“El progreso moral tiene que ver con una sensibilidad cada vez mayor para responder a las necesidades de una variedad cada vez más grande de personas y cosas”
Richard Rorty (1, p. 214)
Introducción
Las personas y situaciones atendidas en los servicios de salud mental forman un grupo muy diverso. Es difícil encontrar en ellas algo en común más allá de una laxa atribución a un padecimiento —para el profesional, una condición clínica difícil de definir de forma científicamente operativa—. Incluso en el caso de las condiciones mejor delimitadas y con mayor tradición histórica, como la depresión o la esquizofrenia, donde todos parecen saber de lo que se habla, las experiencias de los pacientes y la repercusión en sus vidas pueden ser muy variadas.
La condición, conceptualmente imprecisa, por la que las personas son tratadas en salud mental suele denominarse “trastorno mental”. El concepto de trastorno se diferencia del de enfermedad en que esta última se asocia con una anomalía, alteración o disfunción orgánica; pero esto no impide que muchos profesionales los consideren equiparables. Fuera del campo clínico, referirse a los trastornos como enfermedades es aún más frecuente, siendo lo habitual entre bioeticistas, historiadores y sociólogos, que con frecuencia soslayan esa distinción.
El mismo concepto de trastorno, a veces denominado “desorden”, permanece bajo una indefinición que resultaría extraña fuera del campo de la salud mental (2). Parece incluir cualquier tipo de sufrimiento de origen no identificable por la medicina somática, al margen de su intensidad, etiología y significado personal (3). Una definición de trastorno mental para salir del paso podría ser la de un cuadro de signos y síntomas conductuales, cognitivos y/o emocionales que provocan algún grado de sufrimiento o pérdida de funcionalidad. Las categorías diagnósticas son tan numerosas y los criterios para identificarlas tan flexibles que, de hecho, tiene cabida cualquier estado desagradable para la persona o cualquier conducta que otros consideren anormal o alterada.
El número de personas diagnosticables es grande y ha aumentado en las últimas décadas, estimándose que más del 38% de la población europea padece cada año un trastorno mental (4). Son datos que, dada su magnitud, sólo parecen explicables por una “epidemia diagnóstica” asociada al aumento de categorías diagnósticas y a una relajación de los criterios diagnósticos al hilo de las sucesivas publicaciones de los manuales al uso, con la consiguiente medicalización de la vida cotidiana (5,6).
No obstante, los autores de estos estudios epidemiológicos defienden que se trata de auténticas enfermedades, no muy diferentes en lo sustancial a las neurológicas, con las que comparte el tratarse de “trastornos del cerebro” (4). Sin embargo, los estudios más recientes sobre el prototipo de trastorno mental al que se le atribuye un origen biológico, la esquizofrenia, reconocen la complejidad y heterogeneidad de su psicopatología, sus límites difusos con otras condiciones psiquiátricas y con la normalidad, así como una hipotética patofisiología extremadamente compleja en la que jugarían un papel decisivo los llamados factores ambientales (7).
En cualquier caso, se enfatiza la pesada carga social y económica que suponen estos trastornos (8) y la brecha existente entre la epidemiología y las personas realmente tratadas, abogando por redoblar esfuerzos para su captación y tratamiento, e incrementar recursos con las mejores prácticas dentro del modelo asistencial actualmente dominante (9).
Por su parte, las personas se hacen usuarios de los servicios de salud mental por distintas motivaciones y de modos diferentes. Algunas lo hacen por iniciativa propia para conseguir un remedio a su padecimiento; muchas otras, urgidas por su entorno inmediato o por instancias administrativas como la escuela, la judicial, bienestar social… Lo que buscan en salud mental es también diverso: ayuda ante una situación angustiosa, orientación ante dificultades vitales, buscar sentido a problemas personales, deseo de conocerse mejor, contrarrestar presiones laborales, satisfacer las necesidades de otras personas, entre otras.
En definitiva, en nuestros días, el encuentro entre el usuario y los servicios de salud mental se realiza en un contexto de premisas, expectativas y ambiciones muy diferentes, frecuentemente divergentes, entre ambas partes.
¿De qué hablamos cuando nos referimos al sufrimiento mental? Acerca de la individualidad del sufrimiento
Con la intención de aproximarnos al sufrimiento mental y entrever de qué se trata, mostraremos cuatro escenas de personas que se acercan a los servicios de salud mental.
—Caso 1. Tras una disputa familiar, una joven de 19 años llega al Servicio de Urgencias con su madre y su tía. La joven fue retenida en casa cuando iba a salir con su novio. La familia no aprueba la relación, porque juzgan que el novio es conflictivo. El padre se encaró con éste, razón por la que tuvieron que intervenir las autoridades, que posteriormente derivaron a la joven a Urgencias. Ella explica coherentemente la situación y su información coincide con la de sus familiares (Gracia et al, p. 27 y ss) (10).
—Caso 2. Una madre joven con dos niños, de 2 y 5 años, acude a su médico de cabecera preocupada. Dice que tiene una forma de caminar “ladeada”, a pesar de que sus familiares lo niegan, pero cree que le mienten y ocultan algo. El médico no aprecia ninguna alteración en la marcha y considera que la paciente está alterada. Le ofrece un tranquilizante, que ella rechaza. El médico le sugiere que debe quitarse esas ideas de la cabeza o que será conveniente consultar con un psiquiatra (11).
—Caso 3. Madre de dos hijas, de 13 y 15 años, obsesionada con los daños que las radiaciones del microondas podrían ocasionar a sus hijas. Por ello, cuando cocina, deben estar fuera de la cocina. Cree que su miedo es exagerado, pero no lo puede evitar. El psiquiatra aprecia un nivel relevante de ansiedad basal (Gracia et al, p. 35 y ss) (10).
—Caso 4. Una joven acude buscando ayuda. Se encuentra asustada, oye voces, le cuesta confiar en otras personas, realiza un relato terrorífico hablando del inframundo y dice necesitar un refugio para sentirse segura (12).
Todas estas personas portan experiencias personales que podemos caracterizar de forma general como vivencias, más intensas en unos casos que en otros. Podríamos acordar que están emocionalmente afectadas, aunque no es tan seguro que los cuatro casos indiquen que ése sea el problema principal.
La persona que acude a salud mental, sea el posible paciente o su allegado, presenta al profesional una narrativa, no necesariamente completa, centrada en dificultades. La descripción se relaciona con cuestiones de su vida, no sólo con sus emociones. Habla de situaciones imbricadas a contextos diversos, experienciales, cognitivos, biográficos, relacionales, etc.
Por otro lado, no se trata de un estado estático. El relato tiene un devenir temporal; es un drama, una historia en movimiento, con tensiones insertas y una proyección a futuro incierta y, a veces, preocupante, al menos para algunos de los actores del drama. Las dificultades están insertas en un devenir temporal, donde los acontecimientos vividos y procesados, y aquellos sin procesar, son el contexto que da significado y sentido a las vivencias y conductas. El sufrimiento se despliega como experiencia en la propia persona y en su vida. La condición que el profesional traduce a una etiqueta diagnóstica reside y se vivencia en la persona en acción.
Se trata de un dolor que no se da en una esfera distinta a las vivencias que las personas no diagnosticadas experimentan tras la pérdida de un ser querido, los problemas laborales, el divorcio de un hijo, al suspender una oposición, etc. En esa esfera, trabada de significados y experiencias, donde los dramas vitales se tornan sensibilidad, se ubica el sufrimiento de lo que denominamos “trastornos”. Aunque el dolor mental significa que se activa la percepción sensible, esto no significa que esté aislado de las contingencias de la vida, más bien al contrario. Hay un sentido de drama vivencial que incluye a la persona completa y corporalizada, y también se trata de un estar en el mundo con orientaciones vitales y estilos de procesamiento, todo ello de forma simultánea e indivisible (13-15).
Cualquiera que sea nuestro punto de vista, incluido el biologicista, entenderemos fácilmente que esa vivencia de drama es personal e irrepetible, que no se puede trasladar a otra persona, que se puede explicar, pero no es reproducible en otro. Éste es el material del sufrimiento mental, antes un drama en movimiento que un estado, antes una vivencia de la persona completa que una etiqueta diagnóstica.
Lo que deseamos resaltar es que el sufrimiento mental se experimenta y se vivencia como el resto de experiencias humanas, individualizándose como dramas irreductibles e indefinibles por alguien que no sea el propio sujeto.
Perspectiva ética de la acogida: reconocer al otro y abrir el diálogo
La primera cuestión clínica relevante es acoger a las personas que llegan a los servicios por motivos muy diversos, por iniciativa propia o ajena, con quejas centradas en lo sensible, en lo interpersonal o en problemas de la vida, y solicitan o necesitan ayudas muy distintas unas de otras, aunque su queja se formule de una manera similar.
Centrarse en la acogida es especialmente relevante, ya que en ese proceso el profesional traza un determinado tipo de relación que depende no sólo de sus características personales, sino también del modelo técnico que aplica, de lo que considera buenas prácticas y de los servicios en los que trabaja.
La acogida a quien sufre puede describirse en los parámetros del encuentro con el otro. Levinas, Habermas, Cortina, Derrida, Gadamer, Davidson y Rorty, entre otros autores, han analizado el tema del encuentro, la hospitalidad y el prestar ayuda, con el horizonte puesto en un mundo mejor, considerando la hospitalidad como progreso moral al hacer a la comunidad más incluyente.
Estos desarrollos filosóficos realizados en las ultimas décadas impactan en la filosofía de las políticas asistenciales y en los servicios de ayuda de las sociedades democráticas, que atienden las penurias de sus ciudadanos y las de los inmigrantes y refugiados de diferentes culturas. La acogida es una cuestión ética de primer orden.
La acogida se inicia reconociendo la misma alteridad, en nuestro caso, de quien acude al servicio. En palabras de Derrida y Levinas, ser otro significa ser radicalmente distinto, ser irreductiblemente otro, algo que no soy yo (16). La acogida necesita dar espacio para reconocer al otro como distinto. Se trata de un reconocimiento ético antes que cognoscitivo, que sólo se puede dar en un espacio sensible entre dos sensibilidades. Estar ante el otro importa, requiere una relación de proximidad no invasiva y supone estar abierto al impacto del otro.
Levinas identifica al otro en personas como la viuda, el refugiado o el que sufre. La relación con el otro interpela a respetar y cuidar. Propone una relación en la que el “yo” se encuentre con el “otro” sin privarlo de su alteridad, sin violentarlo, sin ejercer poder sobre él, en la experiencia de un encuentro fuera del poder y de la definición del otro. El reconocimiento es una acogida con apertura. Acoger al otro es ir de un mundo familiar a otro que no lo es, acudir hacia lo extraño, a un otro distinto de manera radical y absoluta. La experiencia del encuentro se sitúa en la conversación, un sistema que nos revela: palabra, escucha, imagen y mirada (16-18).
Reconocer al otro significa estar abierto al contacto, a saber de su drama y al diálogo. El otro que habla, al que se le permite estar delante y cuyo discurso no se elude, nos interpela como un sujeto que requiere respuesta, pero no una cualquiera, sino una que no le acalle y permita y propicie continuar el diálogo. El diálogo es una conversación que abre horizontes, que suscita más palabras, que requiere mantenerse en el tiempo y seguir en contacto.
Perspectivas clínicas y pragmáticas de la acogida y el diálogo en salud mental
Fundamentar la relación en la seguridad, confianza y permanencia
En el área de la salud mental, la acogida y la formulación de la demanda han constituido una cuestión nuclear desde un principio bajo la denominación de “relación clínica”. Tal y como muestra el trabajo de autores contemporáneos como Nancy Nyquist Potter (19), Costa y López (20), Slade (21) o Pérez Álvarez (22), entre otros, a día de hoy sigue siendo un aspecto crucial.
Para que el diálogo se desarrolle, el que acoge, el anfitrión, debe proporcionar seguridad, una relación de confianza y brindar espacio y tiempo para la conversación.
Dar seguridad significa que quien necesita ayuda no va a ser dañado por el servicio, que se velará al máximo por ello, pero también algo más: el anfitrión debe mostrar de forma práctica que se movilizará para que el otro se encuentre seguro (23). En salud mental, brindar seguridad es un requisito fundamental, puesto que tratamos con personas que fueron dañadas, que permanecen activadas y en estado de alerta, aunque a veces manifiesten un comportamiento de aplanamiento y “congelamiento” conductual y emocional. Muchas veces, la apariencia de estar desconectado puede ser una manifestación de estar alerta (23). Vivir una situación con dificultades importantes significa sentirse vulnerable ante los otros. Cuando no se es suficientemente cuidadoso, se puede dañar al usuario y, cuando eso ocurre, éste se retraerá de una manera u otra, evitará especialmente una relación que requiera apertura. Dañar por descuido y no apreciarlo puede ser incluso más perjudicial que hacerlo y reconocerlo e intentar remediarlo. Es posible que el usuario registre el daño en silencio.
La confianza es un marco básico en salud mental. A veces los usuarios no sólo han sido dañados, sino que llevan incrustadas reacciones emocionales y conductuales que se avivan fácilmente al apreciar una señal de peligro, a veces nimia para un observador externo, y responden como si estuvieran ante un estímulo peligroso y abrumador. Es una dinámica bien conocida por los expertos en trauma y trastorno límite de la personalidad. También parece ser un factor relevante en buena parte de las psicosis (23). Hay personas que en su vivir mantienen una incapacidad para confiar. Para ellas, restaurar la capacidad de confiar puede significar una diferencia radical para abrirse a recibir ayuda y recuperar su vida.
Confiar es una disposición relacional por la que uno cree que el otro no le va a dañar, que le va a tratar con respeto y que aquello que uno le confía será considerado con delicadeza y atención. La confianza en el otro requiere también creer que el otro se interesa en las cosas de uno de forma genuina y que lo confiado va a ser valorado al menos tanto como uno lo hace. No se crea en un espacio “profesional”, sino en un espacio interpersonal que lo trasciende. La confianza se deposita en una persona, no en el representante de un servicio, se da en la relación entre personas que se abren al diálogo con interés.
La cuestión de la confianza se encuentra expuesta detalladamente en la obra de Potter (19), quien explica que, para fomentarla, el mismo profesional debe abordarla directamente en el espacio interaccional de la relación de ayuda, exponiendo y recordando al usuario que se encuentra en un lugar seguro donde puede haber confianza porque no ocurrirán tales o cuales cosas y que se está realmente interesado en su persona y comprometido con ella.
Fuller (23) desarrolla este tema en el campo de las psicosis graves. Se requiere ser cuidadoso y realizar adaptaciones a la situación de cada persona, precisamente debido a la gran desconfianza de quienes han sido dañados. Es difícil crear un entorno de confianza y fácil disiparlo. Para crearlo se requiere disposición y compromiso, pero también habilidad técnica. El profesional se mide de forma especial, antes que en cualquier otra habilidad, en esta tarea de “hacerse digno de confianza” (19).
Otra cuestión pragmática, a la vez que ética, es la de permanecer junto al otro. Empezar un diálogo parte del supuesto de que proseguirá y que los intervinientes del diálogo permanecerán en el mismo. El diálogo no tiene un mero sentido informativo, no es algo que se haga el primer día y ya está, sino que es un acto de conexión continuado sobre el que se desarrolla una narrativa con sentido y es la base para una comprensión conjunta y la toma de decisiones compartidas. Para el profesional, implica permanecer como sujeto responsivo, algo que sólo se da entre personas completas, corporalizadas, entre quienes escuchan las voces de los otros, no entre quien se hace eco de las notas que otro profesional recogió sobre el usuario.
Lo que ocurre en un diálogo se puede explicar a otro, se puede contemplar en un vídeo, pero estar en el diálogo es sobre todo una vivencia: se trata de voces internas y externas, lo que se dice y el eco que suscita, y las expresiones corporales de quienes participan. Es algo bien conocido en el mundo analítico y en el de la psicoterapia: no puede proseguir el análisis otro profesional, no se puede cambiar a los interlocutores y proseguir el diálogo (24). El diálogo, en el que se basa la relación de ayuda, requiere que el interlocutor (sean uno o varios profesionales) se mantenga durante el proceso. Esto nos lleva a la vieja reivindicación de continuidad de cuidados entendida como la continuidad de los profesionales en distintos dispositivos asistenciales, más que una continuidad mediante intervenciones en las que se deriva compartiendo información, notas, historia clínica, etc.
Activar las respuestas que hagan posible el diálogo
Desde el primer momento, el profesional debe reconocer al otro como interlocutor y como narrador. Responder significa poner en juego actitudes relacionales que reflejen al otro como persona, el valor de su palabra, y dar respuestas que impulsen el diálogo. La respuesta del profesional debe ensanchar el espacio para que la persona pueda expresar lo que le aflige y debe mostrarse dispuesto a escuchar atenta y delicadamente. Es la puesta en escena de una actitud éticamente responsable ante el otro. El diálogo debe confirmar el contexto para mantener más diálogo en un espacio de aceptación del otro. La ley del encuentro es la respuesta que trae más palabras.
Trataremos varias cuestiones éticas e interaccionales relevantes en la acogida y la repuesta a la persona que sufre:
a) El principio de caridad interpretativa
Existen ciertas situaciones en las que las personas pueden expresarse de un modo que no resulta claro para su interlocutor y a veces tampoco para sí mismas. Las emociones extremas, las situaciones abrumadoras, las crisis vitales, los cambios dramáticos, perder las aferencias relacionales, las vivencias difíciles no procesadas, etc. pueden hacer que las personas se expresen de una forma incomprensible que refleja su situación caótica y sus miedos (11).
Para poder comprender lo que dice alguien, es necesario aceptar que tiene algo correcto que decir. En vez de descartar al otro por irracional, se puede realizar un esfuerzo para comprender, asumiendo que puede haber algún sentido en lo que dice, aunque de entrada no lo parezca. Esta disposición, plenamente ética, es lo que Davidson denomina “principio de caridad interpretativa”. Adoptar esta actitud permite el encuentro y la comprensión entre el hablante y su “intérprete”. Sólo es posible la comprensión si el intérprete acepta que el otro está siendo racional, asumiendo que comparte con el hablante un sistema de creencias general, de trasfondo, no necesariamente sus creencias particulares (25).
Forero Mora facilita un ejemplo en el que el hablante dice “tengo un hipopótamo en el frigorífico”. Si el intérprete parte de que eso puede tener sentido, continuará interesado, le seguirá considerando un sujeto racional, preguntará hasta comprender y quizá así entienda que con la palabra “hipopótamo” el hablante está designando algo que el intérprete denomina “manzana” (25).
Esto significa que el intérprete hace atribuciones a lo dicho por el otro, atribuciones provisionales que se confirmarán o modificarán con las nuevas respuestas del otro, en un proceso de intercambio lingüístico basado en la atribución de sentido al hablante y el deseo de comprender del intérprete. El principio de caridad ha de aplicarse en todo el proceso relacional, no es algo que se haga de una vez y para siempre: requiere permanecer ante el otro que se expresa. El proceso implica a tres partes: el hablante, el intérprete y el mundo que comparten. Los papeles de intérprete y hablante se intercambian en la conversación y la comprensión se realiza con el trasfondo del mundo compartido al que es necesario acceder. Se requiere mostrar actitudes, creencias y atribuir estados mentales. “Interpretemos de manera que hagamos a un agente tan inteligible como sea posible dadas sus acciones, sus preferencias y su lugar en el mundo”, recomienda Davidson al que desea comprender (25).
Monteagudo recuerda que “cuando el entendimiento parece imposible porque se hablan lenguajes distintos, la tarea de la hermenéutica no ha terminado, sino que precisamente plantea cómo encontrar el lenguaje común”, un lenguaje que no debe suponerse que nos viene dado, sino que surge entre los hablantes y es el que puede permitir el entendimiento (26).
La idea de que a veces las personas no pueden expresarse adecuadamente ha sido considerada desde distintas vertientes explicativas. A veces las experiencias no encuentran palabras para ser expresadas o no encuentran forma de expresarse en un discurso relacional (11). El análisis lingüístico y comunicativo de las psicosis como estilo de habla ha sido motivo de estudio en diversas ocasiones (27) sin que se haya llegado a un escenario resolutivo. Seguramente el habla es un fenómeno tan individual que su expresión también en las psicosis lo sea, e inevitablemente los significados surgen de las personas y en la interacción.
b) Viajar entre los mundos
En el psicoanálisis se recomienda ocupar el lugar del que no sabe: al analista “le corresponde la total ignorancia, el no saber del otro, lo no sabido latente en el devenir de la palabra, en la escucha”. Moreno recuerda que se “escucha el discurso del sujeto en su singularidad” (28). Seikkula habla de posicionarse como no experto en la vida del otro, para preguntar y abrir más significados, trayendo más palabras y compartiendo más voces (24). Rogers opta por subrayar de forma empática que se tiene interés por lo que el hablante dice, como una forma de animarle también a seguir hablando (29).
Potter deriva esta actitud de acogida e indagación desarrollando un método, que es también una postura ética, que denomina “la del viajero por el mundo”, recogiendo un concepto originario de María Lugones que utiliza en el diálogo entre personas de distintas culturas. Para Lugones, el concepto de “viajar en el mundo” implica un cruce comprometido y reflexivo de las barreras entre personas, una actividad que simultáneamente se alienta, es juego y se abre al crecimiento (19). Saber cuál es el sentido de una conducta, la de las autolesiones, por ejemplo, no puede alcanzarse por ningún saber general trasladable a un nuevo caso. El significado de cada acción está en la persona y, si interesa conocerlo, es ahí donde hay que indagar para encontrar un significado, que se distinguirá de todos los demás.
Comprender las conductas y lo que el otro dice es algo que no se puede hacer desde el mundo del observador. Éste debe distanciarse de su mundo y entrar en el del otro. Esto significa suspender sus marcos valorativos, ya que el sentido de la conducta está en el otro. Se asocia a aprender su lenguaje, compartir historias y percibir desde otro lugar.
Pero la propuesta de la práctica del viajero por los mundos va más allá y se refiere a poder establecer un diálogo entre ambos mundos. Requiere sumergirse en el mundo del otro, pero no quedar inmerso en él. Potter nos recuerda que la postura que propugna es diferente a la inter-subjetividad y a la empatía, aunque éstos son conceptos próximos e interrelacionados. Necesita proximidad con el otro, pero no absorción, ni por parte del observador ni por parte del otro. Requiere superar barreras y apertura, respeto y cuidado atento.
Potter reconoce que en los servicios de salud mental hay barreras para implementar esta actitud y método, pero indica que las fronteras y barreras que inhiben o socavan la comprensión genuina y profunda del sufrimiento del otro no pueden considerarse buenas para una práctica epistémica y éticamente responsable (30).
c) Dar comprensión y validar al otro
Nos dice Garrido Maturano, en su reflexión sobre la posición de Levinas ante el otro, que la respuesta responsable consiste en darle la posibilidad de expresar su ser, respuesta que le abre a nuevas posibilidades donde elegir y, de ese modo, recrear su existencia. No es someter al otro a mi mundo, ni siquiera poner a su disposición mi mundo, sino dejar al otro construir su propio mundo y su ser (31).
Monteagudo, refiriéndose a Gadamer, indica que encontrarse con el otro requiere situarse en una postura de buena voluntad, con disposición de no tener razón a toda costa, para hacer al otro tan fuerte como sea posible y permitir que su decir sea revelador. Prosigue indicando que cuando se refuerza el discurso del otro, se está también reforzando “la capacidad de interpelarme”. Este reforzamiento es también una condición para reconocer al otro (26).
Estas consideraciones son próximas a la idea de validar que defiende Linehan y a la de “dar comprensión” (giving uptake) de Potter, una versión algo más suave de la de Linehan (32). Ambas tienen en común la idea de que, en el encuentro con el otro, la postura del profesional, del intérprete, del anfitrión, del que quiere entender, debe reforzar la posición del otro, reconociendo de algún modo tanto su valor como persona como el de su discurso. En la conversación habitual, el oyente no recibe simplemente el mensaje del otro, sino que también lo confirma o lo rebate, subraya la alocución del otro. Se trata de reconocer al otro, de mostrar que se atiende a lo que dice, se le considera creíble y se le dan pistas sobre lo que nos sugiere lo que dice.
Validar o “dar comprensión” implica algo más que ese reconocimiento activo. Consiste en comunicar al otro que sus conductas tienen sentido y son comprensibles. Se toma en serio al otro de forma activa y no se le rechaza o trivializa. Tanto validar como “dar compresión” requieren práctica y no son respuestas sencillas, especialmente en situaciones de desbordamiento emocional, agresividad, autolesiones, etc. Al practicarlas se muestra al otro que se permanece atento a su discurso, se refleja lo que dice y se le indica que su respuesta es comprensible considerando la situación: es decir, se pone en contexto la expresión del otro (19,33).
La validación se puede realizar sobre las emociones, las cogniciones, las conductas, los esfuerzos, las metas, etc. Es posible realizarla sobre numerosas vertientes (33) y áreas vitales (34). Es una actividad de reconocimiento y respeto que acepta el rol del otro para definir sus propias cuestiones. Al validar se hace patente el contexto donde se producen y el profesional asume el papel del que refleja. Es decir, además de potenciar el encuentro y el diálogo, se propicia la auto-validación del otro, la redefinición de sí mismo, su unicidad, su historia personal, sus experiencias y, especialmente, la auto-aceptación.
Una exposición amplia de la validación la encontramos en Costa y López (34) y la actitud próxima de “dar comprensión” en Potter (19,32). Para Potter, es una respuesta y actitud especialmente relevante cuando el otro es alguien habitualmente poco reconocido por los profesionales, como el adicto, el pobre, el de otra raza o cultura, o aquel que se muestra enfadado o desafiante.
Esta actitud requiere delicadeza y mesura, porque un exceso o cierta ligereza a la hora de validar o dar comprensión podría ser inadecuada e incluso humillar al otro (19). Se aconseja su aprendizaje como habilidad técnica.
d) Técnica y habilidades. Formación y aprendizaje
Las posiciones resaltadas tienen una vertiente pragmática, dado que se refieren a una práctica que, a nuestro juicio, además de posible resulta imprescindible cuando se trata de implementar una relación de ayuda (35). En salud mental, un encuentro que no active estas actitudes puede lesionar a las personas más vulnerables; es decir, a las que se encuentran en las situaciones más difíciles, a las más dañadas y atemorizadas, y a las más próximas a la exclusión.
Además de una disposición activa, se requiere formación para mantenerse ante el otro en una relación de acogida y ayuda. Implica situarse desde una experticia distinta a la habitual, una en la que el experto, aunque no abandone su saber y su titulación, se sitúa en el plano de acoger y entender al otro en su propia situación, en su calidad de persona única y en una posición de apertura plena. Cada caso es una nueva ocasión para aprender que en el siguiente hay que colocarse de nuevo ante el otro como quien nada sabe y, junto a ese nuevo otro u otros, empezar a construir otra vez un encuentro y un diálogo. Por regla general, en cualquier oficio, cada trabajo sirve para ganar experiencia y mejorar en el siguiente, esto es, se adquiere un buen hábito; pero en este tipo de encuentros, cada caso debe ser olvidado para empezar con el próximo, el buen hábito es volver a ponerse como quien nada sabe del otro.
Acoger al que sufre, especialmente en salud mental, requiere dar seguridad, generar confianza y abrir el diálogo para tratar las dificultades, dirigirse al otro como persona y mantener una posición ética que fomente el diálogo y el encuentro. Pero este tratar al otro junto a su dolor, vivido como persona completa inserta en sus contextos vitales únicos, es tratar un drama que requiere acudir a un encuentro que nos aproxima mucho al otro, un encuentro casi epitelial. Este encuentro no es algo virtual, sólo puede darse entre personas que se verán afectadas en ese espacio interaccional, aunque el profesional debe seguir manteniendo su profesionalidad para ser de ayuda sin dejar de estar próximo al otro que no debe ser absorbido en el encuentro.
Hay en el encuentro algo que trasciende lo técnico, una vertiente relacional y una posición ética que promueve un cuidado especial de las relaciones de poder. Pero, a la vez, se requiere una perspectiva técnica y el desarrollo de habilidades que necesitan una formación específica (24).
El encuentro clínico en la práctica actual de la psiquiatría. La coerción
Se puede entender buena parte de lo dicho hasta ahora como una apología del buen trato para quien llega a salud mental con sus problemas. Es necesario no dañar, establecer un marco de confianza, hablar de las dificultades acoplándose al ritmo de la persona y permanecer junto a ella para conseguir una comprensión conjunta, respetando sus metas vitales, permitiéndole elegir y tomar sus decisiones con la información pertinente. Es una perspectiva ética no muy distinta a la propugnada por los códigos deontológicos de las profesiones implicadas en el área de la salud mental, incluida la médica. También está avalada por la ética general de los servicios, que proponen la confianza, la personalización y el diálogo con los usuarios como requisitos básicos (36, 37).
Sin embargo, el modelo asistencial dominante en salud mental diverge profundamente de lo expuesto hasta ahora. El modelo biomédico, la psiquiatría basada en la evidencia, se basa en categorías diagnósticas e indicaciones clínicas. La acogida se estructura en torno a una entrevista que filtra la información, buscando la pertinente para identificar el conjunto de síntomas y signos necesarios para establecer un diagnóstico y proponer un tratamiento.
El profesional acude al encuentro conocedor de antemano de las preguntas a plantear, idealmente provisto de un modelo de entrevista estructurada, un sistema diagnóstico para clasificar lo que detecta y unas indicaciones clínicas para cada diagnóstico que aplicará después, todo ello segun una serie de creencias que supone basadas en el conocimiento científico. Se trata de una perspectiva técnica en la que la conversación entre el profesional y el usuario y allegados es de experto a lego. No hay diálogo, se conversa desde una posición monológica en la que es el profesional quien asume la capacidad de dirigir la entrevista y definir los hechos. La verdad incrustada en las vivencias del paciente interesa tan sólo como la expresión necesaria para diagnosticar, no como un cuerpo de saber personal. La definición del sufrimiento es externa. “Quise hablar de lo que me había ocurrido, pero me dijeron que para una esquizofrénica hablar con un psicólogo era negativo, porque podría empeorarme”, nos dice un usuario (38).
Se excluye al hablante de una relación basada en la comprensión dando por hecho, por ejemplo, que los delirios y las alucinaciones no tienen sentido y significado (39), sino que encaminan a la persona hacia un cúmulo de errores graves y a veces peligrosos, para sí o para los demás. Con frecuencia, se le excluye también cuando se le diagnostica y, por ejemplo, se atribuye su pesimismo al trastorno afectivo, y su estado de alerta, o el hecho de que valore peligros nimios como potenciales catástrofes se atribuye a un trastorno de ansiedad.
El paciente puede dejar de ser un interlocutor válido con voz propia sobre lo que le ocurre y la prescripción asistencial que recibe cuando se considera que su propio núcleo de ser persona desfallece colonizado por la enfermedad (40,41). Es fácil para los profesionales un deslizamiento lógico desde lo que entienden como una incorrecta atribución y descripción de su situación por parte del paciente, la llamada falta de conciencia de enfermedad, a considerar como mala la comprensión del tratamiento que se le propone y defender, por tanto, la falta de competencia del paciente para consentir, rechazar o elegir otro tipo de ayuda.
El concepto de falta de conciencia de enfermedad es nuclear en la práctica psiquiátrica actual y constituye el predictor principal del tratamiento involuntario (42) y de la incapacidad mental (43). Aunque se origina y suele incluirse en el registro psicótico como un síntoma más de la enfermedad, se extiende a otras condiciones psiquiátricas, como los trastornos afectivos, en particular la manía, el retraso mental, el uso de sustancias, la anorexia nerviosa (44), algunos trastornos de personalidad e incluso el déficit de atención con hiperactividad y las fobias (43).
Los clínicos tienden a identificar el rechazo del tratamiento con la falta de conciencia de enfermedad y la incapacidad mental. Por el contrario, no se plantean la capacidad del paciente si éste acepta el tratamiento, dando por sentado que la tiene, aunque no sea así (45). La consecuencia inmediata es la coerción, el conjunto de medidas que va desde la hospitalización involuntaria y la contención al tratamiento obligatorio, pasando por toda una serie de presiones coercitivas “informales” en la vida cotidiana cuyo objeto es asegurar la adhesión al tratamiento (46).
La coerción en la psiquiatría actual se extiende a muchos pacientes (47). La clínica deja de lado el discurso, los valores y la perspectiva del sujeto. De hecho, el tratamiento incluye una serie de intervenciones para corregir estas ultimas: la psicoeducación. El modelo se describe segun una máxima que expuesta de forma crítica rezaría así: “Te recuperarás, te guste o no” (48).
La psiquiatría basada en la evidencia esgrime la ciencia y el conocimiento objetivo para justificar sus prácticas, incluida la coerción. Se trata de un recurso retórico, pues cualquier modelo asistencial moderno necesita considerar el saber científico sobre el tema. Hoy es obvio que la psiquiatría basada en la evidencia no es más que el label, la marca, de la práctica dominante en nuestros días y no un cumulo de conocimientos científicos (49-51). De hecho, se ha mostrado ampliamente deficitaria en sus fundamentos científicos —las bases biológicas y fisiopatología de sus constructos—, dando por válidas hipótesis no comprobadas o incluso refutadas que pueden ser determinantes en su práctica. Es el caso de la hipótesis neurotóxica de la psicosis o la de la duración de la psicosis no tratada (DUP), que se han esgrimido para justificar el tratamiento medicamentoso involuntario (52) o cambios legislativos que permiten el tratamiento involuntario de los pacientes en primeros episodios psicóticos (53).
Los psicofármacos, instrumentos básicos de la psiquiatría biológica, la manifestación principal en nuestros días de la psiquiatría basada en la evidencia, siguen siendo objeto de debate. Décadas después de su introducción, sigue sin estar claro el riesgo/beneficio asociado al uso a largo plazo de las principales tipos de psicofármacos, antipsicóticos, antidepresivos y otros (54,55). De hecho, en la evaluación de resultados, en especial a largo plazo y desde una perspectiva funcional, no se han podido demostrar resultados satisfactorios o superiores a los de otras épocas u otros abordajes alternativos (56,57).
Respecto a la coerción, discutir su eficacia es parecido a discutir el valor de ciertas formas de maltrato en la reinserción social o el de la socialización del miedo para hacer una sociedad cohesionada y ordenada. No obstante, siendo su práctica muy común, convendría monitorizar sus efectos para saber cómo impacta en el tratamiento y la vida de las personas (58).
El efecto de la coerción en términos de salud pública y coste/beneficio es, en el mejor de los casos, desconocido. No se sabe si el número de pacientes que se mantienen en el sistema psiquiátrico por la coerción supera al número de los que lo evitan por temor a ser sometidos a ella. No es un fenómeno raro que muchos usuarios acaben temiendo más a los servicios y a los profesionales que a su propio sufrimiento original y se alejen de ellos y los eviten, aumentando la brecha entre los pacientes diagnosticables de un trastorno mental grave y los realmente captados, tratados y mantenidos en el sistema. Globalmente, considerando la coerción formal y la informal, los estudios sugieren que la mejoría posible es demasiado pequeña como para compensar la experiencia negativa de la coerción (47,59). La réplica es que el objetivo de las medidas coercitivas, especialmente las más intensas, como el internamiento involuntario, no es clínico (la mejoría sintomática o del funcionamiento social del paciente), sino securitario, encaminado a la reducción del riesgo (60).
Más allá de la coerción, la práctica de la psiquiatría basada en la evidencia no tiende a proponer un tratamiento sino el tratamiento, según la secuencia diagnóstica e indicación clínica. En consecuencia, es manifiesta su tendencia a no facilitar información suficiente acerca del balance riesgo/beneficio del tratamiento propuesto y a no plantear alternativas posibles. Es también habitual el incumplimiento de la legislación vigente acerca del consentimiento informado, mucho más garantista en la necesidad de aportar información y en la posibilidad de elegir del paciente (61).
Otro modelo es posible y se ha ensayado en la práctica asistencial. A veces se ha denominado colaborativo (62). Otras, se ha dicho que el profesional debe adoptar la posición de quien escucha (63). Desde otro punto de vista, el encuentro se ha definido como un espacio para el diálogo (24) o un espacio abierto a la comprensión (64). Todos ellos se caracterizan por una propuesta de acogida diferente a la del modelo dominante, que consiste en reconocer y aceptar al otro como sujeto discursivo (36).
Volviendo a la bioética. Acerca de cómo recuperar la autonomía
Retomemos las cuatro situaciones mostradas al principio de este texto.
— Caso 1. Los autores que discuten el caso realizan recomendaciones opuestas. Proponen realizar una entrevista psicopatológica para saber si se trata o no de un caso clínico y se muestran preocupados por el hecho de que es necesario limitar los recursos sanitarios a lo que es patología mental propiamente dicha. Si la paciente hubiera expresado niveles altos de angustia, algo frecuente en una situación de problemática grave como la suya, se habría considerado un caso de salud mental y, sin más, se habría ido a reducir el síntoma, la angustia. Lo más relevante, el grave conflicto familiar, se considera tangencialmente y no se aborda (10).
— Caso 2. Se le ofrece medicación y la mujer se retrae al ver cómo entiende el médico su problema. El diálogo se interrumpe. En realidad, la mujer quería hablar en confianza de su posible plan de matarse junto a sus dos hijos, dado que no veía salida a la situación de malos tratos y alcoholismo del esposo y su familia parecía no darse cuenta. El profesional no se entera de lo que está sucediendo (11).
— Caso 3. Los profesionales recomiendan cosas opuestas, desde remitir a la paciente a Atención Primaria o a un grupo terapéutico hasta otros procedimientos técnicos, incluyendo educación sanitaria inespecífica. No se valoró el hablar de sus dificultades en profundidad y reunir al entorno en un diálogo familiar (10).
— Caso 4. A la joven se le dijo que estaba enferma, lo que, según su relato, la hundió e hizo que evitara la asistencia psiquiátrica. Más adelante encontró a personas que sí quisieron escuchar su relato y permanecieron a su lado, donde el inframundo y la vertiente psicótica de lo que le ocurría tenían un sentido biográfico relacionado con sus experiencias traumáticas. Así pudo rehacer su narrativa y recuperarse. Lo que valoró en su proceso de recuperación es que hubo personas que estuvieron junto a ella. La asistencia psiquiátrica al uso no le habría dado esa oportunidad (12,62).
Los casos 1 y 3 son asistidos y analizados desde una perspectiva bioética que atribuye escasa relevancia a la acogida y al diálogo con los usuarios. No se establece conexión con el paciente y se decide lo que hay que hacer disponiendo de muy escasa información. Los casos 2 y 4 muestran un sistema asistencial deficitario a la hora de proporcionar un marco de confianza para poder hablar de las dificultades.
La bioética psiquiátrica habitual, como la recogida en Bloch (65) y Baca (66), defiende la autonomía del paciente y aboga por las voluntades anticipadas, pero se retracta cuando se ve confrontada al núcleo duro de la propuesta biomédica, el ingreso hospitalario y el tratamiento psicofarmacológico requeridos por un modelo clínico, aceptando que el paciente que los rechaza carece de conciencia de enfermedad y su autonomía ha decaído (67,68).
Paradójicamente, aboga por la recuperación de la autonomía perdida suplantando a la persona y da por buenas prácticas como la hospitalización involuntaria, el tratamiento obligatorio y las medidas coercitivas que las sustentan. No contempla la posibilidad de que éstas asusten o traumaticen a los pacientes, ya que perdieron su autonomía. Defiende el consentimiento informado, pero no aborda el hecho de que no se obtenga habitualmente, tampoco en el caso de los usuarios no psicóticos (61). No recoge la palabra de los usuarios ni la ingente obra crítica con la psiquiatría basada en la evidencia en lo que se refiere al trato a los usuarios de los servicios y la coerción, a la escasa eficacia a largo plazo de los tratamientos psicofarmacológicos, así como a sus efectos adversos, la pérdida de funcionalidad y el incremento de la incapacidad laboral y civil, la influencia distorsionante de la industria farmacéutica a todos los niveles (investigación, agencias reguladoras, guías clínicas, formación, información…) o las escasas inversiones en investigación y desarrollo de alternativas, etc.
El bioeticista Biegler lleva la cuestión de la autonomía a otro escenario. Acepta, por ejemplo, que en la persona con depresión existe un problema de autonomía, porque el impacto de la depresión conlleva un sesgo de apreciación de la realidad, predicciones irreales y catastrofistas, sin que el sujeto valore adecuadamente los estresores que propiciaron la respuesta depresiva. Pero defiende que, en este caso, debe ser la propia terapia la que aborde directamente esta cuestión y ayude a reparar la autonomía del paciente. Si se consigue que el paciente sea consciente de los sesgos de su pensamiento bajo el influjo del afecto depresivo, que contemple cómo le afectan los estresores, que aprenda estrategias y habilidades que le permitan gestionar unos y otros eventos, se promoverá una actividad muy distinta a la de restaurar el tono emocional mediante psicofármacos. En su opinión, el valor ético de la psicoterapia, que concreta en la terapia cognitivo conductual, es muy superior al de la psicofarmacología, porque utiliza procedimientos que promueven directamente la autonomía del paciente (69).
La perspectiva enunciada por Biegler desde un escenario ético es similar a la expresada desde escenarios clínicos por un buen número de profesionales y estudios, tanto en el caso de la depresión como en el de otras condiciones clínicas como la psicosis. Ante la pérdida de autonomía, es necesario ayudar a la persona a orientarse de un modo en que la autonomía pueda recuperarse, con diálogo, apoyo, creando un ambiente seguro y confianza, y permitiendo al usuario la oportunidad real de elegir.
Conclusiones
Hemos analizado el encuentro con la persona que sufre como una cuestión tanto ética como clínica. El sufrimiento reside en su ser persona, cuya individualidad es necesario reconocer. Ninguna persona se trata de otro caso más y no se puede dar cuenta completa de ella con una etiqueta diagnóstica. El sufrimiento mental es la expresión de un drama vital, no un estado permanente.
La relación de ayuda ha de comenzar reconociendo y respondiendo al otro como persona única, en un entorno que proporcione seguridad, confianza y diálogo. Las bases imprescindibles para este diálogo son: a) el principio de caridad interpretativa, b) el viajar entre los mundos y c) el dar comprensión y validar al otro. Estas tres actitudes son un compromiso ético, pero también pertenecen a la práctica clínica. Constituyen la base para entender al otro, son el punto de partida para conseguir una comprensión compartida que permita elegir y practicar la ayuda necesaria basándose en las necesidades del usuario y sus preferencias. El usuario debe poder elegir y contar para ello con la ayuda del clínico.
El encuentro con el otro es condición previa a la implementación de una técnica, sea un fármaco, una psicoterapia, cualquier otra intervención o el acceso a un recurso social. Lógicamente, la precede, pero puede ser simultánea en la práctica. Lo fundamental es que la persona pueda decidir y cambiar su decisión, mientras continúa el diálogo reconociendo al otro y su ritmo. Reconocer al otro es justo lo opuesto a definirlo. La definición, aunque sea mediante un saber bienintencionado del experto, puede ser dañina, cortar el diálogo y desactivar el proceso de recuperación.
En esa relación pueden darse situaciones difíciles. Parte de las mismas se resolverán mediante el diálogo, pero no todas, y el profesional deberá velar por el bien del usuario, incluso imponiendo una decisión de protección en contra de la voluntad de éste. Una buena forma de solventar estas situaciones difíciles es contar desde un principio, a veces en el mismo espacio de diálogo con el usuario, con su entorno relacional próximo para poder tener una plataforma interaccional más amplia que pueda gestionar la dificultad de la decisión a tomar de forma compartida. En cualquier caso, el profesional deberá estar siempre en diálogo, manteniéndolo también en el momento en que se toma esa decisión y validando al otro incluso en su enfado y decepción.
Lo que hemos denominado “actitudes éticas” no son sólo buenas disposiciones. Son habilidades técnicas que necesitan ser aprendidas y que la organización de los servicios de salud mental y sus objetivos de gestión deben permitir y fomentar.
Es necesario, desde luego, que la bioética se interese en profundidad por las cuestiones de la asistencia en la práctica psiquiátrica actual (hospitalizaciones y tratamientos involuntarios, contención y aislamiento, coerción formal e informal, consentimiento informado, etc.) para construir un corpus ético que apoye una práctica clínica que proporcione a los usuarios seguridad, confianza, diálogo y la posibilidad real de tomar decisiones.
Pero cuando la relación de ayuda no se inicia reconociendo al otro y hablando de sus dificultades en profundidad, los principios bioéticos pierden buena parte de su sentido. ¿Qué valor tiene discutir el tratamiento involuntario si la persona no ha tenido la posibilidad de explicar las cosas desde su propio punto de vista, si nunca se ha podido considerar su expresión bajo el principio de caridad? ¿Qué importa hablar de la autonomía y la competencia para decidir si habitualmente no se informa a la persona de las posibilidades existentes?
El encuentro que fomenta el diálogo es en sí mismo una actividad clínica que puede tener efectos reparadores realmente potentes. No es un trabajo sencillo y rápido, pero es posible. Además, es muy probable que tenga un carácter resolutivo mayor que imponer un modelo único y mantener, muchas veces de forma insatisfactoria, a personas con medicación durante años, a veces toda la vida. Tanto en los delirios como en las alucinaciones, los métodos basados en la palabra pueden tener iguales o mejores resultados y se aceptan mejor por parte de los usuarios (24,62,70-73).
Existen varios modelos terapéuticos que se postulan sobre el diálogo: las terapias dialógicas, las centradas en la persona, las psicoterapias de tercera generación, la escucha analítica, etc. (13,62). Alguno de ellos se ha desarrollado sobre el terreno como un sistema asistencial integral para toda una región sanitaria, con resultados mucho mejores que el tratamiento habitual (24). Es hora de que comiencen a implantarse y desarrollarse en nuestros sistemas públicos de atención en salud mental, modificando las prácticas actualmente dominantes y ofreciendo alternativas a las mismas, algo insistentemente solicitado por el movimiento crítico de usuarios (74-80) y profesionales (21,49,72,81-83), y que es recogido desde instancias políticas y administrativas (84).