“Es dócil”. Principal “fortaleza” del paciente identificada en un plan individualizado de atención.
“No me permiten ni decidir la compra de una máquina de afeitar o una cafetera… si me opongo, enseguida me amenazan con ir al juez y meterme en un centro de por vida…”
“Sujeción si procede”. Orden médica.
28 de marzo de 2006, Residencia San Lorenzo de Brindis de Massamagrell (Valencia): Mueren cinco internos en un incendio, atados a la cama y encerrados con llave1.
La defensa de los derechos de las personas con enfermedad mental forma parte de las señas de identidad de la AEN-Profesionales de Salud Mental. La firma en 2016 del manifiesto de Cartagena en contra de la coerción en salud mental (1) marcó el inicio de un camino que podría tener como objetivo la supresión de estas prácticas y la reparación de las personas que las han padecido. Poner las prácticas coercitivas en la agenda pública implica la necesidad de plantear cambios profundos tanto en la práctica asistencial como en la vida social. La coerción es sólo un aspecto de la parte emergente de un gran iceberg. Otros aspectos relacionados con las estructuras sociales, las actitudes, la ideología y la desigual distribución del poder también tendrán que ponerse sobre la mesa. Sin tomar en consideración todos estos cambios en el contexto, el efecto de legislaciones útiles y necesarias que busquen impedir la sujeción mecánica y otras formas habituales de coerción puede quedar anulado o muy lejos de lo pretendido.
“Policías de la mente”
En el diccionario, la coerción se define como la “presión ejercida sobre alguien para forzar su voluntad o su conducta”, y es equivalente a “represión, inhibición, restricción”. Aquellos que tienen poder usan la coerción como una de las estrategias para actuar sobre aquellos que no lo tienen. Es una estrategia de control social. En los servicios asistenciales, las prácticas coercitivas no son precisamente infrecuentes. Graham Thornicroft y Michele Tansella han señalado que las prácticas de salud mental incluyen tanto el control social como la facilitación del desarrollo de una vida autónoma para las personas con enfermedad mental (2). Forman parte de sus prácticas tanto aquellas que ayudan a la “recuperación” de una vida que merezca la pena ser vivida como el hecho de atar a una persona a una cama durante horas o días. No es extraño que, en relación con esta función de control social de la “desviación”, a los psiquiatras se les haya calificado de “policías de la mente”.
Son prácticas coercitivas visibles los ingresos involuntarios, la reclusión en una habitación de aislamiento, la sujeción mecánica, el uso forzado de medicación o la utilización de dosis por encima de los valores recomendados. Otras son más sutiles: los premios y los castigos para obligar a comportamientos deseados por los profesionales (como prohibir las visitas de los familiares o las llamadas de teléfono si el paciente se porta mal, o dar un cigarro o un permiso de salida si se porta bien), la imposición de acudir a consulta o a inyectarse un medicamento depot bajo la amenaza de un ingreso, las destrezas prescriptivas basadas en el uso de órdenes, las presiones y el control al que se somete a personas curateladas por los servicios sociales, etc. Todas son prácticas habituales.
Su frecuencia en la asistencia habla de su amplia aceptación como prácticas adecuadas o deseables. Sin embargo, cuando estas prácticas coercitivas se examinan a la luz pública se muestran como claramente controvertidas. Son defendidas, se supone que desde el punto de vista de la evidencia, como herramientas terapéuticas necesarias, y son objeto de denuncia, desde el punto de vista de la ética, como ejemplos de prácticas inhumanas. Evidencia y ética entran en conflicto. De este modo, y aunque la ética debería tener prioridad (2), lo cierto es que la ética y el control social son difíciles, si no imposibles, de conjugar en la práctica. Es difícilmente compatible trabajar por la autonomía personal y obligar a tomar un medicamento: un conflicto manifiesto que, desde el punto de vista de aquellos con menor nivel de poder, pone en evidencia el ejercicio del dominio y la violencia profesional.
Por otra parte, aunque la evidencia sobre las prácticas coercitivas es muy escasa, la existente ha ayudado a limitar algunas de ellas. En nuestro entorno, es el caso del tratamiento ambulatorio involuntario (TAI) o de la reforma Gallardón del Código Penal. El hecho de haber podido frenar estas regresiones legales a pesar de las intensas presiones para instaurarlas muestra que la oposición pública a prácticas antiéticas, incluso en un contexto sociopolítico autoritario que mantiene importantes barreras a la libertad de expresión e impide al derecho a decidir, puede tener éxito, y que la “policía de la mente” puede quedar confinada en sus cuarteles.
El contexto
Los contextos de la coerción en salud mental pueden plantearse, al menos, en dos niveles: un nivel macro (político, social y cultural) y otro micro (lo que sucede en los dispositivos asistenciales). Como es lógico, ambos niveles se influyen mutuamente.
En relación con el nivel macro, la coerción es parte de un conjunto de estrategias de control que se asocian con el estigma, el autoestigma, la discriminación y la exclusión de las personas con enfermedad mental. Estas actitudes y comportamientos son las que validan de forma lógica y aparente el uso de las prácticas coercitivas. La atribución de peligrosidad y/o de incapacidad a las personas con enfermedad mental ha justificado legislaciones “preventivas” en diferentes sistemas políticos. Sin esta atribución, prácticas como el TAI o un internamiento sin límites serían difíciles de justificar. A su vez, las prácticas coercitivas refuerzan el estigma, el autoestigma, la discriminación y la exclusión, configurando un “círculo vicioso”. Ambos aspectos, coerción y estigma, requieren y aseguran el mantenimiento del dominio de los profesionales sobre los pacientes. Este contexto macro impregna los microcontextos en los que se originan y mantienen los comportamientos y actitudes coercitivas en los dispositivos asistenciales o residenciales o en un sistema local de dispositivos de salud mental.
Se ha sugerido que el uso de prácticas coercitivas en un dispositivo social o asistencial se basa en una compleja interrelación de factores culturales y organizativos más que en los síntomas del paciente: una conducta concreta de un paciente que se interpreta de forma, más o menos exacta, como amenazante, y de cuyo origen inmediato o remoto no se habla, despierta en un profesional o conjunto de profesionales una serie de recuerdos de experiencias similares, personales o no, así como una visualización de las respuestas que se esperan del profesional y de las críticas que recibirá por parte de sus iguales y sus superiores. El profesional, pues, es consciente de que sus decisiones son observadas y evaluadas (3). En esta situación, su planteamiento ético puede influir poco en su actuación concreta (“no me gustó atarlo, pero fue inevitable”). Ante una conducta de agitación o violencia (una paciente lanza sillas contra la mámpara de metacrilato del box de enfermería), las respuestas son muy variables en diferentes culturas asistenciales. La cultura de la institución hará más o menos frecuentes prácticas como atar y aislar ante situaciones de desobediencia sutil de “reglas” como fumar cuando no toca, protestar por la comida o no levantarse para desayunar. El clima ético que domina en la institución y el poder de “quien manda aquí” (profesionales sobre pacientes, médicos sobre enfermeros, enfermeros sobre auxiliares) son determinantes. Estigma, exclusión y poder interpersonal son los contextos de las prácticas coercitivas.
Por otra parte, estigma, exclusión y poder interpersonal no solo sirven para justificar las prácticas coercitivas, sino para ocultar las dificultades sociales y vitales que están en el origen y la evolución de los problemas de salud mental. Debido a ello, la coerción se relaciona con el escamoteo de la persona, esto es, requiere un etiquetado que deshumanice, ya que sin la deshumanización se hace muy difícil de aplicar. Veamos un ejemplo. Un chico que padeció maltrato en su hogar y en el instituto durante su infancia no puede hacer frente a las exigencias de los estudios y no encuentra trabajo. Su única pasión son los videos de lucha y su vida de aislamiento es objeto de una crítica constante. Sufre un episodio psicótico con alucinaciones e ideas de persecución por el que es ingresado. No se siente enfermo y no quiere ni estar hospitalizado ni tomar medicamentos, pero todo el mundo “sabe” ya que es un esquizofrénico al que le gusta la violencia. En la sala del hospital se “rebela”, dice que “no” y tiene que ser sujetado e inyectado. Cuando contrapone sus puntos de vista a la visión de los profesionales y la familia, el problema es que “en la esquizofrenia no hay conciencia de enfermedad”, y que “un esquizofrénico es peligroso”. Esquizofrenia, peligrosidad y falta de conciencia de enfermedad son los elementos clave para su “asistencia” a partir de ahora. Su “tratamiento integral” consiste en antipsicóticos depot y sesiones de psicoeducación a las que no puede faltar. El maltrato, la hostilidad, la crítica, la situación de tensión y falta de expectativas personales, el estrés experimentado, la falta de vivienda y de ingresos económicos, así como la cobertura de sus aspiraciones y necesidades personales ya no forman parte de su vida. En este sentido, el “tratamiento integral” no tiene nada que ver con una relación de ayuda.
Pero, la coerción ¿es útil?
De acuerdo, hay serias dudas éticas sobre las prácticas coercitivas, pero ¿ayudan? Podría pensarse que son útiles porque los profesionales saben a ciencia cierta lo que más le conviene al paciente. Pero la historia de la psiquiatría no valida precisamente este argumento. No podemos olvidar tratamientos que se aplicaron en instituciones psiquiátricas como los comas insulínicos, la lobotomía, etc., ni las claras violaciones de los derechos humanos que se practicaron durante años para “la mejora” de la enfermedad mental. Por otra parte, el hecho de que el uso de antipsicóticos se asocie tanto a una disminución a corto plazo de parte de los síntomas como con graves efectos adversos a medio y largo plazo e incluso con una evolución clínica y socialmente adversa a largo plazo (4), habla de la prudencia que hay que tener a la hora de recomendar o imponer, bajo pena de hospitalización, un determinado tratamiento “integral”.
Se han planteado dos posibles funciones terapéuticas para las practicas coercitivas: como métodos que permiten la aplicación tratamientos que se suponen beneficiosos al evitar recaídas y rehospitalizaciones, y como métodos de control de la agitación y de la violencia. En ambos casos es necesario hablar de evidencia, pero, claro, de una evidencia recogida sobre motivos que sean justificables. En el caso de prácticas no justificables éticamente, ilegales o ilegítimas, lo que procede es denunciarlas (5) como prácticas que se derivan directamente de actitudes de control y dominio sin una función teóricamente útil para los pacientes: atar para que no se alborote la planta, para evitar tener que proporcionar una atención o vigilancia presencial o para castigar un comportamiento considerado ingrato o insuficientemente sumiso con el personal, etc.
En cuanto a la evidencia, el proyecto EUNOMIA ha cifrado la aplicación de aislamiento, sujeción mecánica o tratamiento médico forzoso en un 37,9% de los pacientes en las primeras 4 semanas de hospitalización psiquiátrica involuntaria (6,7). No obstante, y pese a su frecuencia, la evidencia sobre la utilidad de estas prácticas es inexistente o negativa. En una revisión Cochrane, Sailas y Fenton (8) no encontraron estudios controlados que avalaran la efectividad del aislamiento y la sujeción mecánica en el tratamiento y manejo de los comportamientos disruptivos y violentos en personas con enfermedad mental grave. Pero, además, esta ausencia de evidencia contrasta con los informes de los graves efectos adversos de estas intervenciones. Así, por ejemplo, ensayos controlados sobre la efectividad del TAI en comparación con atención voluntaria o altas con supervisión breve han mostrado que el TAI no tiene efecto sobre la disminución del uso de servicios (rehospitalizaciones), el funcionamiento social o la calidad de vida de los pacientes (9,10).
Junto a la falta de evidencia y a los graves efectos adversos del aislamiento y la sujeción mecánica –incluyendo la muerte– y a la falta de efectividad de los tratamientos médicos forzosos en las psicosis, la coerción destruye la relación terapéutica y exacerba los sentimientos de pérdida de poder, sentido de autoeficacia y autoestima que la persona con sufrimiento psíquico experimenta desde el inicio de su proceso, lo que, a su vez, favorece la tristeza, la desesperanza y la paranoia (11). Si no somos capaces de dar respuesta al sufrimiento psíquico más que con la coerción, la persona afectada se encontrará sola ante sus dificultades y nos apartará de la posibilidad de caminar conjuntamente con ella.
Combatir la coerción requiere un cambio de paradigma
El modelo de la figura 1 muestra un reforzamiento bidireccional entre la dimension de la coerción y la del estigma, el autoestigma y la exclusion, dependiendo ambas dimensiones de una dimensión subyacente de control social y poder interpersonal.
La estructura de este modelo sugiere que, sin cambios en los contextos actitudinales que les sirven de base (estigma, exclusión, poder interpersonal), los cambios que –haciendo frente a una gran resistencia– se introduzcan para disminuir las prácticas coercitivas pueden ser útiles para sacar a la luz pública problemas éticos significativos y, posiblemente, desincentivar su uso en algunos casos, pero tendrán un efecto globalmente débil en la realidad de la asistencia. Se puede mostrar la inoperancia de la coerción en la “práctica clínica habitual” e incluso denunciar sus efectos negativos (atribuyéndoles hechos luctuosos) y el aumento del estigma e inducir cambios legislativos basados en la peligrosidad y la salida de los cuarteles de la “policía de la mente”. La reforma del Código Penal de 2014, que preveía la posibilidad de reclusiones involuntarias basadas en la presunción de un riesgo, no llegó a ser aprobada por la resistencia mostrada por los representantes de los usuarios y familiares y de la AEN-PSM. Sin embargo, la presión del estigma continúa, y el Comité de Bioética del Consejo de Europa volvió a reactivar en 2015 estas argumentaciones (12). Sin combatir el estigma y el poder profesional de forma eficaz, la presión para mantener o aumentar las prácticas coercitivas no desaparece.
Como señala el “Informe del Relator Especial de la ONU sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental” de 2017 (13), el modelo de control social/poder-estigma-coerción exige que las reformas se den dentro de un cambio global de paradigma, esto es, rompiendo con un modelo biomédico y socialmente autoritario2. Este cambio incluye la reparación (14), la participación y el control del tipo de asistencia por parte de las personas afectadas, la ayuda mutua y su facilitación pública, los dispositivos alternativos de atención en crisis y de vivienda, la potenciación de la atención domiciliaria y comunitaria fuera de las paredes de los dispositivos sociales y sanitarios, la formación psicoterapéutica de los profesionales, etc., y, por supuesto, el control público de los procedimientos de coerción. En este sentido, hay experiencias cada vez más numerosas que, al menos, nos dan esperanza.