad, ¿cómo hay que entender la moralidad y su papel en la locura? En el agregado de Boumann se señala con precisión dónde debe buscarse la respuesta: habrá que indagar en "los últimos cuatro párrafos de la primera parte de la ciencia del espíritu subjetivo" (Enz., §408Z), esto es, los dedicados a la habituación o hábito (Enz., §§409ss). Y lo que deberá ser habitado, o a lo que habrá que habituarse, será esa inmediatez de la que -irremediablemente, aunque siempre ansiando trascender- partimos: el cuerpo "que-está-siendo" (Enz., §410A). Habitar el cuerpo, acostumbrarnos a lo peculiar, hacer de la naturalidad historia: esta será la tarea. Hacer nuestro, familiar, aquello que no se da más que a retazos, a destellos, vivencias incontables, o no sin traición.

Ahí está el único asidero de la desmembrada inmediatez, el único camino para el alma en su articulación del Homo natura en Homo erectus. En la habitación o residencia.

 

El kantiano disgusto

A la insuficiencia de la razón para habitar el mundo, y por ende a su falta para justificar la perplejidad en él, había llegado Kant en su aventura crítica. En la primera parte de la Crítica del juicio (26)3, dedicada al juicio estético, Kant abre senderos para ese ámbito organizado (con sentido) del que considera, como nosotros del psicopatológico (4, 5), que es "completamente seguro que no podemos ni siquiera tomar conocimiento suficiente [...] según principios meramente mecánicos de la naturaleza" (KU, §75). Esto es: allí donde la medicina no es ciencia, sino, como también reza su definición, arte, Kant nos ofrece ese otro modo de forjar un saber libre de ley mas no arbitrario, particular pero comunicable: la estética. Si hiere el concepto, si suena alejado de la penosa enfermedad, no la tomemos como estudio de lo placentero sino de lo desplaciente (los mienta de consuno el mismo Kant); no como gusto por lo agradable sino como disgusto por el dolor, todo al fin cosa del sentimiento. No por ventura se denomina al encuentro clínico entrevista, la sensibilidad en primer término.

A este juicio clínico-estético de la medicina como arte, frente al clínico-técnico de su momento (necesario -KU, §78- aunque no único) como ciencia, dedicamos aquí nuestra atención.

Solo este modo de comprender se ajustará a una vida que tenga, como la humana, sentido, finalidad y deseo. Este será su fundamento, y la manera de acompasarse con él "no parece estar en prescripciones, sino en el cultivo de las facultades del ánimo" (KU, §60), escribe Kant; y retoma: "la verdadera propedéutica para fundar el gusto es el desarrollo de ideas morales y el cultivo del sentimiento moral" (KU, §60). Las consideraciones que fundamentarán juicio del gusto y diagnóstico del disgusto partirán pues, sin otra opción, de la moral: "necesitamos imprescindiblemente poner debajo de la naturaleza el concepto de una intención si queremos investigarla" (KU, §75), escribe Kant, pues con él hay que asumir que "en virtud de una habitual ofuscación, los humanos no ven lo que está ahí, sino lo que su inclinación les quiere hacer ver" (27). Lo habitual es guiarse por anticipaciones, y si por algo puede uno apostar -Hume mediante- es por que suceda lo acostumbrado. No actuamos y sentimos, ni sabemos de la vida, por leyes que la determinen, sino por la experiencia que en ella adquirimos. Rige la cultura sobre la escolaridad, y por ello resulta perentorio atender los "saberes y capacidades de fondo" apuntados por Rejón (28) como sostén del juicio clínico. Sin ellos giraría, con precisión frívola y trivial, en el vacío. Kant ofrece un ejemplo que ayudará a la comprensión del asunto: "a bellos objetos de la naturaleza o del arte damos a menudo nombres que parecen poner a la base un juicio moral. Decimos de edificios y árboles que son mayestáticos, soberbios, o de praderas que son risueñas y alegres" (KU, §59).

Del mismo modo, conceptos morales preñan nuestro juicio clínico: podemos considerar cierta actitud de recelo prudente o estrafalaria; un ánimo exaltado tomarlo como saludable por su vitalidad o de enfermiza indiscreción; una tristeza nos puede mover a la piedad o al bochorno; y así, partiendo de una misma apreciación clínica -el mismo recelo, el mismo ánimo y la misma tristeza- hacemos una valoración y en cada caso decidimos entre la previsión y la paranoia, la dicha y la manía, o la melancolía y la quejumbre. Bien podían haberle parecido a otro caminante los árboles grotescos y las praderas desoladas. Esos árboles y esas praderas, de la misma especie y paisaje, de la misma ley. Pone Kant otro ejemplo que nos acercará un paso más a la cuestión: "el tan ingenioso como profundo Saussure en la descripción de su viaje por los Alpes, dice de Bonhomme, una de las montañas saboyanas: Allí mismo domina una cierta insípida tristeza'. Conocía, pues, una tristeza interesante" (KU, Nota general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes).

La moral coloniza los afectos. En su labor de mediación entre el mundo y el que lo trota, el juicio estético se ve siempre "referido a algo, en el sujeto mismo y fuera de él, que no es naturaleza ni tampoco libertad, [sino] un modo común y desconocido" (KU, §59). Este "algo", que no es carne ni antojo, es lo que posibilita el tránsito de la mecánica exploración a la entrevista motivada, a un diálogo orientado a conjurar la dispersión en lugar de ceñirse a enumerarla; el que permite una reflexión sobre "lo mucho exterior del sentir reducido a su unidad" (Enz., §410). Encomendará más tarde Hegel esta tarea de fundamentación a un hábito que, a fuerza de repetirse, termina por ofrecer una expectativa a la que el espíritu se entrega y predispone. Y si Kant vio, nos cuenta Félix Duque, "que tal fundamentación depende de la repetibilidad de contenidos empíricos similares" (29), no de otro modo caracteriza Hegel la posibilidad de habitar el mundo, de saber de sus dolencias y de tratar sus desmayos con nuestras atenciones sino por "una repetición de las mismas y la generación del hábito como una ejercitación" (Enz., §410). El saber de lo vivo, de lo orgánico, se sostiene en una anticipación de lo que está por suceder, en irlo dando por hecho ya que, aunque no haya ocurrido todavía, suele hacerlo. Costumbre que se hace casi ley, "segunda naturaleza" (Enz., §410A), segunda piel, hábito. Mas, ¿qué es eso que podemos dar por casi natural, casi por hecho? Que hay mundo y una conciencia razonable en él, eso es lo que se puede anticipar porque es lo consuetudinario, porque no hay desde Kant otro modo de experiencia y porque es lo que primero advierte Hegel en su comentario al §408 de la Enciclopedia: "En la consideración de la locura se ha de anticipar igualmente la conciencia educada y razonable que es a la vez sujeto y mismidad natural del sentimiento de sí" (Enz., §408A).

Helo aquí, ese "algo" cortés, casamentero, preparando una cita al hombre... consigo mismo. Lo que cabe reclamar en la locura (y fuera) no es una razón presente sino la provisión moral de un carácter "razonable" en el ciudadano, aquí enfermo. Del tratamiento moral dice Hegel que presupone un enfermo razonable (Enz., §408A), "dotado de razón en cierto modo", según la versión de Gibelin (30). Mas no solo al loco hay que suponerle la razón, sino que en todo juicio reflexionante hay que asumir que los saberes que lo orientan no derivan su legitimidad de un principio subjetivo sino de un ámbito que solo cabe ya ubicar en lo común, en lo consabido, en la moralidad que sucede al sentimiento de sí en la antropología hegeliana y en la crítica de Kant sostenía la finalidad del Juicio. Recordemos que la moral aquí convocada no es en ningún caso la de unos valores ofrecidos por la razón (pura) práctica en forma de un imperativo ético, no se trata de la preferencia particular a la que uno se obliga por considerarla racionalmente la mejor (KU, §§1, 65), sino de aquellos otros valores procedentes de ese tan kantiano ámbito de lo común (KU, §59). En él distingue el filósofo entre la positiva y oscura determinación del sensus communis4y la idea por él favorecida con el término Gemeinsinn como apuesta por la comunicabilidad entre subjetividades privadas (KU, §20). No hay ley para una comunicación de la que solo cabe presuponer y reclamar su validez. Lejos de entender el acuerdo como necesidad que emana de la tradición es concebido como puesta en común, en comunidad, esto es, en cuanto "unidad abstracta como puesta" (Enz., §410). Incluso la repetibilidad en que la comunicación se basa y en la que el hábito se funda debe ser supuesta, ya que puede que sea "mostrada en la empiría, pero no demostrada" en la deducción trascendental (29). Es así como se sostiene el Gemeinsinn kantiano en última instancia, en lo que Eugenio Trías define como un "decisionismo absoluto" (32). Del mismo modo, Hegel, en el marco de la polémica dieciochesca sobre la bipedestación humana, defiende que "el ser humano se mantiene en pie solamente porque quiere y en tanto quiere" (Enz., §410A). Es solo por el ejercicio de su decisión que el alma llega a incorporarse, a erguirse en pos de un interlocutor. No deriva esta vocación comunitaria de la facultad intelectiva ni tiene que ver con un entendimiento sano (KU, §40), sino con el querido y esforzado "cultivo de las facultades del ánimo por medio de aquellos conocimientos previos que se llaman humaniora" (KU, §60). Lo fundamental es "no el objeto, sino la disposición del espíritu" (KU, §25); no la posición, sino su toma, la predisposición. Se muestra Kant especialmente enfático acerca del carácter voluntario de este principio compartido: "Así, sólo suponiendo que haya un sentido común [...], sólo suponiendo, digo, un sentido común semejante, puede el juicio de gusto ser enunciado" (KU, §20).

Solo anticipando, leemos nosotros, la posibilidad de comprenderse; solo si así nos predisponemos podrá el juicio clínico, el diagnóstico del disgusto, ser emitido. Y lo que hay que suponer, decíamos, porque ya siempre lo estamos viendo, porque es costumbre y a ello estamos habituados, es que hay mundo perdurable y que podemos, inopinadamente, saber de él. Si hallamos, escribe Kant (KU, §64), dibujado un hexágono en la arena, no podremos sino atribuirle una intención, una finalidad, acogernos a la asunción de que pueden "volverse cuerpo, habitus, tres mil años de civilización volcados en lenguaje, donde se destila una segunda naturaleza por la que hemos de ver, que nos hace pensar y permite que seamos con los otros" (4). No podemos, so pena de insoportable angustia, no apostar por que hay simiente y que esta pueda germinar como humaniora. Que hay fines, sentidos posibles, custodiados y ofrecidos en los principios de sociabilidad, convivencia, residencia y familiaridad.

 

Salto sin clausura

Y volvemos así al comienzo. Nos hemos referido en la introducción al período formativo de los profesionales clínicos, a la necesidad de habitar los usos y costumbres de la especialidad, los valores de la profesión, de familiarizarnos con ellos. La importancia de este aprendizaje se ha visto respaldada al constatar en la concepción hegeliana de la locura la insuficiencia del escrutinio fenomenológico para dar cuenta de ella, del mismo modo que postergó Kant su estudio a una finitud antropológica ajena a la organización general de su propio pensamiento (33). Para dar cuenta de la particular naturaleza que responde al nombre de lo vivo o -lo que es lo mismo- de lo sufriente, de lo orgánico, propuso Kant la mediación de un juicio sostenido en la apuesta por comprender, en la exigencia (que no necesario cumplimiento) de sentido; un principio vivificador del cuerpo fisiológico como el que en Hegel permitiera luego transitar del alma hacia el espíritu. Si el postrer Kant logró poner un broche fáctico al sistema o si fue Hegel quien de veras dio "punto por punto la sutura que habría de devolver a la Razón un cuerpo íntegro" (34); y si por cuerpo hay que entender el de la sociedad de mesa (Ant., §88) o el del aparato estatal, no es asunto que vayamos a dirimir aquí. Lo que nos interesa es que ambos reconocieron la necesidad de una suposición como cimiento del saber práctico, del saber clínico que es el nuestro, y hallaron su fundamento en la rutina.

Impugnamos así la "línea clara de fractura" que entre ambos pensadores trazó Swain (6). El desfiladero antropológico por el que Kant y Hegel dan curso a la enfermedad, ese espacio yugulado entre el exilio y el retorno, queda lejos de los dominios de la sinrazón en que ha solido campear la historia de la locura y del tratamiento moral. No se trata de cuantificar en más o en menos el tan traído y llevado "resto de razón" del agregado de Boumann, ni de proceder a la detallada exégesis de lo que signifique que el enajenado esté "dotado de razón en cierto modo". La locura, tal como la conciben Kant y Hegel, nada tiene que ver con la razón. No es en el entendimiento sino en el cuerpo donde se alza y quiebra el sujeto, en el gesto de incorporarse previo a la toma de la palabra. No convencía a Hegel -por descontado- la psicología empírica, pero no menos insuficiente e inadecuada consideraba la psicología racional para la comprensión de lo vivo en el espíritu.

No hay sistema cerrado al que apelar, no hay "costurón" (35); no hay lección final ni saber último que permitan desgranar de sí los otros. Solo puede aventurarse cierta comprensión de la locura mediante un juicio que sepa amoldarse al cuerpo que la atrapa, que acompañe su mudar sin la precipitación de una certeza delirante que a base de razón niegue lo razonable, que por afán de cierre impida respirar para tomar aliento y darse ánimo; que no deje a uno (re)animarse. No es la clausura el fin de este juicio de lo corporal y lo concreto. Su tarea es ofrecer a la dispersión de los relatos un fuego común alrededor del que puedan ser, a su ritmo cada cual, contados. Son múltiples las visiones del mundo, finitos sus ámbitos de sentido e inconmensurables. "El sistema persiste sólo en ruinas", advierte Rejón en su acercamiento a la semiología hegeliana (35). Y aún eso porque apostamos a que sistema haya y subsista. Ya en el siglo XX, desde una fenomenología de corte husserliano no del todo ajena a los últimos desarrollos de Kant (36), nos advierte Schutz -Luckmann mediante- que no solo "los mundos de los visionarios y de los locos" (37) muestran esta particularidad, sino que todos en el mundo de la vida pueden ser considerados así, peculiares. Lo hemos visto en Kant, en la insuficiencia de la pura razón para cuerdos y lunáticos; y en Hegel, que llega a preguntarse en el agregado cómo pueda ser no ya que el alma enloquezca sino que llegue a ser juiciosa (Enz., §408Z). Tendrá que ser de narraciones fragmentarias de donde extraigamos -¡paradoja!, delatada en la misma obra de Hegel (38)- un saber para orientarnos en este mundo de posibles, de cosmovisiones varias. Pero ojo: "La transición de un ámbito de sentido a otro sólo puede realizarse mediante un 'salto' (en la acepción kierkegaardiana)". Sancionan así Schutz y Luckmann (37) el abismo entre promesas, autorizan lo indecible, invitan al atrevimiento. No hay razón que pueda encadenar lo vivo. Apuntan a un glosario desprestigiado, inconfesable y ciertamente herético que apostará contra la razón y arrasará las mediaciones. Se podrá endosar al hegeliano danés la heterodoxia pero, tal como hemos intentado mostrar, el camino de la vida estaba de antes despejado y socavada la razón. Lo que en Kant y Hegel escarbaba la repetición lo arranca Kierkegaard en el instante. La decisión. Certificado de antigüedad para este arranque lo hallamos en el antecedente kantiano de una fuerza vivificante, imaginativa y creadora (en el genio hasta fugaz) que sirve al impulso para sobrepasar la particularidad y hacerla comunicable (KU, §§49, 65, 81; Ant., §57). No bastará apañar el viejo motor eficiente que apenas arrastra por el espacio de la verbigeración y la ecolalia, que traquetea en la inmediatez de las pasiones. Será precisa una fuerza formadora (Grundkraft, Lebenskraft, Urteilskraft) a la que, sin embargo, únicamente podremos tener acceso, advierte Duque, "a través de la experiencia y sólo en nosotros mismos'" (39). Especie de mayéutica socrática por la que, cada vez y en cada caso, actualizar el saber y hacerlo nuestro. Alentados por el ejemplo clínico ensayamos la apropiación situada de la idea. Una vez y otra, en el tenaz y esforzado ejercicio de nuestra profesión.

Porque hay hexágonos en la arena.

 


1 Como en todas las citas del presente trabajo en que lo haya.

2 En su edición de 1830. Se citará en adelante como [Enz.] por Enzyklopäedie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse, seguida del número de párrafo (§) principal y de la letra A si el texto citado se corresponde con la nota de Hegel (Anmerkung) a dicho parágrafo. En el caso del agregado (Zusatz) al §408 a cargo de Ludwig Boumann se citará como [Enz., §408Z], pero la referencia habrá de buscarse en la edición de Fenopatologica (8), ya que la traducción de Valls Plana no incluye los agregados (Zusätze).

3 KU en adelante, como es costumbre, por Kritik der Urteilskraft.

4 Excedería el alcance y objetivo de este trabajo que ya avanza a su fin entrar aquí en la discusión de hasta qué punto pueda asimilarse este sensus communis con el de la tradición clásica y el humanismo. Podemos remitir al lector interesado a las páginas de Verdad y método (vol. I) de H.-G. Gadamer dedicadas a la "Significación de la tradición humanística para las ciencias del espíritu" (3). Sobre el lugar de la phrónesis (que también planea sobre el texto desde la mención inicial a Aristóteles) puede consultarse del mismo autor el ensayo "Acerca del problema de la inteligencia" recogido en el volumen El estado oculto de la salud. Finalmente, y en relación específica con Kant, véase el trabajo de Salvi Turró Bondad y sabiduría en Kant (31).

 

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Dirección para correspondencia:
Sergi Solé Plans
ssole@asmhg.com

Recibido: 25/09/2016
Aceptado: 17/10/2016

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