El veinticinco aniversario de la publicación de Locura y modernismo. La esquizofrenia a la luz del arte, la literatura y el pensamiento modernos, de Louis Sass (Harvard University Press, 1992), es una buena ocasión para volver a valorar su excelente acogida. Si en su momento ya impactó por la audaz tesis de poner de relieve afinidades esenciales entre la locura y el arte, la literatura y el pensamiento, ahora se puede ver su impacto en el desarrollo de todo un floreciente programa de investigación sobre la esquizofrenia desde la perspectiva de una renovada fenomenología.
Para empezar, no está de más recordar la singularidad de su autor como psicólogo clínico estadounidense. Sass es catedrático de psicología clínica en la Universidad de Rutgers. En cuanto tal, es de destacar su innovadora aportación al entendimiento de la esquizofrenia (así como recientemente a la melancolía y la manía), que siempre ha sido dejada un tanto de lado por la psicología, como mucho añadiendo algunos decimales a las concepciones biomédicas de turno. Por el contrario, la aportación de Sass es de enteros (no de decimales), como lo es también la nueva concepción (el modelo de la perturbación de la ipseidad) de la que más adelante se hablará. Como estadounidense, Sass es atípico por su fuerte formación en la tradición fenomenológica europea continental (empezando por Merleau-Ponty, su entrada en la psicología), que lo distingue de la típica formación anglosajona, analítica en filosofía y positivista en psicología.
La originalidad del libro está en mostrar una afinidad probablemente más causal que casual entre la esquizofrenia y las manifestaciones más conspicuas del modernismo y en general de la cultura moderna. Cualquier interesado en la locura como experiencia límite de la condición humana (desafiante tanto para la comprensión humana como para la explicación científica), y me refiero particularmente a los clínicos “cultos” que tratan de ir más allá de los prontuarios, protocolos y sistemas diagnósticos al uso, podrá y sabrá apreciar la sorprendente pero al final evidente conexión entre distintas y a menudo distantes formas de la experiencia clínica, artística, literaria, filosófica, locuras de diferente fortuna. El clínico “leído” tendrá así ocasión de ver conectados sus propios conocimientos, saberes e intuiciones. Resultará clara esta frase tan reutilizada acerca de que el clínico que sólo sabe psiquiatría y psicología, ni psiquiatría ni psicología sabe.
El planteamiento desarrollado se confronta con las tres grandes perspectivas tradicionales de la esquizofrenia a lo largo del siglo XX, presentadas en la introducción. Se refieren en general a la visión del “esquizofrénico” como el otro, lo extraño humano. Una de estas perspectivas es la “doctrina del abismo y el daño cerebral”. Curiosamente, la doctrina del abismo –la supuesta inaccesibilidad e incomprensibilidad del mundo esquizofrénico– fue introducida por Karl Jaspers, quien también introdujo la fenomenología como base de la psicopatología, por lo que cabía esperar una mayor apuesta por la compresión en el caso de la esquizofrenia. Sin embargo, en relación con la flamante distinción introducida por Dilthey entre comprensión y explicación, Jaspers situó a la esquizofrenia del lado de la explicación. Jaspers, de hecho, remitió a la psiquiatría futura su explicación en términos neurofisiológicos (dado el abismo que impedía la comprensión); la misma explicación, por cierto, que hoy se sigue buscando. Las otras perspectivas tradicionales son la “historia infantil originaria”, asociada al psicoanálisis (“regresión” y demás), y la que puede identificarse como el “hombre salvaje” o “un héroe del deseo”, cuyo santo y seña es el “antiedipo”.
Frente a estas concepciones tradicionales, Locura y Modernismo se abre paso en otra dirección, tratando de dilucidar las formas psicopatológicas más características de la esquizofrenia a la luz del modernismo, “no menos asombrosamente diversas, complejas o paradójicas” que las del propio modernismo. Sass se refiere a una serie de rasgos característicos del modernismo en un sentido amplio como la “postura adversaria” (vanguardismo), el perspectivismo y relativismo, la deshumanización o la desaparición del yo activo, la desrealización y la “deshumanización del mundo”, la “forma espacial” (descripción neutra, objetos estáticos), la auto-referencialidad estética, la ironía y el distanciamiento, y la hiperreflexividad y la alienación. Como se muestra a lo largo del libro, estas características del modernismo guardan una estrecha afinidad con la esquizofrenia, y no solo en artistas-pacientes que pudieran ser figuras significativas tanto del arte como de la locura, que por supuesto también, sino en los pacientes típicos de la clínica.
El autor muestra esta afinidad siguiendo las fases y aspectos más característicos de la esquizofrenia: los signos tempranos y precursores (trema, Stimmung, humor delirante), las alteraciones del pensamiento y el lenguaje, y, por último, el desmoronamiento del yo y del mundo en la psicosis total. En relación con cada una de estas fases y aspectos se muestran paralelismos en el arte, la literatura y el pensamiento modernos. Así, esa experiencia de extrañeza e irrealidad como la que por ejemplo describe la paciente autora del Diario de una esquizofrénica se reconoce en la “mirada modernista” en general y en diferentes obras de arte como los cuadros de Giogio de Chirico, la náusea de Sartre o el futurismo y el surrealismo. Las alteraciones del lenguaje y el pensamiento en la esquizofrenia no son extrañas a la inefabilidad, fragmentación, cosificación y ruptura de perspectivas propiciadas por el modernismo. Las Memorias de un enfermo de los nervios de Daniel Schreber (todo un capítulo de Locura y Modernismo) se revisan a la luz del panóptico, del “eterno observador” Monsieur Teste de Paul Valéry y de la hiperreflexividad moderna. La hiperreflexividad, destacada como una afinidad esencial entre aspectos característicos de la esquizofrenia y el modernismo, dará pie al desarrollo de la concepción de la esquizofrenia como trastorno de la ipseidad.
Locura y Modernismo da pie, fundamento y razones para repensar la esquizofrenia más allá de las perspectivas tradicionales (abismo, regresión, antiedipo) y de la sempiterna visión del “cerebro averiado” del modelo biomédico. Y Sass aborda el tema desde tres líneas de pensamiento: reconsideración del estatus de la “persona esquizofrénica”, análisis de la causalidad cultural y reconceptualización psicopatológica.
Referente al estatus como persona, la “persona esquizofrénica” se correspondería con un modo de ser con sus peculiaridades, más allá de la versión “políticamente correcta” de la persona con esquizofrenia: como si la esquizofrenia fuera algo adosado a uno (1). Sin dejar de ser una “enfermedad” –en todo caso peculiar, nada que ver, por ejemplo, con la diabetes o el Alzheimer con las que a menudo se la compara para vender el modelo médico de enfermedad–, la esquizofrenia sería más que una enfermedad. Más que una enfermedad cualquiera, la esquizofrenia sería ante todo un modo de ser con un estatus ambiguo en medio de estructuras que no la entienden ni asistencial ni existencialmente: por un lado, estructuras sociales que conforman la vida convencional (al final más normativa y menos convencional de lo que se cree), y, por el otro, las estructuras biomédicas que con su supuesto saber y poder ni comprenden ni explican, y ni siquiera están a la altura del desafío humano que la peculiar “enfermedad” representa.
Resulta así el “esquizofrénico” una categoría de persona anómala, casi no-persona, una persona liminal, como propuso Robert Barrett precisamente en su comentario de Locura y Modernismo (2). Recupera Barrett la categoría antropológica de la liminalidad (Arnold van Gennep, Victor Turner) como una “situación inter-estructural”, a menudo cronificada en la esquizofrenia; no de paso, como “rito de paso”, según pueden ser otros trastornos psiquiátricos.
Aunque Locura y Modernismo no se compromete abiertamente con un planteamiento causal, manteniéndose más en el plano de la afinidad que de la causalidad, su punto de vista permite considerar el origen histórico-cultural de la esquizofrenia sin asumir la concepción recibida de su supuesta universalidad y atemporalidad (la típica letanía del 1%, etc.). Muchos locos geniales han influido en el arte de vanguardia. Sin embargo, la mayor influencia es probablemente la que va de las condiciones culturales y las formas de vida tanto al arte como a la propia esquizofrenia, con todo el “arte” que esta condición implica para adaptarse y sobrevivir en los tiempos modernos. Lo cierto es que la “hipótesis de la recencia” acerca del origen moderno de la esquizofrenia se impone (4). Se discute a qué se debe este origen, si a infecciones o mutaciones habidas en la época. Pero la gran mutación es la dada en la propia sociedad moderna en la época de la urbanización, industrialización, migración, paso de la comunidad a la sociedad de individuos, etc., en cuyo contexto se sitúa Locura y Modernismo. En trabajos posteriores, el propio Sass muestra a través del caso Schreber una posible conexión causal de la cultura sobre el caso clínico, esto es, cómo las estructuras sociales estructuran y desestructuran la vida de alguien (5).
Esta influencia de la cultura en la esquizofrenia, no meramente patoplástica sino probablemente patogénica, cuenta con muchas pruebas y razones, como el comienzo en la edad juvenil –no en vano fue conocida en tiempos como hebefrenia y “demencia precoz”—, el mejor pronóstico en los países menos desarrollados –como si no desarrollaran todavía la esquizofrenia propia de los países más desarrollados– y la alta incidencia entre los inmigrantes en las grandes ciudades, una versión actual de la migración urbana a partir del siglo XVIII (7).
Finalmente, Locura y Modernismo está en el origen de la reconceptualización de la esquizofrenia en términos de alteración de la experiencia de sí mismo y del mundo de acuerdo con una renovada fenomenología estructural (Eugène Minkowski). Me refiero aquí al modelo de perturbación de la ipseidad propuesto por Louis Sass y Joseph Parnas (ipseity-disturbance model) (8, 9). Ipseidad se refiere al sentido de sí mismo como sujeto de la experiencia y de la acción. La alteración de la ipseidad supone la perturbación del sentido de sí mismo y del mundo, toda una crisis global del sentido común, mundo dado-por-hecho o pérdida de la auto-evidencia natural de las cosas. En Una memoria de mi esquizofrenia, Elyn Sacks ofrece un ejemplo de primera mano de esta alteración. “La conciencia pierde gradualmente su coherencia. El centro no se puede sostener. El yo se nubla y el centro sólido desde el que uno experimenta la realidad se desvanece como una mala señal de un aparato de radio. Ya no hay un punto de vista desde el que mirar, tomar las cosas, juzgar. Ningún centro mantiene las cosas juntas y proporciona la lente a través de la que ver el mundo” (10, p. 12).
El modelo de perturbación de la ipseidad se describe de acuerdo a tres alteraciones: hiperreflexividad, sentido disminuido de sí mismo y desarticulación del mundo. La hiperreflexividad se refiere a una autoconciencia intensificada de aspectos normal y funcionalmente tácitos. No se refiere a la reflexividad volitiva o intelectual (que también se puede dar), sino a la conciencia de aspectos prerreflexivos que pueden implicar alienación. Por ejemplo, un paciente citado por Sass y Parnas se dio cuenta de que él era alguien “mirando” su propia receptividad de la música, esto es, su propia mente recibiendo o registrando tonos musicales. También reflexionaba sobre asuntos cotidianos autoevidentes y tenía dificultades para “dejar que las cosas y asuntos pasaran”, lo que relacionaba con su actitud de “adoptar multitud de perspectivas sobre la misma cosa”. Periódicamente, experimentaba sus propios movimientos, sobre los que reflexionaba y se des-automatizaban, mientras su pensamiento adquiría cualidades acústicas estresantes (voces) (9, p. 438).
El sentido disminuido de sí mismo consiste en el declive de uno como sujeto de la experiencia y la acción. De nuevo, Elyn Sacks ofrece un ejemplo: “El tiempo sucede en forma de momentos aleatorios. Las vistas, los sonidos, los pensamientos y los sentimientos no van juntos. Ningún principio de organización toma la sucesión de momentos a su tiempo y los pone juntos de manera coherente desde la que pudieran tener sentido. Y todo ocurre a cámara lenta” (10, p. 12).
La desarticulación del mundo es la alteración del contacto vital con la realidad, retomando el célebre concepto introducido por Minkowski. En su Diario de una esquizofrénica, René ofrece un ejemplo: “miraba, por ejemplo, una silla o un jarro, ya no pensaba en su utilidad, en su función: para mí ya no era un jarro que servía para contener agua o leche, o una silla hecha para sentarse. ¡No! ¡Habían perdido su nombre, su función, su significado y se habían convertido en ‘cosas’!” (11, p. 138). “Las personas me parecían como vistas en un sueño: no distinguía su carácter particular; eran ‘humanos’ y nada más” (11, p. 156).
Una lectura atenta de Locura y Modernismo —sin pasar por alto las notas— viene a ser tanto como graduarse si no es que doctorarse en una nueva concepción de refresco acerca de la condición más desafiante para la compresión humana y la explicación científica. Pero incluso una lectura más fluida o “turística” no dejará de invitar a repensar lo que se sabía de la esquizofrenia. Los pacientes esquizofrénicos o con esquizofrenia agradecerán que los clínicos lean esta obra.