El encuentro clínico en el tratamiento psiquiátrico modernü
Desde los inicios de la medicalización de la locura hasta la actualidad, la psiquiatría ha sido una disciplina en constante expansion que, con diferentes narrativas, ha ido delimitando su campo de actuación y ha puesto en juego múltiples prácticas basadas en el avance de la ciencia y la tecnología. Estas narrativas se han desarrollado, como señala Foucault, mediante una suerte de monólogo de la razón sobre la locura (1), donde la voz de los “pacientes” ha estado silenciada y en el que ha prevalecido la búsqueda de una verdad, universalmente validada, que dé cuenta de la conceptualización de las “enfermedades mentales” y su tratamiento. En este trayecto, la psiquiatría se ha hecho cargo, además, y a diferencia del resto de especialidades médicas, del poder de someter a las personas cuando su comportamiento se salía de las normas establecidas por la propia disciplina y el orden social en la que se desarrolla.
Otra característica llamativa de las narrativas psiquiátricas modernas es que siempre han puesto el foco principalmente en el individuo. Los síntomas mentales son el punto de partida y el objetivo de la práctica clínica y constituyen la expresión de un cerebro malfuncionante o de un aparato psíquico averiado o deficitario en su construcción. Las consideraciones culturales, sociales, políticas, éticas, históricas, de género, de raza, etc., forman parte, en el mejor de los casos, de un segundo plano más borroso e irrelevante. La construcción del conocimiento psiquiátrico moderno, aunque tiene aspiraciones universales, ha tenido como referente principal a un varón, blanco, anglosajón y occidental, supuestamente descontextualizado de estas características y del resto de valores y significados circundantes (2).
Probablemente el mayor condicionante de la práctica clínica de la psiquiatría moderna es el valor de “verdad” de su discurso. Un discurso basado en la razón y la certidumbre de la ciencia, que determina la enfermedad mental como una realidad natural, sustantiva, delimitada por un lenguaje supuestamente unívoco, transparente y universal y que constituye el conocimiento de los profesionales expertos, ya sean psiquiatras biologicistas, psicoanalistas o de cualquier otra familia. En esta discusión ontológica y epistemológica sobre las enfermedades mentales y su conceptualización realista, crucial para entender la postpsiquiatría (3), cualquier narrativa psiquiátrica moderna ostenta un poder fundamentado en su condición de “verdad” que determina el encuentro clínico en contenido y forma.
En los últimos decenios de expansión del modelo biomédico, el contenido de los encuentros clínicos en psiquiatría se mueve en torno a la detección de un listado de síntomas mentales que son adscritos, según sus características y su cuantía, a una etiqueta diagnóstica que nombra una enfermedad mental. Desde ese momento, el objetivo es que el paciente asuma que tiene esta enfermedad (que tenga conciencia de ello) para asegurar que cumpla con el tratamiento, fundamentalmente psicofarmacológico. El profesional es el experto que conduce esta práctica clínica basada en los avances científicos y el paciente, víctima de su alteración cerebral, ha de dejarse conducir para ser aliviado de su sufrimiento psíquico. Esta dinámica relacional paternalista, tradicional en la medicina, puede polarizarse más en el caso de que el paciente no tenga “conciencia de la enfermedad” o manifieste conductas que sean consideradas disruptivas o peligrosas. Lo relevante de este proceso es que hay una ciencia y una tecnología que avalan esta práctica clínica y propician esta vinculación vertical entre el profesional y el paciente.
Más allá de la coerción más o menos explícita de la psiquiatría moderna, Nikolas Rose (4) señala otra manera de ejercicio del poder en las democracias liberales avanzadas. Postula que el aumento de expertos psicológicos y psiquiátricos está produciendo una noción aumentada de la subjetividad, un sentido ampliado del yo. Esto ha ocurrido de diferentes formas, pero la más importante ha sido a través de la producción de nuevos discursos del self, el más popular en la actualidad, el self bioquímico (5). Ahora estamos obligados a ser libres pero solo en los términos que están predeterminados para nosotros, las elecciones que nos ofrecen son normativas y ligadas a ciertos valores. En este contexto, el desarrollo de la psiquiatría moderna ha tenido el poder de hacer creer a una gran parte de la población de que son mentalmente imperfectos y necesitan tratamiento. Los sujetos se han responsabilizado individualmente del sufrimiento provocado por el nuevo orden económico y la catástrofe social producida por las políticas neoliberales se ha enjugado en el proceso de la medicalización de la vida a través del lenguaje del malestar personal. De este modo, la psiquiatría y la psicología actúan como un apoyo al proyecto totalitario neoliberal redirigiendo la potencial desafección y rechazo al mismo (6,7). El encuentro clínico es inevitablemente también un espacio de acción política en el que el profesional juega un papel que puede abarcar desde el colaboracionismo a la emancipación. Obviamente, la industria farmacéutica ha jugado un papel estelar en este proceso que ya ha sido suficientemente analizado (8,9).
Aunque se han desarrollado narrativas excluyentes que han pretendido ofrecer una cosmovisión del individuo y dar cuenta de sus problemas mentales, ninguna ha triunfado definitivamente sobre la otra. En la lucha entre ellas, sus discursos y sus jugadores, unas y otras se califican mutuamente como equivocadas. Cada narrativa tiene sus propios criterios de legitimación pero no hay una única regla de juicio aplicable a todas ellas, no hay una corte de apelación. Todas están organizadas con esquemas modernos de búsqueda de una verdad objetiva y fe en el método. En las últimas décadas, la psiquiatría biologicista es la que se ha hecho con la hegemonía de la práctica clínica, amparada en el método científico y su traslación al campo asistencial a través de la medicina basada en la evidencia. No es el objetivo de este texto analizar sus diversas limitaciones, pero sí es importante señalar al menos que el método científico no es neutral ni está libre de valores, y que tampoco puede ser el árbitro de otras cosmovisiones conceptuales de los problemas mentales. La ciencia modernista es en sí misma una cosmovisión y el método científico funciona como una metanarrativa circular hermenéutica y como condición de verdad. Los procedimientos estandarizados de investigación están calculados para eliminar, precisamente, lo que es humano de los sujetos, su intencionalidad. Las personas son invariablemente cosificadas y el conocimiento resultante sólo puede tratar sobre objetos que pueden ser juzgados o manipulados. Este es uno de los grandes problemas de este individualismo metodológico que además minimiza la importancia de los contextos a la hora de formar y dar significado a la experiencia de las personas en su entorno. Por otra parte, quienes hacen la ciencia son personas, no un método científico abstracto, y estas personas tienen intereses variados, puntos ciegos y relaciones de poder que afectan definitivamente a los productos de la ciencia. El método científico, como un conjunto de procedimientos, guías, normas, estructuras e instituciones es resbaladizo y permite una variabilidad considerable en la elección de los problemas seleccionados, paradigmas, percepciones, prioridades, ajustes metodológicos y posibilidades interpretativas. El resultado de todas estas elecciones humanas en la ciencia es que el sesgo en los resultados científicos es necesariamente muy alto (10).
El progreso no está fundamentado únicamente en una ciencia positivista que es incapaz de tener en cuenta aspectos como el patriarcado, el racismo, la desigualdad, la pobreza, la falta de educación, la discriminación o la exclusión social. Y la psiquiatría moderna amparada en esta ciencia favorece unos encuentros clínicos que pueden resultar con mayor facilidad condicionados, paternalistas, sesgados, descontextualizados y coercitivos.
Fundamentos generales de la práctica clínica postpsiquiátrica
Muchos profesionales y personas diagnosticadas están muy insatisfechos con el rumbo de la psiquiatría contemporánea y plantean alternativas a la hegemonía de un modelo biologicista amparado en el DSM-5 (11). Entre los profesionales, las respuestas son diversas y a veces antagónicas: indagar aún más profundamente en la neurociencia (12), incorporar las humanidades y proponer taxonomías basadas en síntomas y no en enfermedades (13), seguir con el modelo actual pero con más moderación (14), apelar a los constructos clásicos del psicoanálisis y la fenomenología continental (15), etc. En este sentido, la postpsiquiatría no es una nueva teoría de la conceptualización y tratamiento de los problemas mentales (ya hay muchos modelos), sino que plantea una nueva forma de entender la práctica clínica psiquiátrica.
La postpsiquiatría cuestiona la existencia sustantiva de la enfermedad mental como una realidad natural, sin más y su representación a través del lenguaje de manera inequívoca. Las metanarrativas que conducen esta operación, como puede ser el método científico, son también sometidas a crítica, como hemos visto, y la “verdad” obtenida (que, por ejemplo, existe una enfermedad llamada TDAH que está causada por una alteración cerebral, que tiene marcadores genéticos y biológicos aunque aún no se hayan descubierto y que se trata eficazmente con un tipo de psicofármacos o de psicoterapia), no es considerada como tal, sino, en todo caso, por su utilidad en algunos casos particulares. La práctica clínica postpsiquiátrica no es anticientífica ni tampoco antipsiquiátrica, no realiza una crítica a la psiquiatría moderna sin más. De hecho, considera que iniciativas y proyectos como la psicofarmacología, la psicología cognitiva, o cualquier otra, son importantes, pero las expone a sus cuestiones fundacionales y a posibilidades alternativas. En este sentido, los conocimientos de la psiquiatría moderna son entendidos como heurísticos útiles, no como verdades universales. Su valor no reside en la certeza de sus planteamientos, sino en el pragmatismo, en la capacidad de aportar campos de significados que los usuarios puedan emplear por resultarles significativos, y elaborar con ellos su sufrimiento psíquico. De hecho, el lenguaje que vehicula estos conocimientos no es neutral ni transparente, sino que contribuye a moldear la realidad que se supone que tendría que representar objetivamente sin más (10).
Cuestionar la verosimilitud de los conocimientos psiquiátricos modernos cambia el planteamiento de la relación clínica. La psiquiatría siempre ha proporcionado a sus profesionales una identidad centrada en la idea de que ellos conocen el funcionamiento mental del individuo y ofrecen tecnologías basadas en la ciencia a los pacientes que sufren enfermedades mentales identificadas. La postpsiquiatría es un intento de redefinir este planteamiento y proponer un discurso en el que los significados, las relaciones y los valores son los elementos centrales del encuentro clínico. El profesional ya no es el experto que ostenta el poder del conocimiento, atesora la verdad sobre la mente o el cerebro y administra sus conocimientos específicos y la provisión de tecnología efectiva para que sus pacientes sean mejorados de su enfermedad mental. Esto tampoco significa propiciar encuentros clínicos marcados por el relativismo y el “todo vale”, sino asumir que no hay una verdad universal y que, en todo caso, habrá que negociar con cada sujeto en particular los pormenores de lo que sucede y lo que ello significa dentro del contexto en el que se encuentra, lo que necesita y la mejor ayuda que se puede brindar, sin apriorismos definitivos.
Desde un punto de vista ético, no es inherentemente mejor una explicación psicoanalítica de la depresión que una versión biológica, por ejemplo. De diferente forma, estas y otras maneras de comprendernos aparentemente diversas, y en cierto sentido hasta opuestas, reflejan el telón de fondo de los desarrollos sociales y político-económicos. Subrayan las distintas maneras en que los proyectos de nuestras vidas y las formas en las que tratamos la tristeza y la pérdida están relacionadas con nuestra posición como individuos que intentan sobrevivir, en la actualidad, en el entorno del capitalismo consumista. Por ello, el contexto ocupa un papel protagonista porque el hecho es que la psicología humana está siempre incluida en la compleja biología de un cuerpo humano (embodied); envuelta en la realidad lingüística, cultural y política de la realidad en que existe; y es temporal, nunca está fijada a un presente inmóvil, sino que se encuentra constantemente dentro de un flujo y en un viaje del pasado al futuro (2).
El individuo que consulta está sujeto a condicionantes sociales, politicos, económicos, culturales y locales. Por ello, las narrativas modernas tienen que nutrirse de los conocimientos de los estudios culturales de género, raza, sociales, de discapacidad, postcoloniales, LGTB+, etc. (y desde luego de investigaciones conducidas por los usuarios), para contextualizar el sufrimiento psíquico y situar en primer lugar, por delante de la técnica, los asuntos que tienen que ver con la ética, los significados y los valores. Los objetivos de la interacción clínica están determinados por las singularidades del usuario particular y sus deseos, más que de cálculos preconcebidos de evolución del tratamiento. El encuentro clínico tiene que ver con negociar cómo el usuario define su realidad desde el momento en que existen perspectivas diferentes, construir con él qué manera de ver el problema puede resultarle más significativa y no que el profesional imponga sus significados preferidos dentro la narrativa moderna con la que se identifica y defiende como “verdad”.
La postpsiquiatría no se limita a un planteamiento clínico sino que propone un marco social en el que la participación de los usuarios es crucial (10, 16). Si lo que se pretende es acabar con el monólogo de la razón sobre la locura es fundamental dar voz a quienes han estado silenciados y que participen activamente, no solo en la práctica asistencial (que es el tema que se está tratando en este texto), sino en todos los contextos de organización y provisión de servicios, investigación, formación y en ámbitos tanto de la salud, como jurídicos y sociales.
Para el análisis del encuentro clínico desde una perspectiva postpsiquiátrica el empleo de epígrafes que aluden al diagnóstico y tratamiento no es lo más acertado en la medida en que remiten, precisamente, a una psiquiatría moderna y de tradición biomédica y no definen de forma concreta su tarea. Sin embargo, pueden sernos útiles como punto de partida para deconstruir la práctica contemporánea mayoritaria y abrir el foco hacia la perspectiva postpsiquiátrica de la relación terapéutica.
Conceptualización postpsiquiátrica de los problemas me.ntat.es en la relación terapéutica
Los problemas del diagnóstico moderno
El proceso diagnóstico de la psiquiatría moderna consiste en transformar las experiencias del usuario, recogidas de su propia narrativa y comunicación no verbal, en una terminología psicopatológica que permite estandarizarlas en categorías. La clave está en disponer de un lenguaje psicopatológico claramente definido que se corresponde con la realidad mental objetivable y que permite así construir un discurso que dé cuenta de las enfermedades mentales y convertir la psiquiatría en una disciplina más científica.
Las clasificaciones diagnósticas actuales DSM y CIE han partido de la fenomenología jaspersiana para establecer una taxonomía con la que operar en la clínica. Para Jaspers, la fenomenología supone un tipo de mirada particular a la mente del paciente. Esta mirada no busca interpretarla o comprenderla, sino identificarla y describirla. La mirada es racional, científica, trabaja para ordenar, definir y analizar. Para Jaspers, la fenomenología es una tecnología: una manera particular de estructurar y ordenar el mundo del malestar, la locura, la confusión y la alienación. Hay una separación explícita entre la psicopatología científica y la antropología cultural. La cultura sería algo superficial, que no influye en la forma de los síntomas individuales, que serían universales. Desde esta perspectiva, el paciente siempre es el otro, está fuera, es objetivable e inferior (2).
Desde esta aproximación, las experiencias del sujeto se transforman en síntomas que son resultado de algún tipo de patología que hay que eliminar. También se separan del contexto social, cultural y personal en el que han aparecido y, por tanto, se desestima la búsqueda de significados que puedan conectarse con estos niveles.
Sin embargo, explicar el fenómeno de escuchar voces como síntoma de una enfermedad llamada esquizofrenia no solo no es “verdad”, sino que muchas veces tampoco es la mejor interpretación de esa experiencia, ni para el usuario, ni para su familia. Un marco médico estrecho puede conducir al usuario a una situación en la que ya no tiene que hacer ningún esfuerzo más por comprender lo que le sucede, hasta el punto de pensar que tiene una mente o una vida que es menos valiosa que la de los otros.
Esta reapropiación que hacen los usuarios del lenguaje de los profesionales es un fenómeno que se ha analizado a través de las historias clínicas. Estas están escritas para influir en las interpretaciones de los futuros lectores. La interpretación del conocimiento escrito determina lo que ya se ha dicho y la interpretación de lo que se ha dicho moldea lo que se escribe. Los clínicos lectores de la historia determinarán las cuestiones que sitúan en los pacientes y estos se adaptan y aprenden lo que es relevante en el círculo de lo escrito y lo hablado. El ciclo se cierra con los pacientes repitiendo una narrativa que ya ha sido establecida en las notas clínicas (17). Aunque, superficialmente, los pacientes aparecen como participantes en generar un escrito sobre ellos, el poder real para definir el caso subyace en lo que ha escrito el profesional en las notas clínicas. En este acto de representación, el autor moldea lo que percibe y da cuenta también de sus propios deseos, expectativas y prejuicios, aunque se emplee un discurso supuestamente científico y objetivo. Por ello, es fundamental problematizar la autoría y desafiar los fundamentos en los que un grupo o un individuo puede representar o hablar sobre otro grupo o individuo. Esto es particularmente importante cuando aquellos que hacen la representación son poderosos, profesionales privilegiados, mientras que aquellos a quienes se representa son miembros de grupos excluidos socialmente. El peligro es que la narrativa diagnóstica no funcione para desalienar sino que, al contrario, se convierta en una herramienta para controlar, definir y contener, ya que está construida y tramitada para servir a los intereses de los profesionales más que a los de los usuarios.
Las consecuencias negativas del empleo de etiquetas diagnósticas categoriales modernas son diversas. Por un lado, el diagnóstico deshumaniza el problema mental, lo convierte en una “cosa” supuestamente objetivable sobre la que actuar. Esta reificación proporciona la categoría de “ser” al problema, se confunde la clínica con la nosología. Las actitudes negativas hacia las personas diagnosticadas de trastornos mentales están bien documentadas y suponen un grave problema. Estas actitudes llevan a la discriminación en muchos espacios como el laboral, el familiar y el social y, consecuentemente, a que los usuarios se sientan estigmatizados y con menor autoestima (18). En este sentido, el ejercicio del diagnóstico es una violencia especial que marca al sujeto en su relación con los demás. Esta nueva camisa de fuerza es conceptual, la expresión primaria del poder psiquiátrico, porque el diagnóstico en salud mental realiza una separación categórica entre la enfermedad y la normalidad, una separación ficticia que puede favorecer el aislamiento social del sujeto (19).
Por otra parte, los diagnósticos categoriales han favorecido una extraordinaria medicalización de la vida cotidiana. El crecimiento de las etiquetas, la ampliación de los criterios para cumplirlas y este uso descontextualizado han propiciado que cada vez más personas puedan cumplir los requisitos para recibir algún diagnóstico psiquiátrico o varios. Pero esto no sucede únicamente en el mundo occidental, sino que la globalización ha propiciado una suerte de colonialismo diagnóstico que ha minado las formas locales de comprender y convivir con la locura, muchas de ellas más humanas e inclusivas que las importadas con el DSM (20).
Psiquiatría narrativa
Desde una perspectiva postpsiquiátrica, el diagnóstico categorial tiene funciones clínicas, sociales y en la investigación que pueden ser útiles en determinadas circunstancias (como mantener una comunicación eficaz entre los profesionales), pero cuando se lleva a cabo esta cosificación sin crítica, sin examinarla, sin recordar lo que es, resulta problemática. Cuando sea imprescindible su uso con fines administrativos, institucionales o legales, al menos habría que contar con el usuario para esclarecer el significado y el propósito de su empleo. Pero en la clínica habitual es imprescindible superar el diagnóstico categorial e intentar comprender la complejidad del ser humano, no a través de una etiqueta estandarizada y reduccionista, sino mediante una formulación narrativa. La psiquiatría narrativa aboga por la existencia de múltiples versiones de un mismo problema, cuyo valor reside en que sean significativas y útiles para el usuario sin tener que sostener tenazmente, o incluso dogmáticamente, una única interpretación, la del profesional.
La naturaleza dialógica de la experiencia humana da cuenta de que, como los usuarios, los profesionales también son seres humanos con sus intereses y preocupaciones. Esto supone que la ambigüedad, la contradicción y la incertidumbre son aspectos ineludibles a considerar en el encuentro clínico. En particular significa que el profesional tiene que tener una voluntad de ajustarse a la realidad del otro, imaginar sus perspectivas, entrar en esos mundos sin juicios ni prejuicios. Bajtín marca la diferencia entre personaje, que es una categoría superficial, monológica, fijada, invariante y estática que puede ser asignada para describir características generales de los otros, y persona, que es verdaderamente dialógica, un conjunto de posibilidades infinitas de despliegue, sin fijación y dinámico, impredecible e indeterminado (21). En el discurso biomédico de la historia clínica el paciente funciona muchas veces como un personaje y no como una persona.
Los profesionales tienen que ser conscientes de sus prejuicios y asumir que la separación entre fenomenología y hermenéutica resulta artificial. Más allá de “objetivar una enfermedad mental”, el propósito del trabajo clínico es ayudar a que el usuario se cuente a sí mismo y a los demás un relato transformador. En este sentido, la psiquiatría narrativa ayuda a los clínicos a ver un mundo donde las interpretaciones alternativas de los problemas mentales ya no son equivocadas o malas, sino diferentes. Esta clase de competencia narrativa en los profesionales permite mayor libertad, flexibilidad y democracia en el encuadre clínico. El marco narrativo que más ayude a una persona en particular puede incluir la historia de una enfermedad psiquiátrica del modelo de tratamiento médico, pero también puede incluir una variedad de otras estructuras narrativas. La postpsiquiatría pretende ser emancipatoria, porque busca crear un espacio ético donde la gente pueda explorar con seguridad su propia forma de entender sus experiencias (22).
Todo esto supone que el proceso diagnóstico de la psiquiatría moderna es sustituido, desde una perspectiva postpsiquiátrica, por la co-construcción entre el profesional y el usuario de un relato contextualizado, singular, significativo, que permite trabajar con distintas hipótesis y que atiende a las necesidades particulares del sujeto. A diferencia del diagnóstico que proporciona una foto fija que recoge los síntomas, la formulación permite estructurar toda la información clínica en el contexto de la experiencia única de un sujeto concreto y propone una historia dinámica que nos permite plantearnos distintas hipótesis para comprender y ayudar al usuario (23,24). La formulación narrativa permite explorar significados con el usuario desde distintos marcos teóricos, hasta dar con la versión que resulte significativa, sin el condicionamiento a priori de un modelo cognitivo, biomédico, psicoanalítico ni de ningún otro tipo. Tampoco se trata de apelar simplemente a una perspectiva biopsicosocial que finalmente se utilice para contextualizar y encubrir la interpretación propuesta por el profesional unilateralmente desde su modelo. La formulación se basa en una relación más horizontal, en la que el profesional y el usuario co-construyen de manera dialogada una versión singular que da cuenta de lo que sucede de una manera integral. No se busca una verdad sustantiva, sino un relato útil para comprender y abordar los problemas. Un relato que debe incluir, por supuesto, los síntomas, pero también el contexto (tabla 1). Particularmente importante es considerar el sistema de creencias y la ideología que tiene el usuario en torno a su salud, cómo se explica lo que le sucede y, a partir de ahí, qué forma de ayuda espera recibir (que no tiene por qué identificarse necesariamente con un “tratamiento”).
La visión postpsiquiátrica de los tratamientos
La medicina basada en la evidencia que propugna la psiquiatría moderna no es la simple aplicación de la tecnología en la resolución de un problema clínico, sino un proyecto ético: las pruebas fundamentan la toma de decisiones. Pero las pruebas no pueden tomar la decisión; los valores del usuario o de la comunidad deben formar parte de ello. No podemos olvidar que todas las intervenciones, también las efectivas y basadas en la evidencia, tienen riesgos, y que hay muchas situaciones donde la adherencia a las guías clínicas comporta más daños que beneficios. Además, la mayor parte de la investigación psiquiátrica define efectividad en términos de resolución de síntomas, pero muchos usuarios rechazan nociones de enfermedad o que sus experiencias sean concebidas como síntomas.
En su libro Némesis médica, Iván Illich explicaba cómo la extraordinaria expansión de la medicina está disminuyendo la capacidad de las personas para enfrentarse al dolor y al sufrimiento. El desarrollo tecnológico que ha permitido mejorar el tratamiento y la curación de muchas enfermedades también ha favorecido la desconexión del sujeto con su malestar. Un malestar que se ha cosificado, que ha perdido muchos de los significados que lo acompañan y cuyos determinantes se han deformado. Ya no cabe preguntarse qué aspectos de uno mismo o del entorno están condicionando el sufrimiento sino que el único objetivo es erradicarlo (25).
Todo esto entronca con una concepción binaria de la salud y la enfermedad mental como dos entidades opuestas y excluyentes, cuando en realidad, no se da la una sin la otra y siempre hay una mezcla de ambas y de ninguna (2). Esta separación forzada y categórica entre salud y enfermedad es lo que también amplifica el sentido de gravedad clínica y favorece una relación terapéutica más tradicional y vertical entre un paciente desamparado y un psiquiatra poderoso, supuestamente armado con la tecnología capaz de diseccionar y extirpar el mal con precisión quirúrgica.
Desde una perspectiva postpsiquiátrica, el objetivo de un profesional de la salud mental no sería tanto la “erradicación” de una cosa llamada enfermedad mental como poner el foco del encuentro clínico en acciones como ajustarse, adaptarse, afrontar, conducirse, vivir con, etc. Esto supone que el profesional tiene que recolocarse de otra manera en la relación terapéutica, en la que la tarea es tratar con valores humanos y éticos antes que con tecnología científica. Un encuentro clínico en el que se han de tener en cuenta tanto los modelos de sufrimiento de los usuarios como la exploración y la articulación de sus deseos y objetivos de tratamiento.
El trabajo exitoso en salud mental no se comprende siempre como un “tratamiento”. La mayor parte del mejor quehacer está basado en relaciones significativas entre profesionales cuidadores y usuarios. Este trabajo incluye de manera central un encuentro humano focalizado en asuntos como la esperanza, la confianza, la dignidad, el refuerzo, dar sentido, empoderar, la empatía y el cuidado. De hecho, las intervenciones habituales no están, en realidad, basadas en la ciencia objetiva y desnuda. Las tecnologías psiquiátricas están en sí mismas cargadas profundamente de asunciones, prioridades, significados y valores y una gran cantidad de su éxito está determinado por las relaciones en que se sustancian (2). Las intervenciones psiquiátricas están basadas en la manipulación de significados, esperanzas y expectativas (26) y parece que las mejorías clínicas están más relacionadas con aspectos inespecíficos que con las particularidades técnicas de la intervención. Así, los últimos meta-análisis que comparan la eficacia de los antidepresivos y el placebo muestran unas diferencias mínimas (27,28). Respecto a la psicoterapia, las investigaciones que se han realizado en los últimos años concluyen que los factores no específicos de los tratamientos dan cuenta de alrededor del 85% del cambio que se produce en la terapia (29). Esto significa que solo un 15% depende de la técnica psicoterapéutica en particular y el resto se atribuye a factores del usuario, efecto placebo, expectativas, sucesos extraterapéuticos y a la alianza terapéutica. Igualmente, en la investigación sobre rehabilitación de los trastornos mentales graves se está poniendo de manifiesto que, más allá de la especificidad de los tratamientos, es muy importante la alianza terapéutica, la autoestima, que el usuario tenga un locus de control interno y la creación de un contexto terapéutico que promueva el empoderamiento y lo relacional y que ayude a reconstruir una identidad positiva (30).
Propuestas para una relación terapéutica horizontal
En este encuadre postpsiquiátrico en el que los presupuestos de los usuarios son el punto de partida, la relación terapéutica es horizontal y los profesionales se sitúan a su servicio. Si el usuario es un experto en su vida y su historia, el profesional ha de tener la capacidad, partiendo de la narrativa inicial, de expandirla y aportar nuevos significados que contextualicen su sufrimiento y permitan elaborarlo desde otras perspectivas que posibiliten, en último término, la desalienación y la emancipación.
Se trata de un encuentro clínico entre dos sujetos que van a trabajar juntos y en el que se van a reproducir las vicisitudes que entrañan las relaciones humanas. Esto significa considerar que los profesionales son partícipes de un encuentro interpersonal con otro sujeto que va a dar lugar a configuraciones relacionales múltiples y de las que deben tomar conciencia para trabajar con ellas. Se trata de preguntarse permanentemente qué pasa con el otro, qué tipo de vínculo implícito se está produciendo, y poder desentrañar juntos esta cuestión. A lo largo de un acompañamiento terapéutico pueden surgir configuraciones relacionales de dependencia, rivalidad, seducción, colegueo social, dominación-sumisión, configuraciones de punto muerto, etc., todas ellas condicionadas por la interacción de dos seres humanos que tienen una biografía previa y un estilo particular de relacionarse. En este sentido, la metacomunicación, es decir, el poder hablar de la configuración implícita que se está produciendo (a la que contribuyen tanto el usuario como el profesional), se convierte en una herramienta esencial. El poder hablar del tipo de comunicación que se está estableciendo tiene una doble trascendencia. Por un lado, esta metacomunicación es una herramienta técnica terapéutica en la medida que el usuario toma conciencia del tipo de interacciones en las que participa. Esto le permite monitorizarse y darse cuenta de lo que piensa, siente y actúa con el otro, condicionando cómo se vincula con él. Por otra parte, la metacomunicación dignifica al usuario como sujeto y es esencial para hacer más horizontal la relación. Con la metacomunicación, el clínico subraya su propia subjetividad, transmite que también es una persona y no solo un técnico, que tiene sentimientos, que es falible, humano y que el usuario le provoca cosas y que este, a su vez, le puede contar lo que le provoca el profesional sin que vaya a haber represalias. Surge un “nosotros” que está constituido por el usuario y el profesional, que acepta su propia contribución a la configuración que se está produciendo, y buscan juntos, honestamente, aclararla. Se establece una mayor sensación de equipo de trabajo, con roles diferentes, por supuesto, pero que participan también de una interacción establecida por dos sujetos que se puede analizar en provecho de los objetivos planteados conjuntamente. De esta manera, el tratamiento trasciende la provisión de una tecnología por un técnico experto. Se trata de un acompañamiento mediado por una relación significativa que va a proporcionar una experiencia nueva y singular en el usuario. Una experiencia en la que podrá reapropiarse de la responsabilidad de su sufrimiento y de la capacidad de conducirlo (31).
Más allá del encuentro clínico individual, a nivel familiar, grupal o comunitario, la dinámica relacional debería basarse también en estos presupuestos dialógicos y democráticos en los que los clínicos no son expertos infalibles que enseñan, sino seres humanos como los demás que, desde el respeto, tienen la capacidad de abrir perspectivas y aportar significados potencialmente útiles. Los grupos multifamiliares (32) o propuestas como open dialogue (33) podrían ser buenos ejemplos de esta forma de hacer clínica en estos ámbitos ampliados.
En contraposición a la relación terapéutica horizontal se encuentra el empleo de la coerción. Las intervenciones coercitivas constituyen un continuum que incluye el despliegue de la fuerza absoluta, el “voluntarismo forzado” (el sujeto elige obedecer porque es amenazado) o el cumplimiento utilitario (la aceptación se asocia a algo que también se desea). En cualquiera de sus formas, la coerción se sostiene sobre una verdad que detenta el profesional y sobre la que el usuario discrepa o no reconoce. El tema más recurrente al respecto es la conciencia de enfermedad y la necesidad del profesional de que el usuario ingrese, siga un tratamiento o tome una medicación. La coerción tiene una trascendencia y una gravedad extraordinarias, a pesar de lo cual ha sido bastante desatendida hasta hace unos años. En la actualidad, está revisándose desde distintos foros con el objetivo de cuestionarla hasta sus últimas consecuencias (34). El enfoque crucial que apuntala una atención más considerada y humana, a la vez que sienta las bases de la recuperación, es la perspectiva de los derechos humanos en salud mental (35, 36). Aquí, el énfasis se sitúa en las obligaciones del titular de deberes, el Estado, y no solo en el empoderamiento del titular de los derechos, el usuario. Dentro de esta perspectiva, la planificación anticipada de las decisiones en salud mental es una herramienta que ha mostrado su utilidad en la protección de derechos, el aumento de la participación y el empoderamiento, la mejora de la relación entre usuarios, profesionales sanitarios y familiares, así como aspectos relacionados con la utilidad clínica y la relación coste-eficacia (37).
Uno de los objetivos es transformar a los usuarios de meros beneficiarios pasivos de una atención a agentes de cambio activos. En este sentido, se está desarrollando la toma de decisiones compartida (38), que se basa en un encuentro deliberativo en el que el profesional proporciona toda la información y las opciones de tratamiento, el usuario discute sus preferencias, y juntos deciden cuál es la mejor opción. El punto de partida no escapa al positivismo de que hay una información veraz, objetiva y basada en la evidencia sobre las distintas opciones terapéuticas. En salud mental, el conocimiento que tenemos de los tratamientos es limitado, controvertido y condicionado por múltiples conflictos de intereses, pero más allá de los aspectos concretos de la toma de decisiones compartida, lo verdaderamente relevante es la filosofía en la que se apoya: una relación más horizontal entre profesional y usuario en la que se consideran los valores y preferencias de este último y se busca proteger su autonomía. Ya no estamos hablando de adherencia al tratamiento o de cumplimiento, sino en términos de colaboración, concordancia, y de acuerdo terapéutico. Un acuerdo que siempre es provisional y sujeto a las revisiones que estime cualquiera de los dos integrantes de esta dupla que trabaja conjuntamente para obtener los mejores resultados en los objetivos que se hayan fijado.
El tratamiento psicofarmacológico, particularmente controvertido por su actual hegemonía, los enormes intereses financieros que lo acompañan y la iatrogenia que produce (8), se prescribe en la psiquiatría moderna desde un modelo de enfermedad: hay una alteración en la neuroquímica cerebral que el medicamento se encarga de revertir o reequilibrar. Desde un punto de vista postpsiquiátrico, los psicofármacos interesan clínicamente por su efecto en la mente, no en el cerebro. Aunque la industria farmacéutica remarca en sus propagandas el valor de sus medicamentos según la capacidad para actuar sobre unos receptores neuronales u otros, lo verdaderamente relevante a nivel clínico es el efecto que pueden inducir en cada usuario y su utilidad desde esta perspectiva. Los psicofármacos no corrigen ninguna alteración biológica ni curan ninguna enfermedad mental, sino que alteran el funcionamiento cerebral (como el resto de sustancias y drogas que actúan en el cerebro) e inducen así un estado psíquico que se solapa al previo y que puede aliviar el sufrimiento mental (39). Un estado psíquico que puede colocar al sujeto en mejor disposición para situarse más libremente en su entorno y afrontar sus dificultades. Esta perspectiva modifica radicalmente la relación del sujeto con su problema y con el profesional. Deja de ser víctima pasiva de una enfermedad del cerebro que un experto le ha de curar para convertirse en protagonista de su padecimiento y del alivio del mismo. Ahora, él también ha de juzgar los efectos de los psicofármacos y decidir, en la medida de lo posible y con la ayuda del profesional, si los necesita, cuánto tiempo y a qué dosis.
Un aspecto importante que hay que considerar respecto a los tratamientos en este marco postpsiquiátrico de cuestionamiento de las “verdades” de la psiquiatría moderna es, precisamente, la limitación de las intervenciones. La fe en las narrativas modernas ha propiciado una medicalización y una psicologización de los problemas de la vida que ha desembocado en una dependencia extraordinaria de los profesionales psi y la expansión sin límites de la prescripción de psicofármacos y psicoterapias de todo tipo. El balance del riesgo beneficio de todas estas intervenciones siempre debe someterse a escrutinio y hay que tener presente el perjuicio que pueden conllevar (40). En esta línea, han surgido también propuestas desmedicalizadoras como la deprescripción farmacológica (41) o la indicación de no-tratamiento (42) que intentan limitar los daños que infligen la psicología y la psiquiatría.
Todo lo planteado nos conduce a considerar qué tipo de profesional se precisa para una práctica clínica postpsiquiátrica y qué formación ha de tener. Finalmente, este profesional tiene muchas más exigencias humanas pero también técnicas que un psiquiatra moderno. Cualidades y actitudes como la empatía, la calidez, la autenticidad, el respeto al otro y la consideración de su narrativa, la capacidad para el diálogo, la autocrítica y el reconocimiento de los conflictos personales, son los prerrequisitos para el trabajo. Además de todo esto, es importante que el profesional tenga formación en narrativas sobre biopsiquiatría, psicoanálisis, terapia familiar, grupal, cognitiva, aproximaciones humanísticas, multiculturales, feministas, de discapacidad, postcoloniales, etc., por nombrar algunas. Solo desde este conocimiento abierto y multiverso, la psiquiatría puede abrir nuevos espacios para las voces de aquellos que están habitualmente excluidos (22).
Más allá del dogmatismo y del ‘buenismo’
En los últimos años, la saturación del modelo biomédico y la creciente presencia de la voz de usuarios y familiares están creando un clima propicio para la elaboración de un nuevo contrato social en torno al trato de los problemas mentales. Esto tiene que ver en primer lugar con los valores que deseamos adscribir a estos estados mentales, de modo que no es un asunto técnico sino ético, y supone que habría que abrirlo a una discusión y un debate democráticos. En este debate habrá diferentes perspectivas, múltiples y diversas, y no habrá una sola respuesta sino muchas. Este es un movimiento más allá del consenso unívoco de la psiquiatría moderna que ignora las diferencias y habitualmente busca simplemente silenciar las alternativas. La postpsiquiatría plantea una práctica clínica en el que el primer paso debería ser pensar cómo queremos cuidar al otro en estados de locura, malestar o alienación.
Como es lógico, la postpsiquiatría recibe múltiples críticas y está sometida al escrutinio de muchos profesionales (43, 44). Entre los cuestionamientos principales está su consideración como una suerte de “buenismo”, bienintencionado pero ingenuo, carente de autocrítica hacia los resultados reales, basado en la creencia de que los problemas mentales graves pueden resolverse a través del diálogo, la solidaridad y la tolerancia, sin más. También se le ha cuestionado su afán de deslegitimar la psiquiatría y propiciar un nihilismo y un derrotismo tecnológico y científico que puede conducir al relativismo absoluto de: “cualquier cosa vale” mientras haya empatía y diálogo. Desde el punto de vista asistencial, se pone de relieve que la perspectiva postpsiquiátrica puede suponer un riesgo en la desvinculación de los usuarios más graves y vulnerables al minimizar o negar la realidad de las categorías de sufrimiento mental tradicionalmente aceptadas, o sobre la base de que la elección personal en el tratamiento siempre debería ser fruto de soluciones compartidas con el profesional. Por ultimo, algunos autores están preocupados porque la postpsiquiatría minimiza los aspectos médicos de los problemas mentales, otorga un peso excesivo al contexto social como condicionante de los síntomas, y favorece que los profesionales queden a un lado en favor de los usuarios, cuidadores no profesionales, voluntarios y grupos de autoayuda.
El trabajo de la postpsiquiatría es desafiar la autoridad de la psiquiatría tradicional. La ambigüedad, la incertidumbre y la duda no amenazan el campo de la salud mental; de hecho, representan una oportunidad para el debate, el diálogo y la democracia. La postpsiquiatría es un conjunto de direcciones que nos orientan para abandonar el lugar donde estamos ahora, pero no para decirnos hacia donde deberíamos ir. El significado del prefijo “post” no convierte a la postpsiquiatría en más avanzada, en un estado de evolución que supera la modernidad, ni es la nueva fase de progreso capaz de borrar y reemplazar la teoría y la técnica de su predecesora. Más bien, la postpsiquiatría brota de las líneas de fractura de la psiquiatría moderna, de los agujeros y discontinuidades del positivismo, de la crisis en la representación de las grandes narrativas.
La postpsiquiatría no intenta deslegitimar la psiquiatría moderna, sino que la contextualiza políticamente. Es un addendum a la psiquiatría que desenvuelve sus valores y su poder para examinarla y suplementarla con una crítica política y una narrativa local. El riesgo de que ciertos relatos psiquiátricos locales resulten particularmente fraudulentos es posible y en algunas comunidades se pueden desarrollar narrativas premodernas para atender los problemas mentales. Sin embargo, la alternativa actual de imponer un pensamiento único, verdadero, sesgadamente occidental, globalizado y casi policial tampoco es buena. En este sentido, la postpsiquiatría promueve al menos el examen reflexivo como una técnica usada para analizar constantemente la línea que separa la construcción personal de los problemas mentales, del discurso prefabricado por las instituciones dominantes, ya sea la Asociación Americana de Psiquiatría o el curandero local. Las respuestas a los problemas de salud mental alrededor del mundo no se encontrarán en el desarrollo y la exportación de cada vez más intervenciones técnicas. La inversión en capital social y la movilización e inclusión de las comunidades locales son elementos clave para el desarrollo de los servicios de salud mental basados en la ética y sensibles culturalmente (45).
Así como no hay una verdad en torno a la conceptualización y tratamiento de los problemas mentales, una visión postpsiquiátrica también asume que todas las perspectivas no son iguales y algunas tienen mejor explicación o poder predictivo (46), de manera que “cualquier cosa” no vale, y más aún si forma parte de una prestación pública. La postpsiquiatría no rechaza en general el uso de medicaciones, ni de otros tratamientos habituales para aliviar el sufrimiento, ni tampoco intenta negar la existencia de enfermedades mentales definidas en el siglo pasado. A lo que se opone radicalmente es a la perspectiva modernista de que la acumulación de hechos por el progreso científico y la investigación, aun cuando coloquen aparte sus valores y sesgos políticos escondidos, resolverán cualquier dilema. Desde ahí, la ingenuidad (y el reduccionismo) estarían del lado de la psiquiatría moderna.
Hay una brecha entre la tecnología psiquiátrica y la realidad cotidiana de los usuarios que no se va a resolver con nuevos avances terapéuticos. La tecnología, siendo imprescindible, no alcanza a resolver las necesidades de las personas con problemas mentales graves. Además, empleada de manera tradicional y paternalista, favorece la infantilización, la desresponsabilización y la dependencia de los usuarios de los profesionales (40). Esto no significa que haya que abandonar la ciencia, la tecnología o incluso el control, sino revertir el orden tradicional de prioridades. El argumento de la postpsiquiatría es que el campo del tratamiento en salud mental se comprende mejor si está basado en valores, significados y relaciones, y sólo secundariamente en cuestiones de eficacia y resultados. La ética ha de estar por delante de la tecnología, pero entendida no tanto como un sistema de valores que hay que acatar, sino como la consideración y el respeto al Otro. Se trata de un cambio que busca la participación real de los usuarios y que se tiene que traducir, de entrada, en su inclusión en todo el proceso asistencial, desde la conceptualización de su sufrimiento hasta el acompañamiento terapéutico y pasando por la toma de decisiones clínicas. Para ello, el profesional tiene que transitar hacia una renuncia de una posición de poder y favorecer la apertura a la voz del otro sin imponer su discurso, hacia una horizontalidad y con relatos flexibles, guiados por la posibilidad de generar hipótesis e interpretaciones útiles por ser compartidas y transformadoras. El profesional que se requiere para esta empresa ha de ser consciente de sus conflictos intelectuales, honesto, con capacidad de análisis crítico, empático y con sus necesidades personales trabajadas para no actuarlas en la consulta sin tener conciencia de ello. A nivel emocional, propugnar una relación más horizontal supone quitarse el ropaje de la arrogancia que tanto abriga y protege. Significa aceptar las limitaciones y compartirlas. Sustituir el poder por la solidaridad. La institución también ayuda a preservar esta posición privilegiada y resulta complicado desafiarla. Muchas veces se distorsiona el primer objetivo de los servicios de salud mental, que es el cuidado de los usuarios, hacia la autoprotección de la organización (47). Por ello es fundamental situar el foco, de forma deliberada, en la perspectiva del usuario, para favorecer que sus necesidades se hagan más transparentes. La búsqueda de una relación terapéutica horizontal, supone devolver la salud que se había expropiado y favorecer, en ultimo término, la participación de los usuarios en más espacios. Puede ser la punta de lanza que cada profesional puede poner en juego en el día a día para que se generalice la emancipación de las personas y ello trascienda desde la consulta a lo institucional y a lo social, donde estamos todos inmersos. Porque el camino de la legitimación de la psiquiatría es seguir construyéndola a través de la confianza de la comunidad, no imponiendo una verdad.