Introducción
El síndrome de cautiverio o de enclaustramiento (Locked-in Syndrome, LIS), definido por los neurólogos estadounidenses Fred Plum y Jerome B. Posner en 1966, es una condición de muy baja prevalencia (se estima en <1/1.000.000). El nombre del síndrome se explica por sus características principales: quienes lo padecen están “encerrados” en un cuerpo casi totalmente inmóvil. El LIS tiene dos causas principales: un accidente cerebrovascular (ACV) por obstrucción de la arteria basilar con infarto del tronco encefálico que interrumpe los tractos descendentes corticobulbares y corticoespinales, sin daño a los hemisferios; o una enfermedad neurodegenerativa, mayoritariamente la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). El síndrome se caracteriza por la parálisis de las cuatro extremidades (tetraplejia) y la incapacidad neurológica del habla articulada (anartria), pero con preservación de la conciencia y las capacidades cognitivas, así como de la visión, la audición y la respiración. La mortalidad es alta en la primera fase del LIS de origen vascular (87% en los primeros cuatros meses), pero los pacientes cuyo estado se estabiliza tienen una esperanza de vida considerable: el 83% viven 10 años y el 40% 20 años tras el comienzo de la enfermedad (1). Los casos de recuperación del habla o del movimiento son excepcionales. Se han definido tres formas del LIS (2): en el “clásico” perdura la capacidad de parpadear o de realizar movimientos oculares verticales; en el “incompleto” se pueden realizar otros mínimos actos motores; en el “total” o “completo” se pierde absolutamente toda capacidad motora. Como en el caso de otras enfermedades crónico-degenerativas, el objetivo fundamental de la rehabilitación y el cuidado es buscar la mejor calidad de vida posible para los pacientes1.
El síndrome de cautiverio suele situarse en el marco de los “trastornos de la conciencia” (3,4) –no porque afecte a la conciencia o a las funciones cognitivas, sino porque, como ilustra la Figura 1, se puede ubicar en una gradación de funcionamiento cognitivo y motor. Particularmente importantes desde el punto de vista ético y fenomenológico son el estado vegetativo, ahora también conocido como síndrome de vigilia sin respuesta (5), en el que el paciente presenta vigilia intermitente, pero solamente respuestas motoras reflejas; y el estado de mínima conciencia o mínima respuesta, en el que el paciente puede seguir una instrucción simple, presenta movimientos o respuestas emocionales que se activan por relevancia ambiental, y produce respuestas motoras no atribuidas a actividad refleja (6).
La combinación de elementos clínicos y sintomáticos pone de relieve la especificidad del LIS: es igual al estado normal desde el punto de vista cognitivo, pero próximo al estado vegetativo desde el punto de vista motor. Esto es determinante para el estatus moral del paciente, al que se reconoce el carácter de persona, y hace de la comunicación el principal medio para dar realidad social a ese estatus.
Una fenomenología de la enfermedad puede orientar las prácticas en los contextos clínicos, sociales y de cuidado – los ejemplos de ello son numerosos, pero en el caso del LIS, pertenecen aún al futuro. Por eso, partiendo de que la enfermedad es para el individuo una nueva manera de ser-en-el-mundo, este artículo se limitará a examinar materiales pertinentes para una fenomenología del LIS y ofrecer algunas sugerencias. Por fenomenología entendemos la descripción y el análisis de la vivencia del paciente, tal como se la puede investigar a partir de su experiencia subjetiva (7). Más allá de su finalidad descriptiva, el conocimiento fenomenológico puede ayudar a esclarecer cuestiones de antropología filosófica, tales como las propiedades que definen a la persona, los requisitos de la identidad personal y las condiciones individuales y sociales, corporales y psicológicas de ambas.
La fenomenología, la sociología y la antropología médicas implican dos distinciones básicas. En primer lugar, diferencian entre disease (enfermedad o patología) e illness, que en este contexto puede traducirse como padecimiento o aflicción (8). La enfermedad se define por los procesos biológicos y las entidades patológicas tal como las describe, nombra y clasifica un contexto biomédico dado. Es la disfunción que usualmente lleva a la aflicción. Ésta (illness) es la experiencia subjetiva del enfermo; como tal depende en gran medida de su historia de vida, así como de valores, saberes, creencias, categorías y léxicos de un entorno cultural. En segundo lugar, con un vocabulario que se encuentra entre otros en Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, se distingue entre el cuerpo vivido que somos y el cuerpo anatómico y fisiológico que tenemos; la fenomenología alemana habla en este caso de Leib y Körper y de Leibsein y Körperhaben2.
Se podría abordar el LIS en términos de lo que el psiquiatra y filósofo Karl Jaspers llamó situaciones límite –situaciones ineluctables tales como la muerte, el sufrimiento y el sometimiento al azar (11). Al no poder ni evitarlas ni transformarlas, en nuestra vida cotidiana las olvidamos o disimulamos. Sin embargo, algunas circunstancias nos obligan a enfrentarlas y pueden llevarnos a tomar conciencia de la condición humana que materializan de modo inmediato. Desde ese punto de vista, el LIS efectivamente empuja al límite conceptual y empírico la problemática de las relaciones entre el cuerpo, el yo, los otros y el mundo. Pero, para entender mejor en qué sentido, hay que empezar por preguntarse sobre la vivencia de las personas que padecen este dramático síndrome.
El desafío de la comunicación
La comunicación es el elemento que de manera más esencial da forma a la experiencia de LIS. Se trata de un ingrediente básico para la calidad de vida y el estado emocional de los pacientes. Más fundamentalmente aún, hace que se sientan personas de pleno derecho. Los testimonios concuerdan; y así lo destaca por ejemplo el sobrecogedor momento que Julia Tavalaro refiere en su relato autobiográfico:
“¿Puede cerrar los ojos, Señora Tavalaro?”
Como un choque, estas palabras me traen de nuevo a la realidad. No es un sueño: alguien me está hablando realmente. Cierro los ojos. Los abro y veo la cara de Arlene.
“¿Puede parpadear dos veces?”
Lo hago.
El silencio llena el espacio entre nosotras. Su rostro expresa conmoción y pena y felicidad al mismo tiempo. En los últimos seis años, a nadie se le ocurrió hacerme esas simples preguntas.
“Bueno, Señora Tavalaro. Quisiera que me responda moviendo los ojos. ¿Puede moverlos así?” Mueve los suyos hacia arriba.
La miro. Luego, con un rápido movimiento de mis ojos, siento mi mente surgir de las profundidades oceánicas del dolor. Por primera vez en seis años, me siento entera (12).
Tavalaro entró en LIS a los 29 años, en 1966, como consecuencia de un ACV. Se la diagnosticó como estado vegetativo; su madre y su hermana pensaban que tenía conciencia, pero nadie les creyó. Sufrió seis años de maltrato hasta 1973, cuando la ortofonista Arlene Kraat descubrió que Julia podía comunicarse por medio de movimientos oculares verticales.
La escena que citamos en la que un pestañeo hasta entonces automático se transforma en un signo lingüístico voluntario, tiene la estructura y función de lo que en la tragedia griega se llama peripecia: un repentino punto de inflexión a partir del cual se desarrolla el resto de la trama. Más allá del infortunio propiamente médico, las circunstancias hacen que el relato de Julia hasta ese momento sea particularmente desgarrador. Sin embargo, todas las narraciones autobiográficas dan a la comunicación un papel absolutamente central e ilustran el desafío que plantea en un cuerpo casi enteramente paralizado.
Las personas con el LIS clásico e incompleto pueden comunicarse mediante el control voluntario del parpadeo y los movimientos oculares. El sistema de comunicación más difundido se basa en su uso para seleccionar letras en un tablero o responder a preguntas mediante un sistema binario basado en “sí” o “no” (13). Algunos tableros incluyen palabras y frases, y el orden de las letras suele corresponder al de la frecuencia en el idioma empleado. Existen varios modelos, hoy en día generalmente transparentes; también se ha propuesto un juego de letras fácilmente memorizable para evitar que un objeto se interponga entre el paciente y su interlocutor (14).
Gracias a la capacidad de realizar otros movimientos, las personas con LIS incompleto tienen acceso a otros métodos de comunicación (15). No importa cuán pequeños sean, movimientos de la cabeza, un dedo, el cuello o la boca pueden aprovecharse para desplazar un cursor sobre una pantalla, navegar por Internet, escribir correo electrónico o producir una voz sintética. Otros sistemas, como el seguimiento de ojos (eye tracking), explotan la capacidad de controlar los músculos oculares (16). Tras perder la capacidad de hablar en 1985, el físico Stephen Hawking (1942-2018), que padecía una ELA de evolución lenta, entró en un LIS incompleto y pasó a ser la más célebre persona “enclaustrada” dependiente de aparatos de “comunicación alternativa y aumentativa.” A pesar de que casi nunca se lo asocia con el síndrome de cautiverio, Hawking ilustra magníficamente el papel que la tecnología pueden desempeñar en la calidad de vida y la integración social de los individuos con LIS3.
Se espera que personas con un LIS total puedan algún día beneficiarse del desarrollo de interfaces cerebro-ordenador (brain-computer interfaces o BCI) (19). En 2017 se comunicó que cuatro pacientes de ELA, dos con LIS total y dos entrando en ese estado, aprendieron a responder preguntas por medio de cambios en la oxigenación frontocentral medidos por espectroscopia del infrarrojo cercano (20). La modulación voluntaria de la actividad cerebral se transforma así en un instrumento de comunicación. En una entrevista con el diario inglés The Guardian, Niels Birbaumer, pionero del uso de BCI con pacientes neurológicos, describió ese resultado como “la primera indicación de que el LIS total puede ser abolido para siempre, ya que se podrán abordar con esos pacientes las más importantes cuestiones de la vida” (21)4.
Relatos de la aflicción
¿Qué sabemos de lo que las personas “enclaustradas” piensan sobre estas cuestiones cruciales? Muy poco. Todavía no existe una fenomenología del LIS. Las encuestas sobre calidad de vida y otras investigaciones basadas en cuestionarios suministran datos valiosos, y algunos excelentes trabajos periodísticos han contribuido a la comprensión fenomenológica del síndrome (24–26). Sin embargo, los mejores materiales disponibles son los relatos autobiográficos. Un pequeño número de estudiosos ha examinado algunos de ellos. El favorito ha sido La escafandra y la mariposa, del periodista y redactor de la revista de moda Elle, Jean-Dominique Bauby (1952-1997).
Bauby entró en LIS tras sufrir un accidente cerebrovascular en diciembre de 1995. Su libro, dictado por medio del parpadeo, se publicó en marzo de 1996, con un éxito inmediato: hasta enero de 1998 se habían vendido más de 360.000 ejemplares (cifra oficial) y, según algunas fuentes de Internet, hasta ahora se habría traducido a 23 idiomas y vendido más de un millón de ejemplares. La película homónima de Julian Schnabel (2007), basada en el libro, ganó various premios internacionales; en 2016, la BBC la incluyó en su lista de las “cien mejores películas del siglo XXI”. Existen sin embargo bastantes más narraciones –unas treinta en idiomas occidentales (Bruno, Laureys y Demertzi (4) enumeran 23 títulos, pero existen otros en español, francés, inglés e italiano); la única, a mi conocimiento, en español, es El síndrome de cautiverio en zapatillas (2005) de José Carlos Carballo (27).
Ese corpus narrativo nunca se ha estudiado sistemáticamente y solamente tres libros se han sometido a análisis y comentario: La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon, 1997) (28), el ya citado Look Up for Yes (2007) de Julia Tavalaro (12) y Jodido silencio (Putain de silence, 1997) (29), de Philippe y Stéphane Vigand. Solo Bauby ha sido analizado individualmente; Tavalaro y Vigand figuran en una comparación de los tres libros. Así pues, queda mucho por hacer para incorporar el síndrome de cautiverio a la fenomenología, la medicina y la ética basadas en narrativas.
Desde los años 1980, el análisis de los “relatos de aflicción” (explicamos este término más adelante) forma parte de la antropología y la sociología médicas, la práctica clínica y la educación en las profesiones médicas y sanitarias. Producida espontáneamente o estimulada por medio de cuestionarios, entrevistas o talleres, la narración funciona como una herramienta para explorar las dimensiones sociales, culturales, simbólicas, relacionales y psicológicas de la enfermedad, para mejorar la comprensión empática de la experiencia de pacientes y cuidadores, enriquecer la comunicación y favorecer el cuidado y la calidad de vida de los pacientes. En tiempos recientes muchos relatos de pacientes están teñidos de “pensamiento positivo” y quieren inspirar optimismo a toda costa; pero los mejores no caen en esa trampa y se pueden entender como aportes a una larga tradición filosófica en la que la reflexión ética se basa más en el ejemplo de vida que en el razonamiento (30). Estrechamente conectado al desarrollo del campo interdisciplinario de las “humanidades médicas” y al “giro narrativo” en las ciencias humanas, el interés por contenidos y metodologías narrativas también se ha difundido dentro de la bioética médica (31, 32); la “medicina narrativa” (33) es hoy en día una disciplina institucionalizada que forma profesionales provenientes de diversos horizontes.
Los relatos que se sitúan en este ámbito pueden ser reales o ficticios, y sus autores, no solamente pacientes, sino también médicos, cuidadores o allegados. Como observa el estudioso de la literatura Neil Vickers, “a juzgar por las prácticas actuales, cualquier texto que dé un papel destacado a la enfermedad puede contar como relato de aflicción (illness narrative)” (34). El nombre mismo que se da a esas narraciones supone la distinctión entre aflicción y enfermedad, entre illness y disease, que explicamos más arriba. Cuando el psiquiatra y antropólogo médico de Harvard, Arthur Kleinman tituló en 1988 Illness Narratives al gran libro pionero de este campo (35), asumía esta dualidad (36). A pesar de que, como subraya su colega Byron Good (37), la experiencia siempre va más allá del relato que la describe y da cuenta de ella, su “narrativización” puede ayudar a la persona que sufre a recomponer su identidad y sus mundos subjetivo e intersubjetivo.
Relatos de “enclaustramiento”
Lecturas fenomenológicas
Hasta ahora, el aporte más pertinente a la fenomenología del LIS se encuentra en algunos comentarios de relatos de personas “enclaustradas”. Un aporte indirecto, ya que esos comentarios se apoyan en los relatos con el objeto de abordar cuestiones de antropología filosófica, filosofía de la mente o bioética médica. Por ejemplo, Richard Zaner, conocido fenomenólogo del “encuentro clínico”, compara el narrador en primera persona de La escafandra y la mariposa con Joe Bonham, el protagonista (imaginario) de Johnny tomó su fusil (1939), la premiada novela antibelicista de Dalton Trumbo (38). Joven soldado en la Primera Guerra Mundial, Joe pierde en la explosión de un obús sus brazos, piernas y cara, incluyendo los ojos, oídos, dientes y lengua –una situación terrible que resulta de que, obedeciendo a la propaganda patriótica, haya “empuñado su fusil”. Su cerebro funciona perfectamente. Mantenido en vida por medio de una traqueotomía, acaba haciéndose entender golpeando en código Morse su almohada con la cabeza.
A pesar de que Joe es imaginario, Zaner lo trata como si fuera exactamente equivalente a Bauby (39). Esta manera de proceder supone ignorar diferencias fundamentales, pero un elemento clave de los dos relatos parece autorizarla: ambos están redactados en primera persona, desde el interior del “enclaustramiento”. Esto los diferencia de los dos personajes literarios a quienes LIS se ha diagnosticado retrospectivamente: Noirtier de Villefort en El Conde de Montecristo (1844-45) de Alexandre Dumas y Madame Raquin en Thérèse Raquin (1867) de Émile Zola (40).
Explorando a través de los textos las condiciones de vida en circunstancias de disminución radical de las capacidades corporales, Zaner subraya que tanto Bauby como Joe no han dejado de ser criaturas comunicativas. Sus historias de vida le parecen mostrar que no basta con que dos individuos deseen comprenderse y reconocerse mutuamente: es también necesario que puedan hacerlo. La situación de la persona “enclaustrada” manifiesta, según Zaner, un fenómeno ontológico básico, a saber, que el yo individual solo se realiza a través de la presencia inmediata y carnal del otro (39). Este resumen, que no está a la altura de la refinada lectura de Zaner, solo pretende sugerir cómo, en manos hábiles, el análisis narrativo abre caminos para pensar problemas y examinar tesis que van mucho más allá de la enfermedad estudiada. Recíprocamente, un análisis textual de corte filosófico puede orientar una fenomenología empírica, por ejemplo proponiendo pistas de investigación y destacando la importancia de entender las interacciones entre la persona “enclaustrada” y su entorno.
Un artículo sobre La escafandra y la mariposa de Denise Dudzinski (41), una estudiante de Zaner, ofrece, como luego veremos, la posibilidad de confrontar directamente varios enfoques. Dudzinski detecta en el caso de Bauby dos aspectos filosóficamente significativos de la enfermedad: por un lado, la alienación que tiene lugar cuando no reconocemos nuestro cuerpo como nuestro; por otro lado, la creatividad y la libertad que persisten en medio de dramáticos cambios en la identidad personal. Su análisis la lleva a ver en La escafandra la descripción de una ruptura: al considerar que su cuerpo paralizado ya no es más él, Bauby encarna la disolución del lazo entre la identidad y el cuerpo (o mejor dicho, el hecho de ser cuerpo, el embodiment). Al mismo tiempo, Bauby intenta rehacer ese lazo por medio de la memoria, la imaginación y el relato. En varios artículos en los que explica cómo utiliza La escafandra en sus clases, Dudzinski destaca las relaciones humanas como factores de empoderamiento y observa que la autonomía no se reduce a tener voluntad propia, sino que depende de situaciones comunicativas que suponen reconocimiento y reciprocidad. La narración le parece demostrar que lo que se le debe al paciente no es respeto por su autonomía per se, sino por la persona, lo que implica encontrar un equilibrio entre impulsar su autonomía y tener en cuenta su vulnerabilidad (42, 43).
Por su parte, el filósofo japonés Yasuhiko Murakami ha publicado una lectura fenomenológica muy sugestiva de la memoria de una persona que cuidó de su madre “enclaustrada” como consecuencia de una ELA. Concentrándose en la fase final, cuando la paciente ya estaba en LIS total, Murakami describe cómo una especie de locución afloraba del contacto corporal durante los cuidados, que se volvían un modo sui generis de comunicación. A pesar de ser involuntarios, cambios en la transpiración o en la temperatura y coloración de la piel sustentaban un “diálogo del cuerpo sin comunicación normal” (44). A través de ese caso, Murakami indaga la relación entre la fenomenología del cuerpo y la naturaleza y los fundamentos de la comunicación, demostrando indirectamente la significación de mantener hasta el final la intención comunicativa aún cuando no se pueda modular voluntariamente la actividad cerebral a la que nos referimos más arriba.
Narrar lo indecible
Aproximaciones muy diferentes a las que nos acabamos de referir aparecieron en 2001 en la revista Literature and Medicine bajo el título colectivo “Narrar lo indecible” (45). Los autores eran dos teóricos de la literatura, dos especialistas en análisis narrativo e investigación cualitativa en ciencias de la salud y un historiador de la medicina. Enteramente dedicados a La escafandra y la mariposa, el conjunto no tenía como objetivo elaborar una fenomenología del LIS, sino explorar diferentes tipos de funciones narrativas. A pesar de la variedad de metodologías, la comunicación surgió como el tema más descollante. Bauby “fuerza al lector a redefinir los límites de lo comunicable y a pensar en las funciones de la comunicación” (45); su historia demuestra que, si bien ésta es cardinal para la calidad de vida, lo que hace, ante todo, es resguardar la condición de persona.
Una vez más, aunque este resumen no refleje la diversidad y la sutileza de las lecturas ofrecidas en “Narrar lo indecible,” cabe destacar la función ontológica que se atribuye a la comunicación. Bauby y otros muestran que, frente a individuos con LIS, hay quienes reaccionan como si la ausencia de comunicación inmediata significara “que allí no hay nadie” (28). Con un libro entero, Bauby los desmiente y contradice actitudes y creencias negativas sobre el valor de vivir con enfermedad, trauma o discapacidad. Esta observación, que se deriva del contenido del relato, corresponde al mensaje que transmite la forma. Bauby tuvo que rehacer su identidad tras la quiebra extrema de la continuidad vital y narrativa que suele asociarse con el diario íntimo. Por eso, si bien la estructura fragmentaria de su libro refleja el motivo existencial y narrativo de la “interrupción biográfica” (46), el personaje que articula el relato es fundamentalmente “el antiguo Bauby” (45)5.
La conciencia negada
En una tesis doctoral inédita de 2012 sobre la “conciencia negada”, Henry Stewart ha examinado los libros de Bauby, Tavalaro y Vigand (48). Que sepamos, es hasta hoy el único trabajo que compara narraciones del LIS. La expresión “conciencia negada” se refiere al hecho de que, tras el ACV, se pensó que los pacientes carecían de conciencia –una situación que, como vimos, duró seis años en el caso de Tavalaro.
Tras el momento de “reconocimiento” que ya presentamos, Julia aprendió a comunicarse utilizando un ordenador y a usar movimientos de la cabeza para dirigir su silla de ruedas. En 1987 comenzó a participar en talleres literarios y a escribir poesía; redactó Look Up For Yes en colaboración con el poeta Richard Tayson6. Philippe Vigand, nacido en 1958, quedó “enclaustrado” tras sufrir un ACV en 1990, a los 32 años. Actualmente vive en su casa y se comunica por medio de un ordenador o del parpadeo. Cuando sufrió el ACV, ya tenía dos hijas pequeñas; otro hijo nació en 1992. Su relato Jodido silencio fue publicado en francés en 1997, el mismo año que los de Bauby y Tavalaro, y consta de dos partes: una escrita por él y la otra por su esposa Stéphane (29). Desde entonces ha publicado otros tres libros.
El propósito de Stewart es identificar elementos comunes a los relatos, implantar las narraciones sobre la conciencia negada en el campo de los estudios literarios y los “estudios sobre la discapacidad” (disability studies) y usarlas en la enseñanza, ampliando así el “canon [literario] de la discapacidad” (50). Al diferencia de los autores de “Narrar lo indecible,” que prestan mucha atención a elementos formales, Stewart se centra casi exclusivamente en los contenidos. Menciona la importancia de entender el método de composición de los relatos – los autores los crearon mentalmente parte por parte, memorizándolos y luego dictándolos pestañeando – pero no lo relaciona con el producto final.
El elemento común más potente que Stewart encuentra en los tres relatos es el urgente deseo de comunicar. Para los pacientes, lo más aterrador al salir del coma es darse cuenta de que ya no pueden hacerlo; sobreponerse al obstáculo se vuelve la principal motivación de la persona “enclaustrada,” y las dificultades que supone son la más constante fuente de ansiedad y frustración. Stewart observa que los tres autores describen embelesadamente el primer instante de comunicación tras el coma y muestran enorme agradecimiento hacia quienes les permiten comunicarse. Recuperar la relación es esencial, no solo por razones prácticas, sino también existenciales. Comunicarse permite rescatar la identidad y afirmarse como persona – inmóvil e inexpresiva, pero no por ello menos dotada de individualidad e identidad personal. Los tres autores, dice Stewart, no desean meramente declararse humanos, sino hacer saber que son los mismos que antes y que, aunque estén gravísimamente dañados, su identidad y su carácter de persona permanecen.
Cuerpo, identidad, relación social
Desde finales del siglo XVII, la filosofía occidental considera que la conciencia de sí es el criterio decisivo para definir a la persona. Por eso, contrariamente a lo que ocurre con los individuos en estado vegetativo, nunca existe ninguna duda de que quienes padecen LIS son personas. Sin embargo, los relatos ilustran que, desde el punto de vista de la vivencia y de las condiciones empíricas del ser-persona, el individuo “enclaustrado” no se reduce a una mente ágil prisionera en un cuerpo inerte. Aunque coexista con el predominio de la interioridad y de la vida mental, y aunque no pueda manifestarse por las vías usuales de la interacción, la relación resulta esencial. Stewart (48) cita a Tavalaro, quien, no sin humor, describe su transformación “de una belleza espectacular que no podía alejar a los hombres a una mujer que, aunque adentro sigue siendo la misma persona, no conseguiría que un hombre la abrace por más que lo intente” (12). Este nostálgico comentario ilustra la necesidad de conciliar la persona interior con nuevas y dramáticas limitaciones y con un radical empobrecimiento de la experiencia corporal.
Al mismo tiempo, como nota Stewart, el cuerpo es lo primero que se impone en los relatos (48). Los narradores anhelan sobreponerse a cuerpos que sufren o pueden hallarse en situaciones aparentemente anodinas, pero martirizantes (párpados que se pegan, una mosca sobre la nariz). Tavalaro habla de su cuerpo como de “un fantasma, recuerdo de un movimiento otrora fácil, hoy imposible” (citado en 48). Otros relatos indican el sufrimiento que implica no poder tocar a los seres queridos –un drama cuya hondura transmiten algunos relatos con la lúcida sobriedad de un “no podré besarles nunca más” (51). Esos cuerpos disminuídos, incapaces de ir hacia el prójimo, no dejan de ser los cuerpos de las personas “enclaustradas,” quienes narran el doloroso momento de descubrir su nuevo aspecto en un espejo o en la mirada de los otros.
Los análisis narrativos que acabamos de resumir revelan dos elementos pertinentes para elaborar una fenomenología del LIS, ahondar cuestiones de antropología filosófica o contribuir a la calidad de vida y el cuidado de los individuos afectados: la vivencia, por parte de los individuos “enclaustrados,” de un sentimiento de continuidad de la identidad personal y del ser-persona; el papel de lo relacional en la experiencia del yo y en el valor del estar-vivo. La comunicación y la presencia del otro pueden no ser esenciales para el concepto metafísico de persona, pero sí parecen constitutivos de su efectuación empírica.
A partir de esa situación, la filósofa Miriam Kyselo ha cuestionado las conclusiones de Dudzinski. Según Dudzinski, el caso de Bauby muestra que una alteración radical del cuerpo transforma la identidad de la persona y genera dos identidades, una antes y otra después del LIS (41). Partiendo del punto de vista “enactivo” en las ciencias cognitivas, Kyselo piensa en cambio que la “alienación” que Bauby siente no resulta de la transformación del cuerpo en sí, sino de cambios en su relación con otras personas (52). El cuerpo discapacitado atañe al yo indirectamente, en la medida en que afecta a la capacidad de relacionarse con el entorno y altera la interacción social. Por eso, según el “enactivismo,” la autonomía no es una propiedad puramente personal, sino que depende de procesos comunicativos que tienen lugar en un medio social (52). De manera similar, y prestando particular atención a las relaciones entre el paciente y su entorno humano y no-humano, un análisis “constructivista” realza los dispositivos que permiten que el paciente sea reconocido “como una conciencia viva atrapada en un cuerpo” (53). Desde esta perspectiva, el sujeto moral y autónomo no parece constituirse “como una relación de identidad de uno mismo con su pensamiento”, sino como el “efecto” de frágiles relaciones entre personas y entre personas y máquinas (53).
El enfoque constructivista busca desarrollar una forma post-humanista de teoría social, y el enactivista elegir la mejor teoría sobre la relación entre mente y cuerpo (54). Sin embargo, no por servirse del LIS como caso de prueba teórico estos enfoques carecen de valor para la fenomenología del síndrome. Por ejemplo, la tesis de Kyselo según la cual el LIS es una “lesión social” (55), así como la descripción del papel de los mecanismos intersubjetivos y los dispositivos tecnológicos en la estructuración de la vivencia de la persona discapacitada, ofrecen pistas interesantes, dirigiendo nuestra atención hacia el papel de los procesos relacionales e interactivos en la constitución y mantenimiento de la identidad personal y la autonomía individual.
De un modo general, hay dos maneras principales de desarrollar una relación entre la filosofía y circunstancias vitales como el LIS. Por un lado, se puede “interpretar” el LIS para ilustrar o poner a prueba teorías filosóficas. Y, por el otro, se puede partir de las condiciones empíricas del LIS para informar la teoría. Las lecturas enactivista y constructivista que resumimos se inclinan por lo primero; Marie-Christine Nizzi y cols., que oponen la mirada “desde el sillón” (del filósofo) al punto de vista “desde la silla de ruedas” (56), por lo segundo7. Por supuesto, la oposición no es completa, ya que, aunque los planteamientos y resultados den más o menos peso a una u otra perspectiva, siempre habrá una interacción entre las dos.
Identidad personal y calidad de vida
Aunque los relatos de los pacientes y las encuestas sobre calidad de vida nos informan sobre la vivencia de las personas que padecen LIS, existe un desfase entre las concepciones de las personas sanas y los profesionales de la salud, por un lado, y la percepción de los pacientes por otro. Al igual que en los trastornos de la conciencia, de los que se suele decir que son “peor que la muerte” (57–60), se tiende a minusvalorar la vida en situación de LIS, de manera que las personas sanas dicen que no querrían vivir si se encontraran “enclaustrados” (56). Los afectados, en cambio, expresan un bienestar subjetivo y una calidad de vida significativa, presentando además bajas tasas de depresión, pensamientos suicidas y escasas solicitudes de eutanasia y órdenes de no-resucitación (1, 61–66).
Encuestas con personas “enclaustradas” sugieren que los factores cruciales para el mantenimiento de la calidad de vida en estos casos son el apoyo social, una cierta medida de control percibido sobre el mundo cotidiano y, como ya hemos señalado, la comunicación. De hecho, las relaciones interpersonales positivas y la posibilidad de comunicarse contribuyen en estos casos a dar sentido a la existencia y al deseo de prolongarla (67–70). Por casos de personas que padecen ELA sabemos, sin embargo, que esos factores no bastan para querer mantenerse con vida: el británico Tony Nicklinson, ya en LIS, se dejó morir tras perder una última batalla por el suicidio asistido en los tribunales (71); en España, donde la eutanasia se considera un homicidio y la ayuda necesaria al suicidio está castigada por el Código Penal, fracasó igualmente la petición de Luis de Marcos para legalizar la eutanasia (murió en 2017 tras una década con ELA), mientras que José Antonio Arrabal decidió suicidarse antes de perder el resto de movimiento que le quedaba en una mano (72)8.
Los estudios sobre calidad de vida arrojan indirectamente alguna luz sobre la fenomenología del LIS, pero prácticamente no hay trabajos que se centren específicamente en estos aspectos. Existen estudios basados en testimonios y entrevistas con personas que padecen otras afecciones neurológicas: lesión de la médula espinal, parálisis y desaferenciación sensorial (74). Se suele pensar que el sentimiento de pérdida de la identidad personal es lo usual entre estas personas. Sin embargo, las encuestas con los pacientes revelan que suelen sentir pérdida y discontinuidad en lo que respecta a la dimensión pública del yo, pero continuidad en cuanto a la dimensión interior (75, 76).
El único estudio que trata directamente de cuestiones afines en el LIS, el de Nizzi y cols. (56), utilizó un cuestionario cerrado para indagar cómo los individuos “enclaustrados” integran los cambios corporales en la experiencia de su identidad personal, así como en la representación corporal y el significado de la vida. Los resultados muestran que la mayor parte de quienes respondieron dijeron sentirse esencialmente las mismas personas que antes de padecer LIS. No obstante, sólo quienes decían aceptar su “nuevo cuerpo” también decían sentirse los mismos, mientras que un sentimiento de discontinuidad dominaba en quienes lo rechazaban.
Al precisar ciertas condiciones (en este caso, sobre todo psicológicas) involucradas en el sentido de continuidad y discontinuidad del yo, el trabajo de Nizzi y sus colaboradores matiza los análisis narrativos y filosóficos: el ACV que conduce al LIS constituye una dramática “interrupción biográfica” y altera completamente las posibilidades de acción a partir del cuerpo (56). Sin embargo, esto no nos dice cómo cambia la percepción de la propia identidad. En qué medida un individuo disocia el ser del cuerpo o en qué sentido el LIS es una “lesión social” depende de combinaciones de factores empíricos que todavía deben investigarse.
El LIS en la neuroética y la bioética médica
Como hemos visto, la presencia de conciencia es una característica clave del LIS. Dado que las personas “enclaustradas” poseen sus facultades cognitivas y su capacidad de decisión voluntaria, con ellas no se plantean los problemas éticos y administrativos habituales en casos de estado vegetativo y de mínima conciencia. Al contrario de lo que ocurre con individuos que padecen trastornos de la conciencia, y siempre y cuando dispongan de instrumentos de comunicación, las personas en LIS entienden explicaciones, pueden informar sobre su calidad de vida, dar su opinión, expresar sus preferencias y deseos y ocuparse de cuestionas relativas al consentimiento informado. Por eso, y más allá de hacer todo lo posible para mejorar su calidad de vida, y combatir los estereotipos, prejuicios y prácticas nocivas que detallan los relatos autobiográficos, las obligaciones éticas hacia quienes padecen LIS radican en proporcionarles las circunstancias e instrumentos que les permitan ejercer el derecho a la autonomía, ya que ésta forma parte de la definición normativa de la persona reconocida por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas. Esto, evidentemente, ya es mucho. Sin embargo, también tiene como consecuencia que (tal vez porque resulta obvio que las personas “enclaustradas” son personas), la bioética y la neuroética prácticamente no se ocupan del LIS y, cuando lo hacen, consideran implícitamente que no plantea interrogantes particulares. Al mismo tiempo, y como en otros contextos que esbozamos aquí, ambas disciplinas pueden aportar pistas interesantes para una fenomenología del síndrome de cautiverio y sobre todo –precisamente por lo poco que se ocupan del LIS– plantearse su posible significación filosófica y antropológica.
Si consideramos los más importantes libros sobre neuroética de autores individuales, constatamos que el LIS no aparece en el de Neil Levy (77) y que el de Eric Racine (78) lo menciona meramente como un estado neurológico que puede confundirse con los trastornos de la conciencia. Waltor Glannon, en cambio, se refiere a LIS en el marco de cuestiones relacionadas a la condición de persona: “Aunque conserven funciones subcorticales y del tronco cerebral, las personas dejan de existir [como personas] cuando han perdido de manera permanente las funciones corticales integradas. Pueden sobrevivir como organismos humanos, pero no como individuos susceptibles de beneficiarse de o ser dañados por acciones o incidentes que afecten a su cuerpo en ese estado. Algunas sobreviven como personas, pero, dada la discontinuidad entre los estados mentales de antes y después del daño cerebral que sufrieron, no como las mismas personas. Quienes, tras sufrir daño cerebral, se mantienen en vida con su identidad intacta pueden verse damnificados por discapacidades físicas o cognitivas, así como por la conciencia de lo que han perdido” (79).
En lo que atañe a la cualidad de persona, pues, existe una diferencia fundamental entre el LIS y los trastornos de la conciencia. Mientras que los pacientes en estado vegetativo permanente “no existen más como personas” y los pacientes en estado de mínima conciencia parecen carecer de “la capacidad cognitiva necesaria para evaluar adecuadamente las razones a favor y en contra de tratamientos de soporte vital”, las personas en LIS no padecen deterioro cognitivo (79). Pueden juzgar su situación y tomar decisiones de maneras muy diferentes –pero juzgan y deciden con la autonomía y la conciencia de sí que, de manera general en la bioética y la neuroética, se consideran inherentes al hecho de ser persona (80). De ahí el deber moral, universalmente reconocido, de hacer todo lo posible para permitirles comunicarse.
Un reciente volumen colectivo, Neuroethics: Anticipating the Future, se refiere al LIS solamente en la habitual presentación de los trastornos de la conciencia (81); y lo mismo vale para los capítulos de A. Owen y de C. Chatelle y S. Laureys en el Oxford Handbook of Neuroethics (82). En el igualmente reciente Debates About Neuroethics se recuerda que el LIS no es uno de esos trastornos (83); también en el Routledge Companion to Bioethics se subraya la importancia del diagnóstico diferencial para evitar la confusión entre el LIS y el estado vegetativo (84). Observaciones de más peso atañen a los obstáculos con los que se enfrentan las personas con capacidades cognitivas normales, pero posibilidades comunicativas severamente disminuidas, en el procedimiento del consentimiento informado, así como la necesidad –en casos de LIS clásico e incompleto– de ir más allá de preguntas y respuestas dicotómicas. El LIS total, estima Klein, “plantea un problema diferente. La capacidad de comunicarse es tan esencial para ejercer la autonomía individual y para la calidad de vida que sería razonable que los representantes del paciente pudieran autorizar intervenciones (como por ejemplo implantes) destinadas a restablecer la capacidad comunicativa, aún cuando impliquen riesgos importantes” (85). Como se decía en un volumen pionero de la neuroética, “cuesta poner objeciones” a cualquier intento de dar a personas “enclaustradas” la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior (86).
Otro libro colectivo, Neuroethics in Practice, incluye el LIS en su presentación de los trastornos de la conciencia (87) y en un capítulo sobre interfaces neuronales implantables. Dado que el problema fundamental para las personas “enclaustradas” es su capacidad limitada o inexistente para comunicarse, la dificultad para tomar decisiones médicas reside en asegurarse de que el consentimiento es “verdaderamente informado”. La situación de los individuos con un LIS total es especial, ya que, para eliminar la necesidad de un intermediador, este intermediador, que representa al enfermo, debe primero autorizar la operación (por ejemplo, para colocar un implante neuronal) destinada a que su intermediación deje de hacer falta (88). Por complejas que sean, estas circunstancias no afectan la condición de persona de los pacientes.
En el importante Handbook of Neuroethics de Springer se recuerda que las personas en LIS aseguran tener una buena calidad de vida y se las describe como un grupo de control útil para la investigación y la evaluación clínica de pacientes que no responden, conjunto más amplio que abarca a los trastornos de la conciencia (89). El mismo volumen incluye un examen más sustancioso de las implicaciones éticas de los interfaces cerebro-máquina y cerebro-ordenador para comunicarse en estados de parálisis total en relación con el consentimiento informado, las instrucciones previas (“testamento vital”) y la calidad de vida (90). Como las instrucciones previas suelen haber sido redactadas mucho antes de las circunstancias en la que se consultan, y como está demostrado que los pacientes evalúan su propia situación más favorablemente que los profesionales de la salud, existe el riesgo de que, en el momento en que deban aplicarse, las instrucciones ya no correspondan a sus deseos. Puede imponerse desatender peticiones de limitar los tratamientos, por lo menos hasta que no se haya verificado a fondo el estado de conciencia del paciente y realizado todos los intentos de comunicarse con él o ella. Estas cuestiones no pertenecen exclusivamente al LIS total, sino a todos los casos de parálisis total sin medios motores o verbales de comunicación; solo recientemente se ha tematizado en detalle el imperativo de poner interfaces cerebro-ordenador a disposición de personas con LIS total (91).
El examen más completo del LIS desde el punto de vista bioético se encuentra en dos artículos del neurólogo James L. Bernat. En 1990, Bernat consideró el LIS a partir de un caso en el que participó como médico tratante y asesor ético. Las condiciones específicas del LIS, explicaba entonces, son la dificultad de comunicación, el hecho de que el paciente pueda sentir dolor sin poder informar de ello, que las personas “enclaustradas” no puedan actuar sobre su entorno de manera eficaz y que se las pueda diagnosticar equivocadamente como careciendo de conciencia (92). Bernat argumenta que, en la medida en que el LIS preserva las funciones intelectuales, hay que aplicar en su caso los mismos criterios y procedimientos de toma de decisiones que con otros pacientes conscientes. Dadas las dificultades para comunicarse, puede ser difícil valorar la calidad del consentimiento. Sin embargo, si se obtiene un nivel adecuado de comunicación y el paciente no padece depresión, el deseo de morir o no aceptar tratamientos debe considerarse como una “decisión racional” (92). De hecho, en 1987 los tribunales estadounidenses permitieron que dos personas en LIS rehusaran tratamientos de soporte vital, lo que confirmó “la importancia primordial de los derechos de los pacientes (mentalmente) competentes a aceptar o rechazar tratamientos” (92).
Bernat ha escrito un nuevo artículo sobre el LIS en 2017 (93). En líneas generales, su análisis no cambia con respecto a 1990, pero tiene en cuenta los estudios sobre calidad de vida realizados entretanto. La mejora de ésta se debe en gran medida al desarrollo de tecnologías de comunicación asistida y aumentativa, ya que, como observa Bernat, la imposibilidad de comunicarse adecuadamente es la principal fuente de sufrimiento de los pacientes, de manera que la capacidad comunicativa tiene un enorme impacto positivo. Pero tener en cuenta la opinión de los pacientes para tomar decisiones médicas exige ir más allá de preguntas y respuestas dicotómicas. Bernat destaca la relación entre las decisiones de los pacientes y la percepción que tienen de sus circunstancias, y realza la importancia de evitar prejuicios informando a los profesionales de la salud de lo que las personas “enclaustradas” opinan sobre su calidad de vida (93).
Algunas sugerencias para terminar
Avanzar hacia una fenomenología sistemática del LIS supone trabajar en diversos ámbitos y mantener la pluralidad metodológica e interpretativa, así como utilizar y cotejar enfoques y resultados de una manera ecléctica y pragmática.
Las narraciones de la aflicción
A la vista de lo expuesto y de estudios sobre otras enfermedades, los relatos surgen como un medio fundamental de investigación. Queda pendiente analizarlos individualmente y compararlos entre ellos, así como emprender comparaciones interculturales9. Servirse de textos autobiográficos para sustentar la comprensión fenomenológica del LIS implica integrarlos en el campo ya extenso de la narraciones de la aflicción y tratarlos según los principios del análisis narrativo, reconocido como uno de los principales métodos de la investigación cualitativa en ciencias humanas (95). La lectura procede inductivamente, en un espíritu próximo al del enfoque conocido como “muestreo teórico” (grounded theory) y siguiendo las etapas que describen por ejemplo Råheim y Håland (96).
La fase inicial consiste en lecturas repetidas, destinadas a desarrollar impresiones generales y lograr una aprehensión de elementos básicos de fondo y forma. Por muy “ingenua” que pretenda ser, esta fase estará inevitablemente informada por la mirada fenomenológica y por trabajos sobre las funciones, la tipología, los contextos y el análisis de narrativas en casos de otras enfermedades crónicas y neurológicas (74, 97, 98). En un segundo paso se identifican en las memorias individuales temas y subtemas (por ejemplo, las emociones, la comunicación, las relaciones, el sentido del yo y las sensaciones corporales, las circunstancias médicas, los desafíos materiales, etc.). La tercera etapa del análisis compara los relatos según las tematizaciones obtenidas. La cuarta procura articular los temas en categorías más amplias (por ejemplo, la “interrupción biográfica” o “el sentido de la comunicación”). Y la quinta y última fase desarrolla una visión de conjunto sobre la experiencia de las personas “enclaustradas”.
En todos los casos, es fundamental preguntarse de quién hablan los relatos de la aflicción. En una primera aproximación, de quienes firman los textos y dicen yo. Sin embargo, aunque el narrador sea en primera persona (“intradiegético”, como lo llama la crítica literaria) y se identifique al protagonista (un “narrador-protagonista”), es un personaje de la obra, y, por tanto, necesariamente diferente del autor. Estas distinciones sugieren los límites del relato de aflicción como fuente para la fenomenología. Zaner tiene razón cuando apunta que un encuentro con Bauby o Joe Bonham sería decididamente distinto de leer sobre ellos (39). Por eso, hay que combinar el análisis de los relatos con los resultados obtenidos gracias a otros procedimientos empíricos: por un lado, entrevistas y cuestionarios, y, por el otro, observaciones “de campo” de prácticas corporales e intersubjetivas. No olvidemos que los narradores del LIS son la minoría de una minoría; su vivencia no puede generalizarse sin precaución. Incluso, como vimos y es de esperar, un lector no llegará necesariamente a las mismas conclusiones que otro: mientras Stewart ve en Bauby una afirmación de la continuidad de la unidad cuerpo-identidad, Dudzinski recalca su desintegración y la ruptura entre la identidad y el cuerpo.
Más allá de las encuestas
La importante investigación dirigida por Marie-Christine Nizzi, hasta ahora única en su género, usó una escala de Likert para obtener información sobre cómo individuos en LIS perciben su identidad personal, su cuerpo y el sentido de la vida. Las afirmaciones sobre las que se solicitaba su opinión (de totalmente de acuerdo a totalmente en desacuerdo) se distribuían en tres áreas: El ACV y mi identidad, Mi cuerpo y yo, Mi vida y yo. Los resultados muestran que el cuerpo paralizado no pierde significado como elemento constitutivo de la identidad personal y que los pacientes tienen una gran capacidad de adaptarse a cambios objetivos a los que pueden dar sentido (56). Sería deseable replicar este estudio, que se realizó en Francia, en otros ámbitos lingüísticos y nacionales.
En este marco, será esencial distinguir las personas que entran en LIS gradualmente como consecuencia en particular de la ELA y aquéllas que lo hacen súbitamente como resultado de un accidente cerebrovascular. Que sepamos, no existe ningún trabajo empírico sobre calidad de vida u otros aspectos no-clínicos que haya comparado estos dos grupos. Es, sin embargo, razonable pensar que existen disimilitudes significativas en la experiencia de la enfermedad: la “interrupción biográfica” no opera de la misma manera en una enfermedad progresiva que en un estado que sobreviene súbitamente; y, más allá de las diferencias entre individuos, es verosímil que la etiología condicione las “trayectorias de la enfermedad” (99). Para la persona “enclaustrada” existe una clara “hora cero,” como Carballo llama al momento de su ACV (27), seguido de la toma de conciencia de una situación irreversible. En cambio, el banquero Francisco Luzón, que padece ELA y ha establecido una fundación para investigar la dolencia, cuenta cómo problemas de vocalización le llevaron a examinarse y cómo cuando recibió el diagnóstico, tras meses de pruebas, ni se estremeció ni se hundió porque la noticia no le llegó de repente (51). Como escribió el historiador Tony Judt (1948-2010), que todavía podía hablar cuando dictó los textos que componen la hermosa crónica El refugio de la memoria, el individuo con ELA “tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con unas incomodidades mínimas el catastrófico avance de su propio deterioro” (100). “En la práctica,” decía, “la ELA constituye una prisión progresiva sin fianza” (100).
Acercarse a la “densidad” fenomenológica de que carecen las encuestas requiere utilizar, además del análisis de los relatos, metodologías cualitativas de tipo “etnográfico” basadas en entrevistas con las personas afectadas y sus cuidadores y allegados, y, si es posible, realizar observaciones in situ de las dinámicas interpersonales, con particular atención a los modos somáticos de atención y los procesos comunicativos. Es probable que de esta manera (complementándola con cuestionarios dirigidos a cuidadores y allegados) se puedan entender las razones del sesgo por auto-selección que se observa en las encuestas. Típico de ese efecto es el estudio de Nizzi y cols. (56): se devolvieron solamente 53 de los 168 cuestionarios distribuidos, lo que representa una tasa de respuesta del 32% (nueve cuestionarios adicionales se desecharon por estar incompletos). ¿Porqué no responde, y qué piensa y siente, la mayoría silenciosa?
La comparación intercultural
La comparación intercultural debe complementar el análisis narrativo y el enfoque etnográfico. Como no hay investigaciones previas sobre este tema y con estos materiales, solamente podemos conjeturar. Por ejemplo, podemos imaginar que, en relación con la subjetividad, la corporalidad y la fenomenología del yo, las narrativas occidentales se estructuren implícita o explícitamente según dicotomías como mente-cuerpo, yo-el otro o Leib-Körper, mientras que las japonesas reflejen ciertas nociones o pautas propias de la cultura japonesa como el énfasis en la totalidad y la unidad del todo y las partes (incluyendo individuo-familia-sociedad), la comprensión de la mente (kokoro) como unidad de lo afectivo, lo sensitivo y lo racional, la percepción del cuerpo como totalidad (mi) o la unidad cuerpo-mente (shinshin ichinyo) (101–103). La existencia de una tradición específicamente japonesa de narraciones de aflicción (tōbyōki o “relato de una lucha con la enfermedad;” (104, 105) y el debate japonés sobre la muerte cerebral (106) apuntan a la importancia de esas dimensiones culturales, que tal vez se manifiesten de algún modo en los relatos, las actitudes y las dinámicas interpersonales.
Bioética y filosofía
También hemos visto que la bioética médica apenas se ocupa del LIS y hemos interpretado esa situación como un reflejo del predominio de la conciencia y la autonomía como criterios para definir la persona y las obligaciones morales hacia los enfermos. Contrariamente a lo que ocurre en relación con pacientes en estado vegetativo o de mínima respuesta, la condición de persona no se cuestiona en los individuos “enclaustrados”. Sin embargo, la fenomenología del LIS podría servir para interrogar las nociones dominantes. Los juicios sobre la condición de persona suponen respuestas a preguntas sobre la articulación de lo mental, lo corporal y lo relacional: ¿Qué funciones son necesarias o suficientes para ser persona? ¿Cuándo empieza un organismo a ser persona y cuándo deja de serlo? ¿Qué elementos son constitutivos de la conciencia de sí y de la impresión de continuidad personal? ¿En qué medida la cualidad de ser persona y la conciencia de sí dependen de relaciones interindividuales y de la colectividad? A través de dichas preguntas, la definición de la persona está vinculada a conceptos, prácticas y obligaciones que son objeto de debate público, orientan el quehacer médico y las políticas de salud pública, impulsan la legislación e influyen en la elección de los temas de investigación en diversas áreas de las ciencias biomédicas y las ciencias humanas.
La situación existencial del LIS no es ajena a las respuestas que se puedan dar a esas preguntas. Más arriba hemos sugerido que, si bien la conciencia de sí puede bastar para la definición normativa de la persona, la comunicación y la presencia del otro parecen constitutivos de su efectuación empírica. Tres son las grandes cuestiones tradicionales de la filosofía de la persona y de la identidad personal: la esencia (cuáles son los atributos necesarios y suficientes para ser persona); la individuación (qué distingue a una persona de otra); y la re-identificación (qué propiedades me hacen ser el mismo a pesar de mis cambios). Numerosas son las teorías que a lo largo de los siglos le han dado más o menos peso a criterios físicos o psicológicos. Paralelamente a la reflexión metafísica, el papel que desempeñan las dinámicas intersubjetivas y los dispositivos tecnológicos en la estructuración de la vivencia de la persona en LIS invitan a repensar esas cuestiones dándole más peso a los procesos relacionales e interactivos. En resumen, se trataría de invertir la perspectiva y preguntarse, no ya cómo “entra” el LIS en la bioética médica y en la teoría filosófica de la persona, sino, al revés, si y cómo puede el LIS ayudar a sopesar cuestiones controvertidas o incluso a modificar posiciones imperantes en esos campos. Para dar a esa posibilidad todo su alcance, habrá que ampliar la perspectiva y contemplar el LIS junto a otros estados que parecen cuestionar la condición de persona, como las demencias y los trastornos de la conciencia.
Existe, sin embargo, un ámbito en el que ya se dan las circunstancias que permiten abrir concretamente el debate: el de los derechos cívicos de las personas con LIS –y, más precisamente, el derecho a participar en la vida política del Estado a través del ejercicio del voto. Las decisiones opuestas a las que llegaron los tribunales españoles en dos casos son indicativas de los criterios que gobiernan la comprensión que se tiene de la persona y sus derechos. Así, mientras un paciente “enclaustrado” al que un ordenador bastaba para poder comunicarse recuperó sus derechos, otro paciente que dependía de un intermediador humano para descifrar y transmitir el mensaje que producía pestañeando no los pudo reconquistar (107). El sistema compuesto de un ser humano y de máquinas proporcionó la certeza de que el sujeto disponía de la autonomía supuesta necesaria para el ejercicio pleno de los derechos cívicos; por el contrario, el sistema hecho de dos seres humanos no convenció a los jueces, y al final, solo la máquina funcionó como prótesis comunicativa incapaz de traicionar la voluntad libre y genuina del sujeto. Una filósofa como Martha Nussbaum discreparía de la segunda decisión, ya que defiende que toda persona discapacitada, incluso las que sufren de profundos déficits intelectuales, tiene derecho a participar en todos los actos civiles y políticos de una nación, independientemente de que su sustituto legal la represente bien o mal (108). El tema, complejo y controvertido, atañe a la enorme problemática de las relaciones entre discapacidad y justicia. Estas breves observaciones no pretenden más que indicar un ámbito en el que el LIS puede ayudar a repensar los criterios que definen a la persona, especialmente en lo que se refiere a la autonomía y la conciencia de sí.
La fenomenología como recurso
A lo largo de este artículo se ha sugerido que la fenomenología puede ser un recurso muy valioso en diversos ámbitos prácticos y teóricos, desde el cuidado de los pacientes hasta la teoría filosófica de la persona, desde sensibilizar a lo que las personas enfermas consideran esencial para sus vidas hasta ayudar a repensar y dar “densidad” empírica a conceptos que parecen abstractos en su elaboración metafísica. A medio y largo plazo, cabe apoyar, pues, la propuesta de la filósofa Havi Carel de que la fenomenología sea también un recurso para los pacientes, una manera de colmar la brecha entre las dimensiones médicas y existenciales de la enfermedad tomando conciencia de la vivencia propia, del carácter pluridimensional de la afección y de cómo cambia la propia manera de ser-en-el-mundo (109). Por lo que se refiere al síndrome de cautiverio, también en este campo está casi todo por hacer10.