Dos viñetas memorables de El Roto vienen como anillo al dedo para presentar y dar cuenta del espíritu de la época en la que José María Álvarez ha escrito su nuevo libro: Estudios de psicología patológica. En una de las viñetas se ve a un grupo de personas caminar en un único sentido y una de ellas pregunta: “Si todos vamos en la misma dirección, ¿cómo sabemos que no hay otra?”. En la otra viñeta aparecen en fila india personajes con igual fisonomía y comportamiento. Caminan muy juntos, con las manos pegadas a las espaldas del que le antecede y con la cabeza gacha. Uno de estos androides dice: “Antes de empujar todos en la misma dirección, convendría averiguar a dónde vamos”. Y el que tiene delante le replica: “¡Tú empuja y calla!”.
“Este libro de José María Álvarez es un testimonio de signo contrario. Es un ejemplo público de que la mejor forma de oponerse al reduccionismo biológico es profundizar en el estudio de la psicopatología”, dixit Fernando Colina (a quien su autor le dedica el libro, reconociéndolo como su maestro) en el prólogo de estos ocho estudios. También los profesionales que ya son el recambio generacional de La Otra Psiquiatría han estado presentes en la confección de esta monografía con vocación ecuménica (en el sentido de querer sumar, que no restar); así como los futuros psicoanalistas, psicólogos clínicos y psiquiatras, a cuya formación les dedica buena parte de su quehacer. Esta pasión por trasmitir el saber que destila la clínica y los textos de los grandes clínicos que nos han precedido hace que también en este libro se palpe su querencia por la claridad, que se manifiesta en un estilo sobrio, firme y riguroso por fundamentado.
A diferencia de la patología descriptiva, que supone tantas enfermedades mentales como síntomas y síndromes logra medicalizar, la psicología patológica que nos propone el autor es radicalmente analítica e interpretativa. Y en este orden, cito al autor: “A partir de la observación y del análisis de las manifestaciones clínicas colegimos un tipo de funcionamiento psíquico. Por tanto, el plano fenomenológico–en el sentido kantiano– antecede a la elaboración teórica”. Y esto es así porque “nuestro ámbito no es el de los hechos de naturaleza, sino el de las invenciones discursivas. De ahí que hablemos de la invención de las enfermedades mentales; de ahí también que situemos a las clasificaciones psiquiátricas en el apartado de la ciencia ficción”.
Si la psicopatología psiquiátrica es ateórica, la psicología patológica tiene los sólidos fundamentos de “la clínica clásica (elaborada por los pensadores señeros de la psicopatología) y el psicoanálisis, de manera que sobre los fundamentos precisos de la clínica clásica se erige la explicación y la interpretación psicoanalítica”. En definitiva, “esta visión de la psicología patológica pretende establecer una continua dialéctica entre un plano objetivo (semiología clínica) y otro subjetivo (las experiencias o modos particulares de vivir el malestar y la función que cada sujeto atribuye a su síntoma)”. Es decir, de lo general a lo singular y viceversa.
Sostiene el autor que, en tanto sometidos al imperio del binario significante, el saber sobre la condición humana y su pathos se vale de oposiciones. “Quiere esto decir que no podemos elaborar un conocimiento si no es mediante la oposición de dos significantes (locura versus cordura, psicosis versus neurosis, melancolía versus manía, continuo versus discontinuo, uno versus múltiple, categoría versus dimensión, parcial versus general, agudo versus crónico, etc.)”. Esta oposición tiene sus ventajas en la construcción nosográfica, pero también sus limitaciones, ya que en la realidad de nuestro quehacer clínico es observable que los contrastes de las manifestaciones clínicas no son siempre tan antagónicos, contrapuestos e incompatibles como los pensamos. De ahí que nuestro autor nos proponga trabajar tanto con el recurso de las categorías o estructuras clínicas como desde la perspectiva continuista o elástica.
“Los conceptos de la psicología patológica están bien fundamentados cuando gozan a la vez de amplitud y profundidad. En el caso de las categorías clínicas, son preferibles aquellas que dicen cosas esenciales de un mayor número de sujetos, esto es, las que dan cabida a más personas y muestran de ellas sus características intrínsecas. De seguir esta propuesta, elegiremos una categoría clínica que detalle los signos morbosos y su jerarquía (semiología clínica), que sea precisa desde el punto de vista descriptivo (nosografía), que proponga una articulación entre las manifestaciones clínicas y los mecanismos psíquicos que las conforman (patogenia), que diga algo coherente y fundamentado sobre la causa (etiología), que aporte una explicación cabal sobre esa alteración y delimite las diferencias con otras (nosología), y que procure, por último, una orientación terapéutica lo más específica posible”.
Hasta aquí el resumen de algunas de las muchas ideas sobre psicopatología que el lector encontrará a lo largo de estos ocho estudios. Estudios que siguen el método de articular tres tipos de análisis: la historia, la epistemología y la clínica.
I- El primero de los ocho estudios se refiere a la “neurosis: historia, psicopatología y clínica”. Gracias al discurso psicoanalítico, la neurosis mantiene su vigencia y es un referente fundamental de la psicología patológica. Máxime cuando “los sustitutos con los que se ha intentado desbancarla —en especial «trastorno» y «trastorno de la personalidad»— carecen de algún principio organizador que les dé coherencia”. La neurosis es una sólida categoría clínica en la medida “que dice algo consustancial de la condición humana y se aplica a un amplio grupo de sujetos, los cuales, salvo aspectos particulares, comparten un mismo denominador común tanto en las manifestaciones clínicas como en el tipo de funcionamiento psíquico”.
Tal y como dice nuestro autor, “si hasta Freud las neurosis no eran otra cosa que enfermedades nerviosas un tanto dispersas, complejas de describir e imposibles de explicar, con él die Neurose —escrito en singular gracias a la coherencia con la que la caracterizó— traspasó las fronteras de la patología y se convirtió en el modelo desde el que analizó la condición humana”; siendo su pathos de tipo psicológico y su causa biográfica —de las vivencias infantiles, para más señas—. En el análisis de la pluralidad de las manifestaciones clínicas fue donde Freud encontró la unidad, es decir, un mismo mecanismo psíquico defensivo: la represión. Siendo los síntomas la solución de compromiso entre la defensa y la pulsión… que en el mejor de los casos, insiste.
“Al hilo de estos comentarios”, nos dice Álvarez, “podemos plantear —como hemos hecho respecto a la psicosis— una concepción unitaria de la neurosis con dos polos principales (histeria y obsesión), marco dentro del cual el sujeto se desplaza en su continua búsqueda de equilibrio”. En el caso de la histeria, el conflicto entre afecto y representación se desplazaría al cuerpo —de allí histeria de conversión— y en el caso de la neurosis obsesiva, se desplazaría al pensamiento, produciendo las ideas obsesivas. Por nuestro quehacer clínico sabemos que ambas neurosis pueden presentarse en estado puro, ser mixtas y, a lo largo de la dirección de la cura, acercarse o alejarse de uno de los dos polos, en función de que el paciente histérico logre, o no, elaborar la insatisfacción de su deseo y el obsesivo la imposibilidad de su deseo.
Después de analizar el antes y después de Freud respecto de la neurosis obsesiva, Álvarez concluye con estas palabras: “La trabazón que aporta el psicoanálisis entre la semiología, la patogenia y la etiología es de una solidez incomparable, y la conjunción que consigue entre la patología y la ética roza la belleza”.
II- El segundo estudio de este libro lleva por título “Elogio de la histeria” y se ocupa de la interacción entre la clínica y la historiografía de la histeria. Sus cuatro mil años de existencia dan para mucho, pero, tanto en su historia como en su clínica, la histeria ha insistido en cuatro conceptos fundamentales: “los desplazamientos, el desafío al saber y al poder, la permanente referencia al cuerpo y la insatisfacción”. También las teorías de la histeria se desplazaron del útero al encéfalo gracias a la neurología; siendo el profesor J.M. Charcot un referente de ese desplazamiento, así como del intento fallido de localizar la lesión anatómica de la histeria. “Al final, atrapado en su propio discurso, tuvo que recurrir a la noción de «lesión dinámica», glorioso oxímoron según el cual la lesión cambia de lugar tan pronto el investigador creía localizarla”. Por otra parte, lo que empezó suponiendo ser una afectación particular de las mujeres se ha encontrado en lo general del deseo insatisfecho que anida en la condición humana.
Si la ciencia es sin sujeto, la clínica que le bebe los vientos se ha especularizado de tal manera con la patoplastia de la histeria que no ha parado hasta borrarla del mapa de su Devocionario de la Salud Mental. De ahí que sean los médicos de primaria, los del dolor, los reumatólogos y especialistas varios los que tienen que vérselas con algunas de las nuevas manifestaciones clínicas de la histeria, como, por ejemplo, los dolores reumáticos inespecíficos y los malestares típicos de quienes padecen el abatimiento de su deseo, que acaban medicalizados con el sambenito de depresión, elevada a la categoría de enfermedad mental por un supuesto déficit de serotonina. En paralelo, el psicoanálisis mantiene vigente la teoría de que en la neurosis de conversión histérica las representaciones reprimidas hablan a través del cuerpo, amén de una clínica con un sujeto en transferencia al que se hace corresponsable tanto de la causa de su pesar como de la dirección de su cura. Clínica analítica y teoría interpretativa que conjuga el pathos y el ethos de un sujeto atravesado por el lenguaje. “Tal es la razón —dice Álvarez al final de este elogio— que me ha dado pie para reivindicar la pertinencia actual de la histeria y desearle larga vida en compañía del psicoanálisis”.
III- Al hilo del último párrafo, el tercer estudio se ocupa de las confluencias entre histeria y depresión. No deben de ser ajenos al éxito de la comercialización de los antidepresivos, la desaparición de la histeria a partir del DSM-III y el aumento de casos diagnosticados de depresión; como si se quisiera hacer de ella la neurosis de nuestros días y un problema de salud pública o epidemia que requiere vacunarse de por vida. Sin embargo, “tan erróneo es considerar que la histeria de ayer es la depresión de hoy como que no existen relaciones entre una y otra”. En todo caso, las confluencias a las que se refiere nuestro autor son entre una sólida categoría clínica y un síndrome clínico, pues así define la depresión, como un “conjunto de manifestaciones transnosográficas que pueden observarse en distintas estructuras clínicas y tipos clínicos. Al conjuntar la patogenia histérica y la depresión como síndrome, se pone de relieve que la histeria puede expresarse mediante una sintomatología depresiva y el síndrome depresivo puede manifestarse en el marco de una neurosis histérica. (…) El deprimido y el histérico son hoy día los sujetos que representan el fracaso de los ideales modernos. El histérico-deprimido tiene una contundente manera de decir «no» a las exigencias del capitalismo y al saber de la ciencia”, aun a costa de poner en punto muerto el motor de la vida, el deseo, e instalarse en la tristeza.
IV- Sobre “la tristeza y sus matices” trata el cuarto estudio. “En lo tocante a la tristeza, ninguna guía mejor que la aportada por poetas, dramaturgos y escritores. A estos profundos conocedores del alma humana —como los califica Freud—, añadimos los filósofos morales, tradicionales estudiosos de las pasiones”, pues poco nos ayuda la psicopatología a la carta del capital cuando establece una tristeza normal y otra patológica. Medicalizar/psicologizar la falta moral —pues así llamaban los autores clásicos a la tristeza— tiene sus beneficios, pero no para quienes, como nuevos enfermos mentales, son desahuciados de la responsabilidad en el regocijo de su propia tristeza y de elaborar tanto su causa como su remedio. Para Álvarez, la tristeza tiene muchos matices y en este estudio profundiza sobre los siguientes: duelo, soledad, creación, inutilidad, goce, mal, inacción, cobardía, mentira y egoísmo.
V- Para una clínica diferencial, conocer estas diez aristas de la tristeza que nos propone el autor es de vital importancia, pues la condensación morbosa de la tristeza se da en la melancolía, y sobre ella trata el quinto estudio. Reivindicarla para devolverle la sustancia y sus fronteras, que las clasificaciones internacionales han diluido en las depresiones, es el logro de este estudio. “En el mejor de los casos, la melancolía es hoy día un tipo básico de la enfermedad depresiva, una categoría que hay que preservar debido a la inconsistencia nosológica de la depresión mayor. En el peor de los casos, la melancolía se reconvirtió —tras el DSM-III— en un mero subtipo clínico de la depresión unipolar”. En paralelo a este despropósito, la melancolía conserva todo su vigor entre psicoanalistas y psicopatólogos de inspiración clásica, como Fernando Colina, sin ir más lejos, y su potente texto Melancolía y paranoia (Síntesis, 2011).
Sigue el estudio y nuestro autor echa mano “de algunos casos ejemplares, extraídos de los grandes tratados y monografías en los que Freud y Lacan se inspiraron, textos aún vibrantes que se escribieron en la época dorada de la psicopatología”. Estos casos le sirven a nuestro autor para hablarnos de los tipos clínicos más habituales de la melancolía: simple, ansiosa, delirante y estuporosa; así como para hacer suyo lo que dijera Hubertus Tellenbach hace cuarenta años: “Tiene sentido justificado, sentido que reside en la misma cosa, denominar «melancolías» a las psicosis sobre las cuales aquí tratamos —siguiendo la diferenciación de Freud— y no hablar de «depresiones», término que en su uso casi ubicuario se ha ido haciendo cada vez más indefinido y con ello cada vez más inespecífico”.
VI- El sexto estudio trata sobre la clínica diferencial entre la melancolía y la neurosis obsesiva. En él su autor analiza de forma pormenorizada las propuestas que se defienden y los argumentos en que se apoyan, tanto desde la psicopatología psiquiátrica como desde la psicoanalítica. “De acuerdo con este proceder se indagarán las afinidades y diferencias entre la neurosis obsesiva y la melancolía. (…) Por último, admitiendo la diferencia estructural neurosis versus psicosis, propondré que en la melancolía y en cualquier otro cuadro clínico pueden darse elementos sintomáticos de tipo obsesivo, sobre todo los surgidos de mecanismos destinados al control de la angustia, pero eso no justifica mezclar la neurosis obsesiva con la psicosis melancólica”.
El discurso cientificista —ya no tan hegemónico en la psiquiatría y psicología clínica, pues es insostenible una clínica donde el paciente ni está ni se le espera—también plantea debates similares, pero con términos ad hoc. Neurosis obsesiva, melancolía y paranoia han sido sustituidos por el TOC, el trastorno bipolar y la esquizofrenia. Tras el análisis de los estudios que relacionan el TOC con la esquizofrenia, Álvarez concluye diciendo que el discurso cientificista “es más heterogéneo y embrollado de lo que cabría esperar”.
Y el estudio continúa: “Se trata ahora de mostrar las diferencias entre la melancolía y las obsesiones, tanto las llamativas como las sutiles, de manera que al contrastarlas se perfilarán sus esencias y se acotarán sus contornos. Para ello, adoptaré una perspectiva contraria según la cual la condición humana sustituye a la naturaleza y el enfermo prevalece sobre la enfermedad”. De nuevo la historia, la epistemología y la clínica en un continuo movimiento de ida y vuelta. Si con Freud podemos perfilar las diferencias para hablarnos de las afinidades, Álvarez sigue a Karl Abraham, referente del continuum psicopatológico que posteriormente desarrollaría Melanie Klein. A diferencia de otros puntos de vista dimensionales, Abraham respeta las fronteras nosológicas al tiempo que señala que “las afinidades estructurales se observan en la clínica por el hecho de que una puede dar paso a la otra y la otra a la una. Que exista esta movilidad no niega algunas diferencias, sobre todo la más evidente: la melancolía sobreviene siempre a consecuencia de una pérdida imposible de perder, cosa que no sucede en la neurosis obsesiva”. En su empeño por sumar, Álvarez termina este estudio animándonos a que iluminemos la oscuridad de la melancolía tanto con el foco o perspectiva estructural como con el modelo continuista, pues las manifestaciones clínicas obsesivas tanto se dan en la unidad de la neurosis y la psicosis como en la pluralidad de las formas de ambas.
VII- El séptimo estudio trata sobre la “locura normalizada”. “La hipótesis que aquí se propone tiene en cuenta estas coordenadas: la psicosis ordinaria es un efecto inevitable del modelo de las estructuras clínicas, cuyo binomio neurosis versus psicosis obliga a introducir una categoría intermedia o a correr la frontera que las separa y redescribir su perímetro. Eso mismo sucedió hace casi doscientos años, cuando la locura se opuso frontalmente a la cordura y surgió al instante la figura de la semilocura, la locura lúcida, la locura razonante y una prolija serie de nombres a los que se suma nuestra psicosis ordinaria”. En tanto que “los modelos del pathos son constelaciones de palabras con las que nos acercamos a lo real del drama humano”, nuestro autor fundamenta la elección de locura antes que psicosis porque “la inercia de la retórica de las enfermedades mentales es tan potente que conviene combatirla rebajando la densidad y el poder de los términos que emplea”. Por otra parte, el término popular de locura resta estigmatización y cronicidad. “Tampoco es caprichoso el calificativo normalizada”, ya que resalta el oxímoron y describe el semblante de hipernormalidad con el que se viven las “experiencias con el vacío, la vacuidad y el escaso arraigo del deseo y las pasiones genuinas de la condición humana. Este vacío se opone al relleno delirante y alucinatorio del que echa mano el psicótico enloquecido para acometer el agujero originario”. La aportación de Álvarez al debate sobre la locura normalizada se basa en el análisis de cuatro de sus signos clínicos: el psitacismo, la discordancia, la mímesis y la desvitalización.
VIII- El último estudio lleva por título “Diagnóstico para principiantes”, aunque también será de mucha utilidad a los profesionales “psi” que se atrevan a diagnosticar a mano alzada en vez de a plantilla; es decir, al margen de los protocolos, pruebas que se dicen objetivas o del dictado de las clasificaciones internacionales, que a lo sumo proporcionan un diagnóstico estadístico que nada dice de la particularidad de cada cual. El DSM, por ejemplo, se descalifica solo. A este respecto, Álvarez cita a Peter C. Gøtzsche, quien sostiene que es un documento de consenso, “y por lo tanto los documentos que incluye tienen poco rigor científico y son arbitrarios. Una ciencia verdadera no decide la existencia o la naturaleza de un fenómeno por medio de votaciones, con intereses particulares y con la ayuda económica de la industria farmacéutica”. También cita a Allen Frances, quien, a toro pasado del DSM-IV —del que fue su coordinador—, confesó: “Nuestro grupo se esforzó por ser conservador y cuidadoso, pero contribuyó inadvertidamente a tres falsas epidemias: el trastorno por déficit de atención, el autismo y el trastorno bipolar en la infancia. Nuestra red fue claramente demasiado lejos y capturó a muchos «pacientes» que podrían haber estado mucho mejor sin que hubieran entrado en el sistema de salud mental”. Con la inflación diagnóstica del DSM-V, es pertinente la pregunta que nos hace Álvarez: “Si todo el mundo está trastornado, ¿dónde queda la normalidad? Esta pregunta, que muestra el esperpéntico mundo de la psicología y la psiquiatría científicas, es decir, de ciencia ficción, comienza a hacer aguas y son más numerosos cada día los que nos oponemos a la falacia de la seudociencia psiquiátrica, que tanto daño hace a los pacientes, a los psiquiatras, psicólogos clínicos y psicoanalistas que mantienen los pies en el suelo y no se dejan sobornar por esta medicina basada en la evidencia a la que Berrios, sin pelos en la lengua, calificó de «chantaje moral»”.
“Gran parte de los desacuerdos habituales”, sigue diciendo Álvarez, “con respecto a los diagnósticos, radica en la confusión entre síntoma, síndrome y estructura. Hoy día el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, los trastornos del espectro autista, la anorexia, el trastorno límite de la personalidad, la depresión y el trastorno bipolar —por citar sólo algunos— se toman por categorías nosológicas o enfermedades médicas, cuando en realidad son meros síndromes; es decir, conjuntos sintomáticos carentes de soporte patogénico que se puede observar en sujetos de los más variado (…) Un diagnóstico bien hecho es el que contiene lo general y lo particular, es decir, el que combina en un mismo sujeto numerosas características propias de la condición humana con algo suyo que le es exclusivo”. El método clínico que nos propone el autor es simple y se limita a las preguntas hipocráticas de siempre: “De qué sufre/goza (síntoma); cómo y dónde se manifestó (coyuntura, contexto y trama); por qué sufre/goza de eso y no de otra cosa (elección del síntoma conforme a la historia subjetiva), para qué le sirve ese síntoma del que se queja y goza (función)”.
Si el diagnóstico clínico ya es de por sí arte y oficio, llevar a cabo dobles diagnósticos —como nos propone Álvarez— roza la excelencia. Sin embargo, así lo hizo Freud en “Análisis de un caso de neurosis obsesiva (Caso del “Hombre de las Ratas”)” y en “Historia de una neurosis infantil (Caso del “Hombre de los Lobos”)”. “Como se ve”, dice Álvarez, “el genio de Freud asigna un diagnóstico estructural y un diagnóstico particular que lo hace diferente a cualquier otro”. A lo dicho, arte y oficio donde “el diagnóstico pone en juego el saber psicopatológico, la pericia clínica y el compromiso ético” de evitar que sea para el paciente ni su refugio ni su estigma.
Por último, recordar que este libro es el cuarto de los publicados bajo el sello de Xoroi Edicions en su colección La Otra psiquiatría, siendo los tres anteriores: Estudios sobre la psicosis, de J. Ma Álvarez; Las voces de la locura, de J. Ma Álvarez y F. Colina; y Otra historia para otra psiquiatría, de R. Huertas.
Listado de lectores 2017
Joseba Achotegui
Jaime Adán Manes
Roberto Belmonte Trigueros
Begoña Beviá Febrer
Ricardo Campos Marín
Carlos Cañete Nicolás
Marta Carmona Osorio
Rosana Corral-Márquez
Daniel Cruz Martínez
Ana Elúa Samaniego
Alberto Fernández Liria
Rebeca García Nieto
José G.-Valdecasas
Manuel Gómez Beneyto
José González Calvo
Juan González Cases
Miguel Ángel González Torres
Carlos Heimann Navarra
Mariano Hernández Monsalve
Mauricio Jalón
Guillermo Lahera Forteza
Lola López Mondéjar
Luis López Sánchez
Rogelio Luque Luque
Joan B. Llinares
Joaquín Martínez Sánchez
Fermín Mayoral
Ana Moreno Pérez
José Luis Moreno Pestaña
Andrea Mosquera Varas
Mikel Munárriz Ferrandis
Marino Pérez Álvarez
Juan González Cases
Cristina Polo Usaola
Carlos Rejón Altable
Eva Rivas
Karina Rocha Currás
Ana Sánchez Guerrero
Julio Sanjuán Arias
Candela Santiago Alfaro
David Simón Lorda
Rafael Tabarés Seisdedos
José Juan Uriarte Uriarte
Emilio Vaschetto
Martín Vargas
José María Villagrán Moreno
Olga Villasante Armas
Amaia Vispe Astola