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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

On-line version ISSN 2340-2733Print version ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.38 n.134 Madrid Jul./Dec. 2018  Epub Feb 01, 2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352018000200014 

Dossier: Salud Mental y Ciudadanía

Malestares de género y socialización: el feminismo como grieta

Gender discomfort and socialization: feminism as a crack

Clara Benedicto1  2 

1Centro de Salud San Blas, Parla

2Colectivo Silesia, Madrid, España.

Resumen:

En un contexto patriarcal y neoliberal, el género y otros ejes de poder condicionan quiénes somos como individuxs y cómo nos relacionamos y construimos lo colectivo. La formación de la autoestima, la definición de la autonomía o el papel que asignamos a las emociones están muy influidos por los mandatos de género: lo que es masculino –y, por tanto, hegemónico y poderoso– y lo que es femenino –y, por tanto, subordinado e invisibilizado–. Por este motivo, la definición y el abordaje de la salud mental en nuestra sociedad son patriarcales tanto como nuestra misma forma de enfermar. Se propone la perspectiva de género y la mirada feminista como una metodología para pensarnos de forma distinta, valorar lo común y reconstruirnos desde la vulnerabilidad y la interdependencia.

Palabras clave: identidad de género; salud mental; feminismo; equidad en salud; género y salud; sexismo

Abstract:

We live in a patriarchal and neoliberal context, where gender and other axis of power influence us as individuals and also how we interact with each other and build citizenship. Self-esteem, autonomy or the role of emotions are determined by gender commands: what masculine is –therefore, hegemonic and powerful- and what feminine is –therefore, subordinate and invisible-. Hence, the definition and approach to mental health are also patriarchal and so it is our way to understand mental illness. A gender perspective and a feminist look are proposed as a methodology to reflect on inequalities, value what we have in common and rebuild ourselves from vulnerability and interdependence.

Key words: gender identity; mental health; feminism; health equity; gender and health; sexism

“There's a crack, a crack in everything. That's how the light gets in.”

Leonard Cohen, “Anthem” (The Future, 1992)

En la ontogenia y la filogenia de cualquier profesional sanitarix hay una grieta por la que se ve más allá de los referentes conocidos del diagnóstico y la patología, lo que conlleva incertidumbre, pero también espacios para pensar y construir de una forma más global. En este sentido, la salud mental es mucho más que la ausencia de enfermedad mental (e incluso a veces es compatible con ella). Para abrir el foco, podemos pensarla como un conjunto de estrategias individuales y colectivas de afrontamiento y procesamiento de la experiencia cotidiana implicadas en caminar hacia un ideal de bienestar y equilibrio personal y relacional. Lo central aquí no es tanto lo sanitario o lo patológico, sino las relaciones del sujeto consigo mismx y las relaciones sociales, o la construcción del yo y la integración en el nosotrxs. Y es precisamente en este “nosotrxs” donde se encuentra la intersección de la salud mental con la ciudadanía, puesto que afecta, por un lado, a la pertenencia y la relación entre centralidad y periferias, y, por otro, al hecho de ser sujeto de derechos y participar co-creando lo común.

Dice Gerda Lerner, en la línea del conocimiento situado de Donna Haraway1, que el enfoque que usamos en la interpretación –nuestro esquema conceptual– determina el resultado final de la misma (1). Esto quiere decir que el “nosotrxs” no es homogéneo ni inmutable, sino que está definido por el paradigma desde el que pensamos e intervenimos. Nuestra sociedad, que es patriarcal, distribuye roles distintos para el sexo femenino y el masculino, creando una estructura donde lo masculino es lo normativo y hegemónico, y justificando violencias más o menos explícitas para sostener y perpetuar este orden. La otredad de lo femenino ocurre tras el telón, bajo la tierra, dentro de los vientres, y las mujeres viven como quien está perdida en el desierto: siguiendo los pasos de la de delante, mientras por detrás el viento borra sus huellas. En esta sociedad patriarcal es el hombre quien tiene el poder, y quien tiene el poder es quien escribe la historia y define las normas.

Desde los dispositivos sanitarios, que son un subconjunto de la sociedad patriarcal con sus mismas normas, transformamos una diferencia en dicotomía y aplicamos sobre ella un eje vertical que construye una desigualdad. Pero así como el surgimiento del concepto “género”2 y las posteriores teorías feministas vienen a poner en cuestión el binarismo sexual entre hombre y mujer –sus significados y significantes–, entender la salud mental como algo más que la ausencia de enfermedad mental también cuestiona la dicotomía locura-cordura como términos absolutos y excluyentes o como conjuntos estancos. Y al visibilizar y transitar estas fronteras borrosas, estamos cuestionando también los sistemas de poder que las generan.

En la primera parte de este artículo, se discuten distintos aspectos mediante los que el género condiciona la experiencia individual y colectiva: los mandatos de género, la construcción de la autoestima, la definición de autonomía y el papel de las emociones. Estos y otros aspectos condicionan las estrategias de afrontamiento y procesamiento en las que se cimenta la salud mental. En la segunda parte, se muestra cómo las crisis producidas por las desigualdades basadas en el género pueden originar malestares por obediencia o disidencia que son propios de una sociedad patriarcal, interseccionando con otros ejes de poder íntimamente relacionados que la contaminan: lo biomédico, lo cuantitativo, lo capitalista o lo individual. Por último, se concluye que, para cambiar estas estructuras que nos oprimen, hay que levantar la vista más allá de lo individual. La construcción de la ciudadanía requiere pensarnos, reconocernos y visibilizar las relaciones entre nosotrxs desde nuevas dimensiones, como la empatía, los cuidados y la interdependencia. Para ello, el feminismo es una grieta que nos descubre mecanismos ocultos, pero también es la mano que desmadeja y la aguja y el hilo con los que re-tejer lo colectivo.

Transformar la diferencia en desigualdad

“Si existe solo una verdad y los científicos tienen su conocimiento (es decir, si ciencia y naturaleza son lo mismo), entonces la autoridad de la ciencia es inatacable. Pero si la verdad es relativa, si la ciencia está separada de la naturaleza y está conjugada, en cambio, con la cultura, entonces el estatuto privilegiado de esa autoridad está fatalmente minado”.

Evelyn Fox Keller (4).

a) La construcción sanitaria del género

El lugar que ocupa lo no-masculino en la atención sanitaria y los saberes académicos es marginal y profundamente ahistórico. Señala Gerda Lerner que es necesario “distinguir entre el registro no escrito del pasado –todos los sucesos del pasado que recuerdan los seres humanos– y la Historia –el registro y la interpretación del pasado–”3 (1); esta última está seleccionada y codificada desde el punto de vista masculino. Como consecuencia, la situación actual bascula entre el androcentrismo y la diferencia, pero sin romper en ningún momento el binarismo (5).

Desde la crítica feminista pueden señalarse dos mecanismos por los que se ha construido y mantenido esta desigualdad estructural en el ámbito sanitario:

  1. El androcentrismo, presente a todos los niveles, que impide visibilizar las diferencias y reflexionar sobre si son evitables o no:

    • En la investigación sanitaria, sobre la que se basa lo que hacemos y enseñamos, las mujeres están invisibilizadas y, por tanto, asimiladas a lo masculino: escasa participación en ensayos clínicos, ausencia de desagregación de los datos por sexo y falta de análisis con perspectiva de género. Esta homogeneización hace, por ejemplo, que pase desapercibida la morbilidad diferencial originada por los condicionantes sociales, haciendo que las diferencias entre sexos parezcan naturales. La investigación sobre este punto señala, sin embargo, que pesan más las condiciones de trabajo –sea el remunerado o el doméstico–, la carga y demanda excesiva y el soporte social para realizarlo que las diferencias biológicas o psicológicas entre sexos (6).

    • Las fuentes de información son bastante limitadas, tanto por la ya mencionada dificultad de analizar los datos separados por sexo como porque muchas veces el uso de indicadores no es el más adecuado: es habitual conocer fertilidad o mortalidad, pero menos conocer otros (como la calidad de vida o la salud percibida) en los que las mujeres puntúan peor.

    • Hay un sesgo de género en la consideración de los problemas de salud de las mujeres. Por una parte, se piensa que al ser diferentes no pueden tener problemas similares; por otra, se considera que, más allá del aspecto sexual y reproductivo, las diferencias en salud y enfermedad entre hombres y mujeres son inexistentes o irrelevantes. Como consecuencia, se invisibilizan las necesidades específicas: se atiende más a la salud física que a la mental-social, y se limita lo mental-social a lo biológico.

    • Al estar definido el sistema con criterios androcéntricos, existe una inadecuación de la atención, accesibilidad y distribución de recursos a las necesidades de las mujeres, cayendo muchas veces en la medicalización de estas por falta de respuestas adaptadas.

  2. La medicalización de las mujeres a través de medidas de control social como los estereotipos de género (3):

    • La definición de la enfermedad como universal, unicausal y como desviación de una norma biológica nace de doctrinas biologicistas, mecanicistas y del atomismo anatómico. El marco conceptual es una dicotomía mente-cuerpo en la que la biología es independiente de la conciencia y lo natural de lo social. Así, se afirma que la teoría y la práctica biomédicas son neutrales y ahistóricas, y, por tanto, capaces de definir y apropiarse de las subjetividades no normativas.

    • Determinados comportamientos generalmente asociados a “lo femenino” (el llanto, la pasividad, la labilidad emocional, la necesidad de validación externa) están valorados negativamente y son más fácilmente asimilables a trastornos mentales. Además, socialmente se estigmatizan más los sufrimientos derivados de estos comportamientos que otros más agresivos, individualistas o de escasa expresividad emocional que son más típicamente masculinos.

    • La institución sanitaria actúa como un dispositivo de control y regulación que privilegia el cumplimiento de los roles heteronormativos y que ignora o sanciona las identidades disidentes.

Esta desigualdad construida sobre la diferencia de género se asume, en ocasiones, como el producto de sesgos puntuales corregibles de forma individual; pero, en realidad, es estructural y requiere una reflexión profunda. Incluso el propio concepto de medicalización está referido a mujeres con acceso a sistemas de salud, ya que otras mujeres tienen, por condicionantes de género, clase o raza, peor acceso y menor atención sanitaria de calidad. Como dice Marcela Lagarde, “aunque se logre visibilizar a las mujeres descorriendo un pequeño velo de su opresión y exclusión, casi nunca se profundiza en las causas que las han originado. Se intenta pasar de puntillas sobre el origen para no tocar nada de las fuentes de dominio que han originado la opresión, para no plantear ni promover cambios genéricos en los hombres ni en las instituciones que estos han creado” (7).

Se hace necesaria entonces la reflexión sobre el tipo de ciencia que queremos: una práctica científica de la diversidad, no dicotómica, que estudie el efecto en la salud de las intersecciones de condicionantes; que cuestione dónde elegimos poner el foco a través de las preguntas que nos hacemos y las metodologías que empleamos. En las desigualdades de género en salud, hay una maraña de factores biológicos (genéticos, hormonales, anatómicos), psicológicos, ambientales y sociales4. La tendencia tradicional del feminismo de la igualdad, centrada en combatir las discriminaciones, ha sido reivindicar a las mujeres como seres humanos, merecedoras de los mismos derechos; sin embargo, las diferencias han sido a veces poco centrales o incluso negadas, quizás para que no pudieran ser usadas para inferiorizar o controlar. Desde el feminismo de la diferencia, se ha señalado, por una parte, la existencia de diferencias no visibles y no valoradas que eran generadoras de desigualdad y, por otra, el peligro de asimilar a las mujeres a la posición social de los hombres en un sistema neoliberal donde prima lo productivo, se invisibiliza lo reproductivo y lo vivible está en contracción. El diálogo entre ambos enfoques no es solo necesario en la aproximación a sistemas multicausales complejos, sino complementario, ya que, como señala Joan Scott, la oposición no es entre igualdad y diferencia, sino entre igualdad y desigualdad (9).

b) Bajo los mandatos de género: el ataque de la mujer de 50 pies

Se entiende por mandato de género la sumisión a roles patriarcales de comportamiento y socialización que son aprendidos culturalmente y luego interiorizados. De acuerdo con esta distribución de roles, se produce una organización sexista de la vida social sobre tres pilares. En primer lugar, la división sexual del trabajo: como explica Silvia Federici (10), relegando el trabajo reproductivo y de cuidados a las mujeres y sometiéndolo a la reproducción de la fuerza de trabajo, mecanizada y masculinizada. La mujer ha estado así subordinada al hombre en lo económico y en el espacio público; e incluso aunque participe del trabajo asalariado, se dedica con mayor frecuencia a trabajos más precarios, peor considerados socialmente y peor pagados, además de ocuparse de sostener los cuidados. Esto conduce a situaciones de sobrecarga y alto estrés mental.

En segundo lugar, la sexualización del mundo: la reducción de la mujer al cuerpo sexuado, objetificándola y sometiéndola al deseo masculino. Esta visión permea desde el modelo de la complacencia y la sumisión que Virginie Despentes analiza en Teoría King Kong: mujeres exitosas o fuertes en otros campos que transmiten a través de la sexualización una manera de disculparse, de tranquilizar a los hombres: “Mira qué buena estoy, a pesar de mi autonomía, de mi cultura, de mi inteligencia, en realidad, lo único que quiero es gustarte” (11). Como también señala Martha Nussbaum, la objetificación sexual no es un problema del deseo en sí mismo, sino de cómo nuestra socialización erótica está muy relacionada con la jerarquía y la dominación, generando relaciones asimétricas: a un lado el objetificador; a otro, la mujer que se presta voluntaria para ser objeto (12).

En tercer lugar, la construcción de subjetividades de género que afectan a lo simbólico y a lo material. La feminidad normativa se basa, en lo personal, en el culto a la belleza, la docilidad y la vulnerabilidad, y, en lo relacional, en el cuidado y la entrega a lxs otrxs. Esta combinación, en la que el locus de control y de autoestima están fuera, trunca la autonomía y genera dependencia. La feminidad normativa, debido a esta subordinación, también está íntimamente ligada a la baja autoestima, la persecución de modelos de perfección y, consecuentemente, a la culpa; culpa por insuficiencia, inadecuación o transgresión de los roles de género. Como reflexiona Despentes: “Tened hijos, es fantástico, os sentiréis más mujeres y más realizadas que nunca, pero hacedlo en una sociedad decadente en la que el trabajo asalariado es una condición de la supervivencia social, aunque no está garantizado para nadie, y menos para las mujeres. Traed hijos a ciudades donde la vivienda es precaria, donde el colegio se da por vencido, donde se somete a los niños a las agresiones mentales más perversas. […] Sin niños la alegría femenina no existe, pero criar a los niños en condiciones decentes es casi imposible. […] No hay actitud correcta, forzosamente hemos cometido un error en nuestra elección, se nos responsabiliza de un fracaso que es, en realidad, colectivo, social y no femenino” (11). La culpa y el sufrimiento constituyen una garantía de sumisión al rol impuesto. “Mi supervivencia en sí misma es una prueba que habla contra mí”, dice Despentes sobre su violación (11). El miedo y la culpa tras la transgresión son cicatrices que tienen una función ejemplarizante y correctiva: hay que sufrir, no defenderse. Se puede tolerar una reparación con tiempo y ayuda experta, pero la reconstrucción es un desafío a las normas establecidas.

Bajo estos mandatos, el mundo simbólico no se corresponde con la experiencia propia, por lo que esta no queda legitimada, y no hay tampoco (auto)reconocimiento. En soledad, nos faltan palabras y referencias para describirnos. Escribe Rebecca Solnit que si careces de palabras para un fenómeno, una emoción o una situación, no puedes hablar de ello, lo que significa que no puedes aliarte para abordarlo y, mucho menos, cambiarlo (13).

c) Autoestima y sororidad: vernos en otras

Es precisamente ese aliarse para nombrar y legitimar lo que vehiculiza la autoestima. Un conjunto de experiencias subjetivas y prácticas de vida conformadas por pensamientos, intuiciones y creencias, pero también interpretaciones: es una conciencia del yo en el mundo. La construcción moderna del género, realizada en una sociedad capitalista y heteropatriarcal, permite la individualización, pero sin verdadera autonomía, porque la inequidad es consustancial al sistema. Esta composición contradictoria de la identidad hace de la autoestima un conjunto de experiencias antagónicas que producen inestabilidad, escisión y conflicto interior (14). Superar esta contradicción individualmente depende en gran medida de los recursos personales, de forma que puede generar sufrimiento psíquico o dinamizar la contradicción integrando las distintas dimensiones y cicatrizando lo fragmentado. Pero los recursos personales están muy influidos por los ejes de desigualdad.

No es suficiente, por tanto, con tener cualidades personales como fuerza de convicción y fortaleza para construir la autoestima personal, porque el género femenino tiene una “tendencia sacrificial”: somos tradicionalmente seres-para-otrxs y depositamos en ellxs el poder sobre nuestra autoestima. Como contraposición, Marcela Lagarde propone poner en valor los recursos propios que cada una tiene, potenciarlos y compartirlos con otras, conformando procesos pedagógicos entre iguales con roles dinámicos de maestra y discípula (14). Se establece así una diferencia con la función clásica del grupo militante (donde no suelen caber los problemas personales) y con el grupo de autoayuda (donde no suelen entrar los problemas del mundo). En este marco, cada mujer puede oír su propia voz y la de las demás; puede dudar, aprender e identificarse genéricamente, y adquirir rango de autoridad gracias a su sabiduría, conocimientos y habilidades. Desde estos procesos se puede construir la autoestima de género personal, y reescribir en común la cultura y la conciencia colectiva de las representaciones femeninas, llegando a una estima de género.

La novedad que aporta esta visión feminista de la autoestima es la apreciación de la interdependencia, conectando los cambios en el mundo con cambios internos en la propia subjetividad, construyendo una autoestima que tiene raíces en las condiciones de vida objetivas y subjetivas, y caminando hacia las mujeres que queremos ser. El objetivo de esta autoestima de género es el empoderamiento personal y colectivo a través de la sororidad, que es el encuentro de la conciencia de género con la experiencia política. La construcción de un “nosotras” donde existe diversidad en el concepto “mujer”, pero también una relación entre cada mujer y las mujeres porque la mejoría de las condiciones de vida solo puede lograrse en común. Para construir la sororidad son necesarias, según Lagarde, una autoestima de género, la identificación genérica en la que se comparten especificidades y diferencias, y una aceptación y reconocimiento de las otras (14).

Vivimos en un escenario de crisis de las antiguas identidades y una cierta orfandad de grandes relatos que aglutinen el respeto a la diversidad con los objetivos y las luchas comunes. El feminismo articula bien este falso dilema entre individual y colectivo, porque no solo reivindica el fin de la discriminación por género, sino que también aporta una óptica interseccional (antirracista, descolonial) que visibiliza los distintos ejes de poder. Es importante notar que esta construcción del poder en común podría ser también extrapolable al sufrimiento psíquico en tanto que experiencia individual con raíces colectivas, tal como ya desarrollan iniciativas como Hearing Voices (15).

Lagarde propone, en suma, desde la práctica ética del feminismo, articular la acción política para eliminar las causas de opresión con una acción reparadora de los daños en cada mujer, realizada unas con otras a través del apoyo y la legitimación.

d) Autonomía: la salud como libertad

La construcción de salud con modelos positivistas (completo bienestar físico, psíquico y social) o biomédicos (ausencia de enfermedad) no solo estrangula la oportunidad de una salud accesible y duradera, sino que niega la posibilidad de una construcción participativa o de considerarla un bien común. Jordi Gol (16) la define, sin embargo, como “el proceso para conseguir una autonomía personal, solidaria y gozosa”. Incluye así no solo una perspectiva dinámica (proceso), sino la importancia central de la autonomía y una referencia a lo común: al ser solidaria, la individualización no implica individualismo.

Realizando un análisis histórico y antropológico desde una óptica feminista, Almudena Hernando describe cómo se construye la “ficción moderna de la individualidad” desde las sociedades cazadoras-recolectoras. Al individualizarse los hombres en el mundo occidental a través del poder, el control material y la propiedad privada, padecen una desconexión emocional del mundo provocada por ese mismo control. Como consecuencia, necesitan a las mujeres para construir y mantener los vínculos que sostienen su adscripción al grupo, y para ello les impiden individualizarse. La identidad relacional se subordina a la individual y se considera más atrasada; las mujeres también se someten a las necesidades de los hombres mediante relaciones desiguales heterosexuales normativas, sostenidas por el matrimonio y la familia nuclear (1718). La negación de la autonomía está muy relacionada con la negación de la subjetividad, y según Nussbaum, son dos de las nociones más relevantes en el proceso de objetificación (12); tienen que ver con el hecho de no tratar a la persona como un fin en sí mismo y con el de convertirla en un personaje de la narración de otro, cosa que no solo ocurre con el rol femenino tradicional en el ámbito doméstico, sino también con la consideración de la mujer por la medicina hegemónica.

La identidad de la mujer está, pues, escindida entre la omnipotencia con la que se socializa dentro del mundo privado de los vínculos y la vivencia cotidiana de estar despojada de poder. Lo pueden todo para otrxs, pero son impotentes para sí mismas. Y esta escisión impide la verdadera autonomía. Sobre esto mismo habla Marina Garcés cuando define el analfabetismo ilustrado: “Lo sabemos todo, pero no podemos nada” (19); no basta con tener acceso al conocimiento disponible (o, en este caso, al poder), lo importante es que podamos relacionarnos con él de manera que contribuya a la emancipación y a transformarnos, a nosotrxs y a nuestro mundo, a mejor.

e) Las emociones como ruido del cuerpo: el sueño de la razón produce monstruos

El cuerpo y la salud son un terreno cotidiano y cercano donde con frecuencia se manifiestan las contradicciones sociales: el poder, el sometimiento o las desigualdades, pero también la resistencia, la creatividad o la identidad. Dice Martha Nussbaum que las emociones constituyen evaluaciones sobre objetos externos relevantes para nuestro bienestar, por lo que reflejan nuestra naturaleza necesitada e incompleta frente al mundo y aquello que está fuera de nuestro control (20). Detrás de ellas hay una narrativa socialmente construida, y por eso es preciso cuidarlas desde lo colectivo en la misma línea que cuidamos lo ético y lo político. Sin embargo, y como se ha señalado al hablar de la autonomía, en el patriarcado la individuación ha traído consigo una desconexión entre lo racional y lo emocional y su asignación por género: la imagen de los místicos de la comunión con Dios era una conversación tranquila sobre la razón; en cambio, en el caso de las místicas, era corporal, entusiasta, erótica y arrebatada (21). Socialmente se identifica a las mujeres también por estar más cerca de la naturaleza que de la cultura y la civilización: cuerpos volubles, mentes débiles que se dejan llevar. Así como la civilización lucha por dominar la naturaleza (y, por tanto, la menosprecia), las mujeres se consideran de orden inferior (1). La asociación entre lo emocional, lo corporal y lo femenino cristalizó en el concepto de histeria: los ciclos hormonales y los órganos reproductivos gobiernan las emociones volviendo a las mujeres susceptibles, imprevisibles y poco fiables, por lo que precisan ser externamente silenciadas y controladas.

Las emociones son el ruido del cuerpo, su presencia poderosa; lo que Marta Sanz llama “lamentos umbilicales” (22). El rito iniciático de la depilación viene a ser a la mujer lo que la censura a las emociones: se impone la vergüenza, las leyendas urbanas, el yugo de lo normativo a través de la publicidad. Todo para tapar, dominar y mantener en privado lo que sale del cuerpo, porque perturba el rol social de la mujer y la hace visible. Una mujer con pelo en las axilas es una disrupción del orden semejante a un llanto sonoro o un estallido de ira. En contraposición, hasta hace poco, la salud para la medicina ha sido el silencio de los órganos (5).

La permisividad personal y social a la expresión femenina de las emociones ha sido mayor en la medida en que han cumplido una función (en el mantenimiento de los vínculos y las redes interpersonales, o incluso en la responsabilidad de gestionar los duelos) y han podido mantenerse ocultas en espacios privados. A raíz de la incorporación de las mujeres al trabajo productivo, cuando las emociones han podido interferir con la maquinaria capitalista, ha despertado un nuevo mecanismo de control: su medicalización.

El malestar de género en las mujeres: medicalizar la obediencia y patologizar la disidencia

“Las mujeres padecemos enfermedades misteriosas, enfermedades que se colocan en el límite de lo psiquiátrico y lo muscular, a través de lo neurológico, porque somos más sensibles al ruido, a la deformación, y nos resistimos a las inercias de nuestra forma de vida. Sin darnos cuenta, nos resistimos al neoliberalismo somatizándolo y nuestras somatizaciones se transforman en un interesado misterio de la ciencia”.

Marta Sanz, Clavícula (22).

Como consecuencia de estos y otros aspectos, la salud de mujeres y hombres es diferente (en lo anatómico, fisiológico, hormonal, etc.), pero también es desigual. Ser mujer es una condición social adversa que puede interseccionar con otras, generando experiencias de sufrimiento psíquico. Algunas de ellas se podrían llamar inevitables (las debidas a duelos, crisis vitales, enfermedad, etc.) y otras son evitables (las que son consecuencia de la inequidad en las condiciones de vida, las violencias estructurales, pobreza, paro, etc.). Por supuesto, la separación entre ellas es difícil, y, con la evidencia actual, constituye más un problema ético y filosófico que médico. Ambas se solapan inextricablemente, y cuando catalogamos un sufrimiento como patológico y lo acogemos sanitariamente, corremos el riesgo de transmitir que sufrir por un duelo es evitable o que hacerlo por violencia de género es una disfunción individual inevitable (esto es, inevitable sin ayuda médica). Ya que ambos ejemplos generan un cambio de paradigma inducido sanitariamente que puede ser dañino, podríamos llamar a esto iatrogenia narrativa. Escribe Marta Sanz: “Pienso en el significado de las palabras endógeno y exógeno, y encuentro sus concomitancias y sus siete diferencias: no es lo mismo no poder pagar un alquiler, darles a tus hijos leche rebajada con agua, que sentir la carencia en el cerebro de una sustancia que, por ejemplo, nos ayude a atenuar cotidianamente el sentimiento trágico de la vida” (22).

El diagnóstico de depresión es entre dos y cuatro veces más frecuente en mujeres que en hombres, así como la probabilidad de tomar psicofármacos (el 85% de los que se recetan en España son para mujeres). Además, es más probable que, ante síntomas físicos atípicos o inexplicables, se les prescriban antidepresivos (23). Desde la aparición de los ISRS no solo la prevalencia de depresión se ha multiplicado por mil (24), sino que se ha expandido, en particular, a través de la patologización de reacciones vitales adaptativas y de crisis vitales de las mujeres (maternidad, no maternidad, menstruación, menopausia, nido vacío, frustración e infelicidad) (25). Asimismo, las mujeres son más vulnerables a la medicalización por varios motivos prácticos. Por un lado, están más en contacto con el sistema sanitario: tienen más enfermedades crónicas, mayor longevidad y consultan con más frecuencia. Por otro, están más atravesadas por condicionantes socioeconómicos: resultan más afectadas por la pobreza, la precariedad y la violencia física, psíquica y sexual; tienen peor salud autopercibida (especialmente en clases bajas y con mayor edad) y mayores niveles de estrés.

Otra razón importante, ya apuntada con anterioridad, es una clara confluencia entre la obediencia a mandatos de género y las experiencias de sufrimiento y su etiquetado: como señala Margot Pujal i Llombart, hombres y mujeres construyen una identidad socialmente determinada y un tipo de interacciones específicas que se relacionan con las distintas categorías de diagnóstico psicopatológico (26). Los atributos de virilidad tradicional se relacionan con rasgos de personalidad desadaptativa (violencia, sentimientos de propiedad hacia las mujeres, agresividad, represión de las emociones, etc.) y se expresan con más frecuencia en trastornos por abuso de sustancias, del control de impulsos, parafílicos, delirantes y antisociales. Los parámetros de feminidad tradicional, en cambio, guardan similitudes con los síntomas de depresión (miedo, inseguridad, culpa, preocupación, baja autoestima, etc.) (27) y su expresión se relaciona con trastornos del estado de ánimo, ansiedad, estrés postraumático, personalidad dependiente o histriónica y corporalizaciones de la angustia, como los trastornos psicosomáticos o de la conducta alimentaria. Del mismo modo, el malestar de la obediencia es en las mujeres una negación de sí mismas que se expresa a través de violencia autoinfligida; mientras que en los varones conecta con las necesidades propias y genera violencia hacia lxs otrxs.

También las metodologías pueden verse afectadas por esta confusión. Algunas escalas utilizadas como herramientas de screening se comportan de forma diferente en hombres y mujeres y sobrediagnostican diferencialmente a las mujeres. Esto se debe a la presencia y el peso relativo de preguntas relacionadas con roles de género femeninos, como el llanto, la pérdida de interés en el sexo o las estimaciones sobre el futuro, en las que mujeres (incluso no deprimidas) puntúan mucho más que los hombres (28).

Por otra parte, es más probable que las mujeres expresen sus problemas en términos psicosociales y que etiqueten sus sufrimientos como depresión (29). Culturalmente, identifican mejor la tristeza y la expresan más abiertamente por obediencia al rol de feminidad y también por una mayor permisividad personal y social al ánimo triste (28). En este autoetiquetado hay también una gran influencia médica, de la industria farmacéutica, los libros de autoayuda, las revistas denominadas “femeninas” y otros medios de comunicación. En anuncios y ejemplos más o menos académicos, las mujeres aparecen hasta diez veces más como arquetipo del paciente con depresión, sobre todo en situaciones de “no poder”, insuficiencia y culpa en relación al matrimonio, al sexo o al cuidado de la familia (23), reforzando roles patriarcales y heteronormativos. No hay más que recordar el uso masivo de Optalidón por las amas de casa en los 50 y 60, que se mantenían así activas pero sumisas (30).

Otro efecto diferencial que expresa el poder de los roles heteronormativos es el impacto del matrimonio en la salud mental: mientras que en varones parece tener un efecto protector, en mujeres la mayoría de los estudios sugieren que puede ser un factor de riesgo. Jane Ussher hace un interesante análisis de esta dicotomía planteando que quizás no se deba tanto a la pareja en sí como a la institución heteropatriarcal, que une a hombre y mujer bajo unas condiciones específicas que pueden favorecer la insatisfacción, el autosilencio, la violencia, las humillaciones o la desigualdad en el reparto de tareas. También señala que en otros esquemas relacionales (como, por ejemplo, las relaciones lésbicas), hay modelos distintos de resolución de conflictos y más igualdad y satisfacción (23). En consecuencia, tanto obedecer intensamente como transgredir los mandatos de género pueden generar sufrimiento psíquico. Desde este punto de vista podemos clasificar los malestares en aquellos propios de la obediencia o de la disidencia.

El marco desde el que interpretamos estos malestares es, por tanto, fundamental, ya que nos lleva a nombrar y a hacer. En un mundo regido por principios neoliberales y patriarcales, la principal preocupación en torno a un problema como la depresión es su impacto en lo productivo; por eso la OMS alerta de que constituye la principal causa de discapacidad en el mundo (31). La enfermedad, hoy, es la incapacidad de trabajar. Y, a la vez, el no trabajar puede constituir otro tratamiento más de sanción a la anormalidad, o un paréntesis forzado o concedido (en el caso de la baja laboral) para salirse de la rueda productiva.

Pero el origen de esta discapacidad ¿está en la persona o en el sistema? (32). Las experiencias de mujeres que sufren comprenden un conjunto de vulnerabilidades como situaciones de estrés crónico, baja autoestima, indefensión aprendida, falta de control crónico y rumiación. Hay cada vez más estudios sobre síntomas como el dolor crónico con un claro sesgo de género: hablan de “cuerpos perdidos en actividad perpetua” o de cómo, a través del dolor, las experiencias se traducen en una identidad vulnerable mejor tolerada socialmente (33). Si, en realidad, la vulnerabilidad en el sufrimiento no es algo que nos aqueje temporalmente, sino algo que define la corporalidad y la existencia, quizás habría que remodelar el mundo alrededor de esta vulnerabilidad (21); o, dicho de otro modo, ayudar a las mujeres a tener más control sobre sus vidas, pero también cambiar sus circunstancias para que no tengan tanto por lo que rumiar.

Socialización para la ciudadanía: de la independencia a la interdependencia

“Comprender los mecanismos que nos han hecho inferiores y los modos a través de los cuales nos hemos convertido en nuestras mejores vigilantes es comprender los mecanismos de control de toda la población”.

Virginie Despentes (11).

La ciudadanía es lo que Marcel Mauss llamaba “el hecho social total” (34): en ella se manifiestan a la vez lo sociológico, lo histórico, lo psicológico y lo físico, creando un entramado que afecta a la pertenencia y a la representación (formar parte) y al reconocimiento de derechos que conducen a la participación política a diversos niveles. El sujeto de derechos es el sujeto universal hegemónico: un hombre blanco, adulto, heterosexual y con recursos económicos. En sus márgenes se encuentran identidades cuya diversidad está encajada en ejes verticales de género, clase, raza o normatividad funcional; que no forman parte porque no son enteramente visibles ni productivas en el sentido neoliberal; y que, a menudo, no pueden competir aunque se habiliten cuotas de participación, porque el sistema y sus reglas son desiguales e injustas. Si el capitalismo y el patriarcado han dejado a muchas personas atrás y la austeridad mal entendida ha hecho un reajuste de los márgenes de una vida digna, nos vemos confrontadxs con la precariedad: “Del alma al estómago, lo que se padece es una impotencia vinculada a la imposibilidad de ocuparse y de intervenir en las propias condiciones de vida” (19).

El feminismo de la tercera ola hizo bandera de un concepto central que interconecta la parte con el todo: lo personal es político. Si considerábamos políticas solo las acciones que se realizaban en el espacio público, quedaban excluidas las mujeres y las personas enfermas, recluidas al ámbito privado (21). De este modo, se vuelve a vincular lo que podemos hacer con lo que puede suceder para poder relacionarnos con una transformación futura; o, como decía Amelia Valcárcel, incidir en lo público desde un espacio semiprivado (35).

Para una verdadera ciudadanía plural se requiere un cambio sistémico y profundo, que levante la vista de la emergencia presente hacia el proyecto colectivo. La promoción y análisis de lo vivible debe ampliarse desde lo productivo y utilitarista a lo reproductivo y relacional. Para reflexionar sobre esta nueva ciudadanía en la que el concepto de justicia es central, Nussbaum (20) propone abrirnos a nuestra finitud y vulnerabilidad humanas, integrando emociones como la compasión que nos conectan con el sufrimiento de lxs demás. Como explica Milan Kundera, no se trata de la compasión que, en algunos idiomas, parte de la raíz “padecimiento” (passio), sino de la que parte del sustantivo sentimiento: en el primer caso, se refiere a un sentimiento malo que parte de una desigualdad; en el segundo, se alude al hecho de compartir con el otro su desgracia, pero también su alegría, angustia, felicidad. (36). La compasión es la máxima capacidad de imaginación sensible, el sentimiento más elevado.

Así, al descubrir la narración común tras las emociones, nos acercamos a lo que nos une, reconociéndonos en otrxs pero acomodando lo diverso. Nussbaum plantea una relación de ida y vuelta entre compasión ciudadana e institucional: “Los sistemas políticos son humanos, y solo son buenos si se mantienen vivos en un sentido humano. Si producimos un bienestar social excelente pero poblado por ciudadanos inertes, obedientes y del todo sometidos a la autoridad, esto constituirá un fracaso, independiente de lo bien que funcione dicho sistema. No se demostraría estable; y tampoco podría lograr el fin de toda sociedad política, a saber, capacitar a los ciudadanos para que persigan una vida buena (tanto dentro como fuera de la esfera política) a su manera” (20). Se plantea así la insuficiencia de los saberes técnicos y científicos para la construcción de la ciudadanía y la necesidad de sustentar cualquier ideal político en sus propias emociones características. Tanto Nussbaum como Marina Garcés (19) y otrxs autores coinciden en la importancia de luchar contra la desinstitucionalización de las humanidades, la cultura y los relatos como vehículo de reflexión colectiva. Así, el desarrollo humano se consigue a través de la vulnerabilidad, pero también de la interdependencia; es decir, a través de la construcción de universales oblicuos: aquellos que no caen desde arriba, sino que se construyen por relaciones de lateralidad y horizontalidad (19). Por eso, la igualdad entre hombres y mujeres no se conseguirá, como señala Almudena Hernando, cuando las mujeres sean como los hombres, sino cuando los hombres reconozcan la importancia de la identidad relacional; es decir, cuando sean como las mujeres individualizadas de la modernidad y den tanta importancia a lo relacional como a lo individual (17).

Pensarnos desde la deconstrucción del género (lo que se ha llamado queerizar la mirada hacia la salud mental (37)) nos puede orientar hacia la deconstrucción de etiquetas y clasificaciones del sufrimiento psíquico (38), así como a contextualizarlo en narrativas personales y condicionantes sociales (3940). Por otra parte, la eficacia del vínculo en psicoterapia (lo que se ha llamado “factores inespecíficos o comunes de la relación terapéutica”) (41) nos habla de hasta qué punto es importante poner lo relacional en el centro para comprender mejor y para reconstruirnos.

Rechazar la patologización del sufrimiento psíquico de origen socioeconómico, como los malestares de género, no tiene por qué ser incompatible con legitimar ese sufrimiento. Desde un enfoque de realismo crítico (42) se puede reconocer la realidad de la experiencia somática, psicológica y social, conceptualizándola como mediada por la cultura, el lenguaje y la política. Si fuera necesario un abordaje sanitario, se recomiendan estrategias de indicación de no tratamiento (43), aproximaciones feministas a terapias narrativas (4445) y el uso de recursos y perspectivas comunitarias (46).

Si entendemos que nuestros sufrimientos tienen en gran medida raíces estructurales y comunes, y que la deconstrucción no puede hacerse solo desde lo individual, el malestar puede repensarse como energía de transformación social. Nuestras crisis vitales parecen manchas desde cerca, pero si damos un paso atrás, vemos que dibujan un mapa, una imagen clara que deja al descubierto las estructuras de poder y opresión. Nuestra ambición inicial ante el sufrimiento es sanar a través de la reparación y restablecer cuanto antes el orden cerrando la herida para que todo pueda seguir igual. Pero podemos aspirar a la (auto)transformación usando el malestar como palanca o como cordón umbilical.

En este sentido, Amador Fernández-Savater nos habla de la fuerza vulnerable que nace paradójicamente de la debilidad de estar afectadxs por el mundo y de comprender que también podemos afectarlo (47). Acoger y compartir el malestar sin juzgarlo ni gestionarlo, no tanto desde la racionalidad como desde la compasión de Nussbaum de la que hablábamos antes. Aquí el acto más revolucionario es transformar esos valores femeninos tradicionales en valores feministas: aceptar la interdependencia y cuidar a otras personas. Transformar la disidencia, que es la asintonía del malestar, en bienestar, que es la sintonía con otrxs. Y para ello, dice Lagarde, necesitamos crear un nuevo lenguaje, discursos, valores y ética (14).

La aproximación al malestar desde los valores feministas abre una grieta, y a través de ella podemos ver tras el telón y vernos entre nosotrxs. Por eso, el sentido de la ciudadanía sería, en palabras de Marina Garcés, “una tarea de tejedoras insumisas, incrédulas y confiadas a la vez. No os creemos, somos capaces de decir, mientras desde muchos lugares rehacemos los hilos del tiempo y del mundo con herramientas afinadas e inagotables” (19).

1El conocimiento situado es una postura epistemológica feminista descrita por Donna Haraway en Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza (2). Haraway propone explicitar desde dónde se parte al describir o explicar, ya que piensa que ningún conocimiento puede desligarse de su contexto ni de la subjetividad de quien lo emite. Así, se fundamenta lo que ella llama una “objetividad radical”, que es ética y rigurosa pero no neutral.

2Robert Connell define el género como “el proceso de configuración de prácticas sociales que involucra directamente al cuerpo”, que atraviesa el cuerpo pero no está determinado por lo biológico. Esta práctica social no es autónoma, sino que responde a situaciones particulares y se genera dentro de relaciones sociales definidas; es decir, se sitúa en tiempos y espacios concretos (3).

3Gerda Lerner señala que, al igual que los hombres, las mujeres han participado en la formación de la sociedad y la construcción de la civilización, contribuyendo a conservar la memoria colectiva y configurando las tradiciones culturales y vinculando entre sí las generaciones, el pasado y el futuro. Sin embargo, la construcción de la historia, que data de la invención de la escritura en la antigua Mesopotamia, ha sido realizada en exclusiva por hombres con poder y formación intelectual que han seleccionado los acontecimientos que había que registrar y les han dado un significado; por eso, estos registros son parciales, porque solo dan cuenta de lo que los varones han hecho, experimentado y considerado importante.

4Anne Fausto-Sterling denuncia en sus estudios la velocidad con la que se sacan conclusiones ideológicas de las diferencias anatómicas cuyo origen y significado están aún poco claros. Esto ocurre también en la actualidad con las neurociencias, que liberalmente asimilan comportamientos y conductas a cambios neuroquímicos o de neuroimagen, obviando el contexto y los condicionantes sociales (8).

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Recibido: 06 de Septiembre de 2018; Aprobado: 28 de Octubre de 2018

Correspondencia: clarabsu@gmail.com

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