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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.38 n.134 Madrid Jul./Dec. 2018  Epub Feb 01, 2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352018000200012 

Dossier: Salud Mental y Ciudadanía

La condición del diálogo. Saberes profanos y nuevos contextos del decir

Conditions for dialogue: lay knowledge and new speech contexts

Martín Correa-Urquiza1  2 

1Universitat Rovira i Virgili / Medical Anthropology Research Center (MARC), Tarragona, España

2Asociación Socio-Cultural Radio Nikosia, Barcelona, España

Resumen:

A la luz del amplio crecimiento de colectivos, entidades y federaciones que se definen como “en primera persona”, la intención aquí es problematizar la cuestión de los llamados saberes profanos, su contexto y sus circunstancias de expresión y desarrollo, así como los obstáculos y dificultades a la hora de adquirir un estatus socialmente legitimado. Cuando hablamos de saberes profanos, hacemos referencia a aquel conocimiento y elaboración conceptual que deriva de la experiencia subjetiva del sufrimiento psíquico/emocional/social. Un saber que frecuentemente corre el riesgo de ser un “punto ciego” para la mirada experta, pero que, de diversas maneras, actúa y emerge como elemento constitutivo de las estrategias de supervivencia y autoatención en los sujetos de la locura. Un saber que busca ser reconocido, acogido, y que se presenta como un elemento clave a la hora de habilitar las condiciones del diálogo en el ámbito de la reflexión sobre el sufrimiento y la construcción de los itinerarios hacia un mejor estar.

Palabras clave: salud psíquica; saber experto; saber profano; diálogo

Abstract:

In light of the broad growth of collectives, entities and federations that are defined as “in the first person”, the intention here is to problematize the question of the so-called profane or lay knowledge, its contexts and circumstances of expression and development, as well as its obstacles and difficulties to acquire a socially legitimized status. When we talk about profane knowledge, we refer to that conceptual elaboration that derives from the subjective experience of the psychic/emotional/social suffering. This knowledge frequently runs the risk of being a “blind spot” for the expert look, but, in various ways, acts and emerges as a constitutive element of survival strategies and self-care in the subjects of the so-called madness. This knowledge seeks to be accepted, recognized, and is presented as a key element when it comes to enabling the conditions of dialogue in the field of reflection on suffering and the construction of itineraries towards better living.

Key words: mental health; expert knowledge; lay knowledge; dialogue

Introducción

Algo está cambiando. En estos últimos años es innegable la activación y politización de diferentes colectivos, proyectos, entidades y federaciones1 que reconocen y reivindican la necesidad de actuar en el ámbito de la salud psíquica, articulando la experiencia en primera persona2 –la vivencia de la aflicción3– como elemento motor en la construcción de la terapéutica y de los itinerarios para un mejor estar. Dicho fenómeno, que nace en un contexto en el que la condición de los saberes profanos (1) resuena de nuevas maneras, incluso entre profesionales, surge en parte de iniciativas que han ido poniendo gradualmente en cuestión aquellas premisas que dejan en manos de los saberes expertos la legitimidad y jurisdicción sobre la casi totalidad de los procesos de atención y recuperación. Son iniciativas, en ocasiones, con posicionamientos muy diferentes en lo que respecta a la negociación con los saberes y las lógicas hegemónicas del cuidado, pero unidas en la reivindicación de sus derechos ciudadanos como uno de los elementos que desnaturalizan y cuestionan las metodologías manicomiales persistentes en ciertos territorios y vínculos institucionales. Hablamos de experiencias que han ido articulándose originalmente desde una situación de margen, pero que, poco a poco, y a través de diferentes estrategias, van tomando un protagonismo que contribuye al equilibrio y pone en evidencia la urgencia de asumir que todo proceso de salud, padecimiento y bienestar ha de ser pensado y abordado atendiendo a la diversidad de perspectivas que entran en juego y a las complejidades que de ello se derivan.

Este artículo intenta ser un aporte al análisis de las circunstancias diversas y complejas que obstaculizan la emergencia de los saberes profanos, así como una reflexión sobre las posibilidades que abren las nuevas perspectivas que buscan ubicar a los sujetos del diagnóstico en el centro de la escena. El texto es en parte fruto de más de 15 años de trabajo de investigación y acción participativa junto a colectivos “en primera persona” en el ámbito de la salud mental en el Estado español y fundamentalmente en Cataluña. Comencemos.

De la condición de los saberes

En la actualidad se hace cada vez más evidente la necesidad de reconocer la existencia de al menos dos grandes campos o marcos de referencia desde donde se construye el saber: el de la experiencia vivida del sufrimiento, sus aprendizajes vinculados, acciones y silencios; y el de las disciplinas y ecosistemas epistemológicos que intentan –desde un relativo afuera– comprenderlo, sosegarlo, neutralizarlo, apagarlo, etc. En otras palabras, si nos atenemos a una concepción ampliada de la idea de salud, tal como suele proponer el antropólogo de la medicina Byron Good (2), nos vemos ante la importancia de asumir la presencia de ambos campos de análisis entrecruzándose: la enfermedad objetivada por las disciplinas y la experiencia subjetiva de la aflicción, a las que habríamos de sumar las condiciones materiales y estructurales que determinan e impactan sobre ellas. Problematicemos un poco esta primera cuestión.

Sabemos que la construcción de los padecimientos de la mente como “enfermedades” o “trastornos” responde también a la lógica de la conformación de un campo de conocimiento en las diferentes áreas profesionales relativas (3) y que, por lo tanto, reposa sobre la elaboración de categorías que puedan dar nombre a diversos compendios sintomatológicos. Es decir, responde a una necesidad de nombrar, clasificar, quizás comprender y tratar; pero sería una falacia suponer que abarca la totalidad compleja del sufrimiento psíquico y social ligado a la llamada locura. No podemos olvidar que toda interpretación es, en definitiva, una construcción de sentido de un determinado fenómeno, una construcción que puede ser más o menos efectiva, dependiendo de las circunstancias y condiciones, pero que opera sobre los itinerarios vitales de los sujetos de maneras que van más allá de toda intencionalidad terapéutica; incluso, en ocasiones, contraviniéndola. Hace ya tiempo que la antropología nos recuerda aquello de que la cultura es la fuente de sentidos con que damos significado a los fenómenos de la vida cotidiana para poder interactuar socialmente, pero no la realidad en sí misma. Afirma Byron Good que “formas culturales tales como la ciencia y el arte no fueron concebidas como ‘simples estructuras que podamos insertar en un mundo dado’, no son como cristales que aporten una coloración al mundo tal como lo vemos, sino ‘funciones mediante las que se confiere realidad a una determinada forma’ ”(2).

De esta manera, la salud no puede ser pensada exclusivamente desde una dimensión organicista. No es una cuestión únicamente médica, sino el resultado de una serie de elementos que tienen relación con el aire que respiramos, las dificultades vitales y existenciales de los sujetos, su situación socioeconómica, los parámetros alimentarios; incluso los ejes culturales a través de los cuales se plantea la misma idea de salud y enfermedad. Así, si existe un saber biomédico, psi, etc. como resultado de una aproximación concerniente a un ámbito y cultura, podemos reconocer que existe también una experiencia subjetiva, una forma de vivir e interpretar ese sufrimiento, de entender el dolor y buscar opciones para serenarlo, que surge desde el interior mismo de la aflicción. Hace ya más de cuarenta años que el antropólogo y profesor de Psiquiatría Transcultural Arthur Kleinman (4) nos ayuda a pensar en los diferentes marcos de referencia desde los que se construye el conocimiento. Según el autor, es posible distinguir tres conceptos a la hora de aproximarnos a la cuestión de la enfermedad en general: illness, disease y sickness. Para este autor, illness haría referencia a la experiencia subjetiva, a la aflicción; disease sería la dimensión orgánica y clínica de la enfermedad; mientras que sickness sería lo relativo al malestar, a la disfunción social y cultural del fenómeno, a lo que producen las significaciones sociales. Cabe aclarar que aquí, y para nosotros, la aflicción no es solo un relato de lo sufrido, sino la base misma a partir de la cual se construye el sentido de lo vivido y las posibles estrategias derivadas para un mejor estar. Hablamos, por lo tanto, de la existencia de una capacidad de agencia en los sujetos (5) que se deriva de un cierto habitus4 y define y articula prácticas de autoatención (7) que son y pueden ser conceptualizadas para formar parte de los itinerarios de recuperación. A ese universo último de saberes y capacidades de acción lo hemos definido anteriormente como el campo de los saberes profanos (1). La palabra “profano” nos permite así evidenciar y analizar la realidad de esos saberes velados pero existentes en las subjetividades individuales y colectivas de la llamada locura; saberes que se desenvuelven o que residen latentes bajo circunstancias de negación y ocultamiento y que, de alguna manera, se constituyen como una dimensión del conocimiento que pone en evidencia el carácter, en ciertos aspectos, sacro del pensamiento científico. Recordemos que, como sustenta el mismo Good en su “respuesta antropológica a las epistemologías fundamentalistas” (2), determinados discursos biomédicos –y no solo ellos– acaban adoptando el modelo de la creencia y la salvación: el del consumo de drogas, el de la enfermedad, el de los riesgos para la salud, etc. Adicionalmente, entendemos estos saberes como profanos porque en su insistencia, en cierto modo, se articulan como la dimensión hereje en relación al saber institucionalizado, a aquel que ha ido naturalizándose como el sentido común (1) en nuestro contexto. Lo profano interpela aquí a las prácticas naturalizadas de la cotidianeidad asistencial, y no ha dejado nunca de manifestarse a través de sus rebasamientos, sobrepasando obstáculos teóricos y físicos para lograr conformarse, atreverse, articularse, enunciarse, materializarse. A este respecto, es necesario observar que la complejidad de pensar la cuestión de los saberes profanos se relaciona con la posibilidad de aceptar que esos saberes no son solo aquellos que quiebran el molde o subvierten lo dado, sino que también residen en aquellas pequeñas resistencias y victorias mínimas sobre sí mismo y en las propias inercias, sumisiones y/o ataduras. Estos saberes deben encontrar, más allá del ámbito estrictamente biomédico, el contexto descolonizador que permita su nacimiento, desarrollo y articulación; contextos posibles para el emerger de esos otros conocimientos posibles. Y algo de eso está sucediendo.

Ante esto, diferentes aproximaciones teóricas cuestionan la desigualdad enraizada en la relación entre estos dos grandes campos de saber. Ángel Martínez (8) habla del monólogo institucional que hemos establecido con la locura y la necesidad de habilitar instancias para el diálogo. Y mucho antes de eso Robert Castel recordaba que: “Hemos llegado indudablemente al final de un ciclo. Un modelo de intervención sobre los trastornos de la psyché establecido hace cerca de dos siglos, y que se había mantenido y enriquecido a través de sucesivas renovaciones, está perdiendo preeminencia. Eso no significa que dispositivos como el del sector psiquiátrico o el del psicoanálisis sean caducos o estén superados, sino que las innovaciones más significativas, las que comprometen el porvenir, no pueden ya pensarse exclusivamente dentro de tal filiación” (9).

En este sentido, lo que creo importante recuperar aquí es que, para pensar las condiciones de emergencia de lo profano, es necesario profundizar en el análisis de las desigualdades intrínsecas a la relación entre los saberes. Es decir, si podemos hablar de dos grandes relatos sobre el sufrimiento psíquico (el manifiesto en las prácticas asistenciales y aquel que subyace y emerge desde los sujetos), constatamos a su vez una diferencia de legitimación que se traduce en des-encuentro: aquel que se produce entre un saber que es reconocido y naturalizado como el “deber ser” de los cuidados y otro que late oculto, negado y olvidado, pero que comienza a hacerse visible en situaciones y contextos en los que esta posibilidad es habilitada. Es urgente reconocer aquí la condición del desamparo; es decir, hay un sujeto que, en definitiva, no se reconoce en la mirada que lo produce y no se percibe en el lugar dado. Rafael Huertas (10) ha hablado de la noción de “paratopía” para analizar la sensación de no-pertenencia al manicomio por parte de los sujetos en las épocas anteriores a la reforma psiquiátrica, y, en este sentido, este concepto puede ayudarnos a pensar en la percepción de no-correspondencia por parte de los sujetos en relación al lugar simbólico dado por el diagnóstico y sus significaciones sociales. Hablamos, pues, de un estar a la intemperie como objetos de las intervenciones de otros, intervenciones que, por un lado, no se hacen eco de la experiencia vivida como elemento constructor de alternativas y, por el otro, reproducen prácticas orquestadas desde una frecuente omnipotencia; prácticas que, a su vez, corren el riesgo de no ser reconocidas sino meramente asumidas por los sujetos y que se traducen en asfixia y neutralización de identidades y subjetividades. Pero lo cierto es que no hay diálogo posible si no existe un reconocimiento mutuo. Y no hablo, es claro, de un reconocimiento que otorgue los roles ya dados de pacientes y profesionales, sino de aquel que es relativo a la necesidad de suponer al otro en tanto productor de sentido y significación sobre el dolor y la experiencia; un reconocimiento que entienda a ambos en su condición de productores de cuidados, que los observe como sujetos activos en la búsqueda de un mejor estar y que habilite procesos de intersubjetividad equilibrados. José Leal (11) suele recordarnos que el saber no es válido si no es reconocido por el otro.

Son muchos los autores que, como Fernando Colina (12), vienen denunciando la violencia que implica el diagnóstico y las formas a través de las cuales la etiqueta saquea las relaciones y las vidas. Sabemos, aunque lo olvidamos con frecuencia, que el estigma reside en gran medida en el diagnóstico y en la captura que la etiqueta y sus significaciones hacen de los sujetos y sus identidades sociales (1); una captura que se traduce en una suerte de colonización de la identidad/subjetividad, de las maneras de ser, estar, percibir y vincularse al mundo. En este sentido, y a nuestro entender, el problema no reside tanto en la existencia de un diagnóstico en sí, sino en los usos sociales de la categoría y en la imposibilidad de los sujetos de desprenderse del etiquetado en todas las circunstancias de la vida. Por otra parte, es necesario recordar que la nosología psiquiátrica hace ya tiempo que no puede pensarse nombrando solo un proceso psíquico y su sintomatología; son inscripciones que anuncian otras cosas, son rótulos cuyo abanico de significaciones –derivado de los usos e interpretaciones históricas y sociales– va mucho más allá del sufrimiento en sí. De hecho, social y clínicamente, no son pensadas nombrando la aflicción, sino un comportamiento que se desvía supuestamente de la norma consensuada. La etimología de una palabra en este y otros muchos casos tiene poca relación con el constructo significativo de uso social que opera constantemente sobre las personas. Solo basta con recordar que la palabra “imbécil” fue diagnóstico y aún es definida por la RAE en relación con la “deficiencia mental”. Los sujetos franquean bosques de significaciones que no son solo construidos para ellos, sino que forman parte de las dinámicas globales de la comunidad; pero son significaciones que ejercen sobre ellos otro tipo de presión simbólica y merecen –al menos por eso– ser analizadas. Con todo, no se trata aquí de negar el sufrimiento o la existencia de una (mayor o menor) problemática que obstaculiza la gestión de la vida de las personas, sino de cuestionar la utilización de las categorizaciones como elementos totalizantes y destructores de la vida social del individuo.

Hablando de cambios, lo interesante es que todo esto es algo que vuelve a ponerse hoy sobre la mesa, a problematizarse. Y decimos vuelve porque Paulo Amarante (13) o el mismo Franco Basaglia (14) ya habían planteando la necesidad de dar cuenta de la ficción que podría (y puede) producirse si entendemos el diagnóstico desde la omnipotencia que pretende abarcar toda la realidad de la aflicción. Ambos autores, cada uno desde contextos y momentos diferentes, reflexionaron sobre la importancia de colocar la “enfermedad entre paréntesis” para suspender el concepto y sus connotaciones adyacentes. No se trata de negar el padecimiento, sino de vislumbrar la naturaleza de constructo de las taxonomías psiquiátricas, habilitar contextos para la emergencia de otros constructos posibles y promover otra relación entre profesionales y sujetos portadores de sufrimiento. Hoy quizás no es tan descabellado pensar que hemos madurado lo suficiente como para entender que es posible ubicar la “enfermedad” al menos entre comillas. Las comillas pueden dar cuenta de la naturaleza de un concepto como resultado de una construcción cultural específica; el diagnóstico –aunque lo olvidemos con frecuencia– no es la realidad objetiva, sino una manera de conceptualizar el sufrimiento a través de la observación de los síntomas y del desarrollo de un campo específico de tecnologías terapéuticas; es, por lo tanto, el resultado de un marco interpretativo sobre el fenómeno o la situación observada. Y esto no quiere decir que esa construcción sea más o menos válida o efectiva; aquí no se trata de hacer una valoración en esos términos, sino de trabajar en pos de una honestidad analítica que nos acerque a mejores puertos; una honestidad que nos abra a la posibilidad de comprender que la experiencia vivida del sufrimiento psíquico desarrolla también un campo de significaciones que necesitamos dejar emerger, acompañar, dar luz, revelar, en términos de Fernand Deligny (15).

Pongamos algún ejemplo. Este año, desde el Colectivo Locomún5 y con el apoyo de entidades y colectivos en primera persona, se inició un movimiento que aboga por la eliminación de la contención mecánica en salud mental. Este tipo de “técnica” es frecuentemente utilizada y justificada en los ingresos hospitalarios bajo el argumento del cuidado del paciente, para evitar “intentos autolíticos” o neutralizar la probable “peligrosidad”. Desde ahí se construye todo un campo de sentido que sostiene y legitima la práctica. Por otro lado, es interesante observar cómo la mayoría de los testimonios que se recogieron en la campaña hacían referencia al uso innecesario de la contención, a una utilización relacionada con la imposición de normas “absurdas” o de normas que al menos no son comunicadas de manera atenta y cuidada: a un uso más ligado a la imposición, al sometimiento, a la escenificación de un poder que actúa como método disuasorio de cualquier desacuerdo o rebelión. La contención mecánica es vivida y recordada en la mayoría de los casos como una situación traumática, como el inicio de una nueva herida asociada al ingreso, al des-trato y a la cosificación; como una ruptura biográfica en todas sus dimensiones. Tal como apunta un testimonio recogido en la campaña: “En el momento en el que estás sufriendo, fuera de ti, que te aten se transforma en una violencia más que se suma a tu vida. Sientes que no te están entendiendo, que lo que quieren no es cuidarte sino controlarte. Entiendo que uno llega a veces muy confundido y hecho un Cristo, pero en el fondo estamos pidiendo auxilio a gritos… y lo último que necesitas es que te aten. Quizás ellos podrían aprender a leer entre líneas”. Otros relatos afirman: “Un centro psiquiátrico está lleno de normas bastante raras. No te podías tender en el pasillo… y me sentía bastante mal. Los enfermeros decían que nos tirábamos a la piscina. Creo que quieren que tengas claro que vas a estar encerrado bajo sus normas, si te atan quiere decir pórtate bien, es como educar a hostias”; “a mí una vez me amenazaron con atarme porque nos estábamos dando la mano un chico y yo, me dijeron: ‘Cuidado, que si no te atamos’. Y yo les dije: ‘Pues átame’, y nos ataron. Quieren que bajes la cabeza. He visto atar a gente por lloriquear, por quejarse, por preguntar… por usar su derecho a réplica y a cuestionar… es muy triste y descorazonador, da mucha rabia”. Más allá de la evidente violación de derechos básicos que ponen de relieve estos testimonios, lo que quiero rescatar aquí es el choque conceptual, el desencuentro entre quienes presuponen que ese es el camino del cuidado, y, por lo tanto, lo imponen y practican, y quienes perciben que ese cuidado aparente es en realidad una intervención que lo destruye. Ahí reside la raíz del desamparo.

De la colonización de la subjetividad /identidad y la negación de los saberes profanos

“Nosotros intentamos generar espacios para el diálogo, asambleas o situaciones para que las personas puedan tomar la palabra, pero la respuesta suele ser el silencio”, señalaba recientemente una trabajadora profesional de un centro de salud mental durante una jornada de formación en febrero de 2018 en el Posgrado de Salud Mental Colectiva de la Universidad Rovira i Virgili. Ante esto, cabría asumir la inexistencia de una narrativa o, por el contrario, la existencia de capas y capas de sedimentos que, de diferentes maneras, han asfixiado la posibilidad del decir en las personas definidas como pacientes. Intentemos analizar esta cuestión que considero clave a la hora de pensar las razones del silencio.

Para el sujeto de la aflicción, el momento de crisis y diagnóstico deriva, a la vez, en un quiebre abrupto en la construcción de las significaciones alrededor de la propia experiencia de vida. Es una ruptura que, al mismo tiempo, es dotada externa y médicamente de un contenido y sentido de tal forma que deja nulo o mínimo espacio para el decir del sujeto, para abrirse a la posibilidad de pensar o reconstruir un sentido que podríamos entender como propio y subjetivo. Basaglia ya decía que el sujeto nunca puede “oponerse a lo que le excluye, puesto que cada uno de sus actos se encuentra constantemente circunscrito y definido por la enfermedad” (14).

En términos gramscianos (5), podemos hacer referencia a la necesidad de pensar en la situación de dominación que se produce en el sujeto de la aflicción como resultado de asumir las categorías médicas como el “sentido natural” que nombra la realidad absoluta de la experiencia. Es “estar perdido, perdido de ti mismo luego de un corte en tu vida, un corte que fue también el final de un camino”, como contaba un participante de la experiencia Nikosia en un programa en el que se intentaba re-pensar el “brote psicótico” como un momento de ruptura biográfica6. Y cuando hablábamos de ruptura biográfica no solo hacíamos referencia a la crisis en sí, sino también y sobre todo al despojo de toda legitimidad para el decir, para pensar, para cuestionar, de las personas en relación a sus propios procesos vitales. “Ya no puedes hablar por ti. Ya no eres mirado como persona. Se crea un muro de metacrilato entre tú y el mundo, y la imagen que ellos perciben de ti no tiene nada que ver con lo que tú sientes o crees que eres”, continuaba el tertuliano.

Por el contrario, uno de los pasos previos a las posibilidades de emergencia de lo profano radica en las opciones del sujeto para construir y producir un campo propio de significados alrededor de su experiencia y mundo vital que vaya más allá del nombramiento clínico y las pautas expertas. Desde otro ámbito, Michel Agier (16) nos recuerda aquello de que “los sujetos existen al tomar distancia de su condición social, de la identidad que les es asignada (étnica, racial, humanitaria) y, eventualmente, de un sí mismo que sufre…”, y continúa: “donde hay subjetivaciones otras, hay aparición de un sujeto otro”, con lo que nos recuerda que el sujeto surge en situación y contra una identidad asignada (16). En este sentido, cabe retener que, en nuestro ámbito, la posibilidad de ser sujetos, de re-subjetivarse, se asienta sobre la creación de otros contextos ya desligados de las capturas nosológicas, sobre la opción de desarrollar otras instancias para otras posibles activaciones.

Recordemos que, en ocasiones, el diagnóstico puede ser también un obstáculo. Y no tanto en sí mismo, pues, como decíamos, las categorías pueden ser el punto de partida para buscar opciones de tratamiento y pueden ser vividas como un alivio al nombrar razones para el sufrimiento. El problema surge, insistimos, cuando las taxonomías se presuponen dando sentido total a la experiencia. Susana Brignoni (17), recuperando al filósofo Jean-Claude Milner (18), habla de la “trampa del todo”, es decir, del riesgo de asumir la nosología como elemento totalizador sobre la aflicción de manera tal que la categoría se transforma en una suerte de pantalla en la que proyectamos nuestros propios conocimientos y expectativas profesionales, mientras, al mismo tiempo, nos impide re-conocer la experiencia subjetiva, los saberes y herramientas propias, la singularidad. La pantalla impide lo verdaderamente intersubjetivo, nos aboca a operar en relación a un saber total, preconcebido y encajado sobre la realidad del otro.

Dolors, una de las participantes históricas del Colectivo Nikosia, afirmaba en una extensa entrevista que tuvimos en los Jardines de Gràcia en Barcelona: “Creo que estoy entendiendo ahora, después de 40 años, por qué me volví loca. Por qué tengo este diagnóstico de esquizofrenia paranoide. Por qué fui patológicamente desconfiada. Y no tiene que ver tanto con una supuesta enfermedad. Tampoco con los abusos que sufrí por parte de mi padre o el desdén y el abandono de mi familia. Yo soy desconfiada, profundamente desconfiada, porque me traicionaron. Muchas veces. Mi madre”.

Y continuó aquella tarde: “Quizás una de las cosas que más me marcó en la vida, que más desconfianza me generó, fue aquel caso del muñeco. Desde los 3 o 4 años yo tenía uno que era mi preferido, que era así como un bebé gigante de plástico, me gustaba jugar con él. No tenía nombre, nunca le puse nombre para no nombrarlo. Estaba vestido de azul, todo de azul, con una ropa muy suave, un pantalón corto y un jersey. El muñeco yo lo veía como el símbolo de mis hermanos. Como tenía que cuidar de ellos, podía practicar con el muñeco. Además, tenía 3 muñecas, también de plástico, pero el más importante era el muñeco.

En esa época los regalos cada año llegaban en Reyes, no existía esto de la Navidad y los muchos presentes, no había Papa Noel, no, lo principal era el regalo de Reyes. Los esperaba con ganas. Entonces pasó que un mes antes de esa fecha mi muñeco desapareció, me disgusté –no me acuerdo por qué– y cuando fui a buscar a mi muñeco para abrazarlo, ya no estaba. No podía consolarme ahí. Salí corriendo a decirle esto a mi madre. Al principio me dijo: ‘Pero si tú no tienes un muñeco, ¿de qué muñeco me hablas?’ y al rato, cuando yo le insistía con que sí, que tenía, y le contaba cosas de él, ella me cambiaba la palabra y me decía que seguramente el muñeco estaría en su lugar, solo que yo era tonta y no sabía verlo. Le pedía que me acompañase hasta el armario para buscarlo, pero no quería venir y seguía insistiendo: ‘pero si está ahí, si no puede haberse ido caminando, es que eres tonta’. Pero el muñeco no estaba allí. Primero lloré en silencio, siguieron creciendo caminitos de hormigas en mis tripas. Muchos. Traté de acostumbrarme a haberlo perdido, me resigné. Pero pasó el mes, llegaron los Reyes y me llevé una sorpresa: mi regalo era un muñeco gordo, igual a aquel mío. La ropa era roja. Un jersey y un pantaloncito corto. Rojos. Yo estaba feliz con mi muñeco, pero había algo que me incomodaba, un caminito interno que me contaba la incomodidad. Esta vez pude jugar. Al año siguiente volvió a suceder lo mismo. Un mes antes de Reyes el muñeco desapareció. Sucedieron mis mismas preguntas seguidas de sus mismas respuestas. Siempre como calcadas, idénticas. El 6 de enero me llegó uno igual. La ropa era verde. Un jersey y un pantaloncito corto. Verde. Muy verde. Tímidamente, le pregunté a mi madre si ese no era el mismo muñeco de antes. Al principio me dijo que no, que era el muñeco que habían traído los Reyes, que yo no tenía ningún muñeco. Me trataba como idiota, como si yo no viera las cosas, como si yo no existiese como persona pensante. Solo como niña fantasiosa, como un fantasma sin cuerpo. O con el cuerpo sucio. Y yo me quedé dudando, pero callé. Al siguiente año otra vez: lo mismo, y volví a preguntarle, ahora con un poco de mayor certeza: ‘Pero, mamá, ¿este no es el mismo muñeco con la ropa cambiada?’. Me acusó de mala hija, de no saber valorar los regalos, de tonta y descreída, de desconfiada. Y en algo tenía razón, sí, la verdad es que desconfiaba un poco de mi madre. No quería, pero desconfiaba. Y cada vez más. Me callé la boca y acepté el muñeco, sabiendo que al año siguiente volvería a suceder lo mismo. Y sucedió. Durante cuatro años, hasta que ya no estuve en edad de recibir muñecos.

Años más tarde, cuando tuve 15 años y hacía varios Reyes que aquello ya no se repetía, insistí en preguntarle. Me dijo sin pestañar y riendo: ‘Cuando íbamos en la noche de Reyes con el niño, cuando íbamos a buscarle ropa nueva, la gente del barrio se pensaba que era un niño, que íbamos con un bebé. Y sí, le cambiábamos la ropa, pero como tú eras niña, tú no te enterabas de nada’. ‘Será hija de puta’, me dije para adentro: ‘Ahora va y me lo suelta’. Le cambiaba el color de la ropa y me lo quería hacer pasar como el mismo. Tanta perversión tenía. Si, desde pequeña, la principal persona en la que necesitas sostenerte te propone una estructura tan endeble, tan poco confiable, dudosa, ambigua…, ¿cómo puedes aprender a erguirte en el mundo que nos toca? ¿Cómo puedes aprender a confiar en lo que te rodea?”.

Podría afirmarse que la politización de Dolors dentro del colectivo Nikosia, y la activación de estrategias profanas del cuidado, fue en parte consecuencia de ese reconocimiento sobre su experiencia, de esta reflexión que le dio herramientas para pensar su singularidad y su sufrimiento desde una perspectiva biográfica, no poco traumática, pero que iba más allá de la nosología médica y le permitía de alguna manera adueñarse de las razones de su aflicción y sus síntomas. “Es diferente pensar toda tu vida que eres una enferma mental que comprender que en el origen de tu sufrimiento hay una situación traumática que te ayuda a explicarlo, a comprenderlo, a darle humanamente sentido para encontrar maneras de hacerle frente. Ahora, mi proceso de cura pasa en parte por aprender a volver a confiar en los que me rodean y quieren, por construir alternativas junto a otras personas en situación similar. Por desarrollar formas de cuidado que tengan más que ver conmigo, con lo que creo y pienso”. Dolors es hoy miembro de la Asociación Nikosia y fue durante diez años su presidenta. Desde ese lugar, con el acompañamiento del colectivo y de sus sesiones de psicoanálisis (que defiende abiertamente), ha trabajado de manera incansable transformando su aflicción en el eje de su militancia. Ha dado clases en institutos y universidades, ha hablado ante los medios de comunicación cuestionando los métodos psiquiátricos, ha apoyado y acompañado situaciones de sufrimiento de otras personas que atravesaron vivencias semejantes a la suya, etc. Ha utilizado su experiencia de dolor como motor de transformación (propia y ajena).

Quizás sea importante aclarar que, a nuestro entender, el saber profano no puede pensarse en términos de verdadero o falso, no se constituye necesariamente como verdad o mentira, al menos en sus dimensiones absolutas. Es, en relación a un sentido propio, personal, subjetivo, no puede medirse sino como realidad de sentido que, a su vez, se manifiesta en los aspectos simbólicos de construcción y/o interpretación de los acontecimientos que rodean al sujeto y en los aspectos prácticos/específicos en los que el mismo toma decisiones y actúa en relación a lo que cree/sabe/piensa conveniente para su mejor estar. Por supuesto, ambos aspectos forman parte de una misma dimensión, son como dos caras de una misma moneda. Es decir, puede pensarse que existe un saber (profano) como construcción simbólica propia que contribuye a la construcción de sentido alrededor de un determinado acontecimiento o de una determinada realidad/contexto/universo/imaginario; pero, por otra parte, existe un saber profano que se evidencia como práctica vinculada a la experiencia y al hacer en relación al propio sufrimiento y/o a la propia circunstancia compleja de existencia. Ambos se entrelazan, coexisten.

Problematizar la cuestión del paciente experto

Últimamente se han creado experiencias articuladas desde las instituciones tradicionales que intentan poner en juego el saber profano bajo el paraguas conceptual del “paciente experto”. Son instancias en las que los saberes médicos parecen aceptar y promover la dimensión discursiva del sujeto del diagnóstico como parte del conocimiento y las estrategias generadas alrededor de la problemática. Más allá de que, en la teoría, la propuesta es absolutamente necesaria, puede distorsionarse en la práctica y en las maneras de articularse. En ocasiones, es como si la figura del paciente experto se habilitara cuando los aportes profanos están estrechamente vinculados a las dinámicas preexistentes para gestionar la salud; esto es, cuando reproducen las pautas dictadas por el Modelo Biomédico Hegemónico (7) y la burocracia del fármaco; cuando, en definitiva, se constituyen como una reformulación profana de la dimensión dada, asumen la enfermedad como realidad total del sí mismo, reafirman su decir desde la discapacidad y toda reivindicación está orientada hacia la profundización de las medidas ya planteadas por los sistemas expertos o, en su defecto, hacia la lucha contra el estigma. Los esfuerzos se concentran así en la formación de los afectados como expertos en reconocer y utilizar los recursos asistenciales del sistema sanitario. Hay una tendencia a implicarlos como partícipes activos en la aplicación de las propias estrategias de salud diseñadas desde los modelos expertos, pero no en la co-creación y el diseño de esas estrategias. Se generan así recursos técnicos imposibilitados de concebir una reflexión crítica alrededor de ellos mismos. “A veces me siento como una espía trabajando para los psiquiatras”, afirmaba una reportera de Nikosia que había participado de un proyecto de “pacientes expertos” en Barcelona.

A nuestro entender, el saber profano no es el saber médico introyectado en el sujeto del diagnóstico, no es una mera reproducción mecánica de un conocimiento dado, sino una producción, en principio desordenada, desde los márgenes; puede incluir los saberes médicos, pero sobre todo intenta definirse desde un universo subjetivo propio vinculado a la experiencia; es aquello que excede a lo dado, aquello que surge cuestionando o re-orientando lo asumido. Ante esto, y tal como venimos reflexionando, urge preguntarse si las consideraciones sobre los saberes en “primera persona” no deberían pasar por generar un nuevo marco de deliberación compartido desde el que puedan surgir nuevas ideas y demandas, nuevas propuestas colectivas para desarrollar los modelos desde una concepción ampliada (2) de la salud y atendiendo a la necesaria coexistencia de saberes expertos y saberes profanos legitimados como expertos.

Sobre la asfixia corporal y el hacer comunitario

Si pensamos el cuerpo como generador de experiencias, productor de significaciones y la matriz misma de la subjetividad desde la que emerge el saber, es fundamental analizar las condiciones corporales de la llamada locura para entender la naturaleza del silencio y las opciones del decir. Siguiendo de nuevo a Byron Good (2) y adoptando un cierto posicionamiento fenomenológico, podemos plantear que para la persona el padecimiento es experimentado a través del cuerpo. Y el cuerpo no es solo “un objeto físico o estado fisiológico, sino una parte esencial del yo y un productor de significaciones. […] El cuerpo es sujeto, la base misma de la subjetividad o experiencia en el mundo, y el cuerpo, en tanto que ‘objeto físico’, no puede ser nítidamente diferenciado de los ‘estados de la conciencia’. La conciencia en sí misma es inseparable del cuerpo consciente” (2). Para Good, pues, el cuerpo no es solo “el objeto de cognición y conocimiento, de representación de estados mentales y la obra de la ciencia médica. Es al mismo tiempo un desordenado agente de experiencia”; o, dicho de otro modo, el cuerpo no es solo el “objeto de intervención de la práctica médica” (2), sino, a la vez, la fuente creativa de la experiencia desde la que se construye un saber. Podemos entender así que las relaciones entre la experiencia corporal, el significado inter-subjetivo, las estrategias narrativas que reflejan y re-elaboran las vivencias de la enfermedad y las prácticas sociales que canalizan los comportamientos son fundamentales para entender la aflicción y las posibilidades de producción del saber profano (2). El cuerpo es experiencia y, como tal, produce sentidos en la dimensión de lo molecular (término de Gramsci recuperado por Giovanni Pizza), es decir, en aquella unidad mínima del ejercicio vital, el particular inmediato y la vida cotidiana (5). En otras palabras, las posibilidades de emergencia de los saberes profanos están en estrecha relación con el lugar social de los sujetos, sus cuerpos y sus vidas.

En un artículo anterior (19) planteábamos que, en la aproximación biomédica al sufrimiento mental, el cuerpo no es solo parte de las posibles des-consideraciones; en muchos casos, es poco más que el receptáculo del compuesto sintético que intenta neutralizar las variantes sintomatológicas del sujeto y el elemento de referencia para observar los efectos y consecuencias de los neurolépticos. Podemos hablar aquí en términos físico/orgánicos de un cuerpo que se altera como producto de la medicación y de las intervenciones de la biomedicina; esto es, de un cuerpo que modifica su volumen, que pierde o gana peso en exceso; de un cuerpo que tiembla, duda o acusa excesos de glucosa en sangre, etc. Pero, por otro lado, hay un cuerpo que sufre las consecuencias derivadas de las significaciones sociales de las taxonomías; hablamos entonces de una corporalidad escondida, arqueada, encorvada, retorcida, que intenta olvidarse de sí misma para desaparecer con el objetivo último de no estar expuesta a las lógicas del estigma. Digamos que el primero está vinculado al universo de los efectos denominados como no-deseados o secundarios de la medicación psiquiátrica y que intentan paliarse mediante más fármacos que contrarresten con nuevos efectos (primarios y secundarios) los anteriores. La pesadez y el aletargamiento producido contribuyen al desarrollo de un itinerario vital sedentario, no activo, que genera en muchos casos obesidad, problemas circulatorios, hormonales, etc. Dice Joanna Moncrieff: “Hacen que las personas se muevan menos y que sus movimientos sean más lentos. Al disminuir los movimientos de los músculos de la cara, la expresividad facial es menor y se desarrolla una especial expresión gestual plana. También se reducen otras respuestas de expresión emocional. Experiencias emocionales como la tristeza y la felicidad son menos intensas y las personas que han tomado estos fármacos describen sentirse emocionalmente aplanadas, indiferentes o insensibles. Los neurolépticos enlentecen el pensamiento y para quienes los toman resulta especialmente difícil hacer cosas por sí mismos. Se describe como una dificultad para ‘iniciar acciones’ e incluso algo tan sencillo como el responder a preguntas puede llegar a ser difícil” (20).

Los numerosos efectos primarios y colaterales provocados por los neurolépticos pueden rastrearse de distintas maneras en la evidencia de lo corporal y en la construcción de una subjetividad. Al mismo tiempo, la conciencia del sujeto de su propia situación como nombrado/significado socialmente a través de las etiquetas diagnósticas y la conciencia de sus sentidos sociales podrían pensarse, en parte, como determinantes de una variante específica de corporalidad. Esta corporalidad se traduce en un estar hundido frente al propio mundo vital y se suma entonces a aquella captura de la subjetividad, a la negación del saber, generando un tipo de realidad que ayuda a entender las razones del silencio.

A todo lo mencionado, deberíamos sumar los riesgos de la realidad actual en relación con el trabajo desde lo enunciado como “comunitario” (19). Así, decíamos que los sujetos de la aflicción están expuestos de diferentes maneras a la lógica de los otros, y no solo a través de las articulaciones propias del Modelo Médico Hegemónico (7) en las instancias que le son propias, sino a partir de la naturalización de la perspectiva biomédica transformada hoy en eje central de la articulación semántica del estigma en el campo social. El saber experto, que solía fundarse sobre el cuerpo del loco dispuesto en condiciones de pretendido laboratorio durante el encierro, parece haber propuesto y dispuesto hoy una suerte de captura semántica de los sujetos incluso en entornos comunitarios en los que las taxonomías continúan operando y tiñendo las prácticas del tejido social. Al parecer, en estos tiempos, las categorías diagnósticas se articulan desde una cierta apropiación de la identidad de los sujetos inclusive en entornos que no les son propios. Así, pueden observarse abordajes que no son sino una mímica de lo comunitario y que terminan asfixiando semánticamente a los individuos allí por donde circulan. Y, en ocasiones, esto no solo es resultado de la sobremedicación como fenómeno que impacta en las improntas corporales e inhabilita su despliegue, sino que está ligado también a las necesidades institucionales de continuar nombrando y re-semantizando los espacios sociales desde las pautas de lo clínico-terapéutico; en otras palabras, puede observarse cómo fuera de las redes de tratamiento de la salud mental, las instancias propuestas para la llamada locura se rebautizan desde las lógicas de la “inclusión”, la “asistencia”, la “terapia” y la “beneficencia”. Hablamos de un abanico taxonómico que tiene más sentido para quien lo produce y la necesidad de articularse –al menos retóricamente– desde el paradigma de la “integración” que para quien de distintas formas intenta utilizarlas o participar en ellas. Observamos de esta manera cómo aquella corporalidad e identidad/subjetividad de la locura continúa cautiva de la taxonomía psiquiátrica, devenida en un saber social que opera incluso fuera de los propios ámbitos institucionales de lo biomédico. Los sujetos son pensados en términos de “enfermedad total” (21), re-bautizada y recuperada en todas y cada una de las instancias y territorios por los que circulan. Quizás las transformaciones que se están dando en este sentido pasan por la creación de espacios naturales ligados a un cuidado que no patologice, que no identifique al otro en su necesidad o vinculación clínica, sino a la posibilidad de abrirse a un nuevo campo de experimentación o aprendizaje. El ámbito de lo socio-comunitario necesita ser re-pensado desde el complejo taxonómico de lo comunitario.

De este modo, pensar en aquellos contextos en los que puede hacerse posible la emergencia y la articulación de los saberes profanos tiene una estrecha relación con las preguntas que se hacía Jean Oury: “¿Cómo sostener un colectivo que preserve la dimensión de la singularidad? ¿Cómo crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias, atmósferas distintas, en los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo mantener una disponibilidad que propicie los encuentros, pero que no los imponga, una atención que permita el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo dar lugar al azar, sin programarlo? ¿Cómo sostener una ‘gentileza’ que permita la emergencia de un hablar allí donde crece el desierto afectivo?” (22).

Movimientos y contextos posibles

Más allá de lo reflexionado anteriormente, es justo admitir que vivimos momentos en los que las opresiones históricamente naturalizadas en el ámbito de la salud mental vuelven a ponerse de manifiesto; hay luz sobre la coerción en el campo del sufrimiento psíquico; hay luz sobre la brutal evidencia de la contención mecánica y su uso en situaciones que exceden los argumentos que la sostienen; hay luz sobre la necesidad de abrir espacios para el cuidado mutuo y para el diálogo. A partir de esto, podemos concluir que el trabajo por la mejora del estar psíquico y social de los sujetos de la aflicción implicaría, entre otras cuestiones, una doble labor: insistir en la des-patologización de las identidades y en el cuestionamiento de los usos sociales de las categorías médicas como realidades totalizantes y en ámbitos que no les son propios; pero, al mismo tiempo, desarrollar una nueva praxis que sea el producto de una elaboración colectiva y transdisciplinar –que incluya los saberes de la experiencia– de itinerarios para la generación de ese bienestar. Ello estaría ligado al desarrollo de instancias desde las que los sujetos accedan a la posibilidad de apropiarse de sus itinerarios vitales; es decir, en las que se politice el sufrimiento y se legitime el cuidado mutuo en tanto germen posible para la emergencia de un saber que dé acceso al diálogo.

Se trata de promover una cierta apertura para reconocer la existencia de estrategias y formas de producir cuidado que no necesariamente coinciden con las desarrolladas desde las lógicas de los saberes expertos. Una mujer preguntaba en Nikosia hace unos años: “Si las enfermedades están generalmente ligadas a algún órgano tratable, ¿dónde duele la locura?, ¿en la mente? Pero, si la mente es una abstracción, ¿dónde está la mente que supuestamente está enferma? La locura duele en todas partes y a veces no hay medicina para tanto dolor”.

Necesitamos, pues, una nueva cultura compartida del cuidado, un marco de referencia y una aproximación que se abra a la necesidad de atender las interacciones entre relatos y saberes, entre lo singular y lo colectivo, entre los determinantes y presiones sociales y las condiciones materiales de la vida. Quizás, como planteábamos en un artículo reciente junto a Ángel Martínez (23), no se trata tanto de poner el énfasis en el dónde de lo comunitario –que también–, sino en el cómo de la concepción y la articulación de las prácticas y de la transformación de los hábitos relacionales entre sujetos, experiencias y relatos. Si hoy es evidente que el manicomio pervive en los vínculos, necesitamos des-manicomializar las relaciones entre sujetos y saberes, des-enfermar las identidades (1). Necesitamos una mirada alejada de la tentación de imponer fórmulas que unifiquen el abordaje de la salud; una perspectiva, ligada quizás a las propuestas de la salud colectiva (23), que entienda que la receta y el protocolo no solo reducen la complejidad de cada situación/experiencia de sufrimiento a una unidad ilusoriamente estándar, sino que, al mismo tiempo, nos alejan estrepitosamente de las lógicas del cuidado.

Con todo, el desafío no solo pasa por re-conocer la existencia de aquellos saberes y sujetos que han logrado un cierto grado de emancipación, sino por producir nuevos contextos de posibilidad para la emergencia de esos otros que residen bajo la colonización. Toda tarea en pos de la de-construcción del estigma pasa fundamentalmente por des-colonizar y desactivar las nosologías biomédicas y sus frondosidades significantes como elemento al uso de las identidades sociales, y producir otras maneras de nombrar que resulten de la negociación y el consenso entre saberes.

Al mismo tiempo, es necesario seguir problematizando la concepción reduccionista de la lucha contra el estigma, abriendo un campo de sospechas para mostrar el empeño de las multinacionales farmacéuticas en dar apoyo incondicional a las campañas antiestigma porque contribuyen de manera colateral a la solidificación de las categorías diagnósticas como realidades inapelables en relación con los fenómenos que nombran. En otras palabras, y como suele afirmar Benedetto Saraceno en sus conferencias, preguntándonos si el apoyo de la Industria Farmacéutica no es sino un paso más en la tarea orientada a consolidar la naturaleza del objeto que da sentido a la existencia de su producto: la enfermedad.

Es un proceso que deberá darse de manera gradual, abriéndose paso entre sedimentos de instancias y situaciones de dominación que atraviesan sujetos y vidas. Y es en este sentido que el trabajo de colectivos, asociaciones y federaciones en “primera persona”, construyendo en condiciones de igualdad con otros saberes, cobra mayor valor y significado. Es allí donde se reconstruyen hoy los territorios que posibilitan la distancia necesaria para la re-subjetivación, es decir, un alejarse de las condiciones anteriores de identificación ligadas a lo patológico para habilitar el surgimiento de sujetos otros; nuevos contextos de posibilidad (1) para la producción de otras subjetivaciones, lugares e instancias desde donde recuperar autonomía, legitimidad y jurisdicción sobre la geografía y el destino del propio mundo vital; espacios físicos y simbólicos desde los que producir encuentros, colectivizar y politizar el sufrimiento, desarrollar una cierta consciencia tanto de la aflicción como de toda situación de opresión; compartir, comunicar y, sobre todo, producir estrategias de resistencia y cuidado; territorios, en definitiva, desde los que empezar a tejer y evidenciar el aporte relegado del saber profano. Y ante esto es necesario el compromiso urgente de los saberes expertos y del hacer profesional a la hora de reconocer y dar lugar a la producción de un mapa nuevo para crear las condiciones del diálogo. Un campo legítimo para la intersubjetividad. En eso estamos. Hacia allí vamos.

1Algunas de ellas se definen exclusivamente como “en primera persona” y otras son el resultado del encuentro entre personas con y sin experiencia en el diagnóstico e incluyen a profesionales, familiares, etc.

2“En primera persona” es una de las formas consensuadas para hablar de sí mismos según las federaciones de los llamados “usuarios de servicios de la salud mental” en el Estado español. Hace referencia a la necesidad de “dejar de ser hablados por otros” –saberes expertos– para comenzar a hablar desde el marco de referencia que da la experiencia del sufrimiento psíquico “en primera persona”. Dichas federaciones representan a entidades y colectivos que, entre otras cuestiones, buscan, por un lado, participar en la elaboración y el desarrollo de las políticas públicas relativas a sus necesidades y derechos, y, por el otro, crear espacios y condiciones del cuidado desde las lógicas y premisas de la colaboración y el cuidado mutuo.

3Cuando hablamos de aflicción, hacemos referencia a aquel sufrimiento derivado no solo de la realidad psíquica, sino también del impacto relativo de los usos sociales de las significaciones asociadas a las categorías médicas que las nombran y de lo que solían denominarse “condiciones materiales de la existencia”.

4Aquí retomo la noción de habitus de Pierre Bourdieu (6) para hablar, por un lado, de los condicionamientos asociados a una clase particular de formas de existencia y, por el otro, de lo que de ello se deriva en términos de producción de sentido y acción.

5El colectivo LoComún está formado por personas con y sin experiencia de diagnóstico. Más información en: https://www.facebook.com/LoComun/.

6Nikosia es un colectivo, una asociación y una de las primeras emisoras de radio formadas por personas con sufrimiento psíquico en el Estado español.

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Recibido: 06 de Septiembre de 2018; Aprobado: 28 de Octubre de 2018

Correspondencia: marthuc@yahoo.com

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