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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.37 no.131 Madrid Jan./Jun. 2017

 

ARTÍCULOS

 

El debate en torno a los manicomios entre los siglos XIX y XX: el caso de Nellie Bly

The controversy on asylums between the 19th and 20th centuries: the case of Nellie Bly

 

 

Francisco Pérez Fernándeza y María Peñaranda Ortegab

a Departamento de Psicología, Universidad Camilo José Cela, Villanueva de la Cañada (Madrid), España.
b Departamento de Psicología Básica y Metodología, Facultad de Psicología, Universidad de Murcia, España.

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El estado de las instituciones mentales mejoró progresivamente a lo largo del siglo XIX. Los cambios arquitectónicos impulsados por el Plan Kirkbride en Estados Unidos y los avances en diversos ámbitos y disciplinas motivaron que comenzara a tratarse al paciente de un modo más humano. No obstante, el debate en torno a las prácticas de internamiento en instituciones mentales y al tratamiento recibido por los pacientes nunca dejó de estar de actualidad. En este contexto se produjo el caso de la reportera Nellie Bly, que en 1887 se hizo pasar por loca a fin de ser ingresada en el hospital psiquiátrico neoyorquino de Blackwell's Island. Las repercusiones mediáticas de su caso impulsaron diversas iniciativas reformistas por parte de las administraciones estadounidenses.

Palabras clave: Nellie Bly, historia de la psiquiatría, psicoterapia, manicomios, siglo XIX, medios de comunicación.


ABSTRACT

The state of mental institutions gradually improved throughout the nineteenth century. The architectural changes promoted by the Kirkbride Plan in the United States and different advances in various fields and disciplines prompted a more humane way. However, the debate on detention practices in mental institutions and on the treatment received by patients never ceased to be present. This context witnessed the case of reporter Nellie Bly, who in 1887 simulated madness crazy in order to be admitted at the Psychiatric Hospital of Blackwell's close to Island New York. The ensuing scandal and media coverage of her case prompted several reform initiatives by the US government.

Key words: Nellie Bly, history of psychiatry, psychotherapy, mental hospitals, nineteenth century, mass media.


 

Introducción

El transcurso histórico que conduce a la psicopatología moderna comienza indudablemente en el siglo XIX y se extiende hasta mediados del siglo XX. A lo largo de este periodo se fueron generando los principales elementos en los que se fundamenta la comprensión actual de los trastornos mentales. Sin embargo, el camino no fue fácil en la medida en que, más allá de la comprensión científica de los fenómenos psicopatológicos, durante décadas persistieron múltiples dudas acerca del mejor formato terapéutico para su abordaje. Más aún: hasta bien entrado el siglo XX las instituciones mentales se redujeron en muchos casos a hospicios para "locos" y "desamparados", cuando no a meros presidios. Como es lógico, el problema no sólo afectó a los primeros alienistas -luego reconvertidos en psiquiatras-, sino también a quienes sufrieron las calamidades y terapias de dudosa efectividad que se les impusieron en la creencia de que resultarían en una mejora de sus padecimientos.

El enfoque decimonónico, puramente médico, aportó una nueva búsqueda de soluciones ajena por fin a los viejos planteamientos hipocráticos, galénicos o paracelsistas sobre el desequilibrio de los fluidos corporales para explicar la temida enfermedad mental (1, 2). Anteriormente, esta había estado expuesta a toda suerte de explicaciones demonológicas y supersticiosas que impedían la búsqueda de una "cura" racional y una aproximación de carácter más psicológico a la salud mental (3). Las explicaciones psicológicas creaban tanto recelo que la humanización del loco debió esperar al advenimiento de un cuerpo de conocimientos científicos de mayor calado, y de un Zeitgeist más comprensivo con los aspectos más turbadores de la locura.

Pronto se hizo necesaria una clasificación de la enfermedad mental tal y como se había realizado con las dolencias orgánicas. Este proyecto, que implicaba la descripción de los síntomas y signos de la locura, fue acometido por Philippe Pinel, iniciador de un camino que culminó en Emil Kraepelin, a quien cabe considerar como uno de los mayores cultivadores de la nosología psiquiátrica (4, 5). Pero el desarrollo de la terapéutica fue mucho más lento y tardó en reflejar los nuevos avances teóricos. De hecho, las instituciones mentales estuvieron durante mucho tiempo ancladas en un vetusto criterio asistencial y asilar que, a menudo, contrastaba abiertamente con la propia práctica clínica. Era una situación conocida, aunque muy poco discutida por mera conveniencia administrativa. Ello pone en valor el caso que aquí nos ocupa, pues la figura de Nellie Bly, más reconocida dentro del ámbito de la reivindicación feminista y personaje extremadamente popular en la cultura norteamericana, se suma a la tradición de los "falsos enfermos mentales" que, a caballo entre el siglo XIX y el XX, lograron llevar al gran público la realidad interna de las instituciones psiquiátricas. Más allá de la necesaria concienciación social, estos casos provocaron una transformación en la opinión pública y un renovado interés reformista por parte de las administraciones que dio como resultado una mejora del trato al paciente y una revisión del estado de los establecimientos psiquiátricos.

 

El contexto de la terapéutica psiquiátrica decimonónica

A lo largo del siglo XIX, los dementes comenzaron a recibir un trato más humanitario. Sin embargo, estas mejoras, aunque radicales con respecto a períodos anteriores, se limitaban casi exclusivamente a la manutención y el alojamiento debido a que la terapéutica había avanzado muy poco; además, los centros seguían anclados en el viejo ideario de la caridad y la custodia. Aún se hacía necesario el desarrollo -tal y como denunció de suerte apasionada el propio Kraepelin (6)- de tratamientos respetuosos con el paciente que, a la par, resultaran efectivos: "El enfermo mental ha sido tratado a menudo como una persona peligrosa, que inspiraba miedo y obligaba a la sociedad sana a defenderse de él. Un paso más allá estaba la necesidad que sentía mucha gente, por miedo unido a la ignorancia, de librarse de un peligro potencial. Para ello se recurría a cualquier medio -el miedo lo justificaba- y no se reparaba en la situación en que se colocaba al alienado o demente. A menudo, incluso los propios familiares y allegados quedaban tranquilos cuando podían situarle lejos y se podían liberar de la preocupación que les causaba. [...] El loco estaba atado, casi inmóvil, a veces azotado, mal nutrido, en locales sin ventilación, llenos de suciedad. Esto prácticamente en todas partes. Las descripciones médicas sobrepasaban la imaginación de los novelistas" (7).

Al amparo de la creencia de que la enfermedad mental era incurable y del miedo que todavía provocaban los enfermos mentales, se gestó una peculiar burocracia en torno a los alienados que, en última instancia, no hacía más que camuflar la ignorancia de los supuestos "especialistas": "Para realizar esta acción, o sea, enviar un demente a un lugar de reclusión, era preciso cumplir un cierto formalismo. De hecho, y con el nombre que se le quiera dar -hospital, sanatorio, casa de locos, etc.- se enviaba al demente a un lugar que podía ser peor que la cárcel. El enfermo mental ni tan sólo tenía previsto un plazo de salida ni quien le defendiera. Estaba pues tan indefenso como un preso. Por esta razón, hubo un momento en que lo más importante, dado que no se sabía cómo curar al enfermo, era cumplir con la documentación que justificaba el encierro" (7).

Por lo que se refiere a los tratamientos utilizados en las instituciones mentales, algunos autores propugnaban el uso de sangrías, purgas extremas y otras eliminaciones de fluidos corporales necesarias para que los alienados superasen la enfermedad. Uno de los mayores impulsores de estos remedios fue el célebre médico estadounidense Benjamin Rush. Calculó que el ser humano medio tenía unas 20 libras de peso en fluidos -unos 9 kilogramos-, por lo que, para la correcta administración de un programa de sangrías, era necesario eliminar al menos el 80% de este peso, unos 7,2 kilos en total (8).

Posteriormente, la técnica de las sangrías retrocedió en favor de los intestinos. Samuel Woodward, director del manicomio de Massachusetts, sugirió en 1846 las purgas intestinales como remedio para cualquier tipo de manía, pues, según él, un síntoma común de la demencia era el estreñimiento. Comenzó así la época dorada de las pastillas azules de cloruro de mercurio conocidas como calomelanos -comercializadas en Europa como "píldoras del doctor Segond"-. Un tercio del contenido de cada píl-dora era mercurio. Así, las dos pastillas de la dosis habitual excedían sustancialmente la proporción de mercurio considerada peligrosa en la actualidad. La evacuación intestinal era inevitable, pero también el dolor de cabeza, las náuseas o la caída de dientes. Con el paso del tiempo, el hidrargirismo resultante degeneraba en disfunciones sensoriales, depresión, insomnio, problemas de memoria, irritabilidad y paranoia (9).

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, el furor de los tratamientos con electricidad no hizo más que crecer como solución a casi todos los males. Gracias a los experimentos de Guillaume Duchenne (de Boulogne) y a la expansión de la electrofisiología, la psiquiatría se subió al carro del "progreso" asumiendo que cualquier enfermedad mental podía tratarse con un adecuado programa de descargas. Se propició así la aparición de una profusa y estrambótica aparatología, aunque, paradójicamente, se tenía muy poca idea acerca del mecanismo concreto de acción de la electroterapia (1).

La hidroterapia era común y de administración muy variada (10). Con anterioridad a 1850, los tratamientos se realizaban con agua fría, pero luego se comenzó a modular también la temperatura para abarcar un sinfín de enfermedades (11) en la creencia de que las variaciones de la temperatura propiciarían la activación o la relajación del organismo. También se manipulaba la presión del agua administrada, el tiempo del baño, la parte del cuerpo que debía tratarse, etc. Se indicaba especialmente para el tratamiento de hipocondrías, clorosis, manías, melancolía, epilepsia y parálisis. Durante la hidroterapia se podía dejar al paciente inmerso en una bañera durante horas e incluso días (12). En cualquier caso, a menudo el objetivo que animaba a aconsejar estos tratamientos era doble: no sólo se apoyaba en una frágil base fisiológica que postulaba que un cambio termocelular podía modular el temperamento del loco, sino también en una base moral que requería la limpieza de ciertas partes corporales en sintonía con los síntomas y padecimientos mentales que aquejaban al individuo. Así, por ejemplo, se proponía aplicar paños calientes y friegas pélvicas en casos de histeria (13).

El uso de grilletes y cadenas para mantener a raya cualquier conducta indeseable, o simplemente para dormir, fue una práctica cotidiana en los centros de internamiento públicos (14). Sin embargo, en algunos manicomios, especialmente en los de carácter privado, también existían actividades que recuerdan a la laborterapia o la terapia ocupacional: paseos al aire libre, bailes, celebraciones, etc.

 

Los manicomios estadounidenses en el siglo XIX

Hasta el siglo XIX, en los Estados Unidos los enfermos mentales habían sido atendidos por sus familias. Con la industrialización y los constantes movimientos migratorios muchas ya no pudieron hacerse cargo de sus allegados dementes, por lo que estos pasaron al cuidado de la sociedad (8). Superadas por los acontecimientos, las autoridades hacinaron a los enfermos en centros no preparados para albergarlos, generalmente presidios, que pronto comenzaron a llenarse de personas con problemas mentales (15). El maltrato que padecían estos sujetos en las cárceles motivó una rápida creación de instituciones específicas.

En Massachusetts, el reverendo Louis Dwight creó la Boston Prison Discipline Society, que en 1827 promovió el traslado de los enfermos mentales al Hospital General de Massachusetts. Posteriormente, en 1833, se procedió a escindir a las personas con problemas mentales de dicho hospital mediante la creación del Worcester Lunatic Asylum. Allí comenzó su andadura Dorothea Lynde Dix, que fue una gran activista en la lucha y defensa de los derechos de los alienados y en favor de la liberalización de los manicomios (16). Dix, maestra de escuela, terminó ejerciendo la docencia en una prisión femenina de Boston en la que vio que no todas las mujeres allí recluidas eran criminales: la gran mayoría eran enfermas mentales expuestas a un trato inhumano. De tal modo, en 1841 inició una sonada campaña de protesta motivada por una evidencia: los hospitales mentales estadounidenses tan sólo disponían del 15% de los recursos necesarios para hacer frente a las necesidades de asistencia. Se calcula que, en solo seis años, Dix visitó 18 cárceles de máxima seguridad, 300 penitenciarías, y 500 manicomios, inspirando profundas reformas en la mayoría de estas instituciones (15). En un discurso pronunciado en 1843 durante un acto conmemorativo de la Asamblea Legislativa de Massachusetts, manifestó que "las prisiones no se construyen para ser convertidas en hospitales, y las casas de beneficencia tampoco se fundan como receptáculos para los locos [...]. Y aún, en honor a la justicia y el sentido común, los vigilantes están obligados por ley y los directores de las casas de beneficencia no pueden negarse a acoger a los sujetos dementes e idiotas en cualesquiera de las etapas de enfermedad mental y privación" (17).

Ciertamente, en muchos estados norteamericanos era necesario el requerimiento de dos médicos para ingresar a un paciente en un manicomio, pues -al igual que ocurría en Europa- los pacientes solían negarse a acudir voluntariamente a los mismos. En gran medida, esta negativa se debía a la mala fama de estas instituciones, a los tratamientos abusivos o a la incertidumbre con respecto al tiempo de confinamiento. Aun así, no todos aquellos que terminaban en tales centros estaban precisamente "locos", pues rara vez eran evaluados por personal competente. Incomprendidos o simplemente ignorados, era habitual que muchos pacientes fueran transferidos a los manicomios por conveniencia, pena o caridad malentendida (14).

En 1844, trece directores de manicomios fundaron en Filadelfia la Association of Medical Superintendents of American Institutions for the Insane (AMSAII), que en 1892 se convirtió en la American Medico-Psychological Association y en 1921 se registró como la actual American Psychiatric Association (APA) (18). Uno de los fundadores de AMSAII fue Thomas Kirkbride, considerado el inspirador del "modelo Kirkbride" de manicomio que se construyó por todo el país, y que contaba con una arquitectura muy característica basada en el primer principio por el que se fundaba la asociación: "El sentir unánime de esta convención es el intento de abandonar por completo el uso de los medios de restricción personales no sancionados por el verdadero interés hacia el loco" (18).

 

 

El planteamiento de Kirkbride se basaba en la idea de que entre el 70% y el 90% de los casos de locura eran curables si los pacientes eran tratados en edificios especialmente diseñados para ello (19). Desde un planteamiento más moral que somático estimaba que los enfermos debían reposar, por lo que el edificio tenía que permitir encontrar el equilibrio entre las formas, la buena ventilación y la posibilidad de distenderse durante el día (19). Este determinismo ambiental era muy común en la época, y se creía que reflejaba los progresos de la civilización: crear manicomios tenía una clara connotación de desarrollo social, industrialización y búsqueda del beneficio. No en vano, la locura se gestaba por un proceso sutil por medio del cual el progreso social atacaba a las mentes más débiles. En consecuencia, una manera efectiva de pagar el coste del progreso era reubicar a las mentes que no se habían socializado correctamente, o que no podían asumir las necesidades imperantes (10).

En cualquier caso, estos enfoques morales no parecieron servir de mucho. En 1876 Carlos F. McDonald envió un informe al Comité Especial del Senado del Estado de Nueva York en el que relataba el horror que conoció al asumir su puesto de director del Manicomio para Criminales Dementes de Auburn. Narraba que el lugar hedía, estaba repleto de insectos, la comida era pésima y los pacientes eran maltratados sistemáticamente (14). A su llegada, además, muchos pacientes se encontraban encadenados. No es un testimonio anecdótico: precisamente, el centro de McDonald había sido seleccionado por la AMSAII ese mismo año para acoger la reunión anual de la Asociación de Directores de Manicomios al ser considerarado "modélico" (14).

 

Nellie Bly ilustra el drama

Elizabeth Jane Cochran -o Cochrane- nació en Cochran's Mill, Pensilvania, en mayo de 1864 y falleció en Nueva York en enero de 1922 (20). Siendo la tercera de cinco hermanos, no parecía destinada a dedicarse al periodismo, y de hecho, pese a que nació en una familia acomodada, pronto supo lo que era la falta de recursos a causa de la muerte de su padre, Michael Cochran, juez y terrateniente. Pese a que los trastornos legales subsiguientes al óbito empobrecieron inexorablemente a la familia, Elizabeth alternó el trabajo y los estudios como maestra en la Indiana Normal School, ayudando a sostener la economía de la casa (21).

En 1880 la familia se traslada a Pittsburgh. Allí, una columna de contenido claramente sexista publicada por el Pittsburgh Dispatch la llevó a redactar una airada carta al editor, George Madden, que firmó como "Lonely Orphan Girl" (chica huérfana y solitaria). La calidad y el apasionamiento del texto no pasaron inadvertidos. De hecho, Madden la invitó a unirse al Dispatch como columnista de nómina. Comenzó a firmar sus trabajos precisamente como "Orphan Girl", pero el editor consideró que era un seudónimo poco apropiado y decidió otorgarle el de la protagonista de una canción de Stephen Foster entonces muy popular, "Nellie Bly", un sobrenombre profesional que ya nunca abandonó. Tras escribir algunos artículos de investigación en los que las protagonistas siempre eran mujeres -básicamente trabajadoras-, se la relegó a la sección femenina, cuyos contenidos nada tenían que ver con el palmario activismo feminista de sus trabajos (21).

 

 

La incomodidad de Nellie ante este cambio la indujo a tomar la iniciativa y pedir un destino como corresponsal en México. Sus artículos, siempre de hondo calado político y muy críticos con la dictadura de Porfirio Díaz, motivaron que hubiera de abandonar el país y le valieron una reprensión por parte de la dirección del periódico. Elizabeth, firme defensora de la libertad de prensa, se sintió agraviada y en 1887 decidió abandonar el Dispatch para trasladarse a Nueva York en busca de mejores oportunidades. Allí, precedida por su fama de reportera aguerrida y polémica, fue inmediatamente contratada como periodista de investigación por el rotativo sensacionalista del célebre Joseph Pulitzer, The New York World. El primer trabajo que Pulitzer asignó a Nellie fue precisamente el que nos ocupa: debía lograr que se la ingresara en el psiquiátrico femenino de la ciudad, el Blackwell's Island Insane Asylum, a fin de relatar de primera mano las condiciones a las que eran sometidas las pacientes (21, 22).

Blackwell's Island, rebautizada como Roosevelt Island en 1973, se encuentra entre Manhattan y Queens. Debía su nombre a Robert Blackwell, yerno del capitán John Manning, que la adquirió de los holandeses en 1666. Blackwell se convirtió en su propietario a partir de 1686 y, mientras perteneció a su familia fue una colonia agraria. Cuando, a comienzos del siglo XIX la isla pasó a manos de la municipalidad neoyorquina, se convirtió en el emplazamiento preferido para toda suerte de instituciones destinadas a la caridad y la lucha contra la criminalidad, de manera que hacia 1890 contaba con una docena de edificios, desde una prisión a un asilo de ancianos, pasando por hospicios y hospitales de caridad (23).

El edificio destinado a psiquiátrico fue el primero de estas características erigido en la ciudad de Nueva York, corriendo su diseño y construcción a cargo del arquitecto Alexander Jackson Davis. El proyecto inicial se presentó en 1828, pero a causa de diferentes problemas económicos y constantes cambios en el diseño, comenzó a construirse en 1836 y abrió sus puertas en 1839 pese a que las obras no se concluyeron hasta 1841 (24). Ubicado al norte de la isla, el manicomio dependía administrativamente del Hospital Bellevue, tenía su propio embarcadero y gozaba de una gran autonomía con respecto al resto de instalaciones. No obstante, desde sus inicios estuvo inmerso en una permanente carestía de recursos y se vio salpicado por diferentes escándalos, lo cual lo convirtió en uno de los objetivos predilectos del periódico de Pulitzer. Dado que el acceso a la prensa estaba completamente vedado, la estrategia para acceder al mismo diseñada por la redacción del The New York World fue, precisamente, la de tratar de infiltrar a una reportera como interna. Un reto al que una desconocida en la ciudad como Nellie Bly accedió gustosa (21): "Mis instrucciones eran tan sencillas como empezar a realizar el trabajo tan pronto como sintiera que estaba preparada. Tenía que contar mis experiencias de forma tan fidedigna como fuera posible [...]. 'No te pedimos que vayas para hacer revelaciones sensacionalistas. Escribe las cosas como las encuentres, bien o mal; alaba o culpa como mejor te parezca y cuenta la verdad todo el tiempo. Pero tengo miedo de esa sonrisa crónica tuya'. 'No sonreiré más', dije, y salí a ejecutar mi delicada tarea" (22).

 

 

Diez días en una "casa de locos"

Tal vez, el elemento más sorprendente del testimonio de Nellie sea lo fácil que resultaba caer en una institución de este tipo, en ocasiones de por vida. Pese a que ella misma reconocía no tener ni la más remota idea de cómo se comportaba un demente, o qué clase de expresiones debía adoptar -por lo que sospechaba que no lograría su objetivo-, a poco de ingresar en el centro descubrió que "cuanto más cuerdamente hablaba o me comportaba, más loca pensaban que estaba" (22).

Los preparativos de Nellie fueron sencillos: adoptar una vestimenta digna pero muy modesta, como la de cualquier mujer trabajadora de clase media-baja, dormir poco para provocarse una expresión cansada y ojerosa, ensayar algunas expresiones poco usuales frente a un espejo y llevar el cabello algo desaliñado. Luego, convencida de que sería el acceso más directo a su objetivo, y haciéndose pasar por una inmigrante de origen cubano llamada Nellie Brown -o Moreno- se hospedó en un hogar temporal para mujeres ubicado en el número 84 de la Segunda Avenida (22). Allí le bastó adoptar una expresión "ida", hablar con monosílabos, decir alguna que otra incoherencia, fingir un estado paranoide y pasar una sola noche sin dormir, para que el resto de las internas pensaran que estaba verdaderamente loca e incluso que podía ser peligrosa, con lo que la patrona llamó a la policía en menos de veinticuatro horas (22).

Nellie, constante en su estudiada actitud, fue llevada al Essex Market Police Courtroom, donde compareció ante un tal juez Duffy, que supuso que estaba perdida y confusa tal vez por estar bajo el efecto de alguna clase de droga. Se hizo llamar a un médico al que se pensó que nunca podría engañar, pero el examen resultó ser ridículo: "'Saca la lengua' -ordenó, enérgico-. Sonreí para mis adentros. 'Saca la lengua cuando te lo diga', dijo. 'No quiero', respondí con sinceridad. 'Debes hacerlo. Estas enferma y yo soy un doctor'. 'No estoy enferma y nunca lo estuve. Solo quiero mi bañador'. Pero saqué la lengua y la examinó con sagacidad. Luego me tomó el pulso y escuchó los latidos de mi corazón. Yo no tenía ni idea de cómo latía el corazón de un demente, de modo que contuve la respiración durante todo el tiempo que estuvo escuchando [...]. Luego probó el efecto de la luz en las pupilas de mis ojos. [...] Desconocía cómo se manifestaba la locura en los ojos [...] de modo que miré fijamente su mano y dejé de parpadear hasta que la retiró" (22).

El diagnóstico del médico -sin ulteriores análisis- fue de intoxicación por consumo de belladona. El juez, en consecuencia, la envió al Bellevue Hospital, donde se encontró en la sala de espera del pabellón psiquiátrico a tres mujeres en su misma situación, sin familia conocida ni persona alguna que aparentemente pudiera hacerse cargo de ellas. La más joven estaba claramente enferma, con fiebre muy alta, y no hacía otra cosa que quejarse de que no estaba loca, pero los médicos la ignoraron sistemáticamente. La segunda era una mujer callada y claramente asustada que tampoco se comportaba de un modo extraño. La tercera era una inmigrante que había sido abandonada allí por su hijo; prácticamente desconocía el idioma y nadie la entendía, por lo que fue incapaz de responder a las cuestiones que se le plantearon. Estando allí, Nellie se quejó del frío reinante y recibió de parte de una de las enfermeras una respuesta que escuchó muy a menudo a lo largo de su peripecia: "la gente que vive de la caridad no debe esperar nada y no debe quejarse" (22).

Lo cierto es que se trataba del momento de la verdad, en la medida en que Nellie debía enfrentarse a un médico especialista que finalmente decidiría su destino. Merece la pena detenerse en el contenido de este nuevo examen: "'He visto esa cara antes'. '¿Entonces me conoce?', pregunté, mostrando una gran ansiedad que en realidad no sentía. 'Creo que sí. ¿De dónde viene?'. 'De mi casa'. '¿Dónde es 'casa'?'. '¿No lo sabe? Cuba'. Entonces se colocó detrás de mí, me tomó el pulso, examinó mi lengua, y finalmente dijo: 'Diga a Miss Scott [la enfermera] todo sobre usted'. 'No lo haré, no hablo con mujeres'. '¿Qué hace usted en Nueva York?'. 'Nada'. '¿Puede trabajar?'. 'No, señor'. 'Dígame, ¿es usted una chica de la calle?'. 'No le comprendo', repliqué, profundamente disgustada. '¿Es posible que se proporcione hombres para que la provean y la mantengan?'. Tuve ganas de abofetearlo, pero mantuve la compostura y simplemente dije: 'No tengo ni idea de lo que me está hablando. Siempre he vivido en mi casa'. Tras muchas más preguntas, todas innecesarias y sin sentido, me dejó en paz y empezó a hablar con la enfermera. 'Demente sin duda', dijo. 'Creo que se trata de un caso sin esperanza. Necesita que la pongamos en algún lugar en el que alguien cuide de ella'" (22).

Aún pasaría por otro examen similar en Bellevue a primera hora de la mañana siguiente. En este caso se trataba de un médico joven y mucho más simpático que no tardó en empatizar con Nellie, y que incluso regañó a las enfermeras por el espantoso frío que reinaba en el pabellón. La reportera supo de inmediato que no había conseguido engañar a este profesional, pero ello no la libró de su destino por una sencilla razón: nadie acudió a interesarse por ella, y esto la convertía en una prostituta solitaria y, consecuentemente, en un caso de caridad. De hecho, a lo largo de dos días fueron muchas las personas -incluyendo periodistas de la sección de servicio público de sus respectivos periódicos- que pasaron por la sala en busca de "chicas perdidas". Dado que nadie la reconoció, Nellie Bly fue finalmente embarcada junto con otras mujeres, ninguna de ellas demente en apariencia, pero todas solas y pobres, en un bote que las llevó al psiquiátrico de Blackwell's Island (22).

El examen de ingreso fue llevado a cabo por otro "especialista" que, sin hacerle el menor caso, se limitó a entallarla para luego cumplimentar con exquisito rigor los formularios mientras flirteaba con la enfermera. El procedimiento se repitió exactamente igual con el resto de sus compañeras (22). A partir de ese momento, el trato no dejó de ser vejatorio en todos los sentidos, especialmente por parte de las enfermeras, y queda resumido en la Tabla 1. Resulta digno de mención el hecho de que durante los diez días que Nellie Bly pasó en la institución no recibió ni una sola sesión de cualquier cosa parecida a un posible tratamiento, si exceptuamos la escasa atención que los médicos -que rara vez hablaban con las pacientes debido a que las enfermeras impedían de manera activa cualquier acceso a ellos- prestaban a alguna de las internas que diera muestras de estar enferma.

 

 

Las pacientes salían de paseo al jardín de la institución tan solo una vez a la semana. Fue durante el único paseo que Nellie Bly dio a lo largo de su estancia que pudo hacerse una idea completa del funcionamiento del manicomio. De hecho, parecía existir alguna clase de gradación en el trato, que iba desde el medianamente razonable que recibían las pacientes menos conflictivas al absolutamente degradante que se proporcionaba a las internas más demenciadas, violentas o supuestamente peligrosas. De las casi 1600 internas del Asylum, las más indómitas eran recluidas en un módulo especial e independiente conocido como "The Lodge" (la portería o conserjería), un lugar oscuro, sucio y humillante que las más experimentadas del centro le desaconsejaron ver. Las pacientes internadas allí paseaban formando parte de la "gang rope" (banda de la soga): "Una larga cuerda se enrollaba alrededor de unos cinturones de piel, y estos cinturones se cerraban alrededor de la cintura de las cincuenta y dos mujeres. Al final de la cuerda había un pesado carro de hierro y, en él, dos enfermeras [...]. Las mujeres de 'la cuerda', como las llamaban las otras pacientes, estaban totalmente ocupadas en sus propios trastornos. Algunas gritaban todo el tiempo" (22).

Finalmente, estas y otras experiencias dramáticas asustaron a Nellie, que decidió reducir el perfil de sus constantes protestas a fin de no correr riesgos. Dado su buen comportamiento, el Dr. Ingram -probablemente el único de los médicos del manicomio al que no logró engañar del todo- optó por transferirla a un módulo más tranquilo, el menos degradado del psiquiátrico, la "Sala 7". En él las pacientes podían escuchar música, estaban mejor alimentadas y vestidas, y recibían visitas. Nótese la importancia de este detalle, típico de la dinámica de estas instituciones: aun intuyendo que Nellie no era una "loca" y no debía estar allí, Ingram no la redimió, sino que se limitó a aliviar su reclusión, de la que solo la liberaría Peter A. Hendricks, uno de los abogados del The New York World. Por ello mismo, Nellie concluiría: "El manicomio de Blackwell's Island es una ratonera humana. Es fácil entrar, pero una vez allí es imposible salir" (22).

 

Epílogo

La publicación de los reportajes de Nellie -así como el posterior libro re-copilatorio, que fue un rotundo éxito de ventas- generó un enorme revuelo que concluyó en una investigación del Gran Jurado presidido por el ayudante del fiscal del Distrito de Nueva York, Vernon M. Davis. Tras un nuevo relato de su historia, Nellie acompañó a los veintitrés componentes de la comisión investigadora en una visita al asilo de Blackwell's Island: "Algunas de las enfermeras fueron interpeladas por el jurado con respecto a mi historia, siendo sus testimonios contradictorios entre sí. Reconocieron que habían previsto la visita y habían hablado con el doctor [Dent, el superintendente del centro]. Dent indicó que no tenía modo de explicar de forma positiva por qué el baño estaba frío o de determinar el número de mujeres con las que empleaba la misma agua. Sabía que la comida era de muy mala calidad, pero achacó el problema a la falta de fondos. Si las enfermeras eran crueles con las pacientes, ¿tenía él alguna forma de averiguarlo? No, no la tenía. Dijo que todos los médicos no eran competentes, pero que ello se debía también a la falta de medios para contratar buenos profesionales" (22).

Sorprendentemente, cuando los componentes del jurado visitaron las instalaciones, todo se mostró limpio y en perfecto estado de revista, habiéndose despedido también a alguna que otra enfermera especialmente conflictiva. De hecho, algunas de las pacientes interpeladas por los miembros de la comisión explicaron que desde la estancia de Nellie en el centro todo había mejorado: trato, comida y atención médica. Incluso alguna de las compañeras de encierro a las que la periodista reconoció como mentalmente apta había "desaparecido" misteriosamente, de suerte que no pudo ser interrogada.

Los únicos consuelos que Nellie Bly encontró para paliar su dramática experiencia fueron, primeramente, el hecho de haber logrado despertar la conciencia pública estadounidense en torno a un problema que hasta entonces se había ignorado de manera sistemática; y, en segundo término, la concesión de un millón de dólares por parte del Estado de Nueva York para la mejora de las condiciones de los psiquiátricos. No sirvió de mucho. A la par que servía como centro de realojamiento para los inmigrantes de Ellis Island, el asilo siguió durante años envuelto en toda clase de sospechas y rumores, aunque se fue trasladando a las pacientes, poco a poco, a las nuevas instalaciones psiquiátricas que se fueron abriendo en la ciudad (24). En 1901 dejó de ser manicomio para ser reconvertido en Hospital Metropolitano, ofreciendo sus servicios médicos hasta el cierre definitivo de las instalaciones en 1955. Actualmente, aún puede visitarse el cuerpo central del edificio, conocido popularmente como "The Octagon", pues tras décadas de ruina fue recuperado y reconvertido en el núcleo de un complejo de apartamentos de lujo (23).

 

Bibliografía

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Dirección para correspondencia:
Francisco Pérez Fernández
fperez@ucjc.edu

Recibido: 28/06/2016
Aceptado con modificaciones: 28/10/2016

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