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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.37 no.131 Madrid Jan./Jun. 2017

 

ARTÍCULOS

 

De la ruptura o el vínculo entre razón y locura en Descartes, Foucault y Derrida

On rupture or the bond between reason and madness in Descartes, Foucault and Derrida

 

 

Andrea C. Mosquera Varas.

Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento, Facultad de Filosofía, Universidad Complutense, Madrid, España.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

Este trabajo propone pensar la relación entre locura y razón, pero a su vez problematizar su supuestamente clara diferencia a partir de tres lecturas interconectadas. Como texto que nos servirá de punto de partida, discutiremos las Meditaciones Metafísicas de René Descartes. A continuación, revisaremos la crítica al mismo que se encuentra en el capítulo "El gran encierro" de la Historia de la locura en la época clásica de Michel Foucault, donde se presenta la consideración de que en la Modernidad, de la mano de Descartes, se habría llevado a cabo un "violento encierro filosófico de la locura" En tercer lugar, se recogerá la discusión de esta tesis por parte de Jacques Derrida en el segundo capítulo de La escritura y la diferencia, "Cogito e historia de la locura" cuya propuesta se opone a la teoría de que tal encierro haya tenido lugar y, en todo caso, de que se trate de un hecho histórico. Se atenderá también brevemente a la respuesta de Michel Foucault a su contemporáneo en el apéndice de la segunda edición de su Historia de la locura, "Mi cuerpo, ese papel, ese fuego". En suma, se presenciará el debate entre estos dos pensadores en torno al párrafo en el que Descartes, al menos, menciona la posibilidad de la locura.

Palabras clave: Locura, razón, historia, cogito, différance, Descartes, Foucault, Derrida.


ABSTRACT

This article proposes thinking the relation between madness and reason, but at the same time problematizing its allegedly evident difference taking into account three interconnected works. As the starting point we will discuss Descartes' Metaphysical Meditations. Afterwards, we will review the critique made to it in the chapter "the Great Confinement" of Michel Foucault's Madness and Civilization: A History of Insanity in the Age of Reason, where it is argued that it was during the Modern Age, with Descartes, when a "violent philosophical confinement of madness" was carried out. Thirdly, we will assess Jacques Derrida's discussion of this thesis in the second chapter of Writing and Difference, "Cogito and the History of Madness", whose proposal refuses the theory according to which such confinement would have occurred, and if anything, that it is not a historical fact. We will also take notice of Foucault's counterargument to Derrida in the appendix to the second edition of his History of Madness, "My body, this paper, this fire" To sum up, we will meet the debate between these two authors around Descartes' paragraph in which he, at least, mentions the possibility of madness.

Key words: Madness, reason, history, cogito, différance, Descartes, Foucault, Derrida.


 

"Nadie es tan grande para que no se encuentre sometido a las leyes que gobiernan con igual severidad la actividad normal y la patológica".
Sigmund Freud (1)

 

Introducción

Con la sentencia que encabeza este artículo pretendemos continuar la senda abierta por Freud (pero, esta vez, sin Freud) a la hora de abordar una ontología de la continuidad o discontinuidad de las leyes que rigen lo que -eminentemente, a la vez que problemáticamente, en la obra de Georges Canguilhem- se ha denominado, por un lado, lo normal y, por otro, lo patológico, separados por la línea divisoria que constituye, según Michel Foucault, el efecto, en forma de brecha, del duro golpe que René Descartes y su momento histórico habrían asestado a la locura, recluyéndola en las instituciones hospitalarias pero también en el otro lado de la frontera que la separaría de lo racional. En cambio, con Jacques Derrida, como veremos, la razón, en tanto que tal, es considerada como lidiando siempre con sus márgenes, traspasando los límites que la alojan e insistiendo en la permeabilidad de esa línea. Proponemos, por tanto, una problematización de en qué consista esa barrera y su pertinencia para la ciencia en un tiempo en el que la ideología de los muros, o de las vallas, es un síntoma innegable de violencia, no sólo hacia lo que queda fuera, sino también a lo que queda recluido en su interior, pues corre así el peligro de que precisamente el discurso sobre la pureza o la defensa inmunológica lo mate por la falta de contacto con aquello que es justamente lo que permite que siga existiendo. La locura es tomada aquí como un sinónimo de lo que va y ve siempre más allá de lo decretado como dado, como posible, pero que, del otro lado, no debemos hipostasiar en una idealización que hipertrofie sus virtudes. La episteme, desde Sócrates, nunca se ha asentado en las instituciones de la polis, pero tampoco se ha trasladado definitivamente fuera de ellas, sino que ha paseado siempre en el margen que permite su comunicación y su vínculo, de modo que ni el ser se estanque en su estado ni el deber ser se aleje infinitamente de la posibilidad de su realización.

Retomaremos estas reflexiones en torno a la locura por su carácter intempestivo, que es justamente el rasgo que hace que siempre volvamos una y otra vez a ellas, puesto que actúan "contra y por encima de nuestro tiempo [de su tiempo, de todo tiempo] en favor, eso espero, de un tiempo futuro" (2), siempre asintóticamente futuro, debido a lo extemporáneo de su pronunciamiento. Por lo tanto, y siguiendo a Nietzsche, no tomaremos aquí una mirada meramente historiográfica anclada en el pasado en tanto que pasado, sino que, como Foucault, haremos una ontologia de la actualidad concebida como pensamiento que se enfrenta a la experiencia de lo que somos como problema, tal y como se proclama desde un programa como el de la Aufklärung en sentido kantiano (3). El método genealógico de Foucault, asimismo, se opone a toda historia lineal y teleológica que relata un conjunto de evidencias de acuerdo con tesis aceptadas tradicionalmente (4). En cambio, sobre todo a partir de Derrida, pero sin dejar de lado las aportaciones brindadas por Foucault, en este artículo adoptaremos una mirada sincrónica que se haga cargo del problema mismo de la ruptura y de la relación entre razón y locura desde el momento, tomado como inaugural, de las Meditaciones metafísicas cartesianas. Pero no como fundamento originario o Ursprung, como lo denominaba Nietzsche (4), como un acontecimiento primigenio o consecuencia de una organización previa, sino como una precisa correlación de fuerzas, efecto de la presión de su coyuntura concreta, esto es, desde la tensión inherente al problema en su contra-temporalidad, que por ello nos concierne cada vez, en cada momento, con la misma gravedad.

 

El inicio de la polémica

En la Historia de la locura en la época clásica Michel Foucault abre las Meditaciones Metafísicas de Descartes y encuentra en ellas lo que considera un violento encierro filosófico -que constituirá también, como veremos, un encierro institucional-de la locura. Derrida entrará en escena para problematizar la legitimidad no sólo de esta interpretación, sino de la resolución de anclar dicha fractura en un determinado punto de la historia, pues, para Foucault, este signo cartesiano forma parte de, e incluso incoa, el acontecimiento histórico en el que la razón clásica1 asestaría un golpe de fuerza a la locura, decisión por la cual el logos en general se partiría en dos ligando y separando razón y locura.

Para poder entrar y profundizar en esta disputa teórica que tanto calado tiene en la práctica acerca de la ruptura o de la continuidad entre el pensamiento o la razón y la locura, suscitado por no más de dos páginas escritas en el siglo XVII por Descartes y de las que aún hoy se hacen eco las discusiones y debates, no sólo en la academia, sino en el seno de la clínica; con el fin, por tanto, de adentrarnos en esta polémica, es menester comenzar por leer esas líneas de la primera de las Meditaciones:

Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez.

Pero2, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel entre mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos3, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos4, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo.

Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo (6).

Ese "con todo", en el sentido de un pero o un sin embargo que he subrayado en el texto es la marca del motivo de discusión -o de diálogo, como lo llamaría el segundo de ellos- entre Foucault y Derrida que a continuación se va a analizar: ¿hay una ruptura radical entre locura y sueño, entre locura y razón, entre locura y pensamiento? O bien, ¿se trata únicamente, en principio, de una diferencia de grado, de acuerdo con la cual la distinción entre razón y locura quedaría desdibujada y su límite borrado? ¿A qué consecuencias prácticas conllevaría tal indistinción? ¿Puede un loco en medio de la locura razonar? O de lo contrario, ¿se ha de "encerrar" y sujet-ar a la locura...?

 

El gran encierro histórico-filosófico de la locura

El extrañamiento de la locura en las Meditaciones foucaultianas

A partir del texto citado de Descartes, en el capítulo "El gran encierro" (7) de su Historia de la locura en la época clásica, Foucault argumentará que el pensador clásico "no evita el peligro de la locura como evade la eventualidad del sueño y del error [sensible]" (7). En su apéndice "Mi cuerpo, ese papel, ese fuego" (8) -que, como se puede observar, se hace eco del ejemplo cartesiano que introduce la mención a la locura-, Foucault, en respuesta a Derrida -cuyas tesis se expondrán más adelante-, explica esta diferencia en el modo como Descartes salva el bache de la locura y el del sueño, atendiendo muy de cerca a los dos párrafos separados por el conector -o disyuntor- "con todo", del siguiente modo.

En el párrafo acerca del sueño, Foucault lee un determinado tipo de vocabulario: en primer lugar, el propio del campo semántico de la costumbre y del hábito: "debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir" (6). Nosotros, los seres humanos, en tanto que tales, solemos dormir; es lo habitual. Es algo natural, cotidiano, ante lo que cualquiera asentiría. Se trata de un ejemplo próximo a todos y cada uno de nosotros. Por otro lado, este párrafo ronda alrededor del vocabulario del recuerdo y la memoria: "pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía" (6). Se trata de lo que recuerdo haber sido yo mismo. Además, la clave está en una indistinción entre la vigilia y el sueño, ya que se carece de un criterio para distinguir si estamos despiertos o dormidos, en lugar de recalcarse -como veremos en el caso de la locura- una diferencia. Y toda esta terminología de lo acostumbrado por todo aquél que sea humano, de la memoria y de lo próximo a uno mismo, no sirve sino para concluir que el soñador -el sujeto durmiente que soy yo mismo, aunque en otro estado- a pesar de no estar despierto, puede continuar meditando y, por tanto, nada le impide seguir pensando, razonando. Hay una continuidad entre sueño y razón.

En cambio, en las líneas que plantean el riesgo de la locura, nos hallamos ante el vocabulario propio de la comparación entre dos términos distintos y alejados entre sí; yo, que no estoy loco, me comparo con el otro, el loco, en tanto que término exterior y extraño a mí. Se marca una diferencia entre yo mismo y el loco, lejano a mí. Asimismo, si se lee la frase clave, según Foucault, de este fragmento -"Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo" (6)-, se señalan dos marcas textuales: la tercera persona del plural de "son locos" y los dos condicionales que me separan de ellos: "sería" y "rigiera". Estas formas verbales no resultan casuales para Foucault y se traducen en una ruptura radical entre el que duda, esto es, el sujeto meditante, y el loco: "no es por el contenido de sus extravagancias por lo que la locura queda fuera: lo es para el sujeto que quisiera, a la vez, 'hacer el loco' y meditar" (8). Se da una profunda discontinuidad entre locura y razón. La locura es, de este modo, exiliada, expulsada, desterrada del ámbito de la razón, y encerrada. Tal y como ya lo había afirmado en el primer tomo de su Historia de la locura: "la locura justamente es condición de imposibilidad del pensamiento" (7). En definitiva, Descartes, por lo tanto, no parece interesarse por indagar la locura misma, y por ello lleva a cabo una expulsión sumaria de la posibilidad de la locura fuera del pensamiento mismo y excluye la locura del sujeto que piensa. Es más, esta expulsión constituirá no sólo una hipótesis pensada, sino que se corresponderá con un acontecimiento histórico, de una significación completa y cerrada, mediante el cual la razón moderna habría asestado un golpe de fuerza a la locura a través de su encierro en el Hôpital Général de París.

Breve atención a una controversia: represión y (lo)cura

Autores como Peter Flaherty (9) han apuntado acertadamente que el debate en torno a la separación entre locura y razón no constituye únicamente una cuestión teórica, esto es, ontológica o incluso epistemológica, concerniente a la noción cartesiana de subjetividad, sino que el núcleo de la discusión es, precisamente, la relación entre las Meditaciones y su contexto histórico. Es por ello por lo que nos vamos a ocupar a partir de aquí del subsiguiente desarrollo del capítulo de "El gran encierro" (7), en el que Foucault presenta el cuadro histórico-institucional en el que las Meditaciones cartesianas se inscribirían.

Pero antes de adentrarnos en la interpretación foucaultiana que toma la institución del Hôpital Général de París, a mitad del siglo XVII, como evento clave en la reclusión de la locura -cuya culminación, según él, tendrá lugar con la creación del asilo y el nacimiento de la psiquiatría hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX-, trataremos de establecer un contrapunto con respecto a la premisa según la cual, para Foucault, la sociedad del internamiento supone una exclusión de la locura. En contra de esta forma de afrontar la cuestión, Gladys Swain y Marcel Gauchet mantendrán, en La pratique de l'esprit humaine, que el aislamiento de la locura no supone sino un ejercicio democrático y una voluntad igualitarista mediante los cuales se trataría de un modo nuevo la diferencia con el fin de integrarla en la sociedad, siendo el objetivo último su inclusión en la misma. Sería, por tanto, un mecanismo de socialización del loco en un medio favorable para restituirle la razón que duerme en él (10). Por otro lado, ha de tenerse en cuenta que, precisamente frente a, o más allá de Foucault, estos autores, sobre todo en la obra mencionada, y Swain en Le sujet de la folie (11), tratan de dejar atrás la obra de aquél, dado que atienden concretamente a una figura que se halla fuera de la misma y que se hallaría precisamente donde ella acaba: el fundador de la psiquiatría francesa Philippe Pinel y su discípulo Jean-Étienne Dominique Esquirol, iniciadores de lo que podría denominarse el "primer alienismo", basado en la sustitución terminológica de las palabras fou o insensé por aliéné -el extranjero de sí-. Pues bien, en "Á la recherche d'une autre histoire de la folie", prólogo a la obra de Swain Dialogue avec l'insensé, Gauchet insistirá en el interés de dicho alienismo de ahondar en el campo subjetivo, en el sentido de una comprensión de la locura no-toda, no completa, que alberga en sí algo de razón. El asilo será entendido por Swain como una institución terapéutica, no necesariamente represora, ya que el tratamiento moral incoado por Pinel representaba, al menos teórica y originariamente, una posibilidad de cura para los pacientes con enfermedades mentales, y no un dispositivo de control y defensa social propio del poder disciplinario. Para Swain "no hay ningún proyecto de confinamiento y de represión de la locura, sino, todo lo contrario, el anhelo afirmativo de aportarle algún remedio" (12). La posibilidad de dicha cura sólo podía afirmarse si se sostenía, como decíamos, la existencia de cierto resto de racionalidad en la mente del loco. Para Gladys Swain, "el tratamiento moral, al menos tal y como lo comprenden Pinel y Esquirol, es simplemente un tratamiento que, declarando secundarios o ineficaces los métodos físicos de actuar sobre el alienado, da más importancia, en cambio, al hecho de apelar a las facultades intelectuales y a los sentimientos o a las pasiones" (12), esto es, a lo psíquico o a lo moral, que para esta autora son sinónimos.

Sin embargo, es precisamente ese supuesto giro humanista realizado por Pinel de quitarles las cadenas físicas a los locos y de llevar a cabo un tratamiento moral de sus almas el paso falsamente filantrópico que Vigilar y castigar supo desenmascarar: el castigo caerá sobre el alma en lugar de sobre el cuerpo. O, más bien, se tratará de que, por medio de esta moralización, y haciendo aquí una extrapolación del ámbito jurídico -tratado en Vigilar y castigar- al psiquiátrico -emprendido en Historia de la locura-, desentrañemos con Foucault no sólo cómo se juzgará, sino, incluso, cómo se llevará a cabo una (re)producción de la propia alma del loco. Considero que vale la pena citar aquí un fragmento algo extenso de dicha obra: "[El alma] está producida permanentemente en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga, de una manera más general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia. Realidad histórica de esa alma, [...] que nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder [...]. Sobre esta realidad-referencia [...] se ha dado validez a las reivindicaciones morales del humanismo" (13).

A la captura del holgazán

Atendiendo ahora al razonamiento de Foucault en la Historia de la locura, el acontecimiento clave lo constituye la fundación del Hôpital Général en París en 16565. La tesis de Foucault será que dicho "hospital" no es estrictamente un establecimiento médico: "En su funcionamiento, o en su objeto, el Hôpital Général no tiene relación con ninguna idea médica" (7). Por tanto, el encierro no debe analizarse sin atender a los significados políticos, morales, sociales, religiosos y económicos que lleva aparejados, y habrá de considerarse sobre todo el estrecho vínculo que en aquella época mantenía ligados al poder (burgués) y a la Iglesia, relación de acuerdo con la cual represión y caridad iban de la mano. Tal como expone Foucault, la conjunción de estos intereses no podía dar como resultado sino el internamiento de la pobreza. El deber religioso-moral y la ley civil se confundirían en aras a dicho fin. Dios y la Ley encerrarán la miseria. Pero ¿qué hay de la locura? La locura se encerrará en el hospital al lado de todos los pobres, o lo que es lo mismo, junto con la pobreza y la holgazanería. No se recibirá al loco como en el Renacimiento, como algo sagrado y procedente de otro mundo, sino que "ahora se le va a excluir porque viene de aquí mismo y ocupa un lugar entre los pobres, los míseros, los vagabundos" (7), perturbando el orden social. En definitiva, en su origen, el confinamiento no tendría relación con la curación médica, sino más bien con un imperativo de trabajo, esto es, con una "condenación de la ociosidad" (7). "Desde el principio, la institución [el Hôpital Général se proponía tratar de impedir 'la mendicidad y la ociosidad como fuentes de todos los desórdenes' [citado del edicto real del 27 de abril de 1656]" (7). El edicto se refiere, así, a la población sin recursos ni lazos sociales que quedó desamparada a causa del nuevo desarrollo económico. De este modo, sería encerrando la miseria como ésta quedaría reabsorbida por el sistema y, consecuentemente, disimulada en sus efectos sociales.

Consideramos clave recordar, al hilo de la argumentación que lleva a cabo Foucault, el capítulo XXIV de El capital de Marx6, concebido para echar abajo el mito burgués según el cual la acumulación originaria de la riqueza capitalista habría surgido de la distinción de dos actitudes en la población: por un lado, el trabajo duro, que habría llevado a unos a acumular capital, y, por el otro, la holgazanería, que habría desembocado en la aparición de vagabundos y pobres carentes de todo capital. Sabemos que, en contra de dicho relato, Marx explica cómo este proceso se habría llevado a cabo por medio de una violencia extrema por la que se expropiaría a la mayoría en beneficio de la minoría de los futuros propietarios capitalistas. Como muestra la legislación sanguinaria contra los expropiados o contra la vagancia, "el capital [viene al mundo] chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies" (15). Pues bien, cabría situar el análisis foucaultiano en esta visión marxista de la historia según la cual los poderes habrían encerrado la pobreza y la holgazanería, innecesarias en plena crisis, pero guardada como ejército industrial de reserva para las futuras necesidades del sistema capitalista y sus ciclos económicos, y reinsertada como mano de obra barata incluso en el seno de los hospitales, donde eran obligados a trabajar7. Podemos apoyar esta tesis foucaultiana, igualmente, a través del estudio que Francisco Vázquez García realiza en el capítulo II de su libro La invención del racismo, titulado "Población útil. Gobernando a los pobres", según el cual en la Europa occidental del siglo XVI se habría llevado a cabo, mediante una serie de medidas como las que apunta Marx en el contexto inglés8, una "nueva política empeñada en el control de la mendicidad y eventualmente en el encierro correccional de los pobres" (16) por la afluencia masiva de población menesterosa ligada a la expansión del capitalismo mercantil. Esta generalización del encierro disciplinario de los pobres consistirá en su internamiento en hospitales generales, en cada ciudad, por su condición de enfermos e inválidos, incapaces de trabajar. El objetivo, en definitiva, era sustraer la pobreza del espacio público, bien por causas morales -de acuerdo con una primera distinción entre pobres fingidos y pobres verdaderos-, bien por causas económicas -según la diferenciación entre pobres inútiles y pobres útiles-. Además, se mantiene, en analogía con las tesis foucaultianas, que en los hospitales se internaba no sólo a enfermos pobres y convalecientes, sino también a niños expósitos o huérfanos, ancianos, peregrinos, locos, leprosos, sacerdotes indigentes y extranjeros. Por otro lado, tal y como sostenía Foucault, "la representación del pobre como símbolo de Cristo era eclipsada por un nuevo énfasis en la condición pecaminosa del ocio y en los estigmas negativos arrostrados por el 'pobre fingido' o vagabundo" (16). De este modo, volviendo al pensador francés, lo político-económico se ligaba a lo moral-religioso, de modo que el ocio y la pereza se asimilaban al pecado original, traduciéndose en una suerte de revuelta de la criatura contra Dios. Una vez más, con Marx: "Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano" (15), en este caso, de la "pandilla de vagos y holgazanes" (15) que debían, por pecadores, ser encerrados en las instituciones de internamiento.

En definitiva, según el análisis de Foucault, es en la Modernidad -o, en sus términos, en la época clásica- cuando, "por primera vez, la locura es percibida a través de una condición ética de la ociosidad y dentro de una inmanencia social garantizada por la comunidad del trabajo. Esta comunidad adquiere un poder ético de reparto que le permite rechazar, como a un mundo distinto, todas las formas de inutilidad social" (7). El loco, de igual manera que el vago, el vagabundo o el holgazán, ha transgredido el orden ético-económico burgués. Por lo tanto, el Hôpital Général no puede ser entendido simplemente como un hospital psiquiátrico, porque es en realidad otra cosa. Se asemejaría más bien, por un lado, a un taller de trabajo forzado y, por el otro, a una institución moral de disciplina ética. De hecho, todo aquél que muestre interés y voluntad de trabajar, será liberado en tanto en cuanto acepte el pacto ético del trabajo. Lo que se busca no es tanto una ganancia económica de la producción del trabajador cuanto una reforma moral de su corazón: "La moral es administrada como el comercio o la economía" (7).

Si se enlaza esta conclusión con el inicio del capítulo, el destierro de la locura del ámbito de la razón que habría llevado a cabo Descartes se correspondería con la confusión alimentada en la época clásica entre locura y pobreza, y el confinamiento de ambas, como equivalentes, por traspasar las fronteras de la máxima de la ética del trabajo. Los insensatos serían encerrados no por estar enfermos y tener "el cerebro turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis" (6), sino, más bien, por "asegurar constantemente ser reyes siendo muy pobres" (6).

No obstante, cabe considerar que quizás no resulte del todo justo señalar a Descartes como culpable de tal coyuntura histórico-filosófica. Por ello, acudiremos a la obra de Derrida para tantear entre las palabras de las Meditaciones metafísicas e ir más allá o más acá de donde llegó Foucault a partir de ellas, lo que implicará no sólo indagar la conexión o la separación entre locura y razón, sino también adentrarse en una problemática acerca del concepto de historia y el diferir de la temporalidad.

 

Hipérbole y extravagancia en las Meditaciones derridianas

Cuestión de grado y objeción fingida

Jacques Derrida optará, distanciándose de Foucault, por acometer la lectura de las Meditaciones sin atender al contexto en el que fueron redactadas, sino prestando atención a lo que se escribe en sus líneas, o a lo que queda expresado entre líneas: "Un texto no es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado, la ley de su composición y la regla de su juego [...]. El ocultamiento del texto puede en todo caso tardar siglos en deshacer su tela" (17). De hecho, su objeción principal a Foucault residirá en la atención que éste presta a la historia y en su propósito de elaborar una historia de la locura. Pero, antes de estudiar esta crítica derridiana, analicemos el distinto modo como este autor lee las Meditaciones metafísicas, puesto que "no se puede responder a ninguna cuestión histórica que le concierna [a Descartes] -que concierna al sentido histórico latente de su proyecto, que concierna a su pertenencia a una estructura total- antes de un análisis interno riguroso y exhaustivo de sus intenciones patentes, del sentido patente de su discurso filosófico" (5).

Derrida, a diferencia de Foucault, no encuentra en su lectura una ruptura entre locura y sueño marcada por aquél "con todo" que más arriba habíamos destacado y que, a juicio del autor de Historia de la locura, marcaba una clara quiebra en el texto, sino que nos hallaríamos ante dos ejemplos que se emplearían para explicar lo mismo: la duda respecto de los sentidos. Habría únicamente una distinción de grado según la cual, de hecho, la locura sería el ejemplo menos excéntrico. La hipótesis del sueño es el caso extremo de la ilusión sensible, siendo así que lo que se calificaba de extravagancia con la locura es admitido como posibilidad onírica. Hasta aquí, sólo escaparía al error lo que no es sensible, esto es, las cosas simples e inteligibles. Hay una ruptura radical con los sentidos: todo lo sensible e imaginativo queda excluido de la estructura de la verdad, y ello de la misma manera que la locura.

Por otro lado, "todo el párrafo que sigue expresa no el pensamiento definitivo y en firme de Descartes, sino la objeción y la extrañeza del no-filósofo, del novicio en filosofía al que asusta esa duda, y que protesta, y dice: me parece bien que dudéis de algunas percepciones sensibles concernientes a cosas 'poco sensibles y muy alejadas', pero ¡las otras!, ¡que estéis sentado aquí, cerca del fuego, sosteniendo este lenguaje, este papel entre las manos, y otras cosas de la misma naturaleza!" (5). De este modo, Derrida propondría la interpretación de que Descartes está suponiendo que contesta a un posible interlocutor ingenuo, lo que quedaría expresado mediante el recurso retórico "acaso", que finge la objeción de que, si uno dudara de todos los conocimientos sensibles, estaría loco. Es entonces cuando se propondría una hipótesis más natural que no pueda extrañar a nadie, pues se trata de una experiencia cotidiana: el dormir y el soñar. Mediante esta hipótesis, sin embargo, no se escapa a la posibilidad de extravagancias mucho más graves que la de la locura. De hecho, incluso se podría decir que el soñador está más loco que el loco, pues éste no echa abajo la totalidad absoluta del campo de lo sensible, ya que no puede estar jamás lo bastante loco como para equivocarse en todo. En conclusión, todo dependería de una diferencia de grado, y la locura sería uno de los casos del error sensible, sin ser siquiera el más grave. En todo caso, como hemos sostenido en el párrafo anterior, podría afirmarse que, de este modo, la locura cae del lado de las sustancias sensibles y extensas, quedando así excluida de lo inteligible. Si se piensa no se está loco, pues no se tienen ideas claras y distintas.

Sin embargo, en este momento, al final de la primera Meditación, la hipótesis del genio maligno hará entrar en escena la posibilidad de una locura total que afectase a dichas ideas, esto es, al terreno de lo inteligible. Ya no se dudaría sólo de lo perceptible, de que "estoy sentado junto al fuego" (6), sino incluso de las ideas matemáticas del tipo "2+3=5". Volvería de este modo la locura que antes parecía haber sido excluida, de tal manera que "lo que hace un momento era separado bajo el nombre de extravagancia es acogido ahora en la más esencial interioridad del pensamiento" (5).

Lenguaje y sentido

Atendamos brevemente -para poder posteriormente introducir la objeción acerca de lo histórico en Foucault- a la interpretación derridiana en torno a lo que constituiría una objeción fingida. Cabría afirmar que, de derecho, nada impide dudar de la extravagancia; y sin embargo, de hecho, el interlocutor ingenuo sí duda, dado que hay una creencia en el horizonte, que es la condición de posibilidad del lenguaje, y es que éste debe escapar a la locura. Este reconocimiento implícito "no es una tara o una mistificación ligada a una estructura histórica determinada; es una necesidad de esencia universal a la que ningún discurso puede escapar porque pertenece al sentido del sentido" (5). Ni siquiera un discurso crítico y de denuncia puede escapar a ello. A toda frase le es inherente la normalidad y el sentido, sea quien sea el sujeto y la voluntad de quien la afirme o la niegue. No es simplemente el exergo (εξ + έργον), esto es, una suerte de fuera-de-obra del lenguaje, de la obra que es el lenguaje, lo que queda en el exterior para dejar paso al lenguaje y al sentido, sino que también es su límite desajustado, aunque necesario, su par-ergon9, en tanto que no-sentido. La locura es, de hecho, para Foucault -y aquí Derrida le da la razón-, la ausencia de obra. Por ello, en caso de que se apele a la locura en el interior de un razonamiento, sólo podrá hacerse por medio de la posibilidad, es decir, como por ejemplo hace Descartes mediante una ficción, una objeción fingida. Pero no hemos de ver en ello un punto débil que busca asegurarse haciendo violencia a lo expulsado, sino la propia esencia de todo lenguaje en general. El lenguaje es la ruptura misma con la locura. De esta manera, también el discurso foucaultiano sería irremediablemente un gesto de encierro de la locura, dado que, aunque Foucault haya querido darle la palabra a la locura misma, para que hable por sí misma y desde sí misma, sobre sí misma, con vistas a que aquello que se diga no se cifre en el lenguaje de la razón (de la psiquiatría), no se puede desterrar al lenguaje histórico-racional-psiquiátrico del discurso acerca de la locura, puesto que ya todo lenguaje es culpable: "Si el Orden del que hablamos es tan potente, si su potencia es única en su género, es precisamente por su carácter sobre-determinante y por la universal, la estructural, la universal e infinita complicidad en la que compromete a todos aquellos que lo comprenden en su lenguaje, incluso cuando éste les procura además la forma de la denuncia. El orden es denunciado entonces en el orden" (5). La crítica del orden no puede sino enraizar en la lógica del orden mismo. Contra la razón sólo se puede apelar a la propia razón, en su propio terreno10. Quizás, por tanto, sea imposible hacer una historia de la locura que le haga justicia; en todo caso sería un elogio mudo, dada la inaccesibilidad de la locura en estado puro, la imposibilidad de decir la locura misma sin hacer violencia contra ella y la incapacidad de la locura de decirse. "La desgracia de los locos, la interminable desgracia de su silencio, es que sus mejores portavoces son aquellos que los traicionan mejor; es que, cuando se quiere decir el silencio mismo, se ha pasado uno ya al enemigo y del lado del orden" (5).

El problema de la historia y el cogito como raíz común

Como consecuencia de lo desarrollado en el apartado anterior, no cabe sino afirmar que todo logos es ya razón histórica cuyo golpe de fuerza relega a la locura al silencio. En la dimensión de una historicidad que no se confunde ni con una eternidad ahistórica ni con algún momento empíricamente determinado de la historia de los hechos, hay una parte de silencio irreductible que lleva y encanta el lenguaje. Sólo fuera y en contra de la historicidad puede surgir el lenguaje. Historia y arqueología (arché + logos) son ya conceptos racionales, pues toda lengua habla el lenguaje de la razón en general y quizás sólo haya locura en relación con la razón. De modo que sería por esta falta de aprehensibilidad de la pureza primitiva de la locura por lo que se la suplantaría por el logos unitario común a ella y a la razón.

Habría que buscar, pues, la unidad que precedió a esa disensión primera del logos originario, del fundamento unitario de la razón arcaica, una razón que, desafortunadamente, Foucault sitúa históricamente. Según él, "el logos griego no tenía contrario". Los griegos vivieron la época del logos elemental, primero y unitario. Sin embargo, Derrida argumenta que ello es incompatible con otra tesis también foucaultiana según la cual la Grecia clásica albergó "la dialéctica tranquilizadora de Sócrates" que triunfaría sobre la hybris -que Foucault traduce sin mucho rigor por locura-, lo que nos llevaría a concluir que la historia del saber ha estado siempre-ya inmersa en la decisión que apuesta por la razón. O bien cabría suponer que la dialéctica de Sócrates no era tranquilizadora y que en verdad la época griega se merece el título privilegiado que le conceden, místicamente, autores como Nietzsche o Heidegger. En cualquier caso, si se afirma que la partición que diferencia a la razón de la locura es el origen y la condición de posibilidad de la historia y del lenguaje, entonces el momento griego no sería privilegiado. Además, dado que al hacer historia se estudian los acontecimientos subsiguientes al origen de algo y no el origen mismo de ello, que en este caso sería la raíz común de la razón y la locura, ¿sería posible entonces hacer una historia (de la locura), como pretende Foucault? Demos un paso más en las Meditaciones para ahondar en la averiguación de cuál sería dicha raíz común11.

La primera meditación concluye con la catástrofe de la hipótesis hiperbólica del genio maligno mediante la cual había entrado en escena la posibilidad de una locura total que causara no sólo la duda con respecto a lo perceptible, sino también a las ideas inteligibles; sin embargo, la segunda de las Meditaciones arranca con la premisa de que por mucho que me engañe un supuesto genio maligno, estoy dudando, ergo, estoy pensando, luego, soy una cosa que piensa: soy un cogito. De modo que, una vez alcanzada la certeza, según Derrida, "el acto del Cogito vale, incluso si estoy loco" (5), sin necesidad de exclusión de la extravagancia. Descartes, por tanto, no habría encerrado a la locura; sólo habría fingido hacerlo puntualmente. De esta manera, se da un retorno a un punto originario anterior a la distinción entre razón y locura, a un cogito, que esté loco o no, sum. La locura es, entonces, un caso del pensamiento en el propio pensamiento. Es a partir de ese punto inicial que pueden surgir las determinaciones concretas de la estructura histórico-fáctica que contrapone razón y locura. Se inicia entonces, en la inauguración del cogito, el proceso de pensar la totalidad escapando de ella en un exceso que desborda la totalidad de lo pensable, de la historia del sentido y de los hechos, hacia lo no-determinado, hacia lo infinito o hacia la nada. El cogito es el punto originario desde el cual se plantea el loco proyecto, anterior a toda distinción histórica entre razón y locura, de pensar la totalidad de lo real, aunque aún no comprenda de hecho la totalidad, aunque me halle únicamente todavía pensando, existiendo mientras pienso. La locura de este proyecto no es sino su libertad y su posibilidad misma. Por eso, a lo que se enfrenta el cogito no es ya a una duda natural o antropológica (de un interlocutor ingenuo, esto es, de cualquier ser humano), sino metafísica o demoníaca (de un genio maligno). Así, toda tentativa de acotar dicho proyecto hiperbólico en una estructura histórica concreta, corre el riesgo de frenar su alumbramiento esencial -la apertura al mundo en su tentativa de excederlo-, ejerciendo "una violencia de estilo totalitario e historicista que pierde el sentido y el origen del sentido" (5), borrando el exceso que hace posible todo sentido del lenguaje. "Creo, pues, que se puede reducir todo a una totalidad histórica determinada (en Descartes) salvo el proyecto hiperbólico" (5).

Sin embargo, el movimiento argumental no termina ahí. Dado que, de alguna manera, Descartes no podrá comunicar el silencio loco del cogito sino temporalizándolo, hará posible su representación12 al identificar el acto del cogito al que había llegado hiperbólicamente con la razón de Dios, pues el pensamiento finito era incapaz, por sí mismo, de excluir la locura. Dios es el garante de mis representaciones temporales. "[E]s sólo Dios quien me protege contra una locura a la que el Cogito en su instancia propia no podría sino abrirse de la manera más hospitalaria" (5). Sólo la infinita y perfecta razón divina puede armonizar tiempo y verdad. Y es en este momento cuando se llevaría a cabo el encierro de toda negatividad por medio de lo absoluto de la razón. La razón absoluta, sive Dios, nos garantiza el suelo firme en el que la locura queda desterrada. Pero no se ha de confundir este Dios infinito con una totalidad finita e histórica. La diferencia entre excluir la locura de hecho en la historia y poder hacerlo de derecho con Dios es la posibilidad misma de la historicidad, de que haya hechos, vinculada con la necesidad de la locura. Aquella hipérbole del cogito no puede, pues, confundirse con una estructura histórica determinada de hecho -y ha de ser también distinguida del sistema deductivo en el que Descartes lo inscribe en la inteligibilidad y la comunicación a través de Dios-, pues el cogito como fuente originaria es proyecto de exceder toda totalidad finita y determinada.

En suma, a través de este razonamiento, la acción derridiana querría dar cuenta de la historicidad misma de la filosofía, para lo cual trataría de desandar lo andado por la historia de la filosofía, que se ha deslizado siempre superando (en el sentido de la Aufhebung hegeliana) la negatividad, la cara oculta de la luz racional. La historia de la filosofía sería imposible "si no hubiese más que hipérbole, por una parte, o si no hubiese, por otra parte, más que estructuras históricas determinadas, Weltanschauungen finitas" (5). La historicidad propia de la filosofía tiene su lugar y se constituye en ese diálogo entre la hipérbole y la estructura finita, entre el exceso sobre la totalidad y la totalidad cerrada, es decir, en el lugar en el que la locura, la hipérbole, se dice, se reafirma y decae; se olvida, y de nuevo se vuelve a reactivar, reabriendo el ciclo de su crisis y su despertar. Es sólo gracias a esta violencia contra la locura que puede reinar un pensamiento finito, es decir, una historia. "Sin atenerse a un momento histórico determinado, sino extendiendo esta verdad a la historicidad en general, se podría decir que el reino de un pensamiento-finito sólo puede establecerse sobre la base del encierro y la humillación y el encadenamiento y la irrisión más o menos disimulada del loco que hay en nosotros, de un loco que sólo puede ser el loco de un logos, como padre, como señor, como rey" (5). En tanto que, en lo históricamente dicho, el acto filosófico de querer-decir-la-hipérbole-demoníaca se tranquiliza y encierra la locura, se traiciona a sí misma y entra en una crisis y un olvido de sí, pero esta oscilación es un momento necesario de su movimiento.

Difiriendo la différance

Tras este camino de trazo en trazo textual de las Meditaciones, observamos la agonía entre el par de términos razón y locura que pretende sostenerse en un principio: el cogito, que lleva sin embargo inscrito en sí la posibilidad de su crisis, que se asoma bajo la forma de una hipérbole excesiva. Pero lo que realizará Derrida no será una mera inversión de los términos, en tanto en cuanto prefiera el que, a lo largo de la historia de la filosofía, se ha señalado como negatividad que debía ser borrada y relegada al olvido; más bien cuestionará esa lógica jerárquica misma e indicará el espacio abierto que escapa a los juegos dicotómicos y que permite la interrupción interna al sistema mismo, su resquebrajadura, sus grietas, su desanclaje, su resistencia intestina, su distanciamiento y su dispersión no binaria: su deconstrucción. "'Deconstruir' la filosofía sería así pensar la genealogía estructurada de sus conceptos de la manera más fiel, más interior, pero al mismo tiempo desde un cierto exterior incalificable por ella, innombrable, determinar lo que esta historia ha podido disimular o prohibir, haciéndose historia por esta represión interesada en alguna parte" (20).

En definitiva, la razón no puede vivir más que encerrando la locura, pero moriría si no la liberase de vez en cuando. Esa relación entre locura, razón y muerte13 es, de acuerdo con Derrida, una estructura de différance, un espacio de distinción que guarda la huella de una crisis, de una violencia originaria. "Pero esta crisis en la que la razón está más loca que la locura -pues es sin-sentido y olvido- y en que la locura es más racional que la razón, pues está más cerca de la fuente viva, aunque silenciosa o murmuradora del sentido, esta crisis ha empezado ya desde siempre, y es interminable" (5), en un ya-sido y un por-venir de un tiempo desajustado. Según este juego de retrospectiva y prospectiva temporal, la différance queda pues definida como devenir del sentido dado, siempre-ya por-venir. El vocablo différance, homófono, como se sabe, a différence -diferencia, en francés-, guarda una conexión con el verbo diferir, en todas sus acepciones, de tal modo que se halla en él un sentido de temporización, estando así cargado de tiempo. Tal y como explica Habermas, este término "lleva anejo el sentido temporal de aplazar, de retrasar dando un rodeo, de reserva calculadora, de esperar a ver, de apuntar a algo a lo que más tarde se dará cobro o que más tarde se llevará a efecto" (22). Pero será ya siempre más tarde, aunque siempre a partir de un ya sido originario. Eternidad de una suerte de coexistencia entre pasado inaprehensible y porvenir que nunca será dado. "La diferencia [différance] produce lo que prohíbe, vuelve posible eso mismo que vuelve imposible" (23). Atisbamos, en definitiva, cierto sentido de lo que sea la différance, que se cifraría en una suerte de condición imposible de posibilidad inmanente a la realidad estructurada y a los discursos mismos, previa quizás a ellos, si bien no como origen absoluto y tranquilizador, sino como memoria inapropiable anterior a todo origen; no como pretensión de destrucción, sino como horizonte refractario de apertura, como espacio de crisis abierto.

 

A modo de conclusión: el mito de Casandra

Habiendo presentado esta célebre polémica entre Foucault y Derrida en torno a las Meditaciones cartesianas, y más que un posicionamiento en favor de uno u otro, cabe plantear las potencialidades alojadas en los planteamientos de cada uno de los contendientes. Con Derrida hemos aprendido a no denostar pura y simplemente a un autor que ha sido fuertemente criticado desde incluso su propia contemporaneidad14, un autor que se enfrentó valiente e intempestivamente a su propia cultura y época, aunque en ocasiones se refugiase al amparo de la fábula15 por miedo a los castigos de la Santa Inquisición o bien a una morale par provision16, muestra de un miedo quizás demasiado humano a la hora de dar un paso más en la crítica de la tradición. En cambio, hemos tratado de recorrer el hilo que teje su texto, deconstruyendo las junturas de cada conector y deshaciendo lo explícitamente dicho para rehacer su sentido implícito. Con Foucault, nos hemos visto capaces de dar ese paso atendiendo a aquello que encierran, en todos los sentidos, los dispositivos de control de las poblaciones a-normales, aquello que ocultan bajo un discurso filantrópico que pretende proteger a los desfavorecidos de la sociedad. ¿Quién, o más bien, qué -pregunta Foucault en el fondo- es protegido frente a quién? Según el estado en que se encuentre el sistema económico al que se pretende proteger, su discurso legitimador presentará a las figuras marginales y marginadas como peligrosas o como útiles: quienes eran encerrados en el Hôpital Général para ser marginados o utilizados no eran meramente los locos, sino la mano de obra almacenada allí como ejército industrial de reserva. En cualquier caso, tanto unos como otros quedan excluidos de los derechos de ciudadanía, aunque no de su condición de homo faber, siempre y cuando se los requiera al margen de su voluntad. Ahora bien, a pesar del interés de la crítica foucaultiana, consideramos que la profundización conceptual en las nociones mismas de razón y locura, tanto como la ligazón entre ambas, queda quizás más adecuadamente presentada por parte de Derrida. Éste habría hallado en el discurso cartesiano un intento de encaminarse hacia una suerte de raíz común de los términos dicotómicos que, en una relación dialéctica, no pueden escapar de su co-determinación y su recíproca necesidad: la hipérbole excesiva que está más allá, o quizás más acá, de toda pareja de términos que nos encierra en el statu quo. Derrida ve cómo Descartes, al recurrir a Dios, renuncia a eso que había comenzado a vislumbrar, se echa atrás aterrorizado y se lanza hacia lo absoluto buscando consuelo. Con todo, sin este desistimiento, el pensamiento se perdería en una locura infinita e inefable, y por ello necesita sujet-arla, hacerla suya de vez en cuando, para no hacerse imposible a sí mismo y a ella; no obstante, no puede olvidarla ni encerrarla sin que ese asesinato sea a la vez un suicidio. De modo que el pensamiento no puede vivir más que encerrando y humillando a la locura, pero moriría si no la liberase de vez en cuando, si no dejase resonar la risa del "loco que hay en nosotros" (5).

La locura de la razón, para hablar, para ser lenguaje, para tener sentido, tiene que dejar de ser locura y, sin embargo, haberlo sido. Quizás, entonces, cada uno de los pensadores y el pensamiento mismo no puedan evitar, así, ser el reflejo de Casandra, imagen de la locura para los otros por mucho que a sus palabras no les faltase razón.

Casandra, poseedora del don de la profecía, dotada, por tanto, de la facultad de pronosticar el futuro, de ver la verdad que habrá de acontecer. Y, sin embargo, por rechazar al dios Apolo, sobre ella pesará la maldición de no ser creída jamás y de ser tomada por loca. Casandra, representante de la locura, cuya -quizás- verdad jamás deberá ser escuchada. Nadie atenderá a sus palabras. Nadie las repetirá. Nadie las aprenderá. Nadie las recordará. Casandra, olvidada, encerrada, expulsada del logos. Casandra, sumida en la sinrazón, en el sinsentido, en la locura...

¿Y si alguien hubiera escuchado el sentido de su λόγος, de su palabra, de su razón, de la razón de su sinrazón...?

 


1 Ha de recordarse que, foucaultianamente, el término "clásico" no alude a la Antigua Grecia o a la época helenística, sino al período abierto por Descartes que generalmente es denominado "Modernidad".

2 Este "pero... acaso" introduce lo que Derrida denominará la "objeción fingida" (5) por parte de Descartes.

3 En el texto latino se dice insani, término propio de la medicina de la época, que caracteriza precisamente al insanus tal y como Descartes lo hace a continuación.

4 En el texto latino: demens. Este vocablo, por su parte, procede del ámbito jurídico y no es tanto una mera caracterización cuanto casi un insulto, ya que refiere a aquellos que, por "no estar en sus cabales", no pueden ejercer ningún derecho de ciudadanía.

5 Las Meditaciones metafísicas vieron la luz por primera vez, en su versión en latín, en 1641.

6 Aunque hemos acudido a Karl Marx para explicar más en profundidad la tesis que nos presenta Foucault, cabe señalar, como apunta Enric Novella en su artículo "El joven Foucault y la crítica de la razón psicológica: en torno a los orígenes de la Historia de la locura" (14), que, a lo largo de su trayecto vital e intelectual, Foucault se fue distanciando tanto del marxismo militante como de sus conceptos. Ahora bien, aunque nunca abrazó un marxismo ortodoxo mantendría la aspiración de desentrañar las relaciones de poder devenidas histórica y contingentemente que se disfrazan a través de su naturalización.

7 En relación a esta conexión que, de la mano de Foucault, estamos estableciendo, entre salud mental y economía, resulta curioso que, a comienzos del siglo XIX, en la época de Pinel -contemporáneo del que sabemos que fue su lector: Hegel-, se denominase a los locos los "alienados" [aliénés] de la sociedad.

8 Véase el parágrafo 3 del capítulo XXXIV de El capital, titulado "Legislación sanguinaria contra los expropiados desde finales del siglo XV".

9 Para comprender mejor lo que aquí señala Derrida bajo la noción de parergon, podríamos ejemplificarlo con la imagen del marco de una obra pictórica, límite de la misma, aunque no exactamente externa a la misma, pero tampoco precisamente parte de ella. Es el margen que la acota, lindando, por un lado, con ella y, por el otro, con la realidad externa.

10 Un ejemplo claro de ello es la revolución del modo de pensar, esto es, la crítica de la razón que Kant (18) fue el primero en emprender conscientemente y que sólo pudo hacerse desde la razón misma: la crítica de la razón (logos, en griego) es crítica dirigida a la razón desde la propia razón, del mismo modo que una crítica a cierto lenguaje (en el presente caso, el psiquiátrico), ha de llevarse a cabo desde el propio lenguaje (también logos, en griego).

11 Este sintagma nos hace recordar aquello que Kant, en su búsqueda de los fundamentos de la teoría (Crítica de la razón pura) (18) y de la práctica (Crítica de la razón práctica), se vio en la necesidad de hacer: abrir una tercera grieta en el mundo, ni práctica ni teórica, o más bien, práctica y teórica a la vez: la Crítica del juicio (19), que precisamente explora la desconocida raíz común, no tematizable, que permite la síntesis entre entendimiento y sensibilidad.

12 Nótese la asunción kantiana por parte de Derrida: la condición última de posibilidad de toda representación humana es el tiempo.

13 Desde el Fedón (21), filosofía y muerte han estado enigmáticamente vinculadas. El filósofo no es, en tanto que filósofo, quien vive, sino quien aprende cada día a morir, a desvincularse de lo finito, de lo histórico-fáctico, del mundo que le rodea. Y recordemos también que, según el Fedro (21), el filósofo es el loco, el locamente enamorado de la Ideas.

14 Véanse las objeciones y respuestas a las Meditaciones (6).

15 Antes de comenzar el sexto capítulo del Tratado de la luz -retirado de la imprenta tras la condena de Galileo y publicado póstumamente- Descartes afirma lo siguiente: "Pero, para que la extensión de este discurso os sea menos molesta, quiero envolver una parte del mismo en la invención de una fábula, a través de la cual espero que la verdad no dejará de aparecer suficientemente y no será menos agradable que si la expusiera al desnudo" (24). Asimismo, en las últimas líneas del capítulo VII escribe: "Así, me contentaré con proseguir la descripción que he empezado, como si no tuviera otro objetivo que contaros una fábula" (24).

16 Cuya primera máxima es aceptar las leyes y costumbres del propio país, esto es, regirse por opiniones y tradiciones recibidas en todo lo concerniente al ámbito práctico. Esta llamada "moral provisional" es una inadecuada traducción de morale par provision, pues no se trata de una moral temporal, accidental y transitoria que implica una tarea pospuesta, sino aquello de lo que uno se provee para actuar (25).

 

Bibliografía

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(25) Descartes R. Discurso del método. Madrid: Akal, 2007.         [ Links ]

 

 

Dirección para correspondencia:
Andrea C. Mosquera Varas
acmvaras@ucm.es

Recibido: 14/10/2016
Aceptado con modificaciones: 26/03/2017

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