Introducción
En la discusión actual sobre los «estados límite» existe una serie de importantes controversias: ¿se trata o no de una nueva estructura?, ¿presentan efectivamente fenómenos inéditos del sufrimiento psíquico y relacional o se trata simplemente de deslizamientos sintomáticos de la neurosis? Y, más allá de si es una psicopatología nueva o no, de si es una estructura o no, hay un conjunto de afirmaciones problemáticas sobre la articulación de los estados límite con las transformaciones sociales: algunos pensadores los consideran como figura representativa de la nueva economía psíquica, de las nuevas subjetividades o de la nuevas formas que toma el malestar en la cultura. La discusión a veces llega a afirmar que son las transformaciones del lazo social contemporáneo las que estarían en el fundamento, si no en el origen, de estos estados o trastornos. Es esta última afirmación la que quisiéramos discutir en este artículo. Esta afirmación la declinamos en tres ámbitos: 1) Exploramos la idea según la cual los estados límite serían la expresión de una crisis de humanización o de una falla en la constitución del sujeto. Las ideas que se desarrollan en este ámbito nos parecen una exageración antropológica e histórica que se funda en malos entendidos más que en la evidencia clínica o social; 2) Examinamos luego la asociación entre los estados límite y la feminización de lo social. Lo femenino entendido como aspiración a un goce todo que anula la castración, que anula la función paterna y debilita así a los sujetos y su constitución, nos parece una vez más un error conceptual, signo de una incomprensión de las discusiones de género y una cierta nostalgia del patriarcado. Más que contribuir a la comprensión clínica o metapsicológica, estas ideas, que llevan a concebir el giro hacia lo materno como una nueva perversión (mérversion, en francés), hacen germinar un cúmulo de nostalgias respecto a la autoridad y el orden de la familia patriarcal; 3) Finalmente, nos centramos en discutir la asociación entre ciencia y estados límite. En algunas tradiciones psicoanalíticas, se presenta a la ciencia como “madre de demasiados males”, incluidos los estados límite. Nos parece más fecundo diferenciar “ciencia” y “tecnociencia”, y explorar la manera en que el capitalismo se “apropia” parcialmente de la ciencia generando determinados efectos en el ser humano relacionados con el consumo. Es lo que Lacan trata a través del “discurso capitalista” y sus efectos.
Para abordar estos tres ámbitos, más que hacerlo de manera “extensiva” (citando un cúmulo cada vez más numeroso de autores), intentaremos seguir un método “intensivo”, intentando esclarecer lo más posible ideas que de suyo son complejas, puesto que están vinculadas a cuerpos teóricos contundentes. Procederemos entonces con un método crítico. Elegimos un autor, Jean-Pierre Lebrun, ya que su trabajo está dirigido a estudiar la simbolización en las sociedades contemporáneas y en el seno de las familias, particularmente en la relación entre padres e hijos. A diferencia de otros autores del campo lacaniano que no contemplan la cuestión de los estados límite, Lebrun considera relevante estudiar los nuevos parámetros de esta clínica: “Me encontré entonces entre dos sillas, tomado por la pertinencia de esta fenomenología [estados límite] y la afirmación fuertemente sostenida por mi propia familia analítica (lacaniana) según la cual esta apelación [estados límite] no sería pertinente, que habría que orientarse hacia la estructura […] Me encontré entonces dividido intentando ver cómo se podría responder a esta cuestión sin silenciarla bajo el dogma”1 (1). El autor da voz a una serie de proposiciones problemáticas respecto a los estados límite pero representativas de un número no despreciable de autores en el campo del psicoanálisis2 que plantean un declive de la función paterna y de las condiciones simbólicas (y sociales) de la constitución del sujeto. A estas interpretaciones se las ha llamado “declinología”, neologismo que describe una serie de discursos procedentes de las ciencias sociales y el psicoanálisis que postulan un declive y deterioro del lazo social ligado a la pérdida de la posición de excepción de la función paterna. La expresión sociológica sería una crisis de autoridad y la caída de los ideales, estudiada en profundidad por autores como Michel Tort (2) y Alain Ehrenberg (3). Pero, más que el autor, son sus ideas lo que nos parece interesante poner de relieve para, por contraste, hacer ver otras, concebir variantes y posibilidades nuevas que permitan un pensamiento clínico más preciso respecto a los estados límite y las discusiones asociadas. Nuestra contribución es por cierto limitada y acotada a los tres puntos que indicábamos antes.
Estados límite y “crisis” de humanización
En su artículo “Que devient l'altérité”, J-P. Lebrun defiende la tesis según la cual el valor actual de la igualdad socava la alteridad. Esto es debido, entre otras razones, a la referencia creciente a los modelos en red, que acentúan la horizontalidad en detrimento de la verticalidad. Para dar cuenta de esta alteridad en peligro, Lebrun comienza por sostener que en el modelo vertical la alteridad estaba siempre implícita, “es siempre del Otro del que procedíamos; mientras que en el modelo actual la alteridad hay que inventarla”3 (4). Sin que se entienda la razón, el autor plantea que el Otro4, que habla antes que uno y que me enseñó a decirme, habría operado siempre en el modelo vertical mientras que estaría “excluido en cierta forma” (4) en el nuevo modelo de redes que prolifera en el ambiente actual.
Esta tesis pone de manifiesto un cortocircuito conceptual muy común en las aproximaciones psicoanalíticas a la subjetividad actual, los estados límite y sus relaciones con el lazo social. El socavamiento de la alteridad sería el resultado de dos crisis, una crisis de humanización y una crisis ligada al proyecto neoliberal que buscaría producir sin cesar objetos de consumo, de goce, sin dejar lugar a la ausencia, ratificando así la ilusión de la “satisfacción completa”, de tal suerte que se produciría un cortocircuito de “la necesidad de la pérdida de goce” (4) para la humanización. La cuestión toma entonces un tono grave, de cataclismo antropológico. Pero tres páginas antes, Lebrun, en el texto recién citado, recuerda que la ausencia no se produce en relación al objeto, sino que se debe al lenguaje. En efecto, hablar implica “dialectizar” la presencia y la ausencia en la experiencia humana, y el precio a pagar sería “tener que aceptar que, por este hecho, todo lo que estará presente –lo que llamamos el objeto– estará marcado por la ausencia; dicho de otro modo, ninguna satisfacción será completa, toda satisfacción estará irreductiblemente marcada por la insatisfacción” (4). Se sigue entonces que, incluso en un contexto de producción desenfrenada de objetos de satisfacción, el acceso a la palabra producirá una negatividad, una pérdida de satisfacción inevitable. El exceso de objetos no lograría impedir este corte de lo simbólico. No hay entonces una razón conceptual para suponer que este orden neoliberal pueda hacer cortocircuito de la pérdida de goce de manera generalizada, de manera “ordinaria”, a excepción de las figuras patológicas.
Si Lebrun reconoce que “la palabra supone el corte” (4), deberíamos deducir que cuando la palabra no lo produce estaríamos frente a una situación particular, digna de ser analizada, pero que no puede situarse sin más como representación del sujeto contemporáneo o “posmoderno”. Pero Lebrun no ve esta diferencia de nivel. En lo que a nuestro parecer es una mala comprensión de la continuidad de lo normal y lo patológico –tan cara al psicoanálisis–, Lebrun pone como ejemplo de la ausencia de corte a través de la palabra el modo en que hoy hablan los jóvenes: “Se tiene la impresión de que ya no articulan; actores de películas recientes parecen hablar sólo para ellos mismos y no se entiende lo que dicen. El flujo de su lenguaje evoca un poco el carácter traposo que encontramos en el discurso del alcohólico” (4). Más que un ejemplo de la no inscripción de lo que hablar implica, vemos aquí un ejemplo de prejuicios hacia los jóvenes. El hecho de que el señor Lebrun no los entienda no significa que su discurso sea incomprensible. Por otro lado, el argumento confunde la fonética (la articulación) con el lenguaje: tener un acento particular, una prosodia extraña, no implica en nada un no acceso al lenguaje y a la castración que ello implica en la relación humana con los objetos de satisfacción. Se podría incluso plantear que el clásico j'en ai marre (“estoy chato”; “estoy agobiado”) o el j'en ai rien à foutre (“no estoy ni ahí”, “me da igual”) de los jóvenes belgas y franceses da testimonio de esa inevitable experiencia de encontrarse con la insatisfacción pese a sus tentativas de suplir esto con el llenado de objetos, reales o virtuales, sin poder lograrlo nunca efectivamente. Hagan lo que hagan, se encuentran igual con un cierto vacío, con una negatividad estructural inherente a nuestra condición de seres hablantes, aunque sea bajo la forma del aburrimiento, del vagar con los amigos en las calles y muchas otras figuras.
Es difícil de entender cómo a partir de ejemplos malos se puede considerar que el sujeto ordinario, los niños comunes, podrían experimentar un “volcamiento”, de tal suerte que el “lenguaje no sería más nuestro fondo común experimentando una humanización incompleta” –como lo formula Lebrun en el mismo texto antes citado5. Nos parece claro que sigue siendo verdad que si el sujeto accede al lenguaje, va a encontrarse inevitablemente, “ordinariamente”, con este corte, salvo situación específica, patológica o no, tal vez simple anomalía, no común, no ordinaria, y por lo tanto no pertinente de ser pensada como icono del sujeto contemporáneo. Esto es afín a lo que Jacques-Alain Miller (5) plantea al sugerir el concepto de “psicosis ordinaria” como alternativa para pensar la realidad clínica que hasta ahora se ha englobado en el espectro de los estados límite. Miller invita a los clínicos a no contentarse con la clasificación “psicosis ordinaria”, sino a retornar a la clínica psiquiátrica y a la clínica psicoanalítica; es decir, a la psicopatología mas descriptiva y matizada de los fenómenos, que no se contenta con la pura “estructura”6. De no ser así, se corre el riesgo –agrega Miller – de transformar el concepto de “psicosis ordinaria” (o de estado límite, agregaríamos nosotros) en un asilo de la ignorancia, que deviene un refugio para el no saber.
Estados límite, “merversiòn” y posición femenina
Otra arista donde se vinculan las transformaciones sociales y los estados límite es la que considera que se ha operado una feminización de la cultura. Esta posición sostenida por un sector de los psicoanalistas7 toma la figura de una “mer-version” en Lebrun (6), la cual superpone argumentos y confunde niveles de análisis según nuestra lectura. Se establece un paralelismo entre una ideología totalitaria y la posición femenina en las formulas de la sexuación de Lacan (7). En estas formulas, La mujer8 se encuentra no-toda en la castración y sin una figura de excepción que le permita constituir grupo. La excepción del lado de los hombres es El Padre en el sentido de al-menos-uno, lo que para Lebrun (8) garantiza el funcionamiento de la democracia. Ante la ausencia de la excepción, sólo queda el lugar de lo femenino. Lebrun entiende que, en este sentido, el lugar de lo femenino y el goce femenino no tiene límites, por lo que se fomentaría una posición totalitaria que no concede la excepción que funda la ley. En esta relación se condensa, por tanto, política, posición sexuada, declinación de la figura paterna y el estatuto de goce. A la luz de lo anterior, se concibe toda una problemática psíquica (estados límite, toxicomanías) en un estado de la civilización liderado por la falta de límite como barrera al goce, propiciando una feminización de lo social que prescinde del significante fálico.
Nuestra tesis plantea que lo límite se puede relacionar con esta posición tendente hacia el goce, pero sería una confusión relacionarlo con una supuesta feminización cultural. Recordemos que, para Lacan, la posición femenina, más que a la falta de límite, alude a una lógica de la excepción que veta lo universal. Implica una inscripción más allá de atributos biológicos, pues “todo ser que habla se inscribe en uno u otro lado” (7) a partir de las lógicas que permite el lenguaje (todo y la excepción /no-todo).
La entrada de lo femenino, en su vertiente social, ¿implica necesariamente una feminización de la cultura? ¿Genera una debacle de goce masivo? ¿Sólo la posición masculina nos “defiende” ante esto? Podemos establecer que lo femenino contempla la ausencia de ideal en términos de los emblemas fálicos asociados al padre y está precisamente más allá de la consistencia fálica. Pero no debemos confundir la posición lógica con el género femenino.
Pensemos que, en sus fórmulas de la sexuación, Lacan (7) ubica a la posición femenina como no toda bajo el significante fálico, es decir, en un plus de goce a lo fálico -o mejor dicho, bajo lo fálico- y algo más, un suplemento. De aquí no necesariamente se desprende un goce alocado, desconectado, devastador. En lo femenino algo no queda bajo la castración; en ese sentido, es no-toda fálica, pero queda un resto más allá de la castración. El gozo femenino al que alude Lacan, como gozo del vacío, del más allá del falo, supone un vacío bordeado y contorneado; es decir, una posición que goza en el más allá, pero para ir a un más allá se tiene que establecer ese “más acá”. Señala Lacan a propósito de la posición femenina que “hay un goce, ya que al goce nos atenemos, un goce del cuerpo que está, si se me permite… más allá del falo” (7).
Lebrun, por su parte, señala que “el abuso de la posición paterna es querer regular todo a partir de su posición; el abuso de la posición materna es, por el contrario, querer englobar todo” (8). Pero ¿es lo mismo mujer que madre y que posición femenina? Al parecer, para Lebrun estas nociones son intercambiables. Si bien es cierto en Freud, donde la salida hacia la posición femenina se emparenta demasiado con la maternidad, Lacan desea romper precisamente con esa asociación imaginaria dando el paso “del mito hacia la estructura” en el seminario XVII y con las “formulas de la sexuación” en el seminario XX. A nuestro entender, se trata de romper con la asociación imaginaria madre=mujer=femenino.
Lebrun propone que la madre es totalizadora espontáneamente y el padre es quien viene a regular esta situación. Nos encontramos una y otra vez en el punto donde el padre regula y no está claro si ese padre debemos homologarlo a la pérdida del lugar paterno propuesto por Lebrun o al ocaso del padre simbólico, descalificado de su lugar y que no podrá intervenir. ¿Este padre es el padre real o el de la realidad?, ¿son lo mismo? No queda claro cuál sería el declive de la función paterna y dónde estarían los efectos devastadores: “La función del padre real es transmitir que todos estamos obligados a la confrontación con lo imposible, que enunciarse es la tarea de cada uno, porque es lo que el padre real ha sostenido ya siempre. Para hacerlo, la función del padre simbólico ha debido ser operante e inscribir para cada sujeto la posibilidad de la enunciación. No obstante, para intervenir como padre real, es necesario poder apoyarse en el reconocimiento social de la legitimidad del lugar del padre. Al desacreditar al padre, el efecto que se obtiene es hacer cada vez menos fácil –si es que alguna vez resulta fácil- para un sujeto apoyarse en su falta; para un sujeto se hace en consecuencia cada vez más difícil sostener lo arbitrario de su enunciación” (8).
Si el padre no ofrece la alteridad y la ley, el niño queda capturado en esa relación imaginaria con la madre, produciendo una estructura inacabada, a la cual se enfrenta el sujeto posmoderno e implica un simbólico degenerado: “Lo que caracteriza lo social actual es que mantiene a voluntad ese tipo de engaño tanto como se puede desear, y que, por ese hecho, el límite, si es que tiene aún curso, no aparece ya marcado por la Ley del lenguaje que teje nuestro vínculo social y de la que el padre no sería más que el representante, sino sólo por un padre que impide que esta plena satisfacción, implícitamente prometida, se cumpla. Ese padre pone fin al sueño de alcanzar la omnipotencia, no ya en nombre de una pertenencia a la Ley de lo social, sino en su solo nombre propio” (8).
Está en juego para Lebrun un contexto social con transformaciones que inciden en lo simbólico afectando a la subjetividad. “Declive de la figura paterna”, “postulado cientificista”, “simbólico virtual” o “promoción de lo ilimitado” son maneras de nombrar aquella modificación en la relación Sujeto-Otro. Si bien con estos puntos se puede intentar nombrar algo de la posmodernidad, la cuestión sigue abierta respecto a la unidireccionalidad con que se elabora esta relación. Lebrun sostiene una articulación causal. Su argumentación se basa en una secuencia de efectos de ciertas inconsistencia imaginarias de lo que debiera –o no- hacer un padre de familia, del discurso social y el lenguaje. Reconocer puntos de conflicto en la llamada posmodernidad establece a lo sumo una asociación que no deberíamos convertir en una causalidad lineal.
Para Lebrun, “la imposible disponibilidad del objeto es, por su naturaleza significante, la encargada de significar lo prohibido… Si lo prohibido ya no aparece como sostenido y autentificado por lo social, la consecuencia es que, en el seno de la familia, el equilibrio entre la propensión incestuosa de la madre y la intervención simbolígenea9 del padre se rompe” (8). ¿Cómo debe lo prohibido ser sostenido por el discurso social?, ¿de qué modo sostenemos esta doble relación que antepone un discurso social a una relación psíquica? La prohibición del incesto –nos dice Lebrunestará a cargo del sujeto, ya no del Otro. El sujeto se prohibirá a sí mismo en el orden social posmoderno: de algún modo, esa idea del sujeto posmoderno entendido como aquel sujeto autónomo que se autoriza a sí mismo se encuentra en Ehrenberg (9) y Lipovetsky (10). Esta descripción de la subjetividad se homologa a los estados límite, obviando las diferencias entre una descripción clínica y un fenómeno sociológico. No podríamos atribuir necesariamente la exacerbación del narcicismo a esta supuesta declinación del padre en el discurso social, ni tampoco a la expansión de lo femenino asociado a lo materno como quieren algunos. Para este análisis es importante distinguir la concepción de subjetividad entendida al modo foucaltiano, como efecto de las relaciones de poder (es decir, generada por dispositivos y construida históricamente), de la constitución del sujeto dividido “entendiendo que en el sujeto hay una fractura incurable, una división incurable, un real fuera de sentido” (11). Al parecer, algunos análisis “sociopsicoanalíticos”, como los que representa Lebrun, confunden el sujeto inconsciente con la subjetividad tratada por la filosofía.
Respecto a la función paterna, atribuir al padre la incompletitud subjetiva es un mito neurótico, como nos muestra Lacan al señalar que el sujeto neurótico idealiza al padre y le asigna la causa de su padecer. Precisamente, el complejo de Edipo es la construcción histórica, metafórica y fantaseada con la que el neurótico cuenta el origen de su falta atribuyéndosela al padre, “el Edipo hace de la falta estructural, un hecho contingente, histórico. Pero ninguna de las contingencias históricas explican el hecho de que la estructura sea incompleta” (12). En este sentido, la metáfora paterna no tiene estructura discursiva, pero sí la tiene el complejo de Edipo. La metáfora introduce el límite y es efecto del lenguaje.
Como señala Eidelsztein, “la falta debe estar simbólicamente inscrita y anudada a la función de la ley, pero no se le debiera atribuir al padre, eso sería completar al Otro con un amo” (12). En la neurosis se atribuye una causa contingente histórica vía el padre a una dimensión de la castración estructural efecto del significante; esa senda es atribuida al padre en función de lo que hizo o dejó de hacer. Precisamente de esta idea desea zafarse Lacan cuando propone un “más allá del padre”, por lo que nos deberíamos interrogar sobre los supuestos efectos del declive del padre y otorgarles el estatuto que les corresponde.
La metáfora paterna pone límite al goce y permite “realcanzar” el goce en la escala del deseo a través del significante fálico: “La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado, para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo” (13). En este sentido, la feminización se entiende como la ausencia de lo fálico, posición de la que se puede discrepar a partir de lo que señalábamos anteriormente donde lo femenino no es concebido sin límite en Lacan. Señala Lebrun que “cuando la coyuntura social permite creer en la realización plenamente satisfactoria del deseo, se hace difícil para el sujeto situarse en los paradigmas de lo que puede conducirlo por la vía de su deseo” (8). Se confunden así los referentes simbólicos de la vida social, al caducar la tarea asignada al padre de actualizar la castración, lo que Lebrun entiende como una postergación constante de la castración.
Al atribuir la causalidad de las transformaciones al desfallecimiento del padre, no quedaría otra solución que su restitución. Pero podríamos pensar que lo fálico da consistencia con su semblante y lo femenino se constituye desde una castración “consumada”, como diría Freud (14). En otras palabras, la posición femenina tendría una vía más facilitada hacia esa inconsistencia del Otro, al no estar toda sometida a la referencia fálica. Más bien, para Freud (15), lo femenino y su labilidad superyoica permiten precisamente una relación menos sometida a los imperativos culturales, a diferencia de lo masculino. Si pensamos en el estado de la inexistencia del Otro en términos de la garantía que propone Miller (16), entonces la posición femenina no sería la causante de la debacle, sino que estaría precisamente mejor orientada. En definitiva, se trata de una lectura que peyorativamente habla de una incapacidad, pero se trataría, más bien, de la posición privilegiada del lado femenino en el devenir actual, o una “capacidad negativa” (17).
La cuestión es si la posición femenina “desinscribe” lo fálico. A nuestro parecer, la posición femenina contempla lo fálico y va más allá. Debate la referencia única a lo fálico y, en ese sentido, podría cuestionar al padre también. Pero cuestionar no es desmentir ni denegar. En otras palabras, no implica un desorden necesariamente, sino ir más allá de lo fálico en su goce, pero a partir del límite que establece el falo. La posición masculina quedaría atrapada en lo fálico sin poder dar ese paso.
La posición femenina no es un eludir la castración al modo perverso ni un encuentro directo con el goce al modo psicótico, es un goce en castración y “un poquito más”. Por ello, se debe distinguir la nueva asignación de roles sociales, la feminización de la cultura, de un goce desmedido, de una debacle.
En este punto creemos que Tort (2) acierta al describir un discurso nostálgico sobre un padre que, en algún momento de la historia, que no se sabe cuándo ni dónde ni quién, ejerció una función de poder absoluto. Este discurso contrasta con el padre de la función paterna, que a su vez se distingue del rol histórico del padre y que se presenta de un modo diferente en el drama edípico. El cambio de este estatuto es una catástrofe si se contrapone a un orden anterior, y aquí volvemos al problema de la idealización del “pasado pretérito perfecto”.
Ciencia, tecnociencia y discurso capitalista
En el debate respecto a la relación entre los estados límite y el devenir de la época, algunos autores localizan un argumento seminal en la relación entre discurso científico y constitución subjetiva. Una primera idea de esta relación implica en la ciencia una negación de la verdad del sujeto, pero conservando un límite en su interior. Un segundo movimiento se inaugura –para muchos– a partir de los efectos de la Segunda Guerra Mundial, suponiendo una forclusión del sujeto y una anulación de todo límite. En este olvido de la verdad de la ciencia, se vaciaría la subjetividad, y a su vez sobre él se asienta un discurso que podría dar cuenta de lo real de manera completa. ¿Es posible pensar esta asociación causal desde el psicoanálisis?
Para comprender esta relación direccional, debemos partir de la base de que la ciencia actual estaría dominada por la fusión de la técnica y el mercado. Esta fusión llamada “tecnociencia” (o cientificismo), comandaría desde esta perspectiva la constitución subjetiva e impondría las condiciones de posibilidad de la asunción de todo sujeto. Para Lebrun, sería un paso lógico en tanto “la ciencia lleva espontáneamente en su seno el germen del cientificismo” (8). La característica principal del cientificismo es que carece del límite en sus bases y pretende concebir todo lo real. En este sentido, para Lebrun, el estatuto de la ciencia y los modos de producción asociados promueven un lazo social que afectaría directamente a la constitución del sujeto. La ciencia confunde al sujeto al mover el límite de lo posible y evacuar el lugar de lo imposible, lo que pondría en peligro el sentido del límite y, en definitiva, el sentido común. Se genera así una cierta omnipotencia o, al menos, una “reactivación mutua del deseo de omnipotencia siempre inscrito en la realidad psíquica de un sujeto y de la reducción del pensamiento inscrita en la modalidad misma de constitución de la ciencia moderna” (8).
Tiene lugar una doble tensión entre el límite para el sujeto en lo social y la incidencia del límite para la subjetividad. Para Lebrun, el desplazamiento y luego la “anulación” del límite en lo social promovido por la ciencia trae efectos devastadores para el sujeto que carece de límite y de referente externo a introyectar. De algún modo, es lo que plantea Ehrenberg (9) a propósito del sujeto posmoderno, ya que, al desdibujarse la problemática tradicional de la ley –dialéctica entre lo prohibido y lo permitido–, entra en escena en lo social la temática de lo posible y lo imposible que la ciencia maneja y ofrece.
Pero, aclaremos, el psicoanálisis trabaja con los efectos de la presencia del discurso científico en una operación sobre el saber. Como señala Eidelsztein (12), el saber entendido como red significante (ligazón de significantes) no tiene nada que ver con la técnica, que supone una manipulación de objetos a partir del saber científico. La ciencia moderna intenta suturar al sujeto dividido, buscando borrar la verdad subjetiva. Por su parte, el psicoanálisis pretende restituir esa verdad. En este sentido, cuando la ciencia deviene tecnociencia se busca forcluir aquella verdad del sujeto que es su incompletitud y la incompletitud del Otro. Esto supone que no hay verdad última, que “no se puede saber la verdad de la verdad”, como señala Lacan (18).
La ciencia, al intentar borrar la verdad del sujeto, genera un malestar ya descrito por Freud. Precisamente sobre esto nos instruyen las histéricas de Charcot: su padecer no tiene escucha en la ciencia del momento, lo que permite a Freud con su invento (el psicoanálisis) darle un lugar a ese malestar. Es decir, el malestar cultural está asociado con la pérdida del objeto de satisfacción natural como efecto de la entrada del hombre en la cadena significante y se articula a través de la ley de prohibición del incesto. Sobre ese malestar se tuvo que añadir una operación del saber y la verdad –que llamamos ciencia moderna– para que surgiera una respuesta llamada psicoanálisis. Como señala Eidelsztein, “el psicoanálisis opera con el sujeto efecto del discurso de la ciencia” (12).
Esta operación sobre el saber por parte de la ciencia es, para Lacan (18), donde se forcluye la verdad del sujeto en términos de su división, siendo restituida por Freud a partir del dispositivo analítico. Por medio de la maniobra sobre el saber, la ciencia moderna intenta eliminar aquella verdad de la división del sujeto que da cuenta de una verdad particular y única, no extrapolable ni generalizable. Esta verdad subjetiva es diferente a la exactitud científica, aunque la ciencia intente homologarla.
La noción de sujeto que la ciencia intenta producir –en su devenir hacia la tecnociencia– consiste en unificar e igualar a los individuos unos con otros en un universo simbólico completo. Todo puede ser explicado y contrastado. En este sentido, se puede articular la forclusión de la verdad del sujeto, que se resiste a esa unificación.
En el debate actual, algunos autores (8,19-21) ven un avance de la ciencia a partir de la fusión con el discurso capitalista, que produciría lo que llamamos tecnociencia. Este concepto introduce lo ilimitado en el seno mismo de los dispositivos científicos al servicio de la producción de bienes. Pero iría más allá al llevar ese movimiento al interior de la civilización misma y la relaciones humanas. Como señala Amigo, este movimiento “depende no de la ciencia, sino de la ilusión totalizante (y muchas veces totalitaria) del discurso científico. Este discurso, que suele asumir la combinatoria del discurso capitalista, discurso de dominación, este sí, forcluye al sujeto” (19).
La hipótesis de la forclusión del sujeto dividido, a diferencia de la forclusión de la verdad por parte de la tecnociencia, implica un más allá del intento de sutura que encontrábamos en la ciencia al intentar eliminar la verdad. Se intentaría más bien derrocar todo límite, imposibilitando la asunción del sujeto como dividido. ¿La implantación de la tecnociencia puede afectar causal y casi linealmente al surgimiento de un sujeto? Esta “voluntad acéfala sin límite” (21), descrita por Alemán, ¿supone el fin del sujeto tal y como lo entendemos a partir de Freud?
Lebrun, por su parte, ve una relación entre la declinación del padre y la asunción de la ciencia en el sentido de cientificismo. Nuevamente, al operar una declinación del Nombre-del-Padre se permitiría trastocar elementos constituyentes del lazo social en términos del lugar del discurso científico y sus incidencias para la subjetividad. Es decir, el cientificismo como paradigma social confabula con la anulación de la función paterna al promover lo ilimitado. En esta doble relación, el cientificismo y la declinación de la función paterna se unen para poner en duda el límite en el sujeto.
Lacan (22) plantea tempranamente en su enseñanza la declinación del Padre en la familia. Muestra cómo el surgimiento del psicoanálisis está asociado al declive del patriarcado y, en este contexto, piensa que, desde un principio, Freud intenta salvar al padre. Podemos decir con Tort (2) que el mito del declive está ahí desde el comienzo; es más, la declinación del mito se manifiesta en la neurosis: la histeria, con sus esfuerzos por salvar al padre, y el obsesivo, con sus intentos de sostener un padre ideal. Como sea, el padre cae en picado. ¿Podemos atribuir ese declive al discurso tecnocientifico? Lebrun va más allá. Piensa que la tecnociencia disuelve el sentido común, que es “el resultado de la instauración del orden simbólico humano que nos caracteriza” (8).
Todo lo anterior ocurriría al moverse las referencias a través de la tecnología que desplaza el límite de lo posible. Esta situación en la ciencia no significaba más que un deseo imposible. Pero, al fusionarse con el discurso capitalista, planteado por Lacan (23) en 1972, estaríamos en otro paradigma: este discurso anula la imposibilidad interna de todo discurso, es un falso discurso en este sentido, pero le otorga la cualidad de no fracturarse al carecer de límite interno. Esta situación permitiría, para Alemán y Larriera, un “tránsito acelerado y en todas las direcciones de infinidad de objetos de la técnica” (20). La aceleración en la producción de objetos sería el correlato encontrado para pensar la pérdida de límites que afecta al sujeto contemporáneo, el cual se encuentra caracterizado en los estados límite y su propensión a la satisfacción del goce en menoscabo del deseo reglado.
Esta homologación subjetividad/época/discurso tecnocientífico/estados límite da para pensar. Es una condensación que nos parece problemática. Como señala Alemán, existe una confusión en las ciencias sociales y en la filosofía al no distinguir las lógicas de dominación o teorías ontológicas del poder de la captura del sujeto en el lenguaje propuesta por Lacan. Es importante diferenciar la captura del sujeto de las lógicas de dominación y alienación en las cuales el neoliberalismo “intenta la captura misma del sujeto y disputar lo que es el ser humano” (24). Así, “hay que admitir que el neoliberalismo como formación específica de la lógica del capital es la primera formación histórica que intenta tocar ese núcleo ontológico que intenta verdaderamente apuntar a lo que es la producción misma de subjetividad” (24).
La constitución del sujeto a partir de Lacan viene dada por la articulación desde el campo del Otro. El Otro nos habla, impone sus significantes amos, nos formula demandas ante las cuales surgen las incertidumbres del deseo y los objetos que intentan taponar esos vaivenes. El inconsciente es hablado por el Otro. Nos parece que proponer el paso hacia un mundo orientado por la inexistencia del Otro que lleva a un “goce sin límite” o “autista” (8,16) puede ser precipitado y tal vez reductor. La constitución del sujeto humano pasa por la palabra en el encuentro con el Otro encarnado en otros: padres, abuelos, figuras cuidadoras. Este cruce particular, peculiar e irrepetible, genera sujetos diferentes a partir de sus efectos específicos y únicos. Cuesta trabajo pensar que pueda ser impedido por un devenir discursivo geo-político. Como señala Alemán, “las construcciones de la subjetividad son construcciones históricas”, pero existe un límite a esa construcción a partir de Lacan y es la captura del sujeto por el lenguaje y lo real: “algo ya no es construido sino que está causado, algo que es del orden de una determinación por la causa y por la estructura y no por la producción o construcción histórica” (24).
Para este análisis, deberíamos poder demostrar cómo el discurso tecnocientífico incide directamente en ese momento seminal del encuentro con el Otro del lenguaje y los efectos subjetivos en el campo del deseo y el goce, del significante y la satisfacción en juego. No debemos olvidar que el discurso tecnocientífico puede ser una oferta más discursiva para el despliegue sintomático del sujeto y no su anulación. En última instancia, deberíamos “distinguir las relaciones de poder, las construcciones de subjetividad y la posición del sujeto” (11).
En otras palabras, proponer una transformación social a partir de un nuevo discurso que fomenta la vertiente de goce supone plantear una salida distinta y nueva respecto a la neurosis. Los autores que piensan que la tecnociencia anula al sujeto parecen considerar que no es sólo una vuelta más de aquella necesidad de no querer saber nada de la castración apoyada en los objetos. Nosotros pensamos que el objeto metonímico del deseo sigue siendo otra cosa, en su búsqueda de realización es esa quimera evanescente e inalcanzable por estructura para todo sujeto. Pensar un estado de la civilización que promueve sólo la satisfacción pulsional –un gozo autístico en cierto sentido– elimina el carácter imposible que funda el sujeto.
Conclusiones
El psicoanálisis puede ayudar a constatar los efectos a nivel sintomático del malestar producido por el discurso tecnocientífico, que intentaría borrar esa verdad subjetiva inherente a todos. Nos parece que este modo de plantear el problema ayuda a reflexionar sobre ciertas consecuencias más que a anular posiciones a partir de saltos lógicos.
La producción de objetos en exceso produce un nuevo malestar, no necesariamente un nuevo sujeto o la forclusión de la división subjetiva. Como señala Marinas: “Tal vez no haya mayor violencia que la que ejerce la inagotable disponibilidad de cosas” (25), las cuales copan el campo deseante presionando hacia un consumidor insaciable. El paradigma tecnocientífico del exceso de producción nos lleva a lo sumo hacia un nuevo malestar, pero quizás están por determinar las cualidades de esta supuesta novedad.
La hiperproducción de objetos no debiera ocultar que, pese a consumirlos, unos más otros menos, seguimos hablando, haciendo existir así la ausencia del objeto o su parcialidad, lo que impide la satisfacción plena. La hiperproducción de bienes y servicios no implica ninguna “determinación” del sujeto, aunque puede haber una seducción que lo cautiva pero no lo captura. Merece la pena dejar como una pregunta sin resolver la cuestión de si la indeterminación del deseo en el ser humano y sus avatares es un fenómeno primero o bien el resultado de un proceso histórico. Es decir, “conservar viva la discusión entre el marxismo y el psicoanálisis” (26).
Como hemos expuesto, plantear que la falla de la función paterna sería generadora de una “feminización” invisibiliza una operación previa: la presencia determina posiciones sexuadas según Lacan y su ausencia produce variantes en la sexuación, pero no necesariamente feminización. No hay que pasar por alto que una variante o una anomalía no es necesariamente una falla o una patología. El genio también es anómalo.
En el fondo, la función paterna no opera del mismo modo en que la embriología describe la diferenciación del corpúsculo de Müller: en el inicio todos los embriones son femeninos y los corpúsculos se diferenciarán como genitales femeninos. El embrión devendrá masculino por la acción de un principio que producirá la degeneración de esos corpúsculos. En cambio, desde el punto de vista del inconsciente, no somos todos femeninos y lo masculino se generaría por la incidencia de la función paterna, sino que dicha función determina distintas posiciones sexuadas, algunas anómalas, pero no precarias subjetivamente.
Por otra parte, aunque aceptáramos la emergencia de lo femenino en la subjetividad y la regulación social, ello no implica en Lacan la emergencia de una economía devastadora de lo “ilimitado”. Lacan piensa el goce femenino como un “suplemento”, como algo que excede al goce fálico pero no lo completa, no hace un cierre en una totalización. Si algo se asemeja a la ilimitación en el goce femenino, es la relación a la falta, al vacío, que no debe confundirse con la ilimitación de la producción o el goce de objetos.
Afirmar que el declive de la función paterna implica feminización genera un discurso temeroso del aumento del discurso femenino en menoscabo de los hombres. Este discurso idealiza nostálgicamente el patriarcado, convirtiendo al psicoanálisis no en una teoría esclarecedora de nuestra vida psíquica, sino en un instrumento ideológico en la lucha entre los géneros.
Hemos subrayado la necesidad de diferenciar ciencia de tecnociencia (que es la figura donde el capitalismo o neoliberalismo se ha apropiado de la ciencia). La simplificación que identificamos es la que sostiene que la hiperproducción de objetos es generadora de precariedad en el sujeto: los estados límite. Este tipo de argumentos oculta que el psicoanálisis nos enseña que, aun en las peores condiciones sociales o históricas, el sujeto resiste, se configura en un ámbito donde no es esperado ni capturado por lo social, ni por la economía, ni por la producción. Si el malestar se expresa de otras maneras, en otras figuras o “estilos” (borderline), eso no implica que el sujeto, en el sentido psicoanalítico, esté desapareciendo ni se esté desvaneciendo.