Introducción
Tras su descubrimiento en los años cincuenta, el uso de los neurolépticos se extendió rápidamente hasta hacerse imprescindible para tratar las psicosis (1). Pronto se hizo patente que existía un número de pacientes, hasta el 30%, cuyos síntomas psicóticos no mejoraban en absoluto con los neurolépticos convencionales (2), y ya en los años ochenta se llegó a una situación de impasse por la conciencia de esta falta de eficacia y la ausencia de nuevas líneas de investigación (3). El estudio “pivotal”1 de Kane et al. (4) puso fin a esta situación en 1988, y sirvió para comercializar de nuevo la clozapina, aprobada por la FDA en diciembre de 1989 con la indicación clínica para las Esquizofrenias Resistentes al Tratamiento (TRS). Todo ello marcó la aparición de nuevas moléculas, los antipsicóticos de segunda generación, con promesas de mayor efectividad y menores efectos adversos (5). Por su parte, la clozapina quedó encumbrada como el antipsicótico más eficaz, posición que sigue ocupando hoy en día en el imaginario de prescriptores e investigadores (6).
Hoy tiene lugar un debate sobre la eficacia y el balance riesgo/beneficio de los antipsicóticos (1,7–12), configurando una situación parecida a la de los años ochenta, en la que se reconoce la limitada eficacia de los antipsicóticos y la carga de sus efectos secundarios, sin que se intuyan fármacos innovadores. En resumen, asistimos a “un creciente escepticismo e incluso crítica desde fuera y dentro de la psiquiatría” (13).
Seguidamente analizaremos el caso de la clozapina, su historia, las pruebas de su eficacia y el estudio de Kane et al. para extraer conclusiones que puedan orientarnos en el manejo actual de la clínica de la esquizofrenia y proponer nuevas líneas de investigación. Al realizar este trabajo no se han revisado todos y cada uno de los estudios realizados sobre este fármaco por su enorme volumen, pero sí se han considerado los metaanálisis más recientes que han expurgado ese corpus de investigación.
Breve reseña histórica de la clozapina
Descubierta en los años sesenta, la clozapina se empezó a comercializar en 1972 en Suiza y Austria, y posteriormente en otros países (en España lo hizo en 1975), publicitándose como un nuevo tipo de neuroléptico con beneficios significativos, rápidos efectos sedativos y menor frecuencia de sintomatología extrapiramidal y discinesias tardías (14). En 1975 se comunicaron varios fallecimientos por agranulocitosis en Finlandia en un breve periodo de tiempo (15). A pesar de los esfuerzos del fabricante —Sandoz—, que apuntó otras posibles causas intercurrentes en la epidemia finlandesa (14) y señaló riesgos similares en otros neurolépticos tricíclicos (recomendando para todos ellos recuentos leucocitarios y monitorización de temperatura corporal e infecciones en las primeras 18 semanas (16)), la clozapina fue retirada del mercado en Europa y se suspendieron los ensayos en curso en otros países.
Trece años después, cuando resultaban evidentes los límites de la efectividad de los neurolépticos clásicos y sin nuevas líneas de investigación para desarrollar nuevos antipsicóticos, el fabricante y la FDA testaron la clozapina en pacientes con TRS, considerando que el riesgo/beneficio era asumible en estos casos (3). Los resultados del estudio de Kane et al. (4) fueron muy favorables a la clozapina respecto a la clorpromazina, 30% y 4% de respuesta, respectivamente (DME de −0.882), lo que permitió la aprobación de su indicación para las TRS. Estos resultados son la base principal de la unanimidad que goza hoy en día la idea de la superioridad de la clozapina sobre otros antipsicóticos (17).
El prestigio de la clozapina creció, proponiéndose para otros pacientes, en particular en las depresiones psicóticas resistentes a neurolépticos clásicos, anti-depresivos y terapia electroconvulsiva —TEC-(3). En diciembre de 2002, la FDA aprobó su indicación en pacientes esquizofrénicos con tendencias suicidas, partiendo de datos obtenidos en estudios naturalísticos en espejo (3,18) y el estudio a ciego simple InterSePT (19), que se considera el estudio “pivotal”. También se ha señalado su efectividad en el tratamiento de esquizofrenias y otras condiciones psiquiátricas con riesgo de paso al acto heteroagresivo, así como en pacientes con comorbilidad de abuso de sustancias (20,21). Actualmente no es extraño su uso, al igual que otros antipsicóticos, en niños y adolescentes, frecuentemente off-label (fuera de indicación) (22).
Precursor de los antipsicóticos de segunda generación (17), la clozapina se considera el “patrón oro” en el tratamiento de las TRS (23,24), y como tal aparece en los más prestigiosos algoritmos y guías clínicas (25,26). Se defiende como criterio de calidad en la asistencia de la esquizofrenia cierto porcentaje de prescripción de la clozapina (27), que algunos estiman “de forma conservadora” entre un 35 y un 40% (24). Puesto que esta proporción no corresponde a la práctica habitual, se da por hecho su infrautilización (28,29) y se estima un retraso en su prescripción a pacientes “elegibles” desde cuatro hasta diez o doce años (6,30). En consecuencia, se impulsan estrategias para aumentar su prescripción en una fase precoz del trastorno, arguyendo que sus riesgos y efectos adversos pueden manejarse satisfactoriamente mediante una monitorización estrecha (24).
Aunque es cierto que nuevos estudios y metaanálisis reprodujeron datos favorables a la clozapina tanto en esquizofrenias ordinarias como en las TRS (31–34), ninguno consiguió replicar el tamaño del efecto “espectacular, impresionante” (17,35) del estudio de Kane et al., y las diferencias se fueron difuminando hasta prácticamente desaparecer en las últimas revisiones y metaanálisis (17,23,36,37).
Algunos reconocen que los resultados de los estudios comparativos más antiguos ante la clorpromazina, en especial el de Kane et al., con una DME de −0.88 (4), lastran los metaanálisis más recientes en favor de la clozapina (17,34) mediante un efecto cohorte producido por estudios previos a 1990, cuando cambia significativamente la calidad de los estudios psicofarmacológicos (17).
Seguidamente presentaremos los resultados de los principales estudios, deteniéndonos en los tres metaanálisis y revisiones bibliográficas publicados en 2016 (17,26,37), para luego revisitar el estudio de Kane et al. (4).
Lo que indica la evaluación de resultados
a) Clozapina y estudios ciegos
Lo primero que llama la atención en los estudios controlados y aleatorizados (ECAs) es la dificultad de que el uso de la clozapina no sea visible a investigadores y usuarios (17,23,37–39).
En los primeros años del siglo XXI, se realizaron varios estudios multicéntricos de financiación pública para estudiar el cambio de un antipsicótico por otro en no respondedores a antipsicóticos de segunda generación. Debido a la necesidad de monitorizar posibles efectos adversos graves, como agranulocitosis y miocarditis, la de la clozapina fue la única rama abierta del CATIE 2E (39). La clozapina, percibida por los clínicos como “el último cartucho”, fue administrada bajo un contacto muy estrecho e intenso con el equipo, por ello estos resultados favorables se presentan con cautela (39). El CUtLASS 2 se diseñó como un ensayo “pragmático y abierto”, ciego para el evaluador. En este estudio, los pacientes de la rama de la clozapina requirieron hospitalización (40).
Se reconoce que los ensayos abiertos no ciegos facilitan sistemáticamente mejores resultados para la clozapina (17). Lo mismo sucede en otros estudios comparativos entre antipsicóticos en los que los estudios no ciegos, observacionales, en espejo u otros son más favorables al antipsicótico comparado (41,42). En el caso de la clozapina, para realizar un estudio ciego se requiere monitorizar con la misma intensidad todas las ramas del ensayo, pero tampoco esto resulta suficiente debido a sus peculiares efectos secundarios, sedación y sialorrea, que hacen fácilmente identificables a los sujetos bajo sus efectos (23,39).
En lo que se refiere a su superioridad en el tratamiento de pacientes esquizofrénicos con tendencias suicidas, el grueso de los estudios son no ciegos (43), y lo mismo ocurre en los referentes a la heteroagresividad, donde se añade la dificultad metodológica para definirla (44).
b) Acerca del tamaño del efecto y su significación clínica
Cuando los resultados son favorables a la clozapina, sean estudios ECA o no ciegos, el tamaño del efecto es muy discreto, desde cualquier punto de vista, cuantitativo o cualitativo.
Wahlbeck et al. (31) encontraron mejorías de 6 puntos en la escala BPRS (Brief Psychiatric Rating Scale). En este estudio, menos de una tercera parte de los pacientes con TRS obtuvieron una disminución del 20% o más en las puntuaciones BPRS o PANSS (The Positive and Negative Syndrome Scale). Por otra parte, no encontraron pruebas de una mejora funcional, como recibir el alta o mejorar la capacidad para el trabajo.
El estudio de coste-efectividad respecto a antipsicóticos de primera generación de Essock et al. (32) encontró superior a la clozapina en unas pocas medidas de resultados, mientras que en la mayoría, incluyendo la sintomatología, no hubo diferencias significativas. La mayor ventaja de la clozapina según este estudio era que disminuía el riesgo de rehospitalización tras el alta.
Essali et al. (33) hallaron mejoría clínica con disminución en puntuación BPRS (NNT3=6), considerando como respuesta positiva una disminución del 20% en las escalas. No obstante, señalaron que la pequeña diferencia hallada es cuestionable (Essali et al., p. 22). Además, encontraron menos recaídas (NNT = 21) y una mayor aceptabilidad de la clozapina a largo plazo (NNT = 15).
Desde un punto de vista cualitativo, el CUtLASS 2 (40) encontró superior a la clozapina en cuanto a mejoría de los síntomas, pero no en la principal medida de resultados: la calidad de vida al cabo de un año de tratamiento.
Desde una perspectiva cuantitativa, el metaanálisis de Leucht et al. (34), que presume de romper el dogma de la igualdad en la efectividad de los antipsicóticos y que facilita un ranking encabezado por la clozapina, reconoce que la diferencia en el tamaño del efecto es pequeña (DME: 0,11—0,55; mediana: 0,24). La diferencia a favor de la clozapina desaparece en las comparaciones individuales con otros antipsicóticos de segunda generación. Los autores defienden, no obstante, la significación clínica de estas diferencias y el sentido de la jerarquía, dada la diferencia en el tamaño del efecto con el placebo, “de tamaño medio” (0,33—0,88; mediana: 0,44). En trabajos posteriores, niegan la relevancia de esta jerarquía, que además cambia ligeramente en las TRS, pasando la clozapina a tercera posición, tras la olanzapina y la ziprasidona (17), y la emplazan a resultados de investigaciones aún en desarrollo (30).
El metaanálisis de Siskind et al. (23) es el único de los publicados en 2016 que detecta superioridad de la clozapina en las TRS. Incluye estudios rechazados por el metaanálisis de Samara al ser no ciegos, como el de McEvoy (38). Encuentra superior a la clozapina solo en los estudios a corto plazo (menos de 3 meses), salvo en los comparativos directos con la risperidona, y a largo plazo (más de 3 meses) solo en los síntomas positivos, no en los negativos y los totales. Los ensayos definen la mejoría como la reducción de un 20% de la puntuación en las escalas, solo uno de ellos la contempla como una disminución del 30% en la puntuación BPRS. A corto plazo, el NNT es de 9 a favor de la clozapina, lo que los autores consideran medianamente bueno, y lo comparan con el NNT respecto a la sialorrea (NNT = 4) y la fiebre (NNT = 19).
c) Duración de los estudios
Invariablemente, y como ocurre en buena parte de investigaciones sobre los antipsicóticos, la duración de los ensayos es muy corta: seis semanas para Kane et al. (4); entre cuatro y doce semanas en Leucht et al. (34); 11 semanas de mediana en Samara et al. (17); 12 semanas en el CUtLASS 2 (40); etc. Es revelador que la revisión de Siskind et al. (23) distinga los estudios a corto plazo (menos de 3 meses), una mayoría, y a largo (3 meses o más).
d) Financiación de los estudios
Uno de los sesgos habituales en los ensayos clínicos es el del financiador, bien sea por no publicación, maquillaje de resultados o por utilizar dosis inadecuadas del comparador (45–47). En el caso de la clozapina, Siskind et al. distinguen tres fases: una inicial en la que el sesgo de financiación favorece a la clozapina (los primeros estudios comparativos con antipsicóticos de primera generación fueron financiados por su fabricante), otra posterior en la que no se detectan diferencias y la actual, en la que los resultados de los ensayos sin financiación farmacéutica son favorables a la clozapina, mientras que los comparativos con otros antipsicóticos de segunda gene-ración financiados por los fabricantes de estos últimos no lo son (23).
e) Año de publicación de los estudios
Ya se ha señalado el efecto cohorte detectado por el metaanálisis de Samara et al. (17) en los estudios más antiguos que comparan la clozapina con antipsicóticos de primera generación. Estos autores aluden a cambios sustanciales en la mejora de la calidad de los estudios ECA desarrollados en los años noventa (17), cuya repercusión se conoce en otras áreas de investigación de los antipsicóticos (48). El metaanálisis de Leucht et al. (41), que excluye esquizofrenias resistentes al tratamiento, halla el mismo efecto cohorte en los estudios más antiguos y fija una fecha como umbral, 1997, para realizar un análisis de metaregresión (34).
f) Cuando los resultados no son favorables
Cuando los resultados no son favorables o el tamaño del efecto no alcanza los resultados esperados, como en los tres metaanálisis publicados en 2016 (17,23,37), se citan profusamente los posibles motivos. Se apela a dosis demasiado pequeñas de clozapina junto con una inadecuada titulación, lo que resulta en una concentración plasmática insuficiente, sobre todo en los estudios financiados por el fabricante del antipsicótico de segunda generación comparador (17,23,37,39).
Otro tema central es el posible sesgo de muestra en la definición de las TRS, muy heterogéneo en los estudios más recientes y, sobre todo, más laxo, de una intensidad de resistencia mucho menor en comparación con los primeros estudios, que incluían solo pacientes “fuera del alcance de la terapia convencional” (17). Las explicaciones oscilan entre los cambios producidos en la clínica de los pacientes por la introducción de antipsicóticos de segunda generación, con mejores resultados, y los condicionantes actuales para reclutar pacientes para los ECAs (17). No obstante, el estudio de Molins et al. (37), que utiliza criterios de TRS más restrictivos que el de Samara et al. (17), con un número de ensayos sensiblemente menor, no encuentra resultados favorables a la clozapina. Estos autores plantean la posibilidad de que en los estudios analizados se hayan mezclado diagnósticos (p. ej., esquizofrenias y trastornos esquizoafectivos) y causas de resistencia (incluyendo sensibilidad a efectos adversos).
Samara et al. realizan un análisis de metaregresión tanto en lo que se refiere a las dosis de clozapina como al grado de resistencia de las TRS sin que cambien los resultados, algo a lo que restan importancia por el débil poder estadístico de estos análisis debido a la escasez de datos. En conclusión, anuncian que los estudios que utilicen dosis más altas de clozapina e incluyan pacientes con esquizofrenias extremadamente refractarias al tratamiento serán los “más prometedores a la hora de introducir cambios en la evidencia actual” (17).
Estos mismos autores, al contrastar los resultados no favorables a la clozapina, citan tres grandes estudios de efectividad, todos favorables a la clozapina, que no pudieron incluirse en su metaanálisis por no ser ciegos (los de Essock et al. (32), el CATIE 2E (38) y el CUtLASS 2 (40)) así como estudios observacionales y de registro de datos (17), entre ellos el de Tiihonen (49), especialmente rebatido metodológicamente (12,50). Recordemos que los autores son reputados metodólogos que hacen gala de criterios cualitativos de inclusión rigurosos en sus metaanálisis (17,34) y se manifiestan como grandes defensores de los ECAs y sus metaanálisis como el nivel de evidencia óptimo en la investigación sanitaria (51).
Molins et al. (37), tras constatar lo “sorprendentemente poco que se sabe acerca del tratamiento antipsicótico óptimo de las TRS”, citan las guías clínicas que siguen manteniendo la clozapina como tratamiento de primera línea en esos casos y los “grandes estudios pragmáticos” que lo sustentan, como el de McEvoy et al. (38).
g) Imaginario de prescriptores e investigadores. Temores y creencias
El estudio de Samara et al. (2016) (17) se publicó en JAMA Psychiatry junto a un editorial de Kane y Correl (39). En un número posterior se recogieron las cartas al director de McEvoy (52) y Mustafa (53), y la respuesta de Samara y Leucht (51). Este debate muestra que los resultados no favorables a la clozapina en los estudios ECA generan preocupación en los autores convencidos de su eficacia e infrautilización, por temor a que confundan a clínicos, pacientes y familiares (39), y disuadan injustificadamente a los clínicos de prescribir clozapina en pacientes esquizofrénicos gravemente enfermos (53). Recuerda a lo sucedido cuando se obtuvieron datos rotundos sobre el daño cerebral producido por los antipsicóticos a largo plazo (54).
McEvoy va más allá y declara que han de redoblarse los esfuerzos para convencer a los clínicos de hospitales públicos de prescribir clozapina a pacientes gravemente enfermos con tendencias suicidas y agresivas (52).
Además de citar argumentos de autoridad a favor de la superioridad de la clozapina, “la clozapina sigue siendo el único medicamento aprobado por las autoridades reguladoras para pacientes con esquizofrenia refractaria al tratamiento y para reducir la conducta suicida” (39), se apela a estudios observacionales y en espejo (39), y al conocimiento adquirido tras décadas de experiencia clínica y observacional en “pacientes del mundo real” (53).
En palabras de Kane y Correll, “aunque los ECAs no muestran la superioridad de la clozapina sobre otros antipsicóticos de segunda generación en las TRS, el hecho de que los estudios con resultados positivos no sean ciegos y en su mayoría no sean aleatorizados puede interpretarse de dos maneras: que los resultados positivos se deban a sesgos por parte de clínicos, pacientes y evaluadores o a que los pacientes en estudios abiertos sean más representativos de los pacientes severamente enfermos, mucho menos proclives a enrolarse en estudios controlados y aleatorizados, complejos y exigentes”. Prosiguen comparando el caso de la clozapina con el de los antipsicóticos de acción prolongada para los que existe una brecha similar en los estudios ECA respecto a lo que muestran los estudios en espejo y naturalísticos (39).
En su carta, McEvoy (52) cita tres estudios, el de Essock et al. (32), el Inter-SePT (19) y el de Krakowski et al. (55), y señala que ninguno mostró la superioridad de la clozapina en la sintomatología, pero sí en otros aspectos, como la reducción del periodo de hospitalización y la disminución de tendencias suicidas y conductas agresivas. McEvoy sugiere que la mejoría psicopatológica tal vez no sea la medida más óptima de la eficacia de la clozapina.
Mustafa pone en duda los fundamentos mismos de la metodología de los metaanálisis (53). Samara y Leucht responden diciendo que su metaanálisis refleja los estudios incluidos, siendo la clozapina superior a los antipsicóticos de primera generación en el tratamiento de las TRS, pero los ECAs no confirman su superioridad sobre los de segunda generación. Asimismo, replican a McEvoy que la clozapina se establece como tratamiento estándar de las TRS por su superioridad ante otros antipsicóticos sobre la sintomatología positiva y negativa, tal como se manifiesta en el estudio de Kane et al. (51).
Los autores terminan su réplica enfatizando que, a pesar de los resultados de su metaanálisis, ellos se consideran “creyentes” (sic) en la eficacia de la clozapina, que la prescriben con frecuencia, que son testigos de mejorías en sus pacientes y son muy conscientes de su infrautilización (51).
Acerca de la pertinencia de revisitar el ensayo de kane et al. de 1988
En la actualidad se admite que la “unanimidad respecto a la superioridad de la clozapina se basa principalmente en el estudio de Kane et al.” (17), donde el fármaco mostró su mejor perfil, lo que interpela a considerarlo específicamente.
Como recoge Sanjuán, el estudio de Kane et al. supuso un hito en la investigación de los antipsicóticos, al definir operativamente las TRS y abrir la puerta a nuevos fármacos de perfil similar para el tratamiento de la esquizofrenia (56). Además, estableció un umbral de reducción del 20% en la BPRS como respuesta al tratamiento y, de algún modo, sugirió que las TRS podrían constituir una categoría nosológica diferenciada, a la que se quiso encontrar fundamentación biológica (3).
Ninguno de estos aspectos puede sostenerse a la luz del conocimiento actual. La definición de las TRS ha sufrido varios cambios en su formulación (57) y los investigadores actuales reconocen la heterogeneidad nosográfica y nosológica de las muestras de TRS objeto de los estudios (37). Se acepta que en las TRS hay un continuo dimensional de menor a mayor resistencia (17,37). Hasta ahora no se han demostrado las hipotéticas diferencias biológicas o genéticas de las TRS y la farmacogenómica no ha aportado adelanto alguno (58).
Hoy el 20% de reducción en las escalas, BPRS o PANNS, se considera una mejoría sintomatológica y funcional mínima de escasa significación clínica (59,60). También se admite que los antipsicóticos de segunda generación como grupo no ofrecen ventajas significativas con respecto a los anteriores (34).
El propio concepto de resistencia al tratamiento antipsicótico ha sufrido cambios profundos con el desarrollo de los conceptos de remisión y recuperación (61), admitiéndose que los pacientes que no alcanzan la recuperación, entendida como remisión sintomática aunque sea parcial y con un funcionamiento social satisfactorio, son muchísimo más numerosos que el porcentaje de TRS propuesto por Kane et al. (62).
Revisitando el estudio de Kane et al.
a) El diseño del estudio y sus resultados
Se trata de un estudio multicéntrico, a doble ciego, que compara la clozapina con la clorpromazina. En él participaron 16 centros. Fue de financiación mixta, pública y del laboratorio fabricante, y se realizó con pacientes ingresados calificados como resistentes al tratamiento con antipsicóticos.
El ensayo considera pacientes TRS a los tratados al menos en tres ocasiones con dosis equivalentes o mayores a 1000 mg de clorpromazina durante 6 semanas sin resultados y sin periodos de buen funcionamiento durante 5 años, con una puntuación de 45 o más en la escala BPRS (versión de 18 ítems), de 4 puntos (moderada) en la CGI —Escala de Impresión Clínica Global- y de 4 puntos en al menos dos de las siguientes áreas de la BPRS: desorganización conceptual, suspicacia, alucinaciones y pensamientos extraños.
El 80% de la muestra eran varones, con una edad media de 35 años, un primer ingreso a los 20 años de media y una media de siete ingresos.
Se definió como mejoría una disminución del 20% en la BPRS, una puntuación CGI igual o menor que 3 o una puntuación BPRS inferior a 35.
En la primera fase del experimento, tras reclutar a la muestra (n=319), se puso a todos los sujetos bajo placebo durante una semana o menos.
En la segunda fase, se puso en tratamiento a todos ellos (n=305) con 60 mg/día de haloperidol o más (media de 61 mg) y 6 mg/día de mesilato de benzatropina durante seis semanas. Menos del 2% respondieron positivamente a esta intervención y el 80% no respondieron. Hubo 22 pacientes que no pudieron tolerar el tratamiento. Al no mejorar, fueron incluidos en el ensayo.
La tercera fase consistió en un lavado de siete días o menos (n=272). Los pacientes mejoraron con respecto a los efectos adversos extrapiramidales, aunque solo mantuvieron la mejoría los asignados posteriormente a la clozapina.
La cuarta fase, que los autores consideran como el ensayo propiamente dicho, duró seis semanas. Los pacientes (n=268) fueron asignados al azar al grupo de tratamiento con clozapina (n=126) o con clorpromazina (n=142). Se decidió establecer la dosis máxima de clorpromazina en 1800 mg/día más 6 mg/día de mesilato de benzatropina y la dosis máxima de clozapina en 900 mg/día. Se ajustaron las dosis durante las dos primeras semanas y en las cuatro siguientes se siguieron realizando ajustes. Las dos últimas semanas se hicieron modificaciones a la baja para evitar la posterior retirada abrupta. Es decir, los ajustes se mantuvieron durante todo el ensayo. La dosis media máxima en el grupo de la clozapina alcanzó los 600 mg y en el grupo de la clorpromazina se rozó la de 1200 mg/día. Finalizaron el ensayo el 88% de los participantes en la rama de la clozapina y el 87% en la de la clorpromazina.
La evaluación se realizó con la escala BPRS y con la CGI. Se evaluó la puntuación basal al inicio del doble ciego y los cambios de puntuación durante las seis semanas. Al inicio, la media de los pacientes en la escala BPRS, principal medida de resultados, fue de 61 puntos (en un intervalo de 49 a 73). La media de los pacientes en la BPRS al final del estudio fue de 45 para la clozapina y de 56 para la clorpromazina.
Los autores concluyen afirmando que el 30% de los que estuvieron en el brazo de la clozapina, y que permanecieron al menos una semana en el ensayo, alcanzaron una reducción del 20% en la escala BPRS, mientras que con la clorpromazina solo lo consiguió el 4%. La clozapina se mostró más eficaz no solo en el caso de los síntomas positivos sino también en el de los negativos. Aunque el estudio no fundamenta nada al respecto, los autores creen que una proporción de los pacientes así tratados podría adaptarse a vivir en la comunidad, reduciendo la necesidad de permanecer en centros de larga estancia, lo que comportaría beneficios para la salud pública y la financiación del sistema.
b) Análisis del estudio y sus conclusiones
Una primera cuestión es qué significa exactamente el beneficio a favor de la clozapina encontrado en el estudio: una reducción del 20% en la puntuación BPRS (con una puntuación media inicial de 61) para el 30% de personas.
Ya se ha comentado que una disminución del 20% en la puntuación de escalas de síntomas supone una reducción sintomatológica muy pequeña, de dudosa significación clínica incluso en pacientes graves (59,60). Partiendo de una puntuación media inicial de 61 en la BPRS, la reducción del 20% (13 puntos) sigue manteniendo al paciente en un estado grave, por encima de 45 puntos.
Los resultados positivos de este estudio no muestran a pacientes que desde una situación grave se transforman tras la toma de clozapina en casos leves o se encaminan hacia la recuperación. Hablan de una mejoría pequeña, no de un cambio clínico sustancial, y menos aún funcional. Atribuir en este estudio a la clozapina un tamaño del efecto “impresionante y espectacular” en comparación con la clorpromazina soslaya el hecho de que su impacto clínico en el ensayo fue pequeño y sin repercusión funcional apreciable.
La segunda cuestión es la estructura del ensayo. Se trata de sujetos ingresados, lo que hace más difícil que rechacen el tratamiento asignado y podría explicar una retirada del ensayo baja, aun así superior al 10%.
En la fase previa a la aleatorización entre clozapina y clorpromazina, se colocó a los pacientes bajo una dosis de haloperidol de 60 mg/día o más durante seis semanas. Teniendo en cuenta que un bloqueo suficiente de receptores D2 requiere una dosis equivalente de haloperidol de 1,9 a 6,5 mg/día en pacientes ya previamente expuestos a los neurolépticos (63) y que dosis de 5 a 10 mg/día se consideran mejores que las superiores (64), la dosis usada multiplica por 10 la óptima de haloperidol. La primera medición, para comparar el tamaño del efecto pre y post tratamiento, se realizó tras el tratamiento con haloperidol y un periodo de lavado de 7 días o menos.
A partir de cierto umbral, aumentar la dosis de antipsicóticos significa incrementar los efectos adversos y el malestar subjetivo, y dosis superiores a 400-600 mg de clorpromazina o de 30-40 mg de haloperidol se asocian a un empeoramiento clínico (65). Algunos de los efectos adversos de la carga antipsicótica se traducen en síntomas cognitivos y conductuales, y pueden trasladarse a escalas tipo BPRS en ítems como los siguientes: preocupación somática, ansiedad psíquica, aislamiento emocional, desorganización conceptual, tensión y ansiedad somática, posturas extrañas, humor depresivo, enlentecimiento motor, embotamiento y aplanamiento afectivo, excitación, desorientación y confusión. También pueden afectar al resto de criterios. Subir en exceso la dosis de antipsicóticos podría aumentar la puntuación de gravedad en las escalas (66, 67).
Para la fase aleatorizada del ensayo, debemos considerar que un miligramo de haloperidol equivale a 57,8 mg de clozapina y a 54 mg de clorpromazina (68), y recordar que las dosis de clorpromazina superiores a 400-600 mg no mejoran los síntomas, más bien los empeoran.
En el ensayo de Kane et al. la dosis mínima es de 500 mg de clozapina y 1000 mg de clorpromazina (equivalentes a 8,65 mg y 18,5 mg de haloperidol, respectivamente), que se alcanza tras las dos primeras semanas, y la dosis máxima se limita a 900 mg de clozapina y 1800 mg de clorpromazina (equivalentes a 15,36 y 33,3 mg de haloperidol, respectivamente) (Tabla 1).
Grupo Clozapina | Grupo Clorpromazina | |
---|---|---|
Fase previa a la aleatorización: duración 6 semanas | 60 mg/día | 60 mg/día |
Ensayo: duración 6 semanas | ||
Dosis mínima | 8,65 mg/día | 18,5 mg/día |
Dosis máxima posible | 15,36 mg/día | 33,3 mg/día |
Dosis media máxima ensayada | 10,4 mg/día | 22,2 mg/día |
Dosis transformadas en equivalentes a haloperidol mg/día
Como muestra la Figura 1, la dosis media más alta tanto para la clozapina (600 mg equivalentes a 10,4 mg de haloperidol) como para el grupo de la clorpromazina (1200 mg equivalentes a 22 mg de haloperidol) se alcanzó en la semana 5.
En definitiva, el ensayo se estructuró administrando una dosis muy alta de haloperidol a todos los reclutados, retirándola después para administrarles una dosis mucho menor de neurolépticos. A ambos grupos se les alivia la carga antipsicótica al entrar en la fase aleatorizada del ensayo, pero en mayor medida a los de la rama de la clozapina. Los del grupo de la clorpromazina permanecieron con una dosis equivalente a haloperidol que superaba al doble de la del otro grupo, mucho mayor que la considerada óptima (Tabla 1). Se trata de una dosis que dobla la de 600 mg/día de clorpromazina, un “antipsicótico convencional de baja potencia” (34), umbral a partir del cual se desarrolla sintomatología extrapiramidal de forma dosis-dependiente.
Este ensayo revela un sesgo del comparador similar al observado en los estudios financiados por la industria que comparan la eficacia y tolerabilidad de los antipsicóticos de segunda generación con los de la primera (45). Algunos de los extremos citados sobre dosis óptimas ya eran conocidos en el momento del ensayo (65), y el juego de las dosis de este estudio ya fue desvelado por Cohen et al. (69). Tras realizarse, la clozapina se transformaría en el antipsicótico más caro. El aumento del coste de tratamiento no pasó inadvertido (64), generando incluso un debate ético acerca del uso de la clozapina en el sector público (70). Además, el artículo de Kane et al. contiene apreciaciones entusiastas sobre el producto marginales al estudio (3).
En nuestra opinión, este estudio solo muestra que, tras semanas de tomar dosis muy altas de neurolépticos, la reducción de la dosis hace mejorar a los pacientes, más a aquellos a los que se les bajó en mayor medida que a los que se les mantuvo en una dosis mayor, también muy alta. No resulta descabellado pensar que si ambas ramas hubieran tomado clorpromazina, una a la dosis de clorpromazina del ensayo de Kane y otra a la dosis equivalente a la de clozapina de dicho ensayo, quienes hubieran tomado una dosis menor habrían tenido mejores resultados.
En definitiva, la superioridad de la clozapina sobre la clorpromazina en el ensayo de Kane et al. parece derivarse necesariamente de la estructura del diseño. A una conclusión similar llegan Cohen et al. en una breve reseña crítica del ensayo de Kane publicada en 1989 en la que indican que “las ventajas de la clozapina en pacientes psicóticos crónicos puede deberse a su uso en dosis que no produzcan el antagonismo dopaminérgico y la toxicidad neurológica de los neurolépticos están-dares a las dosis típicas” (69). Esta crítica pasó inadvertida y solo es citada en 2006 en un artículo que afirma que “altas dosis de neurolépticos pueden contribuir a las TRS. Es necesario considerar una reducción de los neurolépticos a dosis modestas y moderadas antes de categorizar a un paciente como resistente al tratamiento” (71).
Conclusiones
El caso de la clozapina es paradigmático respecto a la brecha existente en nuestros días entre las evidencias científicas, la práctica clínica y las creencias de prescriptores y gestores de los servicios sobre la eficacia de los antipsicóticos.
Más de 25 años después de haber encumbrado a la clozapina a lo más alto de la jerarquía de los antipsicóticos, se reconoce que no hay evidencias científicas de calidad para ello, que los metaanálisis ECA están lastrados a favor de la clozapina por estudios antiguos, en especial el de Kane et al., ya que nunca se ha podido replicar un tamaño del efecto semejante pese a ser pequeño. A medida que el rigor y la calidad de los estudios ha ido mejorando, el tamaño del efecto ha ido disminuyendo hasta prácticamente desaparecer.
Nada de esto parece suficiente para que cambie la opinión de los investigadores y prescriptores: mientras defienden el rigor de la metodología usada, siguen declarándose “creyentes” en una superioridad clínica que los datos de sus propias investigaciones contradicen. Se apela a estudios observacionales, en espejo, de registro de datos… y finalmente se remite a la práctica clínica individual e incluso a argumentos de autoridad (la aprobación de la FDA para la indicación clínica) como garantía superior. Otros recurren directamente al “mundo real” del uso de los antipsicóticos, describiéndolo como radicalmente diferente del de los ECAs, que excluirían hasta un 80 o 90% de la población total de pacientes (72). Se saluda asía estudios observacionales y de registro de datos, afirmando su superioridad para la toma de decisiones de las agencias reguladoras y responsables de salud pública (73), dando la espalda al carácter fundamental actual de los ensayos clínicos en la medicina basada en la evidencia, también en psiquiatría (74).
El prejuicio de alguno de los investigadores es patente, afirmando que no hay que probar la superioridad de la clozapina, ampliamente demostrada, sino introducirla precozmente en el tratamiento (6). Solo algunos sopesan el balance riesgo/beneficio y comparan el tamaño del efecto clínico con los efectos adversos, proponiendo llevar a la práctica el resultado de los estudios (23).
Cabe preguntarse la razón de un sistema de creencias y prejuicios tan enraizado en clínicos e investigadores reputados, empecinados en replicar estudios como el OPTiMiSE (30) o el SWITCH (75), basados en los mismos ensayos, y de los que difícilmente se pueden esperar resultados muy diferentes a los ya conocidos. Los primeros resultados publicados del ensayo OPTiMiSE muestran un bajo porcentaje de remisiones tras el cambio a la clozapina (76). A cambio, se dejan de lado otras áreas de investigación y debate acerca del uso de los antipsicóticos, como, por ejemplo, si es posible posponer o incluso evitar su uso en primeros episodios psicóticos (77,78), si es mejor o no una desescalada e interrupción temprana tras un episodio tratado farmacológicamente (8,79) o cuál es el balance riesgo/beneficio de mantener el tratamiento durante tres a cinco años, o muchos más, tras un episodio agudo (1).
La vehemente defensa de los rankings y la superioridad de unos antipsicóticos sobre otros oculta el escaso tamaño del efecto y su limitada significación clínica. En el último estudio de registro de datos, que proclama en el abstract la superioridad de la clozapina —con un sesgo de presentación frecuente: es obligado leer el corpus principal—, se dice en el corpus del texto que “la olanzapina y la clozapina se han mostrado ligeramente superiores a los antipsicóticos de primera generación” (73).
Lo que reiteradamente manifiestan estos estudios (34) es una limitada eficacia clínica de los antipsicóticos. Las pequeñas diferencias, en este caso a favor de la clozapina, aunque puedan ser estadísticamente significativas en mediciones realizadas con escalas de síntomas, son clínicamente muy poco relevantes.
El resultado puede sentar las bases para una clínica fatalista y limitada, centrada en intervenir farmacológicamente para reducir mínimamente la sintomatología, soslayando la funcionalidad y calidad de vida, asumiendo riesgos, a veces graves, para la salud del paciente. Es patente, por otra parte, en muchos autores de estos estudios el paternalismo y una actitud defensiva expresada en el temor a que salgan a la luz los resultados de estas investigaciones (39).
No podemos dejar de hacer una referencia somera al hecho de que los numerosos efectos adversos de esta sustancia resultan conocidos para los clínicos (80). Aunque hoy en día se discute la contribución de la clozapina a la mortalidad de los pacientes, los autores de algunos estudios defienden que su uso se asocia a una reducción de la misma (81), indicando que si el paciente no deseara cumplir con la monitorización habitual para este fármaco, se podría prescindir de esta y continuar la toma (82). El uso de este fármaco se ha asociado a más riesgos que los demás antipsicóticos: miocarditis, miocardiopatía, nefritis, diabetes, síndrome neuroléptico maligno y otras causas de muerte. Además, parece cierto que es el psicofármaco al que más muertes se le atribuyen y el tercero de todos los fármacos. Es también uno de los que más episodios adversos conlleva (83). Lo que queda fuera de duda es que no es un fármaco exento de riesgos potencialmente graves y que estos no son más infrecuentes que los de otros.
Estos estudios apuntan también a una propuesta asistencial rígida e inflexible que no sabe dar paso o simplemente integrar, salvo de forma subordinada y ancilar, otras alternativas ya existentes que podrían funcionar mejor, como es el caso de la clínica colaborativa, las psicoterapias y el apoyo en la comunidad (84,85).
En un momento en el que el desarrollo de nuevas moléculas parece estar en un punto muerto e incluso se asiste a la retirada de grandes compañías farmacéuticas de la investigación en psiquiatría (13), es en esas últimas áreas, insuficientemente financiadas a nuestro entender y de acuerdo con muchos otros observadores (86), donde habría que hacer el mayor de los esfuerzos tanto en investigación como en clínica y en el desarrollo de servicios si pretendemos mejorar la suerte de nuestros pacientes diagnosticados de esquizofrenia.
Nota aclaratoria
Que sepamos, además de la breve reseña de Cohen et al. de 1989 (69), es la primera vez que se revisan los datos y el diseño del ensayo de Kane et al. (4). La revisión bibliográfica que acompaña este análisis es forzosamente no exhaustiva. Recordemos que entre 1970 y 2013 se publicaron 5607 documentos científicos (entre artículos, revisiones, editoriales y cartas al director) sobre el uso de la clozapina, con un ritmo de producción creciente en estos 44 años (87). Nos hemos centrado en los ECA porque, aunque supongan solo un reflejo parcial de la realidad (85), se les sigue considerando la investigación esencial y básica dentro de la medicina basada en la evidencia (74). Pero no es raro que, cuando los ECA no ofrecen evidencias científicas que respalden los usos habituales de la clozapina u otros antipsicóticos, se apele al “mundo real” (investigaciones naturalísticas, observacionales, en espejo, de base de datos, etc.) (88).