Introducción
Aparte de unas pocas enfermedades que generan debate, pareciera que la gran mayoría de los médicos y de las personas del común no vieran mayor problema ni una necesidad de escrutinio en nombrar, definir y aprehender los fenómenos patológicos que afectan a los seres humanos. Siempre se ha pensado que una mirada biomédica cuidadosa y una clínica exigente y astuta son suficientes para reconocer patologías nuevas (por ejemplo, nuevos agentes infecciosos) o no conocidas. Según parece, el nombre de una enfermedad no tendría ninguna consecuencia, los diagnósticos y las definiciones de las enfermedades estarían claramente determinados, aunque pueda existir la controversia; pero, por lo general, esos elementos ya se habrían dado por sentados y serían tomados como hechos incuestionables por los médicos. Así, las enfermedades tendrían un sustrato biológico en su gran mayoría, una etiología definida, una patogenia clara y una prognosis calculada en base a escalas y a su cuantificación estadística; sus posibles tratamientos y curas estarían, asimismo, definidos.
En este caso, se podría concluir que la visión predominante dentro de la medicina es la perspectiva realista de la enfermedad: esto es, ontológica y epistemológicamente, cualquier objeto o fenómeno es independiente de cualquier otro conocimiento o concepto, y es independiente de la mente, del sujeto y del estatus que el lenguaje le otorgue. Los sentidos y la percepción aprehenden correctamente lo que los objetos (las enfermedades) son en realidad, sin distorsión alguna y sin que sean “contaminados” por el lenguaje o el pensamiento.
Contrariamente a esta vision, autores como Robert A. Aronowitz, quien habla de una “construcción social de la enfermedad” (1), o Charles E. Rosenberg, quien prefiere emplear el término de “enmarcado (framing) de la enfermedad” (2), se acercan más a una visión constructivista de la misma. Ambos términos se refieren básicamente al mismo hecho: cualquier producción humana (en este caso la aprehensión de la enfermedad) está unida a y depende de la mente humana, no tiene existencia extra-mental; por lo tanto, no existe tal cosa como la universalidad de la enfermedad. Fuera de la mente que observa un fenómeno no hay universalidad que deba atribuirse a dicho fenómeno. Las cosas y los conceptos son nombres y referencias más que una materia y un sustrato real, y dependen del lenguaje; por lo tanto, no existe un “tipo natural”. La concepción de la enfermedad o trastorno es válida solamente en “un sentido local o limitado, es decir, en relación con una determinada cultura, paradigma, esquema conceptual, comunidad lingüística o similares” (3).
Al igual que las demás disciplinas científicas, la medicina es un sistema social compuesto por instituciones, médicos y comunidades que forma parte del orden social. Así, se puede decir que una enfermedad no existe como un fenómeno social hasta que no haya un acuerdo de que existe (2). Aronowitz señala que la identidad particular de una enfermedad no es consecuencia de procesos biológicos. Lo que quiere decir esta perspectiva constructivista no es que todas las enfermedades se reduzcan en última instancia a los factores sociales, sino que se encuentran supeditadas a ellos, especialmente en lo que concierne a las enfermedades crónicas. Del mismo modo, ciertas patologías borderland (esto es, que generan controversia en cuanto a su validez biomédica) demuestran un trasfondo socio-cultural bastante importante que permite su asentamiento y su estabilidad como enfermedades bona fide dentro del saber médico y los diferentes entes sociales que la sostienen (1). El “enmarcado” de este tipo de enfermedades debe mantener el espíritu de plausibilidad y el prestigio de un modelo somático inequívoco de la enfermedad, lo que quiere decir que, como sugiere Rosenberg, la legitimidad social y la plausibilidad intelectual deben promover la existencia de algún mecanismo específico que la convierta en una enfermedad (2).
El trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) es una de esas enfermedades. El hecho de que el TDAH sea cada vez más diagnosticado en adultos o se considere como un síndrome que puede prolongarse más allá de la adolescencia hace que tienda hacia la cronicidad. La medicina ha intentado durante más de un siglo probar que existe un síndrome que implica un déficit de la atención, la ausencia de control motor (hiperactividad) y conductas impulsivas. Este síndrome, bajo su forma más pura y libre de comorbilidad, tendría un sustrato neurobiológico específico —en los años 40 se hablaba de una lesión cerebral a minima (4); hoy en día se habla de hipoactividad y/o atrofia del córtex prefrontal y cingulado anterior (5) o del déficit de dopamina y noradrenalina en el sistema nervioso central, otra hipótesis que tiene mucha fuerza como marcador biológico (6)—. Este sustrato neurobiológico sería casi indiscutible, aunque no se haya establecido con claridad; se trataría entonces de una enfermedad multifactorial al igual que el cáncer y otras enfermedades con etiopatogenia desconocida o de difícil identificación.
La idea del presente artículo no es tanto descartar que, en efecto, el TDAH sea una “enfermedad real” —aunque existan serias dudas al respecto y haya estudios que cuestionan la validez de dicho trastorno (6-10)1—, ni tampoco postular que se trate exclusivamente de una construcción social. El objetivo es tratar de sostener una visión holística del trastorno en oposición a la visión reduccionista centrada casi exclusivamente en factores etiológicos de tipo biológico (a partir de tests genéticos y de pruebas de neuroimagen) y diagnósticos (escalas evaluativas, tests, etc.). La visión holística debe tener igualmente en cuenta ciertos elementos que juegan un papel en el mundo social que rodea y sostiene el diagnóstico.
Tratando de salir de la querella realista/constructivista, y en un sentido holístico, el filósofo Ian Hacking inventó un concepto llamado “nicho ecológico” para dar cuenta de los elementos que entran en juego en la aparición de lo que él llama “enfermedades mentales transitorias” (11). Según él, habría enfermedades mentales que aparecen en un nicho ecológico específico, es decir, en el contexto de la historia de una cultura, en un espacio circunscrito en el cual emerge una enfermedad y luego desaparece gradualmente. La “aparición” de estas enfermedades, como las fugas patológicas o los “locos viajeros” (fous voyageurs) en Francia a finales del siglo XIX, tiene lugar en contextos socioculturales específicos y también se limita a estos nichos ecológicos donde se puede observar su surgimiento, auge y declive. No obstante, este concepto de nicho ecológico es bastante limitado para explicar ciertos trastornos, como por ejemplo el que nos concierne (11).
El TDAH no se limita en la actualidad a un espacio geográfico y socio-cultural determinado. Su presencia es casi mundial y su diagnóstico es uno de los más prevalentes en la psicopatología infantil internacional; no se conoce todavía un país donde el diagnóstico no haya calado o que no se utilice en cierto grado. Y esto se debe tal vez a la adopción por parte de la mayoría de escuelas médicas y psiquiátricas del mundo de las nosologías y los métodos diagnósticos estadounidenses (DSM) e internacionales (CIE), así como a la adopción de los principios epistemológicos y postulados científicos y a la medicalización de la conducta por parte de la medicina y la psiquiatría estadounidenses. Esto difiere de la situación de finales del siglo XIX, cuando una categoría clínica como la fuga patológica podía limitarse al espacio geográfico de una nación (o grupo de naciones) y la medicina y la psiquiatría no estaban globalizadas ni estandarizadas (12). Desde luego, estas razones no son exhaustivas. Evidentemente, hace falta realizar estudios antropológicos, sociológicos y culturales más detallados en otros lugares del planeta donde el diagnóstico ha calado. Pero, por cuestiones de espacio y facilidad, nos limitaremos a Occidente; más concretamente, a Norteamérica y Europa Occidental, espacios geográficos donde surgió este trastorno como tal.
El concepto de nicho ecológico, sin embargo, puede ser de utilidad. Por desgracia, el impacto cultural en la enfermedad apenas ha sido tenido en cuenta dentro del campo de la investigación médica de este trastorno. Hacking habla de un vector cultural; más concretamente, de una polaridad cultural (un eje entre dos elementos culturales antinómicos) entre lo que se considera vicio y lo que es considerado virtud en una cultura determinada. En ocasiones, la enfermedad mental sintetiza, en cierto modo, dos elementos antinómicos que aparecen como valores y antivalores supremos para una sociedad. El TDAH, a diferencia de la esquizofrenia o la demencia, es difícil de concebir como una patología con componentes neurobiológicos evidentes (en todo caso, en él no parecen manifestarse sólo componentes biológicos). Otro elemento a tener en cuenta en la composición del nicho ecológico de Hacking es el de las ventajas o la “liberación” que trae consigo un diagnóstico, lo que quiere decir que éste permite el cumplimiento de algún objetivo vital y trae una serie de beneficios para el que lo porta. En esto nos apoyamos en la tesis del psicoanalista Pierre-Henri Castel, para quien los trastornos mentales no son reductos biológicos que han permanecido intactos desde la antigüedad, sino que se debe seguir el camino de un “proceso sociohistórico que constriñe fuertemente las mutaciones de la enfermedad mental X y la evolución paralela de sus tratamientos” (13). El TDAH contiene las mutaciones sociales de la educación y la crianza (así como las del individuo moderno) que se llevaron a cabo a lo largo del siglo XX en Occidente —principalmente en Europa Occidental y Norteamérica—, período y lugares en los cuales se forjó el trastorno.
El autocontrol en las sociedades individualistas y las enfermedades de la voluntad
La gran mayoría de autores que han abordado este tema (14, 15) postulan al Renacimiento de los siglos XIV y XV en Europa como el momento cumbre que cambiaría la manera de vivir y de concebir el mundo del hombre, liberándose éste progresivamente, hasta el Siglo de las Luces y más allá, de las ataduras de las normas y la moral religiosa, de la tutela de los estados monárquicos, del yugo familiar y del trabajo. El Siglo de las Luces y el XIX ven el auge del individualismo como un tipo de movimiento social en Europa y Norteamérica; es decir, se trata de una contraposición con las sociedades holistas, como las llama Louis Dumont. Las sociedades holistas, como muchas en el Medio y Lejano Oriente, son aquellas en las que prima la idea de la colectividad o del grupo sobre la del individuo: la familia, el clan, la tribu, la casta o la etnia van a dictar el tipo de vida que tendrá cada cual. El individuo pierde en buena medida la libertad de elegir el destino de su vida y se ve sometido a los imperativos de la colectividad más próxima. No es que esto haya desaparecido del todo en las sociedades individualistas; pero, en todo caso, su efecto sobre el individuo se ha visto mermado considerablemente.
El filósofo Charles Taylor nos habla de un elemento que surge de este individualismo y que es un producto de ese mismo modelo social: el concepto de interioridad e intimidad. La interioridad y el “fuero interno” tienen un lugar privilegiado en el mundo occidental cristiano. Es allí donde aparecemos dotados de un interior profundo, poseyendo lo que en inglés se llama un self2. El famoso cogito cartesiano, “pienso luego existo”, es la máxima que condensa este self, el cual sólo necesita de sí mismo para garantizar su existencia, para avalar sus percepciones y sensaciones, para asegurar su lugar en el mundo: “Nos volcamos hacia adentro pero no necesariamente para buscar a Dios; nos volcamos hacia adentro para buscar el impacto de un cierto orden, o un cierto significado o una cierta justificación para nuestras vidas” (15).
Pero, al mismo tiempo, a finales del siglo XVIII nacen prácticas disciplinarias como los hospitales, las escuelas, el ejército como un cuerpo al servicio del Estado y prácticas relacionadas con el control metódico y burocrático. Al lado de estas prácticas disciplinarias, la autodisciplina y el autogobierno (self-discipline y self-government) se alzan como máximos ideales morales, junto con la que tal vez representa la máxima expresión del individualismo: la autonomía. La emancipación religiosa y la secularización progresiva de los Estados, junto con la aparición de la democracia como nuevo sistema político, llevan a la idea de un individuo responsable, libre de un amo (llámese Dios o rey), de quien se espera que sea él mismo el que regule sus conductas, sus maneras de actuar y de sentir. No es necesaria la presencia de otra entidad, llámese el sacerdote, los padres, etc., para que el individuo moderno se sienta juzgado y condenado. Se supone que este self, encerrado en sí mismo, interioriza la culpa, el remordimiento y la ansiedad cuando se contrapone al orden social y los hace enseguida suyos. La idea del autocontrol (self-control) nace con Platón, pero se consagra oficialmente como mecanismo central de la interioridad y elemento civilizador a partir de la obra de autores como San Agustín y Descartes, del impulso del cristianismo (tanto el catolicismo como el protestantismo de la Reforma3,15) y de determinados cambios en el orden del poder político (17). Para Platón, la akrasia (incontinencia, pérdida del control) era una fuerza irracional que llevaba al sujeto a actuar en contra de lo que era más conveniente para él. Aquel que actuaba en el sentido del bien, o dentro de sus límites, era aquel que poseía autocontrol o era dueño de sí mismo (enkrateia). Por otro lado, el cristianismo (tanto en su vertiente católica como protestante) potenciaría la culpa y los sentimientos de embarazo derivados de nuestras acciones como constituyentes de nuestra interioridad moral y del autocontrol. El sentimiento de culpa y de remordimiento son elementos que la religión impulsaría como fuerzas moralizadoras que garantizan actuar dentro de los límites del bien. El autocontrol permite, justamente a través de la culpa, el remordimiento y la ansiedad, regular y reprimir nuestras acciones pecaminosas o contrarias al orden social, incluidos nuestros pensamientos. Pero, en siglos pasados, el autocontrol se focalizaba sobre todo en la búsqueda de la obediencia, en la necesidad de plegarse a la normatividad moral, social y económica, para hacer del individuo un ente productivo para el bien común, como sostenía Foucault; hoy en día, la idea de este autocontrol se encamina hacia la iniciativa personal, la confianza en sí mismo y el control de la acción (19). Demostrar que se goza de autonomía personal, como máxima ganancia del individualismo, es precisamente la producción de acciones plenamente autónomas y controlables (libre toma de decisiones, conductas apropiadas dentro del orden social, búsqueda de bienestar personal, etc.). Cualquier aspecto que se presente como un obstáculo para la acción personal se convierte en un elemento que debe ser tratado, aunque sea médicamente, ya que quiebra las garantías de la autonomía como valor social4.
En este contexto de la autonomía como aspiración personal, nace a finales del siglo XIX la idea del primer trastorno mental sin un componente hereditario y/o degenerativo —como los concebía la psiquiatría en aquel entonces— que se contrapone a este ideal. Es el caso de la neurastenia, trastorno que reúne el malestar de vivir de los tiempos modernos y la idea de que la sociedad también puede enfermar a los individuos (21). En cierto modo, la neurastenia ejemplifica lo que el hombre de las grandes urbes, empleado, oficinista y burgués, debía confrontar como fracaso de la acción autónoma. Se presentaba como una fatiga crónica, un trastorno funcional precursor de la depresión actual. Ehrenberg describe así a los neurasténicos: “Fatigados y vacíos, agitados y violentos, en suma, nerviosos, medimos en nuestro cuerpo el peso de la soberanía individual. Desplazamiento necesario de una tarea que, según Freud, constituye de por sí el destino del hombre civilizado” (22). Por otro lado, la concepción de la histeria de finales del siglo XIX, lo que se conoce como la “histeria victoriana”, fue también considerada por uno de los más importantes neurólogos de la época, Joseph Babinski, como un trastorno que implicaba una falla de la voluntad debido al alto grado de sugestibilidad y de formación de síntomas en pacientes para quienes la auto-persuasión era incapaz de hacer expulsar o de impedir su formación (23). Las enfermedades mentales que afectan a la voluntad tomaron mucha fuerza a finales del siglo XIX y principios del XX, persistiendo hasta la actualidad. Éstas están presentes dentro de la población y deben ser diagnosticadas desde la más temprana edad, pues son uno de los mayores riesgos que atentan contra la autonomía del individuo.
El antropólogo e historiador Andrew Lakoff (24) detalla finamente cómo comenzó el proceso de identificación del TDAH con la famosa publicación de las conferencias del pediatra inglés George Still en The Lancet en 1902, en las que relató una serie de casos de niños sin aparente alteración del intelecto pero que presentaban trastornos en la volición inhibitoria y eran incapaces de adecuar y controlar sus acciones y conductas (25). Still hablaba de un “defecto mórbido del control moral” en estos niños, control moral en el sentido de actuar de acuerdo a la idea del bien. Estos niños no sólo realizaban actos inmorales e impulsivos, sino que también mostraban dificultades en el sostenimiento de la atención voluntaria. Una base religiosa y moral subyace a esta idea, pero una noción más amplia sostiene el concepto de “control moral”: la idea de que la voluntad de estos niños no es “normal” en comparación con los otros niños, que no cumplen con los estándares de la normalidad debido a su comportamiento inusual, inmoral y descontrolado (24). En definitiva, estos niños poseen un self cuyo autocontrol es deficitario o muestra una discapacidad en su funcionamiento. Si miramos a uno de los investigadores contemporáneos más destacados y uno de los principales exponentes en el campo de la psicología y la neuropsicología del TDAH, Russell Barkley, vemos cómo los conceptos de autorregulación y autocontrol tienen un peso enorme en su teoría de la patogenia del TDAH (5). Su tesis no está muy alejada de la de Still, a pesar de llevarse un siglo de diferencia. No obstante, la idea de autocontrol en Barkley y la que se propone en este artículo son diferentes. Aunque su contenido descriptivo sea el mismo, sus raíces y usos epistemológicos son diferentes. Barkley aboga por una naturalización y una normalización a través de escalas psicométricas del autocontrol (una concepción realista del autocontrol); la nuestra, como hemos tratado de mostrar, sigue pasos históricos, mutaciones antropológicas y culturales a lo largo de los siglos5.
De todas formas, como señala M. Smith (29), la obra de Still y los casos que presentó tienen muy poco que ver con lo que en la actualidad llamaríamos TDAH. Los signos clínicos de estos niños del siglo XIX iban más del lado de la discapacidad mental e incluían conductas como pica, sexualidad inmoral y violencia extrema. Más que la identificación como tal de una enfermedad biomédica real (29), lo que Still, junto con un médico contemporáneo suyo, Thomas Clouston, hicieron fue proponer por primera vez la medicalización de conductas educativa y socialmente inapropiadas. Al igual que ocurría con la histeria y la neurastenia, la era victoriana refleja precisamente las primeras preocupaciones de médicos y políticos por el individuo afectado en lo más profundo de su voluntad moral. En este caso, la infancia inadaptada y con alguna forma de discapacidad se convierte igualmente en un epíteto del fracaso del autocontrol y la voluntad. La infancia inadaptada se convierte en un lastre para la sociedad y un riesgo para el orden social (29).
Still sugirió un posible daño orgánico cerebral, idea que volvería a a ver la luz en los años 20 después de la epidemia de gripe española (encefalitis letárgica), en la que se observaron niños con un síndrome de post-encefalitis sin alteraciones intelectuales aparentes pero que mostraban dificultades a la hora de inhibir sus conductas motrices impulsivas (hipercinesia). Asimismo, en muchos casos presentaban incluso conductas psicopáticas o antisociales graves (29). Se habló de una lesión cerebral producida por la encefalitis, aunque fuese a minima o imperceptible, idea que prosiguió hasta los años 40, cuando incluso pacientes que no habían sufrido encefalitis letárgica presentaban síntomas similares a los ya descritos (24). La idea de que algo ocurre con el cerebro de estos individuos con conductas inapropiadas, desinhibidas e inatentas ha persistido desde entonces dentro de la medicina y prosigue en las investigaciones neurocientíficas contemporáneas a pesar de que estas enfermedades de épocas pasadas tengan poco o nada que ver con el TDAH contemporáneo. La lista de síntomas y las particularidades del síndrome post-encefálico, por ejemplo, son gigantescas comparadas con las del TDAH moderno (29). Podemos considerar aquí, aunque no las desarrollaremos, las tesis de Georg Lukács en Historia y conciencia de clase sobre la fetichización y reificación de conceptos para hacerlos duraderos y formalizables como una posible explicación de este fenómeno de naturalización. A esta reificación se le suma la manera en que la tendencia neoliberal busca naturalizar las “patologías sociales y relacionales”.
Smith sugiere que es en los años 50 y 60 cuando realmente aparece la hiperactividad (y lo que será el TDAH moderno) en EE.UU. como un problema de salud mental de la infancia y como una enfermedad de pleno derecho. La Guerra Fría llevó a que el sistema educativo se transformara radicalmente. EE.UU. se encontraba en competición con la Unión Soviética en todas la áreas; por consiguiente, se requería un sistema más rígido, estandarizado, donde se implementaran los objetivos fijados a nivel del gobierno federal y donde se llevara a cabo un fuerte escrutinio y una mayor exigencia a los alumnos para formar mentes brillantes a nivel científico (en áreas como aritmética, economía, lenguas e ingeniería) y así vencer al comunismo (29). Todo esto se convirtió en un propósito nacional.
En todo caso, lo interesante en este punto ya no es saber si en efecto algo ocurre con el cerebro de estos enfermos de TDAH: lo que nos interesa es comprender a qué responde finalmente la necesidad de medicalizar las conductas inapropiadas e inmorales que rompen con la normatividad moral. La respuesta encuentra eco en la polaridad cultural entre los valores y los antivalores en las sociedades occidentales; especialmente en lo que concierne a la educación de los niños y a la manera de criarlos.
La polaridad cultural: la crianza adecuada y el fracaso escolar
Un conjunto de ansiedades prevalecieron y se expandieron progresivamente durante todo el siglo XX dentro de muchas familias occidentales; sobre todo porque la figura del niño se modificó y desplazó a otras formas de reconocimiento (30). Durante el siglo XIX, el trabajo infantil era algo muy común (en realidad los niños no parecían ser de mucho valor salvo como fuerza de trabajo, ya fuese para las fábricas o los cultivos). El niño era visto como un “pequeño adulto”, un agente más de la cadena de trabajo al que se podía explotar de manera abusiva (31, 32). Esta idea del trabajo infantil y el niño como actor económico cambió durante el siglo XX gracias a las políticas y regulaciones estatales contra el abuso infantil y al hecho de que el Estado cumpliera un papel cada vez más importante en la protección infantil desde finales del siglo XIX. Además, se produjeron importantes avances gracias a los cuales ciertas enfermedades clave de la infancia fueron conquistadas por la medicina y la esperanza de vida en los adultos fue cada vez mayor, haciendo que hubiera cada vez menos huérfanos (30, 31). Los estándares educativos y la vida mejoraron considerablemente y las oportunidades para el entretenimiento se expandieron a principios del siglo XX (30). Todo esto llevó a que la crianza adecuada de los hijos se convirtiese en una cuestión cultural de gran importancia en EE.UU. y muchas naciones occidentales, especialmente cuando el niño comenzó a ser visto como un ser vulnerable y no simplemente como un ser sustituible y explotable. Esto implicaba que los padres tenían que empezar realmente a preocuparse y ofrecer un buen cuidado a sus propios hijos. Los nuevos niveles de preocupación parental se incrementarían exponencialmente a medida que los niños cambiaban su valor social: ¿Cómo controlar el entorno para asegurarse no sólo de tener hijos, sino también de que prosperasen dentro del nuevo orden económico (capitalista) y social (individualista)? ¿Cómo evitar que estos pequeños seres se descarriasen y fuesen por mal camino?, ¿cómo hacer para que fuesen seres dotados de herramientas para corresponder al orden social? (30). Los inicios del siglo XX trajeron muchas de estas preocupaciones a los padres, cuyo lote de autonomía les ofrecía la opción de tener hijos, pero también les acarreaba obligaciones para con ellos. Los nuevos manuales y revistas dirigidas a los padres desde la década de 1920 les decían cómo observar e identificar la fragilidad y vulnerabilidad de sus hijos, es decir, sus deficiencias y anomalías. “Los riesgos emocionales y psicológicos competían por la atención con una variedad de problemas de salud e higiene; las obligaciones de los padres podían cumplirse, pero imponían mayores exigencias… El ejemplo de los padres seguía siendo importante, pero ya no era suficiente” (30). Estos nuevos manuales y guías, escritos por expertos en psicología y medicina y dirigidos a los padres dentro de un contexto cultural medicalizado, mostraban cómo podían ser identificados y tratados estos niños “deficientes”. Ahora era la figura del “experto” la que tenía la legitimidad a la hora de decir cómo identificar, criar y tratar a un niño anormal. Por ejemplo, las nuevas técnicas de crianza de mediados del siglo XX sugerían utilizar menos los castigos corporales y utilizar más el dialogo formativo o fomentar el libre desarrollo del niño.
Al mismo tiempo, los padres estadounidenses se volvieron más conscientes de la necesidad de obtener explicaciones psicológicas de expertos sobre el fracaso de sus hijos. Si los niños tenían algún tipo de tara o debilidad, los padres tenían que hacerse responsables de ello. A mediados del siglo XX, el pensamiento común era atribuir los problemas del niño al mal manejo de los padres (30). La figura del niño perturbador, inestable y difícil de manejar pone en juego una polaridad cultural muy importante y que se afianza a finales de los 50 con el cambio del modelo educativo en EE.UU. (29): el eje buen padre/mal padre; buen estilo de crianza/mal estilo de crianza. Incluso aunque el síndrome del TDAH sea cada vez menos atribuible a los padres de hoy en día (según las hipótesis biológicas del discurso médico), éstos siguen siendo responsables de tomar las medidas necesarias y seguir las recomendaciones de los expertos sobre sus hijos cuando se les diagnostica TDAH.
Por un lado, estos factores sociales confluyen en buena medida en el sitio donde más se sentirían las debilidades y las taras del niño: las aulas escolares. A principios del siglo XX, la construcción de los conceptos “retraso escolar” y “fracaso escolar” dentro de los sistemas educativos es también importante para que el déficit de atención y la hiperactividad (y cristalizaron el diagnóstico de TDAH) en la década de los 50, permitiendo trivializarlos como trastornos inseparables de la inadaptación escolar. A principios del siglo XX, la noción del niño anormal fue en parte dividida entre el niño inestable y los retrasados mentales o médicamente anormales. Con el psicólogo francés Alfred Binet, la idea de una “pedagogía científica” apareció en un momento en que la psicología diferencial y la experimental comenzaron a ser vistas como ciencias naturales. Binet y T. Simon vieron que la miseria física del niño era el resultado de la privación social. Estos autores publicaron en 1907 su famoso estudio Les enfants anormaux (33, 34). Allí Binet forjaría el concepto de “rezago educativo” o “retraso escolar”6 (retard scolaire), que hizo posible la correlación entre la edad y la inteligencia. La falta de inteligencia era debida a un defecto en el desarrollo en relación a la edad (33). A partir de aquí se construiría una norma: la relación entre la edad y el nivel de clase, entre el desarrollo del cuerpo físico y la inteligencia. Todos ellos convergen en convenciones nominales dispuestas y organizadas de forma consensuada, aunque sean aprehendidas como reales y universales por la mayoría de los profesionales de hoy en día. Esta forma de racionalidad de las pruebas psicométricas se mantendría dentro de los postulados internacionales de psiquiatría infantil, y legitimaría la idea de que uno puede definir de forma clara y concreta el límite entre lo normal y lo patológico, lo normal y lo anormal en la infancia; entre el comportamiento social trivial y los signos médicos mórbidos.
Se podría decir que antes de finales de los 50 los niños hiperactivos no eran vistos como un problema para médicos, familias y educadores. Incluso ciertos niños, que en años posteriores hubieran sido catalogados de hiperactivos, eran vistos de manera positiva, como entusiastas, precoces y energéticos. Eran más bien los niños taciturnos, tímidos e introvertidos los que parecían ser un problema en los colegios (29). Pero esa tendencia se invirtió a finales de los años 50 cuando la hiperactividad, la impulsividad y la falta de concentración (los tres componentes principales del TDAH) aparecieron como precursores del bajo rendimiento académico (underachievement), del retraso escolar y de los “subsecuentes problemas de salud mental que podrían costarle demasiado al Estado” (29). Tanto el retraso educativo como el abandono escolar se convirtieron entonces en preocupaciones mayores a medida que los empleos no cualificados iban disminuyendo y se concretaba la idea de un individuo autónomo y responsable de su destino. La Guerra Fría y la carrera espacial también fueron desencadenantes importantes de estos hechos. La idea del nuevo sistema educativo era evitar en lo posible el retraso y el fracaso escolar de la mayor cantidad de alumnos, y formar a alumnos brillantes en las áreas de ciencia y tecnología. La llegada de los años 60 (la guerra de Vietnam, el movimiento hippy y beatnik, la revolución sexual y diversos movimientos revolucionarios) trajo consigo la idea de este nuevo self que se empezaba a forjar y que debía, al contrario que su predecesor, depender más de la capacidad de decisión del individuo, de la iniciativa personal, de la responsabilidad y, lo que es aún más importante para lo que nos concierne, del control de la acción volitiva (el TDAH simboliza precisamente el fracaso del control de la acción voluntaria, 22). Se abandonaba la sociedad disciplinaria por una sociedad del rendimiento (21, 22). Para esto se necesitaba contar con un individuo que supiera autocontrolarse, autorregularse, gracias a las aptitudes aprendidas en la escuela y el sistema educativo del cual provenía. La hiperactividad, la impulsividad y la falta de atención eran y son vistas como signos de un déficit de este autocontrol. Son obstáculos para el potencial de aprendizaje de niños con niveles de inteligencia promedio en una era tecnificada y en la que la responsabilidad y la autonomía eran y son aún ejes centrales. Desde la época de Binet, identificar los defectos del estudiante es un objetivo principal de la misión educativa: la reeducación del niño con “retraso” o “deficiencia” se convierte entonces en el medio para contrarrestar estas taras y disminuir las posibilidades de un retraso o de un eventual fracaso escolar definitivo; más aún ahora que la educación figura como máximo ideal social en las democracias liberales. A partir de la década de los 60 hasta el día de hoy, la aparición de los psicoestimulantes para tratar la hiperactividad y la falta de atención, con cada vez más madres trabajando y una disminución de la disponibilidad de los padres para tratar los “problemas” de sus hijos, junto con la necesidad de buscar otro tipo de ayuda externa al círculo familiar, llevaron al aumento de la prevalencia y a la consolidación del diagnóstico. Con el aumento de las guarderías infantiles y de la población de esas guarderías, así como con la aprobación de nuevas leyes que prohíben hasta el más mínimo castigo físico y cualquier forma de ostracismo, se asentó la idea del diagnóstico e hizo que las formas de control del mal comportamiento y el retraso escolar se apoyaran en la medicina (30). La fascinación de los estadounidenses por las explicaciones genéticas, de acuerdo con Stearns, surgió en las últimas décadas del siglo XX y ha favorecido la naturalización y las explicaciones médico-biológicas de todo tipo de taras y problemas relacionados con la conducta7.
Se puede especular, sobre la base del nicho ecológico de Hacking, que, tanto a nivel norteamericano como a nivel europeo, se produjo una dicotomía. Esta dicotomía (vicio/virtud) se creó no sólo entre el éxito académico y el fracaso escolar de los niños, entre hijos obedientes y turbulentos, sino también en el hogar, entre la crianza guiada por expertos y la crianza irresponsable. Todos estos parámetros generados a partir de estas tendencias han transformado la forma en que los profesionales consideran la escuela y, por tanto, el éxito social, la forma en que distinguen a un niño sano/exitoso de un “hiperactivo” o inadaptado. El concepto de “déficit de atención” es también una forma interesante de observar la transformación sociológica llevada a cabo por la creciente tecnicidad de las profesiones, y el celo y la exigencia constante requeridos por los sistemas educativos para tener mentes capaces de adaptarse a las exigencias del mercado laboral tecnificado (7, 29, 38). Si el niño ha de tener éxito y prosperar dentro del sistema socioeconómico, es decir, adquirir plena autonomía, triunfar en el ámbito escolar es un prerrequisito para alcanzar dicha autonomía. Desde la década de los 60, el self debe luchar para alcanzar la realización personal, debe interpretar la realidad y su destino como una responsabilidad individual, debe encontrar sentido a la existencia a través de su capacidad de elegir libremente (16).
Lo que se espera de un self dentro de una democracia liberal no es sólo que sea libre de cumplir su destino, sino que también sea responsable de su comportamiento y sea capaz de inhibir sus impulsos contrarios al orden social; en definitiva, que sea capaz de autocontrolarse. Lakoff sugiere que el niño con TDAH representa el fracaso de este self a la hora de contener sus impulsos, de manera que el TDAH representa “un continuo despliegue del proceso de la civilización” (24), esto es, un proceso de la civilización en el sentido de Norbert Elias (17)8. El TDAH encarna, bajo el manto del saber médico, uno más de los eslabones que componen ese entramado de interdependencias que determinan el proceso civilizatorio. No es de extrañar que este trastorno aparezca asociado con trastornos de la conducta y de los impulsos, junto con conductas antisociales y delictivas.
Los principios epistemológicos de la psicopatología infantil se ven obligados a teorizar y legitimar la acción emprendida sobre los defectos del self para controlar su comportamiento y promover la autonomía. La psiquiatría y la psicología infantil aparecen como nuevos garantes expertos del saber sobre el niño; expertos a los que los padres han de seguir y escuchar si quieren ver a sus hijos triunfar dentro del nuevo orden económico. El experto trae sus soluciones tecno-científicas, libres de cualquier valor que sesgue su apreciación (value-free), libres, además, de los intereses creados y que trata de suplir (la industria farmacéutica, por ejemplo). Lo interesante aquí es saber que estos expertos en psicopatología médica infantil reunieron los movimientos involuntarios y problemas del tono muscular, un trastorno hipercinético, con los problemas de aprendizaje escolar y de la vida familiar. Se trata de una amalgama de signos neurológicos característicos (la hipercinesia de síndromes coreicos y del cerebelo, o de la encefalitis) junto con conductas relacionales, “esto permite olvidar los aspectos afectivos e institucionales de estas últimas, reduciéndolas a la pureza semiótica de la abolición del reflejo rotuliano” (39).
La liberación del diagnóstico TDAH
A partir de lo descrito más arriba, se puede también deducir que este diagnóstico no conlleva únicamente elementos negativos, sino que también formula y genera una serie de beneficios para los portadores. El nicho ecológico incluye las ventajas que puede implicar un diagnóstico en un contexto que entiende la capacidad de producción como un elemento inherente a la salud. Svend Brinkmann señala cómo las insatisfacciones y las aflicciones humanas han sido reunidas y patologizadas con la medicalización que ha tenido lugar a lo largo del siglo XX. Los diagnósticos psiquiátricos se convirtieron en una lente a través de la cual la gente observa sus problemas cotidianos; en ese sentido, los diagnósticos funcionarían como “mediadores semióticos” que la gente usa para comprender y actuar sobre sus humores, emociones, pensamientos y problemas; se trata de signos que se utilizan para regular alguna actividad de la vida (40). De acuerdo con este autor, los síntomas psiquiátricos pueden ser explicativos, justificativos y recusadores o reivindicativos. El diagnóstico de TDAH es explicativo, ya que permite dar un sentido, bajo una etiqueta, a la impulsividad, la agresividad, los problemas relacionales y de conducta, las dificultades en mantener relaciones estables y sanas, etc. Dar un sentido a los malestares cotidianos, aunque sea a través de un diagnóstico, conlleva un alivio para los sujetos que lo portan aunque sea sólo momentáneo o temporal. En segundo lugar, es justificativo (self-affirming) por la capacidad que tiene el diagnóstico de autoafirmarse o autojustificarse. Es decir, ciertos fenómenos, incluso contrarios al diagnóstico de TDAH, pueden convertirse en síntomas o en elementos que afirman y confirman la expresión del diagnóstico. Éste es, por ejemplo, el caso de los sujetos diagnosticados de TDAH, que, a pesar de considerarse a sí mismos “organizados y estructurados”, justamente contradicen, pero a la vez refuerzan, lo que se esperaría de un paciente TDAH. Finalmente, la mediación reivindicativa o exculpatoria (disclaiming) es aquella en la que el diagnosticado se des-responsabiliza ante ciertas situaciones desfavorables que achaca finalmente a su patología y no a sí mismo (40). Esto conlleva también un nuevo beneficio para las familias de los pacientes con este diagnóstico, que ya no se sienten culpables por tener niños que escapan de su control o adultos que no cumplen con sus objetivos en la vida o generan conflictos en su entorno.
En este último caso, la naturalización del malestar mental trae consigo algunos beneficios para los sujetos diagnosticados de TDAH, pues permite que el self no sea ya responsable de la pérdida del control o del fracaso de la voluntad, ya que este fracaso es biológico y material en su esencia. Ya no es el self como una entidad consciente abstracta, sino el cerebro, como una entidad fisiológica pura ajena a ese self, la fuente del comportamiento y de las dificultades de todo tipo. Etiquetar a un niño de TDAH mejora la explicación de su comportamiento, de su fracaso en la escuela o de los defectos propios de la infancia, y eventualmente legitima cualquier acción educativa, psicoterapéutica o médica que se emprenda sobre él. Esta etiqueta autoriza también a los pacientes y a sus familias a reunirse y conformar movimientos asociativos (por ejemplo, el Children and Adults with Attention-Deficit/Hyperactivity Disorder; CHADD), permitiéndoles exigir el reconocimiento por parte del Estado y demandar el fomento de la investigación o la financiación de sus movimientos. Queda claro que hablar de un “cerebro enfermo” parece ser menos estigmatizante que hablar de una “mente enferma” y permite hablar de una “discapacidad social” (social disability): entender este diagnóstico como una discapacidad puede permitir una mayor tolerancia por parte del entorno.
Finalmente, después de la publicación en EE.UU. del Individuals with Disabilities Education Act (IDEA) en 1990, se permitió a los portadores del diagnóstico hacer algunas exigencias a las instituciones educativas locales, como exigir su derecho a programas de educación y reeducación de alta calidad de forma gratuita, acceder a currículos especiales y, en el caso de los adultos trabajadores, reclamar beneficios en el trabajo y ciertos subsidios.
Conclusiones
Del retraso o fracaso escolar se podría saltar al “despido laboral” o al “desempleo” como nuevos constructos sociales que aparecen como la antítesis de la autonomía individual. También podrían figurar como polaridad cultural, permitiendo entender una parte de la prolongación del diagnóstico del TDAH más allá de la adolescencia, en adultos cada vez más necesitados de encontrar una justificación para sus dificultades en el empleo o para conseguir uno. Del mismo modo, el TDAH aparece también como un atenuante en ciertos casos de delincuencia, o como justificante para sujetos con dificultades relacionales o problemas de conducta. En todo caso, se trata de un trastorno que encierra las polaridades culturales que entran en juego dentro de la adquisición y el mantenimiento de la autonomía y el autocontrol que vimos más arriba.
Las cosas no parecen haber cambiado mucho desde el final de la Guerra Fría, a pesar de que ésta ha terminado hace más de tres décadas. La competencia ideológica, geopolítica y económica persiste, ya no contra el comunismo, sino con naciones como China, India y otras naciones asiáticas, que están dejando a las naciones occidentales a la zaga. A medida que esos países asiáticos ganan ventaja, se pone el acento en la necesidad de incrementar las habilidades en las diversas áreas de las ciencias y las tecnologías. La presión en el campo de la educación parece no haber cesado, y tampoco lo ha hecho la presión sobre los padres y los sistemas educativos y de salud encargados de asegurar el éxito de niños y adolescentes. Y, con la presión, el consumo de psicoestimulantes como drogas multiuso y multipropósito aumenta drásticamente desde los años 80 y 90 (29).
El self aparece entonces como la figura que condensa al individuo postmoderno, con todas sus vicisitudes, divisiones y conflictos, pero con esa particularidad de alzarse como singular y único. El TDAH aparece como uno de los malestares del self en el límite entre la enfermedad real, con etiología neurobiológica, y un constructo social que camufla las polaridades culturales en las cuales se manifiesta y que podrían ir desde las preocupaciones en cuanto a una buena crianza hasta el éxito y el fracaso escolar como espacios donde se juega el porvenir del self y donde las expectativas de autocontrol y autorregulación de la conducta aparecen como elementos que el individuo debe conquistar para gozar de plena autonomía. No obstante, se trata a la vez de un diagnóstico que trae consigo una “liberación” al aportar ciertos beneficios y ventajas a quien lo porta.
Ante esta dificultad a la hora de catalogar el TDAH como real o socialmente construido, ciertos especialistas salieron al paso respondiendo con las variedades etiológicas del TDAH: habría algunos tipos con clara evidencia neurobiológica o congénita y otros que responderían a otros factores, ajenos a la biología, más cercanos al ambiente familiar y a las especificidades del entorno —sobreestimulación de los sentidos, alimentación, etc. (41)—. Todo lo cual convierte cada vez más al TDAH en una patología borderland y crónica. Es por esta razón que no parece ya necesario ir en contra de toda la masa de estudios médicos y neurobiológicos que aparentemente prueban la existencia real del trastorno para los especialistas. En este caso, probar que en estos estudios hay conflictos de interés, falacias argumentativas, conclusiones imprecisas, etc. (10), puede ser muy válido, pero los especialistas dirán sencillamente que los estudios en los que esto ocurre son minoritarios y que en determinados pacientes se trataría de un TDAH con otro tipo de origen y de bases, no necesariamente biológicas (41). Lo que, a su vez, reafirma cómo el TDAH comporta otros beneficios tanto para el tratante como para el paciente (explicativos, justificativos, etc.) y explicaría por qué se trata de un diagnóstico “comodín”, acomodándose según las necesidades del momento para ambas partes. Esto no es algo que sea forzosamente negativo para el paciente ni para el tratante. No parece beneficioso negar la existencia real de este trastorno, pero sí lo es mostrar cómo éste minimiza y eclipsa vivencias afectivas y relacionales de la vida de estas personas, cuyo tratamiento no se puede reducir al uso de medicamentos ni a una “reeducación cognitiva”. La visión holística nos muestra que el TDAH va mucho más allá de defectos neurobiológicos y congénitos, y engloba todas las vicisitudes y contradicciones del self en la era postmoderna y dentro del entorno en el que habita, así como su componente de confrontación con los discursos sociales normativos.