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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría
versão On-line ISSN 2340-2733versão impressa ISSN 0211-5735
Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.37 no.131 Madrid Jan./Jun. 2017
CRITICA DE LIBROS
A través del desierto de los tártaros
Through the desert of the Tartars
Andrés Porcel Torrens
Departamento de Salud Valencia-Dr. Peset, Servei Valencia de Salut, Valencia, España.
porceltorrens@hotmail.com
Ricardo CAMPOS, Ángel GONZÁLEZ DE PABLO (coords.) (2016), Psiquiatría e higiene mental en el primer franquismo, Madrid, Los Libros de la Catarata. ISBN 978-84-9097-222-9, 206 páginas.
La victoria en la Guerra Civil permitió abrir en el bando de los triunfadores la aspiración a emprender una verdadera transformación del Estado y de toda la sociedad. Aún sin seguir un programa explícito, en palabras de Payne, "el régimen franquista emprendió la política cultural más tradicionalista, verdaderamente reaccionaria, de los estados occidentales del siglo XX sin excepción" (1). Dicha política se fundamentaba en el deseo de regresar a una etapa anterior al nacimiento del liberalismo español, más de un siglo atrás, y sobre todo en el propósito de anular todas las reformas emprendidas en el período republicano, tenidas por la expresión máxima de una tradición cultural que se entendía ajena a las esencias de la patria.
Sin embargo, ni el régimen de Franco se sustentaba en una fuerza uniforme -ejército, iglesia, tradicionalistas, falangistas y el amplio abanico de las derechas-ni las formas que adoptó a lo largo de su desarrollo fueron homogéneas, variando tanto en función del equilibrio entre los grupos de poder como, sobre todo, en respuesta a los cambios en el contexto internacional. Así, en los primeros años cuarenta se adoptaron modos fascistas que, con la derrota de Alemania e Italia, fueron abandonándose -sin renunciar a ellos de forma explícita- para abrazar el nacionalcatolicismo de los años cincuenta y la tecnocracia y el militante apoliticismo de la década de los sesenta. Más allá de cualquier cambio aparente, dos supuestos básicos se mantuvieron inamovibles: la determinación radical de mantener el espíritu del triunfo bélico frente a las tentaciones de reconciliación, y la vinculación de la supervivencia del propio régimen a la de la figura del dictador.
Desde el primer momento de la sublevación, el anhelo de ruptura con los años republicanos se tradujo en el exterminio o la purga sistemática de todo aquel que se considerase mínimamente vinculado al régimen derrocado. En el ámbito de la cultura, y especialmente en la universidad, las consecuencias de esta purga llevaron a la desaparición física o al exilio de muchas de las figuras más significativas. Muchos de los que quedaron en España fueron desposeídos de sus cargos y empujados a un exilio interior, renunciando a cualquier expresión pública. En psiquiatría, Mira i López, Rodríguez Lafora o Ángel Garma abandonaron el país, mientras Sacristán o Bartolomé Llopis permanecieron alejados de sus anteriores cargos, sobreviviendo en condiciones material y moralmente precarias. Los psiquiatras vinculados al bando victorioso fueron reconocidos como los nuevos líderes de la especialidad, como fue el caso de Antonio Vallejo Nágera, Juan José López Ibor, Ramón Sarró o Francisco Marco Merenciano, todos ellos con carreras iniciadas en los años anteriores al conflicto. En su intención de refundar una nueva psicología apta para el ser espiritual de los españoles, renegaron de toda herencia de los años previos a la guerra, abriendo así un período que Comelles -parafraseando a Buzzati- bautizó como "el desierto de los tártaros" (2), una etapa tan dilatada como raramente atendida por los investigadores.
De hecho, los estudios históricos sobre la psiquiatría en el franquismo -y especialmente en las primeras décadas del régimen- no son abundantes. Algunos aspectos concretos, como las tentativas de Vallejo de categorizar al marxista como enfermo mental, la evolución de algunos conceptos psicopatológicos, el desarrollo de instituciones emblemáticas o la difusión del psicoanálisis se han abordado específicamente, pero son muy pocas las monografías centradas en esta etapa. Otros aspectos de gran interés, como la fundamentación doctrinal de la psiquiatría, la praxis terapéutica o la organización asistencial han sido escasamente abordados. Y menos aún lo ha sido una idea esencial, la de las continuidades entre la psiquiatría anterior al conflicto y la que pretendió renacer renovada tras el mismo. No puede olvidarse que los fundamentos teóricos y la formación -básicamente de raíz alemana y francesa- eran comunes a los profesionales alineados en uno y otro bando, y que, más allá de las figuras más significadas, un buen número de psiquiatras continuó trabajando en el país al terminar la guerra, determinando una continuidad en la praxis más allá de las proclamas de renovación nacionalista tan fervorosamente reiteradas en los primeros años del franquismo.
El libro Psiquiatría e higiene mental en el primer franquismo aspira precisamente a explorar y a comprender los procesos de ruptura y continuidad que condicionarían el desarrollo de la psiquiatría española de las décadas siguientes. Coordinado por Ricardo Campos y Ángel González de Pablo, reúne seis trabajos que analizan las bases legislativas del modelo asistencial y de la defensa social frente a la peligrosidad de la locura, la teoría psiquiátrica oficialista en los primeros años de posguerra, el modelo de asistencia ambulatoria y de promoción de higiene mental, la pervivencia del psicoanálisis y la descripción de las prácticas cotidianas en una institución concreta, el Manicomio Nacional de Leganés.
En el primer capítulo, titulado "El modelo de atención psiquiátrica en el primer franquismo: rupturas y continuidades", Rafael Huertas aborda la vigencia durante toda la Dictadura del decreto de atención a los enfermos psíquicos del 3 de Julio de 1931, un texto legislativo nuclear en la reforma psiquiátrica republicana. En el decreto, la peligrosidad social se convirtió en el criterio fundamental para el ingreso involuntario, y la figura del psiquiatra adquirió todo el control para ejercer una práctica que encerraba -aún en contra de las intenciones con que fue redactado- un evidente riesgo autoritario, lo que permitió su acomodación a los usos asistenciales de los años de posguerra. También Ricardo Campos, en el capítulo cuarto, incide en la pervivencia de la Ley de Vagos y Maleantes de 1933 durante cuarenta años. Una ley que se sustentaba en el concepto de peligrosidad predelictual que favoreció inevitablemente la patologización de conductas y de condiciones sociales, y que fue acogida en el franquismo como "excelente tanto en el campo jurídico como en el psiquiátrico", donde tenían cabida "un extenso sector de psicópatas sociales peligrosos y delincuentes", como señalaba el manual Psiquiatría jurídica penal y civil, de Codón y López Sáiz, varias veces reeditado durante esa etapa. El trabajo de Campos confronta las ideas de peligrosidad y defensa social frente al trastorno mental en los años republicanos con su evolución en los años de posguerra, en que fue adoptando una deriva autoritaria que culminó en la caracterización patológica del adversario político insistentemente sostenida por Vallejo Nágera. Esta postura fue suavizándose tras la Segunda Guerra Mundial, abriéndose a la idea de la acción recíproca entre el ambiente y la constitución biopsíquica en la explicación de las conductas desviadas. Sin embargo, como señala el autor, el discurso sobre la peligrosidad terminó siendo una mera justificación de la represión.
En cuanto a los modelos asistenciales, aunque los organismos creados durante la Segunda República para desplazar el centro de la atención psiquiátrica desde el manicomio hacia los aspectos profilácticos y la atención ambulatoria fueron derogados tras la guerra, las intenciones proclamadas fueron notoriamente semejantes. Rafael Huertas señala las similitudes entre una ponencia presentada en 1934 y un artículo de 1943 en la revista de Falange Ser en las que, más allá de la retórica nacionalista, las propuestas terapéuticas son esencialmente similares. A pesar de señalar estas coincidencias, y tras comparar el desarrollo de estas propuestas en una y otra etapa, Huertas concluye que "en el ámbito de la asistencia psiquiátrica, la diferencia fundamental, que sí supone una ruptura incuestionable, es la falta de voluntad política del Nuevo Estado para organizar una atención a los sujetos con trastornos mentales digna y eficaz".
Ángel González de Pablo presenta en "La teoría psiquiátrica durante el primer franquismo" una exposición sistemática de las aportaciones teóricas publicadas en esa etapa. Aunque la guerra acabó con la publicación de los Archivos de Neurobiología, desde bien pronto figuras destacadas del nuevo régimen como López Ibor o Sarró dirigieron nuevas publicaciones, cuyos contenidos, salvando diferencias ideológicas, son similares a los de las revistas de los años prebélicos. El autor distingue tres grandes polos de referencia que mediatizaron la producción psiquiátrica: las penurias de la posguerra, la ideología católica y la preocupación por lo endógeno. En el primero destacan el brillante trabajo de Bartolomé Llopis sobre la psicosis pelagrosa -y sus inferencias sobre el síndrome axial común en estos trastornos- y las numerosas publicaciones de Vallejo destinadas a demostrar la condición constitucionalmente psicopatológica del marxista en la tradición lombrosiana del "criminal nato", trabajos que tuvieron una importante proyección en la conformación de la psiquiatría criminal de aquellos años. Por su parte, la aspiración de crear una psicología específicamente católica se sitúa tras la atención dedicada a dos autores: Jung -en quien se quiso ver una superación metafísica del psicoanálisis- y Von Weizsäcker, cuya obra introdujo en la patología psicosomática una visión espiritualista. Su influjo fue determinante en López Ibor, que orientó su trabajo tanto hacia la identificación de los mecanismos subyacentes a lo psicosomático -aunque las aportaciones de Rof Carballo en este sentido fueran más concluyentes-como a una perspectiva trascendente de la enfermedad y la psicoterapia emparentada con el "camino de perfección" cristiano en una medicina que atiende cuerpo, alma y espíritu con un sentido profundamente religioso. Finalmente, el análisis existencial culminó los esfuerzos de los psiquiatras del franquismo por superar los presupuestos freudianos desde la integración de la fenomenología y las visiones más heterodoxas del psicoanálisis. Aunque su desarrollo corresponde a una etapa más tardía, estos primeros años fueron fundamentales en su gestación. González de Pablo también insiste en el interés subyacente en definir una psicopatología de los procesos endógenos como una forma de desvincular la enfermedad de cualquier aspecto familiar, biográfico o social, y de desligarla por tanto de un entorno marcado por el hambre, la pobreza, la represión y el miedo. El capítulo consigue brindar en pocas páginas una perspectiva íntegra de las preocupaciones principales de la psiquiatría de posguerra, con una capacidad de síntesis y de sistematización que facilita al lector un mapa para orientarse en cualquier otra posible aproximación a la literatura especializada del período.
En el tercer capítulo, Enric Novella aborda la evolución de la higiene mental en España desde sus inicios en 1917 hasta el año 1959. El desarrollo de este movimiento se enmarca en el ideario regeneracionista propio del arranque del siglo XX, volcándose en la puesta en marcha de iniciativas legislativas y en la denuncia del estado de los manicomios, y culminando en los años republicanos con más de 500 actos públicos promovidos desde la Liga Española de Higiene Mental. Su orientación apuntó tanto al perfeccionamiento de la salud mental de los ciudadanos como a la creación de recursos asistenciales fuera del manicomio y dirigidos a una población mucho más amplia. En la primera etapa del franquismo, psiquiatras como Lopez Ibor o Marco Merenciano se apropiaron del discurso de la higiene mental para subrayar los presuntos efectos salutíferos de los principios ideológicos del nuevo régimen en la salud mental colectiva y para proponer medidas eugenésicas en sintonía con los principios de la higiene social más dura de las primeras décadas del siglo. Desde los años cincuenta, y encabezados por Sarró, los discursos fueron ya asimilándose a la ortodoxia de la Federación Mundial de Salud Mental, a la que España se adhirió en 1951. Si bien las instituciones prebélicas cesaron toda actividad en 1939, la construcción de dispensarios de higiene mental se reanudó con un decreto de 1943 a ritmo muy lento, llegando apenas a la treintena en 1960, aunque en condiciones tan precarias que fueron denunciadas en un informe ante la OMS en 1963.
Aunque en 1941 Vallejo acusase al psicoanálisis de "haber servido de poderosa palanca para fomentar la revolución mundial marxista, para inmoralizar y destruir la sociedad cristiana", la oposición a éste durante el período franquista fue más de forma que de contenido. Silvia Lévy describe en el capítulo quinto del libro los procesos de asimilación del psicoanálisis por la psiquiatría franquista. Si bien tras los excesos retóricos iniciales se reconoció la herencia psicoanalítica, ello se hizo a través de la aproximación a autores como Jung y Adler en oposición al propio Freud, cuyas ideas chocaban con la ortodoxia católica juzgada como consustancial al espíritu español. La autora aborda en este capítulo el proceso de tecnificación del psicoanálisis y su utilización en la medicina forense. Partiendo del examen del Manual de Psicología Jurídica de Emilio Mira (1932), en el que el psicoanálisis se plantea como un instrumento para penetrar en el inconsciente del delincuente y determinar las motivaciones últimas del delito, se examina la obra de Vallejo dedicada a la detección de los simuladores de enfermedad. Los presupuestos establecidos por Mira y Camargo en los años treinta se repitieron en la psiquiatría forense del franquismo sin variaciones importantes, incidiendo en pruebas como las asociaciones verbales formuladas casi como una forma sofisticada de interrogatorios. Sin embargo, más allá de las formulaciones teóricas, su aplicación en la práctica fue excepcional.
Ana Consiglieri, Olga Villasante y Paloma Vázquez de la Torre ofrecen en el último capítulo del libro una investigación sobre las prácticas terapéuticas cotidianas a partir del análisis del Manicomio Nacional de Leganés en los primeros años cuarenta. La institución fue dirigida en esos años por Manuel Peraíta, neuropsiquiatra de formación alemana apoyado por López Ibor. Sus deseos de reforma y mejora de la institución chocaron con la depauperación general del país y la falta de inversión, con la escasez de personal, con el regreso de las órdenes religiosas tras la contienda y con la anulación del programa de formación de personal auxiliar en los manicomios. Todo ello se tradujo en un incremento de la tasa de mortalidad respecto a la registrada en los años treinta. En las terapias utilizadas se describen las de tipo biológico junto a una laborterapia que muy probablemente se ciñese en la práctica a la realización de tareas de mantenimiento y limpieza por los propios pacientes. La piretoterapia fue cediendo terreno en favor de los choques, de cardiazol o insulínicos, que no obstante se utilizaron en menos del 15% de los pacientes. El electroshock fue desde su incorporación la técnica más utilizada, y cabe reseñar que el propio Peraíta practicó diez leucotomías. Nada como una mirada a la praxis revela la distancia abismal entre la retórica de la psiquiatría oficial y la oscura realidad cotidiana.
La comprensión de los flujos del conocimiento y las actividades humanas se resiste a las acotaciones artificiales y a las simplificaciones. Ningún cambio puede entenderse como un proceso definido de antemano, sino como el resultado de la evolución de factores inherentes al propio cuerpo de conocimiento y a su interacción con las sociedades en las que se produce. En este sentido, este libro consigue señalar y hacer comprensibles las tensiones que se sitúan tras las pretensiones de refundación de la psiquiatría en los momentos siguientes al final de la guerra civil. El texto arroja luz sobre uno de los períodos peor conocidos de la psiquiatría española, lo que lo hace especialmente pertinente. Y además tiene algunas de las mejores virtudes que de una obra histórica se pueden esperar: despierta en el lector la necesidad de conocer más; une al rigor la amenidad y consigue, a pesar de su composición coral, dar una impresión unitaria, congruente y completa del período abordado. Otras tensiones, otras rupturas y otras continuidades acompañan, y seguirán haciéndolo, al quehacer psiquiátrico a lo largo del tiempo. Ojalá tengamos la fortuna de encontrar de nuevo obras que lleguen a explicarlas con tanto acierto como esta.
Bibliografía
(1) Payne SG. El régimen de Franco. Madrid: Alianza Editorial, 1987. [ Links ]
(2) Comelles JM. La razón y la sinrazón. Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias, 1988. [ Links ]