Introducción
Durante algún tiempo se ha considerado el trastorno límite de personalidad (a partir de ahora TLP) como una de las psicopatologías de moda, como un trastorno que ocupa a muchos profesionales de la salud mental y que, según los defensores de la etiología social de las enfermedades (1-5), viene influido por los cambios en el modo de enfermar como respuesta a las transformaciones en que la sociedad actual se ve inmersa. Algo característico de nuestra cultura de hoy tiene que estar actuando para que esta sea la época borderline, como la de Freud fue la época de la histeria. Podría entrar en las que se han dado en llamar patologías actuales, alteraciones de nuevo cuño que empiezan a surgir con el devenir de la cultura y la evolución tecnológica. Como señala Rodríguez Cahill (6), la patología emergente es la identitaria, aquella en la que la definición de la propia identidad queda en entredicho o está distorsionada, destacando las personalidades narcisistas, antisociales y límites como las más prevalentes, fruto de los cambios sociales a los que hemos aludido.
Aunque estemos en una época borderline, este trastorno ha existido desde hace muchos años (ya la primera descripción fue realizada por Rosse en 1890) (7), permaneciendo oculto tras otras denominaciones, otros encuadres y otras concepciones, lo cual ha contribuido a que se convierta, quizá, en el trastorno que más confusión terminológica y conceptual ha suscitado y aún hoy sigue produciendo. Todo el mundo (profesionales, estudiantes e, incluso, gran parte de la población general) parece saber a qué nos referimos cuando hablamos de pacientes límite, pero ¿de verdad sabemos quiénes son y por qué reciben ese apelativo?
En resumen, los síntomas esenciales del cuadro borderline son la inestabilidad afectiva, los sentimientos crónicos de vacío, los episodios micropsicóticos, el pensamiento dicotómico del tipo todo o nada, las distorsiones cognitivas puntuales, los episodios de impulsividad y la imposibilidad para estar solo con el consiguiente miedo al abandono. Este último aspecto supone, con frecuencia, que los episodios psicóticos y las conductas impulsivas de tipo autolesivo se desencadenen como respuesta a los abandonos reales o fantaseados. No obstante, y pese a lo dicho, no todos los sujetos con TLP son iguales ni manifiestan la misma sintomatología, ya que hay tantas variedades como síntomas, según predominen unos u otros. En realidad, como señala Víctor Pérez (8) hay 256 maneras de ser un TLP, en función de la comorbilidad y del peso de los síntomas asociados.
Pero en esta exposición no nos queremos centrar en la descripción sintomatológica del cuadro TLP, sino que nos gustaría presentar lo propio o impropio de la denominación del trastorno y, también, la confusión que desde sus inicios suscita el concepto “límite”. En suma, exponemos una cuestión similar a la planteada por Peter Tyrer (9) en el título de uno de sus artículos: por qué el trastorno límite de la personalidad ni es límite ni es un trastorno de la personalidad, dado que, haciendo un estudio profundo de la historia del concepto (10), hemos observado las grandes dificultades que encierran su delimitación, su nombre y su significado.
El término límite, borderline o fronterizo no nació en 1980 con la publicación del DSM-III, como algunos estudiosos mantienen. Tal denominación fue adjudicada en sus inicios, allá por 1938, por Stern, cuando se entendía que el trastorno era un término medio entre neurosis y psicosis. Era una época en la que las clasificaciones psicopatológicas estaban en ciernes y, bajo la hegemonía del modelo psicodinámico, predominaba un pensamiento dicotómico y excluyente que presuponía que sólo existía lo neurótico y lo psicótico, mientras que el resto se relegaba a un territorio intermedio, fronterizo e indefinido. El término borderline constituía una idea territorial; es decir, se refería a cuadros clínicos situados en una tierra limítrofe o fronteriza entre otros cuadros mejor definidos. Ya mucho antes, en 1890, Rosse (7) habló de pacientes que se movían en una zona crepuscular entre la razón y la desesperación, llamándolos pacientes borderland (en tierra límite). Cancrini (11), en un supuesto diálogo con Freud, pone de manifiesto las dudas que provoca esta consideración de frontera. Así, imaginariamente, Freud dice: “Esta bendita frontera es mucho mayor que las regiones que debería delimitar. Como si para explicar la geografía se dijera que Francia es la frontera que separa los Alpes de los Pirineos”. Pero no busquen: Freud no dijo absolutamente nada sobre los pacientes que nos ocupan.
En las líneas que siguen vamos a centrarnos en dos áreas de discusión: a) El concepto: ¿cómo entendemos el TLP?, ¿a qué área pertenece?; b) El término: ¿límite de qué?, ¿es adecuado el nombre asignado al trastorno?
El trastorno límite de la personalidad como concepto
La condición borderline sigue en busca de una identidad, como los pacientes a los que acoge bajo su denominación: si estos manifiestan inestabilidad en sus áreas vitales y confusión (difusión) en la identidad, el concepto límite sufre estas mismas características por ser inestable, confuso y con una identidad en entredicho. Es algo heterogéneo, sin consistencia ni estructura interna, con manifestaciones incongruentes y conductas contradictorias no asignables a ningún cuadro específico, o, más bien, el paciente portador de estos síntomas puede ser asignado a muchos cuadros, convirtiéndose así en una especie de compendio del DSM-5. El diagnóstico límite puede convertirse en un cajón de sastre donde depositar nuestras dudas e incertidumbres sin pillarnos los dedos. Como afirmaba Knight (12), este rótulo, cuando es empleado como diagnóstico, expresa más información acerca de la incertidumbre e indecisión del psiquiatra que sobre la condición del paciente. O como más recientemente ha apuntado Akiskal (13), “el TLP, más que ser un trastorno específico de la personalidad, representa un conjunto de trastornos de la personalidad”. Asimismo, Millon (14) indicaba que “el propio término presagia problemas de definición. Por lógica, todo aquello que en principio se conoce por lindar con algo, como es natural, no puede constituir en sí mismo una entidad propia”.
Hernández Espinosa (15) definió la concepción tradicional de la personalidad límite como una personalidad fronteriza entre la neurosis y la psicosis que participa de las características de ambas sin ser plenamente ni la una ni la otra. Es decir, la considera un puente, un enlace. Lo más curioso surge cuando, ahondando en las distintas concepciones que se han tenido de ella, se observa cómo el borderline de Estados Unidos no se corresponde exactamente con la noción de estados límite de Francia o de otros países de Europa. No sólo hay diferentes significados según los autores y las concepciones teóricas, sino según el continente o, incluso, el país.
En psicopatología se tiende a separar radicalmente la perspectiva estructural de la descriptiva, plasmándose ese divorcio en el desorden que nos ocupa: nos referimos a los conceptos de organización límite y trastorno límite de la personalidad. La primera corresponde a una perspectiva estructural de corte psicodinámico, mientras que la segunda implica una formulación descriptiva. Pertenecen a modelos teóricos diferentes aunque no incompatibles, puesto que de su complementariedad se deriva una gran riqueza diagnóstica. Incluyendo estas dos nociones, a lo largo de la historia se han identificado al menos once formas diferentes de entender el concepto borderline, la mayoría de ellas coincidentes en el tiempo, derivadas de distintas herencias teóricas, relacionadas con la adscripción a distintos grupos diagnósticos o a diferentes raíces etiológicas. Hagamos un breve repaso de ellas.
a) Organización borderline de la personalidad
Como apuntamos antes, nos situamos en una perspectiva psicodinámica que aborda la personalidad como base sobre la cual se organizan los síntomas manifiestos. Así, en la organización borderline se incluyen diferentes trastornos de personalidad: personalidades infantiles, narcisistas, antisociales, esquizoides, las personalidades “como si” de H. Deutsch, y las límite propiamente dichas. Para Kernberg (16,17), promotor de esta propuesta, cualquier paciente que muestre una alteración significativa de la identidad, manifieste la puesta en marcha de mecanismos de defensa primitivos (escisión o identificación proyectiva) y mantenga el sentido de realidad presenta una organización borderline. La presencia permanente de labilidad o variabilidad de la conducta y los afectos, y los periodos de buena adaptación interrumpidos por temporadas de una adaptación deficitaria (de forma similar a lo cíclico), confiere a este trastorno la característica de “estable inestabilidad” (18) típica de lo fronterizo. Hablamos, así, de un grupo heterogéneo de personas, con variados diagnósticos psicopatológicos manifiestos pero con una base caracterológica común.
En la actualidad, esta concepción sigue vigente, tanto por la expansión de las ideas y el modelo terapéutico de Kernberg (Psicoterapia Centrada en la Transferencia) (19, 20), como por el mantenimiento del modelo estructural en manuales diagnósticos psicodinámicos como el Psychodynamic Diagnostic Manual (PDM) (21). No obstante, el sentido que adquiere el concepto de organización borderline es diferente a cómo lo utiliza el sistema DSM, en el que sólo una manifestación de esta organización recibe el nombre de trastorno límite de la personalidad.
b) Síndrome clínico definido
Este abordaje, propuesto por Gunderson y Singer (22) y por Spitzer (23), define un grupo de población más pequeño y homogéneo que el anterior, haciendo hincapié en la descripción de la conducta manifiesta más que en las características psicodinámicas del trastorno. De esta manera, se conforma como una alteración independiente y con síntomas definidos diferentes de cualquier otro cuadro. Esta concepción pretende impulsar la consideración del TLP como un trastorno que, por su gravedad e interferencia en la vida de los pacientes, debería contemplarse como una entidad nosológica del mismo rango que los trastornos bipolares o la esquizofrenia. En esta línea, algunas asociaciones de pacientes y familiares de TLP de España presentaron en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley que permitiera la adopción de medidas para definir los trastornos límite de la personalidad y lograr así su adecuado tratamiento y cobertura sanitaria pública. Esta proposición, presentada en la sesión celebrada el miércoles 12 de junio de 2002, fue desestimada. Más recientemente, el 18 de marzo de 2014, intervino en el mismo foro la presidenta de la Asociación Madrileña de Pacientes con TLP (AMAI-TLP) para solicitar que los pacientes puedan ser ingresados sin su consentimiento y para pedir colaboración en la lucha contra el estigma. El 25 de marzo de 2015 se aprobó una proposición no de ley relativa a la actualización de la Estrategia en Salud Mental donde se incluyeron distintos grupos de trabajo, uno de los cuales se dedica a trabajar en el TLP.
c) Trastorno de la personalidad
La consideración del síndrome borderline como un tipo específico y separado de trastorno de la personalidad es el abordaje mantenido por la nosología norteamericana y sus seguidores. El sistema politético del DSM indica que el paciente sólo ha de cumplir cinco de los nueve criterios indicados, lo cual supone que puedan estar ausentes síntomas que otros autores consideran esenciales para el diagnóstico. Así, un paciente puede ser TLP en ausencia de ítems como impulsividad, relaciones personales inestables, esfuerzos para evitar un abandono real o imaginado o sentimientos crónicos de vacío. De esta forma, un TLP según el DSM puede no serlo para Gunderson o Kernberg.
La publicación del DSM-5 en 2013 no ha cambiado mucho el panorama: el modelo dimensional de trastornos de la personalidad que anunciaba la APA ha quedado relegado a estudios posteriores, con lo cual el diagnóstico TLP continúa con la misma categorización anterior y, en consecuencia, con los mismos solapamientos y comorbilidades.
No obstante, persiste el sonido de fondo que aboga por demostrar que el síndrome límite no es un trastorno de la personalidad; de hecho, como expone C. Sharp (24), ni siquiera cumple los criterios generales que el DSM estipula como básicos para diagnosticar un trastorno de la personalidad: no es persistente, ya que es impredecible, con altos y bajos; no es crónico, ya que tiende a remitir con el tiempo; muchos síntomas responden al tratamiento psicofarmacológico; no es egosintónico, sino que la mayoría de los pacientes buscan ayuda; no tiene su inicio en la adolescencia, sino que es en la adolescencia cuando puede empezar a mostrar los síntomas manifiestos; y, con el tratamiento adecuado, tiene buen pronóstico. Ya hace tiempo que estudios longitudinales, como los realizados por Gunderson et al. (25, 26) o Zanarini et al. (27, 28), están poniendo en entredicho la supuesta estabilidad, persistencia, cronicidad y mal pronóstico definitorios de todo trastorno de la personalidad y del TLP en particular. Así, como parece evidenciarse, si los síntomas nucleares tienden a remitir al cabo de 10 años de evolución, quizá habría que reconsiderar su catalogación como trastorno de la personalidad.
d) Atenuación de una enfermedad psicótica
Con este significado se identifica el cuadro con una esquizofrenia light, premórbida, prepsicótica o fragmentaria. Este ha sido el abordaje mantenido a lo largo de la historia, formando parte intrínseca de la evolución del concepto. Hablan de esta tendencia los antecedentes del actual síndrome límite, como la psicosis ambulatoria de Zilboorg (29), la esquizofrenia pseudoneurótica de Hoch y Polatin (30), la psicosis latente de Bychowski (31) o el carácter psicótico de Frosch (32).
e) Indicación del fracaso de la empatía del terapeuta
Este supuesto subordina el diagnóstico a la condición de analizabilidad del paciente, postura iniciada por Kohut (33) y mantenida en la actualidad por muchos profesionales, derivando en los calificativos que suelen acompañar a estos sujetos: pacientes difíciles, estresantes, conflictivos, reacios al tratamiento, que agobian, que tensan, que es preferible cualquier otro trastorno que “lidiar” con un TLP… sentimientos contratransferenciales que, en algunos casos, contribuyen al estigma que pesa sobre estos sujetos y que, en un círculo vicioso, predispone al clínico en su contra.
En 2012 se realizó en Buenos Aires una encuesta entre 216 psicólogos y psiquiatras con el fin de detectar su experiencia personal con estos pacientes y con el diagnóstico (34). Se halló que, efectivamente, los pacientes TLP despertaban sentimientos negativos en los profesionales; en concreto, preocupación, frustración, cansancio, confusión, rechazo y sensación de estar siendo manipulados.
Un año más tarde, Sansone y Sansone (35) examinaron, a través de una revisión de la literatura, las percepciones y reacciones de los clínicos hacia los pacientes borderline. A pesar de que no hallaron muestras suficientemente grandes y de que la metodología de los estudios variaba, observaron que la inmensa mayoría de las investigaciones indicaban reacciones emocionales adversas y percepciones negativas hacia estos sujetos. Para los autores, las relaciones personales complicadas que tienden a establecer estas personas provocan, por sí mismas, estas respuestas negativas, ya que los clínicos son, ante todo, humanos. Pero si seguimos este razonamiento, lo incorporamos y lo justificamos como una reacción humana, los profesionales de la salud mental estaríamos repitiendo con los pacientes límite los mismos patrones relacionales que han ido sufriendo desde hace tiempo, por lo que el pronóstico para ellos resultaría ciertamente sombrío, asegurando su certificado de intratabilidad.
f) Trastorno perteneciente al espectro afectivo
Con Akiskal como figura representativa (13, 36), algunos autores propusieron que la intensidad, labilidad y variedad de las respuestas afectivas de estos pacientes hacía pensar que su patología básica suponía los mismos problemas de regularidad emocional que los existentes en personas con trastornos del humor, constituyendo estas dificultades (nucleares en la patología límite) el signo más claro de su afiliación al espectro afectivo. Acusado por algunos autores de “afectofílico”, que tiende a sobrediagnosticar trastornos afectivos, Akiskal afirma que la depresión atípica, la personalidad borderline, la ciclotimia y el trastorno bipolar II representan manifestaciones que se solapan con un fondo común subyacente, justificable biológicamente por la respuesta semejante a los mismos psicofármacos.
g) Alteración afín al trastorno por estrés postraumático
Esta adjudicación está basada en la elevada frecuencia de antecedentes de abusos en pacientes TLP y en afinidades biológicas halladas en ambos trastornos. Puesto de relieve por Herman, Perry y van der Kolk (37), Zanarini, Gunderson y Marino (38) y Kroll (39), el síndrome borderline es concebido como la presentación disfrazada de un trastorno por estrés postraumático subyacente. De hecho, Kroll los reetiquetó como pacientes PTSD/borderline.
El trauma complejo o Trastorno de Estrés Extremo no Especificado (DESNOS) fue definido por Herman en 1992 para englobar a aquellos sujetos que sobreviven a eventos estresantes repetidos, crónicos, prolongados y de carácter interpersonal que pueden incluir abusos sexuales, físicos y emocionales en niños y niñas, negligencia o ser testigo de violencia doméstica. Este tipo de trastorno por estrés postraumático grave da como resultado la dificultad para la regulación de los afectos, impulsos y conductas, así como problemas interpersonales y de identidad, todo lo cual lo pone en contacto con los rasgos básicos del TLP (40).
Sin adscribirlo estrictamente a este grupo diagnóstico, muchos investigadores toman en consideración el elemento traumático como uno de los factores etiológicos del cuadro. Entre otros, Fonagy y sus colaboradores (41-44, entre otros) hacen hincapié en el déficit en la capacidad de mentalizar que se produce en el niño por la falta de una adecuada relación parental, bien por un problema relacional, bien por la existencia de un trauma de apego.
h) Trastorno con raíces neurobiológicas demostrables
En 1991, Siever y Davis (45) inauguraron la investigación de las bases neurobiológicas del TLP, proponiendo que los problemas de regulación afectiva y la impulsividad tenían fundamentos cerebrales evidentes. En el año 2000, Torgensen et al. (46) hallaron un 68% de heredabilidad del trastorno, lo cual, en principio, echaba por tierra todas las teorías previas sobre las causas ambientales como generadoras exclusivas del cuadro.
Estos hallazgos y el auge de las neurociencias han desembocado en la aplicación de la neurociencia evolutiva al ámbito del trastorno borderline (47). Bajo este parámetro, se le considera como un trastorno con síntomas heredables —disregulación afectiva e impulsividad, en la línea de Siever y Davis- que implican anomalías cerebrales detectables por técnicas de imagen. Estas anomalías suponen factores de riesgo que se activan por el estrés ambiental, pudiéndose incrementar su actividad ante un apoyo parental insuficiente. De esta forma, la identificación de marcadores endofenotípicos1 del TLP se está convirtiendo en un foco de interés principal, ya que vincula varios niveles de explicación: genes, síntomas, conducta, procesos psicológicos y afectos (24, 48).
i) Funcionamiento límite
Este supuesto es el defendido por Cancrini (11) en Italia; por Chabert, Brusset y Brelet-Foulard (49), en Francia y por Tizón (50) en nuestro país. Según este criterio, la mayor parte de la sintomatología del TLP puede entenderse como variantes extremas de enfado, vulnerabilidad, ansiedad, depresión e impulsividad que pueden estar presentes en cada uno de nosotros en momentos determinados. Según esto, el funcionamiento borderline es uno de los funcionamientos posibles de toda mente humana ante determinadas circunstancias y según la susceptibilidad de cada sujeto a la activación de esta pauta de acción. Ante una pérdida, ante una situación traumática o, en circunstancias cotidianas, en un partido de fútbol, una fiesta o una discusión, todos podemos comportarnos de forma impulsiva, sentirnos inestables, tener miedo al abandono o sentirnos vacíos. La mayor o menor gravedad de esa regresión depende de la mayor o menor capacidad para revertir ese tipo de patrón mental y volver a nuestro ser habitual. Para Tizón, constituyen momentos de la vida mental y relacional humana en los cuales reaccionamos con una pérdida pasajera del juicio de realidad, del control de los impulsos o con una confusión sujeto-objeto, sin que esta sea nuestra pauta fundamental de reacción. Serían momentos de desestructuración, no una estructura psicológica estable.
j) Personalidad confusa
A la hora de establecer una clasificación de los trastornos de la personalidad, Rodríguez Sutil (51, 52) sigue la estela de la psico(pato)logía vincular, con H. Kesselman y N. Caparrós como iniciadores, aunque se separa de ella y la actualiza en algunos aspectos. Distribuye los prototipos de personalidad en función de dos parámetros: posiciones evolutivas (confusional, esquizoide y depresiva) y área motivacional donde se presentan los principales conflictos del sujeto desde el punto de vista interpersonal (apego, indiferenciación y agresividad).
Según esta distribución, la personalidad borderline queda identificada como “personalidad confusa”, en un área de indefinición donde no predomina ninguna de las motivaciones básicas, caracterizándose sobre todo por la inestabilidad emocional, problemas con los impulsos, confusión de sentimientos, conductas autolesivas o comportamientos de riesgo.
k) Diagnóstico papelera
A lo largo de la historia muchos autores han defendido la falta de contenido de esta entidad diagnóstica, concibiéndola más bien como un constructo que engloba todos los síntomas que el profesional no sabe dónde ubicar, debido, en gran parte, a la misma naturaleza multiforme que puede adoptar el cortejo sintomático en algunos pacientes.
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Obviamente, este listado no pretende ser exhaustivo, ya que habremos dejado atrás algún supuesto. Cada concepción parte de un paradigma teórico diferente y, en consecuencia, de cada una de ellas se derivan intervenciones terapéuticas centradas en focos diversos. Lo que se observa es la inexistencia de un procedimiento terapéutico que aborde el trastorno límite como entidad sindrómica, ya que tanto el síndrome descriptivo como la organización estructural están formados por aspectos nucleares diversos que hacen que cada paciente borderline sea diferente y, por tanto, las dianas terapéuticas sean variadas.
Lo límite como denominación
Volvemos al inicio de la exposición planteando una serie de cuestiones que apuntan al mismo nombre que se le ha adjudicado a esta patología. Cuando hablamos del trastorno límite de la personalidad, ¿qué significado encierra el diagnóstico límite? ¿Límite de qué? ¿Qué es lo que está limitando? ¿Qué áreas están en la frontera? ¿A qué está aludiendo este nombre? En realidad este término no evoca los rasgos que tipifican a este paciente, no tiene una especificidad significativa, no nos habla del paciente en cuestión.
En 1984, Akiskal (al que ya aludimos anteriormente) (13) tituló un artículo clave en el estudio del TLP: “Borderline: un adjetivo en busca de un nombre” (36); en 2004 calificó el cuadro borderline como “el trastorno mental más promiscuo”, aún en busca de un nombre específico. Mucho nos tememos que hoy la situación no haya cambiado.
Como ya hemos dicho, este término es heredero de la concepción del trastorno como frontera entre la neurosis y la psicosis. Sin embargo, a lo largo de casi un siglo de vigencia, muchas han sido las voces que se han alzado en contra de tal nombre y un ejemplo de ello son las múltiples denominaciones (más de 40) que ha recibido, una muestra más de la confusión que rodea este cuadro. Ningún trastorno, ni físico ni mental, ha recibido tantos apelativos.
Ya Glover, en 1932, encontraba insatisfactorio el término borderline, y para Knight (12) no debería tener existencia oficial en la nomenclatura psiquiátrica. Aunque se llegó a una especie de consenso con la aparición del trastorno límite en la tercera edición del DSM en 1980, hoy día sigue sin ser un término que haga sentirse bien a nadie: ni a profesionales ni a pacientes ni a familiares.
Muchos artículos, manuales y documentación existente sobre el tema que nos ocupa hacen, antes o después, el comentario sobre lo erróneo, desafortunado y confuso de la denominación de este trastorno. Pero, curiosamente, desde 1938 se llama de la misma forma. Seguimos protestando, pero el nombre se mantiene. Y la lista de propuestas terminológicas sigue creciendo. En los últimos años han surgido apelativos de corte muy diferente: Trastorno global de la personalidad, Trastorno generalizado de la personalidad, Trastorno mórbido de la personalidad, Trastorno deteriorante de la personalidad, Trastorno de la personalidad emocionalmente inestable, Trastorno de la intensidad emocional, Trastorno de la regulación emocional, Trastorno de la regulación impulsivo-emocional, Dislimbia (alteración del sistema límbico) (53) o Fluxitimia (9).
Siendo estrictos, la denominación “límite” (aunque inexacta) podría estar más acorde con el concepto desarrollado por Kernberg (organización borderline) y el PDM (trastornos de la personalidad de nivel límite), por cuanto hace referencia a un punto intermedio que no es tan grave como la organización psicótica pero reviste más alteraciones que lo neurótico. Sin embargo, el concepto descriptivo del DSM y del resto de nociones que lo adscriben a otras categorías no tiene nada de límite, frontera o borde territorial.
En 2003, una asociación nacional norteamericana para la investigación en trastornos de la personalidad, que se centra sobre todo en el trastorno límite (TARA4BPD) (54), animó a pacientes diagnosticados de TLP, familiares y a la población general a remitir una carta a la APA con el fin de promover el cambio de denominación en la siguiente edición del DSM, realizando, asimismo, una encuesta entre los afectados acerca de qué nombre creían que era más conveniente para su dolencia. El “preferido” resultó ser el Trastorno de intensidad emocional. También opinaban que la denominación del cuadro no debería incluir el término “personalidad”, puesto que, en su opinión, no toda la personalidad, como esencia del ser, está afectada. De hecho, el suponerlo un trastorno de la personalidad era, para ellos, francamente insultante y estigmatizador. Aseguraban que cualquier alteración tiene repercusiones en la personalidad del paciente, incluso el Parkinson, y que por ello no lo denominan ”trastorno de personalidad temblorosa” (55).
Más recientemente, cuando el grupo de trabajo de la APA estaba abierto a comentarios y sugerencias para la redacción del DSM-5, se puso en marcha una plataforma, The Borderline Personality Disorder Awareness Campaign, que, mediante la recogida de firmas a través de la página web www.thepetitionsite.com, realizó dos solicitudes muy claras: que dejaran de considerar el TLP un trastorno de la personalidad (que se trasladara al eje I) y que se le cambiara la denominación, ya que, en su opinión, es un nombre inexacto y confuso, no proporciona información sobre los aspectos nucleares de la alteración y refuerza el estigma. En su lugar, propusieron denominaciones como trastorno de la regulación emocional o trastorno del procesamiento emocional (56).
Es obvio, de nuevo, que no fueron escuchados: el DSM-5 vio la luz, el cuadro continuó siendo catalogado como trastorno de la personalidad y se siguió llamando límite. Pero los ecos resuenan y las quejas persisten: cada vez más investigadores reclaman que se destierre el término límite, pero es posible que, a estas alturas del siglo XXI, sea difícil que los profesionales (e incluso el público en general) adoptemos otra denominación. Ya intentaron algo parecido las clasificaciones tipo APA desterrando el término neurosis de las clasificaciones oficiales, pero se sigue llamando neuróticos a los neuróticos.
Conclusiones
Tras el somero repaso que hemos realizado, podemos concluir que sigue abierta la controversia acerca de la delimitación del trastorno borderline, así como la falta de acuerdo sobre la denominación más apropiada para el grupo sintomático al que nos estamos refiriendo.
No estamos hablando de un cuadro frontera, no es algo indefinido, sino que tiene una entidad descriptiva concreta y una categoría estructural bien determinada. Y, aunque muchas áreas de la personalidad estén afectadas por la “estable inestabilidad” que nos señaló Schmideberg (18), muchos rasgos que lo caracterizan no pueden asociarse al típico trastorno de la personalidad.
Por otro lado, no se trata de los pacientes con “locura límite” o “borderland” de los que hablaba Rosse en 1890, aunque ya él mismo apuntó que “el nombre que he escogido para incluir las formas de degeneración mental […] puede no ser el más apropiado desde un punto de vista estrictamente psiquiátrico” (7). Desde los albores de la descripción del cuadro, la denominación que se le dio dejaba mucho que desear. Y así seguimos.