Introducción
En el ámbito de la salud mental se han afianzado de manera importante en las últimas décadas dos propuestas aparentemente antagónicas. De un lado, las intervenciones protocolizadas (1). De otro, las que se inspiran en corrientes como la denominada “too much medicine; too little care”, impulsada por el British Medical Journal (2), y que pueden asumirse como la base que fundamenta las “indicaciones de no-tratamiento” (3). Las primeras se definen como procesos de actuación técnica estandarizados y rigurosamente pensados para minimizar el error (4). Las segundas se justifican como una respuesta a los excesos de la medicalización del malestar, y tratan de hacer una “prevención cuaternaria” de la iatrogenia causada por una inter-vención sanitaria sobredimensionada ante formas de malestar que pueden tener un origen diverso pero que terminan por ser asumidas como problemas de salud (5). Los protocolos operan a partir de un diagnóstico que justifica la puesta en marcha de tratamientos estructurados en secuencias que incluyen un número preciso y ordenado de pasos. Las indicaciones de no-tratamiento se entienden desde la necesidad de poner límite a la inflación diagnóstica y terapéutica en salud mental, y sugieren acciones mínimas que tienen como objetivo despatologizar el malestar y evitar que el individuo se vea atrapado en la posición de paciente. Los protocolos se centran fundamentalmente en los síntomas, detectan el problema, lo diagnostican y lo tratan de una forma estandarizada. El enfoque que sostiene la indicación de no-tratamiento enfatiza la importancia de las circunstancias externas, en especial de los condicionantes socioeconómicos; detecta el no-problema sanitario, lo desenmascara y lanza una propuesta que cuestiona la idoneidad de un tratamiento psiquiátrico o psicoterapéutico, en un gesto que conlleva un alta más o menos inmediata.
Dos modos muy diferentes de enfrentar el sufrimiento que llega a las consultas pero que coinciden en un aspecto especialmente relevante: en ambos la mirada se centra en aspectos que se alejan de la vivencia subjetiva y personal de consultantes que se sienten desbordados de un modo particular cuando su equilibrio psicológico se rompe por sus líneas de fractura. Pacientes que presentan síntomas (sí), y que sufren circunstancias sociales, laborales o económicas adversas (también), pero que precisarían sobre todo de una escucha mentalizante que solo puede ser ofertada por un clínico con curiosidad respetuosa por la mente de su interlocutor; un clínico que, a pesar de sus conocimientos, puede colocarse en una genuina posición de “no saber” ante la mente del paciente, ya que asume que no puede saber más que el propio paciente acerca de los estados mentales de este; un clínico que puede poner su mente al servicio de la comprensión de la subjetividad del consultante (6).
El presente trabajo sugiere que el modelo biopsicosocial en salud mental se pone en riesgo cuando lo psicológico se desdibuja. Cuando la atención se desvía hacia una enumeración de síntomas que conducen a un diagnóstico que activa, a su vez, una intervención protocolizada. O cuando es el elemento social el que satura la mirada del clínico, que concluye con llamativa rapidez no ya que no haya una indicación de tratamiento, sino que lo que se impone (de manera positiva) es una “indicación de no-tratamiento”. La idea central del texto es que el modelo biopsicosocial, más si cabe en el contexto de la pandemia, corre el riesgo de desvirtuarse al perder relevancia el elemento psicológico, cada vez más arrinconado por lo biológico y lo social.
El clínico comprometido con la dimensión psicológica en salud mental debe abrirse paso en el espacio que se ubica entre la realidad externa de los hechos y las manifestaciones sintomáticas del paciente, siendo tan peligroso pensar que las vicisitudes de la vida delimitan por completo la experiencia subjetiva como caer en esa otra ilusión determinista que sugiere que todo es reducible a factores bioquímicos y neuroanatómicos individuales, o a la poderosa influencia de un inconsciente ajeno a toda eventualidad interpersonal, política o socioeconómica (7).
Si se pretende entender los motivos por los cuales el paciente presenta ciertos síntomas, las razones por las que se ve desbordado por un sufrimiento a veces difuso, las causas por las que surge la necesidad de ser atendido en nuestras consultas, y si el objetivo es, además, conseguir que el paciente se sienta entendido, se precisa de un clínico capaz de abrir un espacio para una escucha realmente mentalizante (6). Un clínico que intenta alejarse de la sobreactuación terapéutica, bienintencionada, ajena a toda limitación de esfuerzo diagnóstico o terapéutico, o presta al diseño y la ejecución de intervenciones protocolizadas, manualizadas. Y que trata también de alejarse de la tentación banalizadora, normalizadora del malestar, tan centrada en los condicionantes socioeconómicos colectivos como proclive a la minimización del sufrimiento individual y que prescribe con facilidad, en ocasiones de forma también casi protocolaria, la indicación de no-tratamiento. Porque en este contexto, las intervenciones protocolizadas y la indicación de no-tratamiento comparten el riesgo fundamental de creer entender al paciente concreto sin llegar a escuchar realmente el significado subjetivo que para este tienen su sufrimiento o sus circunstancias. En un caso, se ve el síntoma del organismo enfermo. En el otro, se da sentido a toda prisa a sufrimientos que “nada tienen de particular, dadas las circunstancias” (8-10). En ambos, desde la convicción de que se comprende a los pacientes a los que les suceden estas cosas, el sujeto hablante corre el riesgo de ser borrado, perdiéndose la oportunidad de un encuentro terapéutico intersubjetivo que podría tener el potencial de robustecer la capacidad de mentalización, de generar recursos para la regulación emocional y de fortalecer la confianza epistémica, entendida esta como la posibilidad del paciente de abrirse a nuevas experiencias que pueden resultar transformadoras y terapéuticas (11).
La capacidad de mentalizar puede definirse como una facultad imaginativa, eminentemente humana, que hace posible dar un sentido subjetivo e intencional tanto al propio funcionamiento como al de aquellos con los que nos relacionamos. Una cualidad que nos permite comprendernos a nosotros mismos y a los demás en términos de sentimientos, deseos, anhelos, inquietudes. Esta capacidad se desarrolla fundamentalmente a lo largo del desarrollo infantil, en relaciones de apego seguro con figuras cuidadoras sensibles que ponen su mente al servicio de la mente del niño para reflejar los estados mentales de este, favoreciendo así la construcción de un self saludable y resiliente (12). Si la presencia de vínculos contenedores y mentalizantes permite un progresivo manejo de la adversidad, así como el desarrollo de una capacidad para la regulación emocional, una historia de carencias en los vínculos tempranos conlleva una experiencia traumática que da lugar a psiquismos frágiles que se fracturarán con relativa facilidad ante vicisitudes que serían manejables para estructuras psicológicas más sólidas. Consultantes desbordados por síntomas que emergen tras el impacto de circunstancias adversas y que se beneficiarían de encuentros terapéuticos que permitiesen construir o reactivar una capacidad de mentalizar que haría posible dotar de sentido al sufrimiento y, de este modo, atemperarlo (11).
Los objetivos que persigue este texto son: 1) reivindicar la importancia de la vertiente relacional intersubjetiva para comprender el modo en que se construye el psiquismo sano (y resiliente) y el modo en que el psiquismo enferma; 2) alertar acerca del protagonismo que ciertas formas de intervención están tomando en el campo de la salud mental, tanto en su vertiente asistencial (forma de tratar a los pacientes) como docente (modo de formar a los residentes); y 3) enfatizar el valor de una posición terapéutica que puede ser entendida como heredera de la tradición psicodinámica y psicoanalítica relacional, que ha sido trabajada con detalle desde la Terapia Basada en la Mentalización (MBT, por sus siglas en inglés) y que tiene como pieza esencial lo que podríamos denominar una escucha mentalizante.
A efectos expositivos, el trabajo parte del contexto sanitario actual, que se despliega a partir de la pandemia por COVID-19. Este puede ser asumido como un escenario privilegiado para reflexionar acerca de: 1) dónde situar las claves de lo traumático y cómo comprender el impacto que las circunstancias adversas pueden tener sobre cada sujeto individual; 2) el riesgo de trivialización del concepto de trauma, al ponerse el acento en aquellos factores externos potencialmente traumáticos (y que lo serán o no en función de la solidez estructural del individuo sobre el que esos factores impactan); y 3) el riesgo de banalización del sufrimiento de pacientes que pueden ser asumidos con excesiva soltura como individuos que simplemente presentan “reacciones adaptativas normales” y que no precisan por tanto mayor intervención (o peor, que precisan de una intervención que indica el no-tratamiento). La profundización en relación a la pandemia y el trauma permite concretar los riesgos de las intervenciones protocolizadas y de las indicaciones de no-tratamiento, y esbozar la idea de una posición terapéutica mentalizante como elemento fundamental de toda intervención terapéutica que se pretenda eficaz.
La pandemia y el impacto de la Covid-19 sobre el tejido vincular
La pandemia que se inició en Wuhan a finales de 2019 y que se extendió por el mundo con una fuerza inusitada irrumpió de un modo impactante, tanto por sus dimensiones, descomunales, como por algunas de sus características, notables en su poderosa capacidad para arrollar el equilibrio emocional de todos los implicados.
Desde un punto de vista psicológico, varios elementos han resultado sobrecogedores: la imposibilidad de prepararse emocionalmente, ni como sociedad ni como individuos, para acontecimientos de esta magnitud; la celeridad con la que la epidemia se ha expandido, desbordando los sistemas sanitarios y la capacidad de respuesta de todas y cada una de las instituciones; la letalidad de una enfermedad que se llevaba por delante vidas con una velocidad inusitada; o la exigencia profesional y humana a la que se han visto sometidos ciertos profesionales (en especial los sanitarios), que, de un día para otro, asumían —más allá de su voluntad— la condición de héroes.
Sin embargo, tal vez haya destacado de una forma aún más importante la extrema contagiosidad del virus, que comprometía la dimensión vincular justo en el momento en que los seres humanos más la necesitamos: cuando nos sentimos en peligro (12). Efectivamente, se disparaba el miedo a contraer la enfermedad y a transmitirla a seres queridos y potencialmente frágiles, con el componente culpó- geno que esta vertiente trae consigo. Pero se imponía también y sobre todo, como medida de seguridad, la pérdida del contacto físico como transmisor esencial de los afectos, haciéndose aún más tajante esa medida en la necesidad cruel de aislar al enfermo, de protegerse de él, de mantener una estricta distancia respecto de un ser humano que podía ser tu paciente, tu madre, tu hermano, tu marido, tu hija. Seres humanos sufrientes y presumiblemente asustados que se veían privados del contacto y el calor que tan necesarios nos resultan en esos momentos en los que se abate sobre nosotros la adversidad (12).
Traumatismos en la construcción del aparato psíquico, déficits en la capacidad de resiliencia ante vicisitudes potencialmente traumáticas y propuesta terapéutica para recuperar la capacidad de mentalización
El contexto de la pandemia actualiza preguntas que desde una perspectiva biopsicosocial nunca deben dejar de formularse: ¿Qué elementos componen un psiquismo sano? ¿Qué hace que el psiquismo enferme? ¿Qué se necesita para que el psiquismo pueda sanarse o para que, al menos, pueda recuperar cierto equilibrio?
Hace ahora cien años, en la década de los “felices años veinte” del siglo pasado, Freud (13, 14) teorizaba acerca de la situación traumática y situaba la esencia del trauma en la vivencia de desvalimiento (“Hilflosigkeit”). Desde esta perspectiva, lo que resulta traumático es justamente ese sentimiento de impotencia y desamparo, aquello que nos conecta con una vertiente de la existencia en la que el ser humano se vive a sí mismo como sujeto vulnerable, susceptible de ser arrollado por peligros que superan de largo sus escasas fuerzas.
Ya antes del inicio del siglo XX el maestro vienés había vislumbrado que la clave de lo traumático no estaba tanto (ni necesariamente) en el afuera de una situación concreta, sino en una vivencia subjetiva en la que el psiquismo se ve por completo desbordado, muchas veces por sus propias mociones pulsionales (15). Desvelaba así el hecho de que el elemento crucial se encontraba fundamentalmente en la realidad psíquica, más allá de los acontecimientos que constituyen la realidad de los hechos. Y no porque la verdadera historia de los hechos sea irrelevante o carezca de valor, como desgraciadamente preconizaron durante décadas aquellas corrientes psicoanalíticas que despreciaban el acontecer biográfico de los pacientes, asumiendo que todo era relato, fantasía, novela familiar. Ya desde muy pronto en la historia del psicoanálisis resultó fundamental la aportación de autores que, como Ferenczi (16), Winnicott (17) o Balint (18), rescataban la importancia de la realidad externa y reivindicaban la relevancia que para la construcción del psiquismo tiene el ambiente externo, que facilitará o arruinará el desarrollo emocional temprano del individuo.
Nuestra subjetividad se despliega en la encrucijada en la que el acontecimiento externo se cruza con un aparato psíquico que se ha constituido, a su vez, en el vínculo y en la relación intersubjetiva con un otro sin el cual ni tan siquiera podemos acceder a la condición de sujetos. Efectivamente, desde las ya clásicas propuestas psicoanalíticas sobre psicología del desarrollo (19) hasta las investigaciones de Allan Schore (20) sobre el cerebro derecho y la neurobiología interpersonal, todas las evidencias apuntan a la idea de que nuestro aparato psíquico se construye de un modo particular en el encuentro con un afuera relacional y biográfico; enferma de una manera peculiar cuando, desprotegido, sufre el impacto de la adversidad; y puede curarse a partir de un vínculo terapéutico con un otro que está afuera y que es, gracias a su disposición relacional, la condición de posibilidad para que se produzca aquello que puede curar (11). Solo si nos sentimos mentalizados durante nuestro desarrollo psicológico podemos llegar a ser resilientes. Solo si disponemos de esa capacidad para la resiliencia podremos enfrentar la adversidad cotidiana cuando esta se presenta. Solo si encontramos una figura que nos aporte una escucha mentalizante accedemos a la posibilidad de reequilibrarnos de nuevo cuando nos hemos visto desbordados.
A partir de la noción de realidad psíquica y de la concepción psicoanalítica del trauma, las aportaciones de la teoría de las relaciones objetales (17, 18, 21, 22), de la teoría del apego (23) y de la neurociencia (24) han marcado los desarrollos de un psicoanálisis relacional contemporáneo que ha permitido matizar e iluminar lo traumático desde esta perspectiva diferente en la que lo determinante en origen ya no solo es el sentimiento de impotencia, sino la vivencia de soledad y desamparo ante ese sentimiento doloroso. Ciertamente, tal y como proponen los teóricos de la MBT, la capacidad de mentalizar las experiencias potencialmente traumáticas y de regularse emocionalmente ante ellas dependerá de las cualidades de un aparato psíquico y de un estilo vincular cuya constitución se ha desarrollado en la relación con nuestras figuras de apego fundamentales (25). Expresado de una forma muy sintética, en un planteamiento que es deudor de la noción de rêverie de Bion (26), o de la de mirroring de Winnicott (27), el niño desarrolla su capacidad para reconocer, apalabrar y manejar sus emociones cuando dispone de un cuidador atento y mentalizante, y que resuena de un modo sensible con el estado emocional del niño. Solo ese niño tiene la oportunidad de ir construyendo un estilo de apego seguro y un aparato psíquico resiliente y sólido, con capacidad para mentalizar adversidades futuras y para identificar a aquellas personas confiables y a las que poder pedir ayuda en caso de necesidad (28).
Por el contrario, las infancias marcadas por el maltrato, el abuso o, peor aún, la desatención, la inconsistencia y la negligencia por parte de aquellos de los que habría cabido esperar protección y cuidado conllevan una experiencia de trauma en el vínculo que aparece como un factor de vulnerabilidad transdiagnóstico, que afecta de manera radical a la capacidad de resiliencia y que puede asimilarse con una suerte de factor “P” general en psicopatología (25). La investigación sugiere que este daño psíquico está muy relacionado con el deterioro en la capacidad de mentalizar, que es la destreza que nos permite conectar con las emociones, comprenderlas y regularlas (29). Una capacidad que solo puede construirse en la relación intersubjetiva con cuidadores con una mente disponible para tener en mente la mente del sujeto en desarrollo. Una habilidad que, en un encuentro terapéutico, solo puede restituirse si el clínico tiene su mente disponible para tener en mente la mente del paciente.
Desde esta perspectiva, centrada en la persona (25, 30), en su desarrollo psicológico y en sus posibles líneas de fractura (31), puede entenderse mejor la importancia de no vernos cegados, como clínicos, por la persecución de los síntomas que deben conducir a una etiqueta diagnóstica; o por el supuesto poder patógeno de circunstancias adversas que resultarán demoledoras, relativamente manejables o incluso escasamente relevantes, en función de las características psicológicas singulares del individuo que las afronte.
Ante el impacto de circunstancias adversas, el psiquismo puede mostrarse resiliente o frágil, perdiéndose en ese caso la capacidad de mentalización que haría posible regular el nivel de activación emocional y recuperar el equilibrio. Si esto sucede se hace preciso un encuentro interpersonal capaz de ofertar, ante todo, una escucha mentalizante que permita entender cómo se siente el paciente ante lo que le ha tocado vivir y que haga posible que este se sienta escuchado y entendido. Que legitime su experiencia subjetiva al tiempo que aporta una posibilidad de comprensión acerca de por qué el paciente se siente como se siente (algo que remite a su historia biográfica y vincular). Esta escucha es la que hace posible que el encuentro entre terapeuta y paciente sea realmente terapéutico, y debe ser asumida como elemento técnico fundamental, independientemente de si el encuentro con el paciente tiene lugar de manera presencial, por videoconferencia o a través del teléfono (32, 33).
Si la psicoterapia funciona (cualquier intervención psicoterapéutica) es porque el paciente puede aprender algo nuevo en su encuentro con el terapeuta. Ese aprendizaje solo puede darse si el paciente puede abrirse epistémicamente en el encuentro psicoterapéutico, si puede confiar (epistémicamente) en que la información que el terapeuta le oferta (sea esta declarativa o relacional) es fiable, útil, generalizable (11, 28, 29, 34, 35). Solo si esto sucede puede recuperarse la capacidad de mentalizar en el paciente, y esto solo pasará si previamente el paciente se siente mentalizado por el terapeuta. Así, el punto crucial está en la capacidad del terapeuta para que el paciente se sienta entendido en un plano emocional y cognitivo; para que se sienta mentalizado (36). Algo que dependerá fundamentalmente de que el terapeuta sea capaz de articular sus conocimientos con una actitud, vale decir una posición terapéutica, que facilite la creación de un vínculo a partir del interés genuino que el terapeuta muestra por la mente del paciente. Es necesario que el clínico haga saber al paciente que tiene su mente disponible para entender la mente del paciente; para que juntos, paciente y terapeuta, puedan dirigir su atención (compartida) hacia el modo en que funciona esa mente; para que, en ese trabajo conjunto, el paciente pueda “sentir sus pensamientos” y “pensar sus sentimientos”, en una tarea mentalizadora que, entonces sí, haga posible la regulación de las emociones y la recuperación del equilibrio psíquico (11).
La crisis del Ébola aparece en 2014 como uno de los antecedentes más cercanos de emergencia sanitaria en la era anterior a la COVID-19. En ese contexto, algunos autores (4) reflexionaban con una mezcla de ironía y sorpresa acerca de cómo el protocolo sanitario se presentaba como una suerte de fetiche imprescindible para justificar las respuestas que se articulaban frente a la epidemia. La idea que se deslizaba era que, una vez diseñado y validado el protocolo, bastaba con seguirlo de manera concienzuda para garantizar una actuación exitosa; y con apelar a él para descargarse de toda responsabilidad individual en caso de que dicha actuación resultase fallida. Si los protocolos inundan ya desde hace años una vasta multiplicidad de esferas profesionales, es innegable que la protocolización de la actividad sanitaria destaca de una manera especial, impulsada a partir del movimiento de la Práctica Clínica Basada en la Evidencia (E-BCP, por sus siglas en inglés) y a través de la proliferación de Guías de Práctica Clínica (GPC) que han ido surgiendo con la finalidad primordial de ofrecer al clínico una serie de directrices con las que poder resolver, en base a la evidencia científica disponible y actualizada, los problemas que surgen diariamente con los pacientes (1). Así, los protocolos y las GPC se han convertido con frecuencia en piedra de toque en la determinación de la calidad de los mecanismos de intervención sanitaria, y ello a pesar de que no siempre es posible garantizar que se den las condiciones para que los clínicos puedan comprometerse en el cumplimiento de las indicaciones de estas guías (37, 38), y que son muchas las controversias generadas en torno a esta cuestión, con críticas que aluden a sus limitaciones, a los conflictos de intereses e, incluso, a los posibles efectos adversos que conlleva una práctica que se ciñe a lo planteado en las GPC (39, 40).
Si el protocolo puede definirse como la secuencia detallada de un proceso de actuación científica o técnica (41), si supone un diseño de intervención para todo aquello que puede reducirse a una serie iterativa de reglas explícitas rigurosamente pensadas para minimizar el error (4), en el ámbito de la salud mental todo se hace más complejo, ya que los conocimientos procedentes de la investigación científica deberían conjugarse con la experiencia aportada por los clínicos y con las preferencias y las peculiaridades culturales de los pacientes, siendo esencial tener en cuenta tanto la relación terapéutica como la necesidad de adaptar y ajustar la intervención en función de la respuesta del paciente a dicha intervención (42).
Desde posiciones estrictamente biomédicas —asumidas en ocasiones por la propia American Psychological Association (42)— seguramente sea posible delinear y ejecutar protocolos psicológicos tremendamente simplificados y estandarizados, al conceptualizar el problema a tratar a partir de síntomas concretos objetivables o de diagnósticos precisos, supuestamente capaces de agotar la complejidad del objeto sobre el que trabajamos. Y lo mismo sucede si damos por sentado que un fenómeno externo (la COVID-19, por ejemplo) basta por sí solo para explicar el modo en que se romperá el equilibrio psíquico de una persona.
La aporía radica en que hay muchas cosas en la clínica, y acaso no las menos importantes, que no se dejan reducir tan fácilmente a una colección encadenada de reglas explícitas (4) y que solo sobre el papel, que lo aguanta todo, también el protocolo, tendrá sentido anticipar la eficacia de procedimientos que se ajustan no ya al problema sobre el que se ha de incidir, sino a una versión sobresimplificada del mismo, lejana ya esta de toda realidad.
En lo que se refiere al modo en que el psiquismo reacciona ante los acontecimientos externos, convendría no olvidar la idea, ya vigente en Freud (31), de que, igual que un cristal arrojado al suelo, el aparato psíquico, sometido al impacto de un determinado suceso fáctico, se romperá según fracturas predeterminadas por la historia biográfica y vincular del individuo. Una historia que no deja de actualizarse en cada uno de los presentes que conforman una biografía, y que van trazando nuevas líneas de fractura o resiliencia que no son nunca rígidas, sino dinámicas, y que se modifican y reequilibran a partir de los sistemas motivacionales del individuo (43, 44), en una evolución personal que es interminable. Esto supone, por un lado, que no basta con la identificación y la detallada descripción del acontecimiento trauma-tógeno para comprender el impacto psicológico que tal acontecimiento tendrá sobre el sujeto; y supone, además, que los síntomas que se activan en el paciente podrán estar motivados y ser producto de desequilibrios muy diferentes, ya que la ansiedad o la tristeza, el insomnio o la irritabilidad, como la fiebre o la aceleración del pulso, no bastan para explicar el proceso fisiopatológico subyacente.
Situaciones críticas como las de la pandemia, en las que se dispara el nivel de activación emocional no solo de los pacientes, sino también de los profesionales y de las instituciones sanitarias, pueden conllevar, por esta misma causa, la pérdida de la capacidad de mentalización tanto de los consultantes como de los terapeutas y de las organizaciones que han de atenderlos (45). De este modo, los propios clínicos pueden deslizarse hacia modos de funcionamiento que pueden oscilar entre la parálisis y la sobreactuación, articulándose con frecuencia intervenciones protocolizadas tan tranquilizadoras en su apariencia como improductivas en su esencia. Se puede así virar en ocasiones hacia una banalización del sufrimiento psíquico de los pacientes, quedando toda alteración emocional normalizada y minimizada, explicada como lógica “dadas las circunstancias”, sin que se considere necesario llevar a cabo una comprensión acerca de esas líneas de fractura por las que el paciente se ha roto (todo queda explicado por el acontecimiento exterior) o realizar una intervención (por breve que esta sea) a partir de esa comprensión psicológica. O bien, pueden acelerarse actuaciones supuestamente sanadoras a través de un rápido diseño de protocolos que quedan listos para ser ejecutados sin que se precise de una escucha verdadera del paciente, tantas veces arrollado por un discurso sin fisuras que se acompaña de un repaso exhaustivo de los ítems a cubrir en la entrevista.
Sin lugar a dudas, hay muchos escenarios en los que el clínico, inundado por emociones de alta intensidad, agradece tener a su alcance líneas de actuación concretas y bien delimitadas, con propuestas técnicas y herramientas específicas. Pero no conviene perder de vista que esa protocolización de la intervención puede convertirse en un obstáculo importante, dado el riesgo de perder entonces la capacidad de pensar acerca del proceso terapéutico y, más importante aún, la capacidad para estar presentes y disponibles para escuchar de un modo auténtico y mentalizante al paciente que llega hasta nosotros (30).
Se puede entrar así con cierta facilidad, y con el respaldo incuestionable del protocolo, en funcionamientos propios de modos prementalizadores, como el modo simulado, el modo teleológico o la equivalencia psíquica (45).
El modo simulado es el que tiene lugar cuando hay apariencia de mentalización sin que esta realmente se produzca. El clínico actúa “como si” comprendiese el problema del paciente (por ejemplo, emitiendo una etiqueta diagnóstica), pero sin que esa comprensión sea real y sin que haya una conexión auténtica con la dimensión afectiva del paciente. A partir de esa supuesta comprensión el clínico despliega rápidas propuestas “terapéuticas”, superficialmente tranquilizadoras y, desde luego, promotoras de un gran número de altas.
En el modo teleológico solo lo visible, lo tangible, tiene un valor, ya sea este elemento tangible el protocolo como tal, la llamada telefónica realizada, el número de sesiones a completar, los ítems “trabajados” o la enseñanza de técnicas de afrontamiento que presuponen, de forma generalizada, cuál es el impacto de la crisis para cualquier paciente.
Finalmente, en la equivalencia psíquica se pierde de vista el hecho de que la mente del otro es opaca, que solo podemos imaginar cómo se siente el otro, que no podemos estar seguros de acertar cuando inferimos cómo es la vivencia del otro. Se da por hecho que las cosas son tal y como sentimos que son. El clínico toma entonces su perspectiva como la perspectiva, y presupone que el paciente experimentará de una determinada manera los acontecimientos; que los sentirá tal y como él cree que han de ser sentidos; concluyendo a partir de esa convicción, y sin mayor investigación, que, efectivamente, así son vividos tales acontecimientos, implementándose desde ahí una intervención congruente con esa creencia (y no con la vivencia del paciente).
Peligros claramente presentes en las intervenciones protocolizadas, de los que es preciso tomar conciencia para mantenernos alerta en relación a la idea fundamental de que si el clínico quiere adoptar una posición realmente terapéutica y mantener una escucha mentalizante, su primera tarea es conservar la propia capacidad de mentalización; o recuperarla en aquellos momentos en que esta se haya perdido (11, 29).
Prevención cuaternaria. Problemas “más allá de ciertos límites críticos”
A finales del siglo XIX, Freud (46), tan pegado a la clínica en esos momentos, tan comprometido con la vertiente terapéutica de la propuesta psicoanalítica, deja para la posteridad una de sus más famosas y proteicas sentencias. Respondiendo al desconcierto y la incredulidad de una de sus pacientes ante los objetivos y posibilidades de la cura analítica, y planteándose también él la cuestión de cuál podría ser la finalidad de una aproximación psicoanalítica al sufrimiento neurótico, lanza la idea de que el objetivo de esta sería poder transformar la miseria neurótica en infortunio corriente, ya que ante este último el paciente podría manejarse por sí mismo, poniendo en juego recursos propios lo suficientemente eficaces.
Resulta obvio que Freud concebía la existencia de un lugar para el infortunio (47), y asumía como deseable e inherente a la vida civilizada (48) la existencia razonablemente desdichada que se desplegaba allí donde el psicoanálisis ya había cumplido su trabajo. Como pudimos comprender más tarde gracias al agudo análisis desarrollado por Illich en Némesis médica (49), la medicalización de la vida y la expropiación de la salud, consecuentes del triunfo de una medicina institucionalizada y mercantilizada, habrían ido estrechando en la llamada modernidad líquida (50) los límites de ese espacio cotidiano en el que tiene cabida la desdicha común y corriente.
Efectivamente, la posibilidad de vivir el malestar como un elemento más en la ecuación de la vida normal y saludable ha ido decreciendo en la misma proporción en que se han ido engrosando con nuevos diagnósticos las voluminosas nosografías contemporáneas. De modo que la soberbia, la hybris de una medicina tecnificada que rotula como patología cualquier malestar, que nominaliza en clave diagnóstica cualquier vestigio de infelicidad, y que idea para esas “enfermedades” terapéuticas tan resolutivas como basadas en la evidencia, ha desatado como dolorosa consecuencia lo que Illich dio en llamar “némesis médica”, un castigo inevitable ante semejante arrogancia cientifista. La idea central de esta propuesta era que la pulsión desmedida por desarrollar una medicina capaz de desalojar de la existencia hasta el más mínimo de los malestares condenaba al ciudadano sufriente a perder su condición de sujeto hablante para ser transformado en un organismo enfermo, desprovisto de responsabilidad o autonomía para enfrentar las contrariedades con las que se topaba; un paciente lego sin otro papel que el de reclamar un remedio a los expertos sanadores que sí poseían el poder de diagnosticar y curar.
De este modo, para Illich, el empeño salubrista, “más allá de un nivel crítico de intensidad” (49), no solo no impulsaba en la ciudadanía un mejor estado de salud, sino que, antes al contrario, generaba más daños que beneficios, y equivalía al fin y a la postre “a la negación sistemática de la salud”.
Bajo el imperio del positivismo ingenuo preconizado por el cientifismo biologista y la Medicina Basada en la Evidencia (Evidence Based Medicine, EBM, por sus siglas en inglés), resultan escasamente audibles las voces de los críticos que señalan los sesgos interesados de esas evidencias (Evidence Biased Medicine, EBiM, o Medicina Sesgada en la Evidencia) y que muchas veces obturan la posibilidad de pensar (51,52). Las reflexiones que se han articulado desde posiciones constructivistas se han despachado muchas veces bajo la acusación de relativismo, o incluso de nihilismo (53), o han sido directamente ignoradas por discursos que ocupan prácticamente todos los espacios de poder y que parecen inmunes incluso a los más rigurosos análisis procedentes del realismo crítico preocupado por articular de un modo serio el realismo ontológico, el relativismo epistemológico y la racionalidad de juicio (54).
En nuestro entorno, en los últimos años, en el ámbito de la salud mental, algunas propuestas críticas (2, 3, 5, 55-57) han tenido una repercusión notable, al menos en ciertos sectores, popularizándose una mirada clínica desde la que se denuncia la psiquiatrización y psicologización del malestar, se enfatiza la importancia de los condicionantes socio-políticos del padecimiento emocional, se denuncia la individualización de sufrimientos colectivos y se apela a la prevención cuaternaria (la prevención de los efectos iatrogénicos de las intervenciones sanitarias), a la recuperación del adagio del primum non nocere y a la indicación de no-tratamiento como modo de sacar de las consultas de salud mental malestares que no conforman entidades psicopatológicas, sino que son reacciones comprensibles y saludables (aunque dolorosas e incómodas) ante situaciones vitales difíciles o desbordantes. Se sugiere así un trabajo “que precisa de habilidades de entrevista psicoterapéutica” (3, 56) que facilite la legitimación y la contextualización de aquellas reacciones psicológicas que no deben entenderse en clave sanitaria, sino social, económica o política; se propicia la normalización de ansiedades o tristezas que al haber sido transformadas en síntomas de enfermedad mental han perdido su sentido; se anima al paciente a dejar de serlo para buscar una interlocución fuera de las consultas psicológicas o psiquiátricas, buscando alivio en recursos comunitarios o asociativos y liberando espacios y recursos sanitarios especializados para pacientes “más graves”. Se propugna en definitiva una sana y sensata recuperación de una existencia en la que el ciudadano tiene un lugar para el infortunio; en la que el malestar no es necesariamente un indicador de patología o de fracaso personal; en la que los diagnósticos surgen como supuestas explicaciones que, lejos de explicar, cosifican; en la que la incomodidad o el sufrimiento no son síntomas a erradicar con fármacos o técnicas psicoterapéuticas; en la que hay una opción para enfrentar, por ejemplo, la pandemia (57), o las penurias y las injusticias de la vida, desde la responsabilidad, la solidaridad, el apoyo mutuo o la reivindicación social.
Son planteamientos que resultan difícilmente refutables, pero que, aun siendo necesarios y compartidos, conllevan riesgos importantes. Illich (49) apreciaba el valor de un sistema médico accesible para el ciudadano y subrayaba que todo se torcía en ese punto en el que, con esas buenas intenciones con las que está empedrado el infierno, “se rebasaban ciertos límites críticos”. De forma análoga, el riesgo de la prevención cuaternaria estaría justamente en la dificultad de trazar esos límites dentro de los cuales la indicación de no-tratamiento es beneficiosa pero que, una vez traspasados, resulta patógena. Porque esta propuesta no está exenta de peligros, puede verse afectada por los mismos sesgos de confirmación que denuncia y puede facilitar en los clínicos en formación la configuración de una mirada que, enfatizando lo social, desatiende lo psicológico, animando a poner en juego con suma presteza intervenciones de alta resolución que no solo deben administrarse con cuidado, sino que requieren de experiencia y de una formación compleja para ser terapéuticas.
Los que propugnan una prevención cuaternaria critican con frecuencia el hecho de que se ponga el foco en el individuo (3, 56), cuando lo cierto es que, justamente, ahí debe estar el foco, ya que lo fundamental es comprender el modo en que las circunstancias externas, la pandemia, por ejemplo, impactan en el aparato psíquico del sujeto individual. Porque una cosa es contextualizar, validar y normalizar siempre que sea posible el malestar que tiene lugar en tiempos difíciles (58), y otra es olvidar que, precisamente, lo esencial es comprender de qué forma vive el sujeto individual un sufrimiento que, cierto es, puede ser colectivo.
Poner el foco en ese punto, en el modo íntimo en el que el paciente sufre, en el costado psicológico de la propuesta biopsicosocial, es algo que no debe descuidarse por mucho que atendamos a los determinantes sociales. Fundamentalmente, porque somos nosotros, los clínicos, quienes debemos hacerlo. Somos nosotros quienes, en nuestro compromiso con el consultante, debemos tomar en serio su consulta y aportar a la escucha matices psicológicos que otros profesionales probablemente van a obviar. Si se alerta con justeza acerca de los riesgos de infantilizar al paciente con un exceso de intervencionismo (3, 57, 59), deberíamos entonces asumirlo como adulto que tal vez se dirige al clínico con buenas razones para ello, aunque tal vez no siempre estas sean evidentes (ni para el clínico ni para el propio paciente) o estén escondidas tras un motivo de consulta aparentemente banal. Es importante tener presente en este punto que precisamente aquellos pacientes con aparatos psíquicos mal construidos y mal estructurados, dañados por la desinvestidura que conllevan crianzas poco saludables, con una pobre función reflexiva y una frágil capacidad de mentalización, son los que articulan muchas veces su petición de consulta con mayor apariencia de banalidad, apelando a motivos inmediatos o nimios desde la incapacidad para conectar mejor con su dificultad o su sufrimiento. La clínica del vacío de los “no neuróticos” (60, 61) corre muchas veces el riesgo de ser desatendida al ser rápidamente traducida como irrelevante, reacción normal ante las vicisitudes propias de la existencia, psicopatología de la vida cotidiana. Algo dramático en consultantes en los que, justamente, es fundamental el sentimiento de insignificancia (62), y en los que se precisa de una narcisización del Yo (63) que pasa por una posición clínica en la que el terapeuta transmite de forma clara y potente, a través de su interés por lo aparentemente irrelevante, que tiene al paciente in mente (62, 64).
La crisis desencadenada por la COVID-19 ha conllevado para muchos clínicos la necesidad de pasar de manera apresurada al trabajo en remoto (35, 65), bien por videoconferencia, bien por teléfono. Esta transición, ejecutada además sin posibilidad de previsión, supone transformar el encuadre, estableciéndose unas condiciones de trabajo en las que se dificulta la construcción de una relación terapéutica de confianza (35), en las que es sencillo perder elementos muy importantes de información no verbal (66) y en las que todo se impregna, además, de las particularidades del contexto de la emergencia sanitaria. Se abre así un escenario clínico en el que se incrementan los riesgos de sesgos atencionales por parte de los clínicos, de sobreenfatización de lo circunstancial sobre lo estructural, de normalización del malestar, de trivialización del motivo de consulta.
Prevención quinaria. El arte de crear las condiciones de posibilidad para la escucha de la subjetividad humana más allá del protocolo y de la indicación de no-tratamiento
“Si no sabes lo que buscas no entenderás lo que encuentres”. El célebre aforismo de Claude Bernard (67) impresiona de incontestable, y no sorprende que haya hecho fortuna, por su pertinencia, en el campo de la salud mental. Sin duda, no es posible dar sentido a los síntomas que presenta un paciente sin un andamiaje teórico que permita comprender cómo se engarzan las piezas. Y, del mismo modo, una mirada clínica educada en la atención a un cierto prisma puede orientarse fácilmente en esa dirección, sobredimensionando ciertos elementos y desatendiendo clamorosamente otros muy importantes.
Las posiciones críticas que abogan por una limitación del esfuerzo diagnóstico (68) y por una más frecuente indicación de no-tratamiento (56) parten de la idea de que el furor diagnosticandi, que lleva a definir en clave sindrómica problemas que pueden explicarse mucho mejor en términos sociales, culturales, políticos o económicos, enciende un furor sanandi, que impulsa a la búsqueda de soluciones sanitarias para vicisitudes dolorosas a las que se les escamotea todo sentido, ya que pasan a ser concebidas como enfermedades que los expertos pueden etiquetar y tratar1. El individuo sufriente queda así desposeído de su condición de ciudadano, es transfigurado en paciente carente de recursos propios para afrontar la adversidad y queda abocado a una posición pasiva, regresiva y a merced de la terapéutica que deben (y esto ya es una exigencia) dispensar los especialistas responsables. Como resultado, individuos entregados a una autoculpable minoría de edad (70), sociedades saturadas de enfermedad, servicios sanitarios desbordados e industrias terapéuticas florecientes, con el corolario de un neoliberalismo impune.
Ante este estado de cosas tiene todo el sentido animar a los actores implicados a incluir una corrección que toma la forma de prevención cuaternaria y que permitiría mitigar los riesgos de iatrogenia en salud mental. Amplificando la mirada social podría equilibrarse la desmesura medicalizadora y psicologizadora (71). Disponiendo de otras herramientas, ya no solo del martillo sanitario, dejaríamos de observar todos los problemas como si fueran clavos (72). Especialmente cuando hablamos de todo aquello que termina siendo encuadrado en el cajón de sastre de los trastornos adaptativos, no digamos ya si nos referimos a los llamados códigos Z. Si el origen del infortunio puede situarse con justeza en la precariedad laboral, en los desafueros del heteropatriarcado, en la explotación de los sectores sociales más desfavorecidos, en la creciente desigualdad, en la falta de cohesión social, en la pérdida de la conciencia de clase, en la devaluación de los colectivos, en la individualización del sufrimiento, en una cultura que culpabiliza al que fracasa; en la autoexigencia y la competitividad; si allí están las causas, ¿no debe dirigirse hacia allí nuestra mirada? ¿No debe el clínico legitimar y normalizar el malestar y animar al paciente a que salga del espacio sanitario y actúe en aquellos escenarios en los que ese malestar se gestó? ¿No debe ser entonces la consulta un espacio de acción política desde el que puede articularse un elogio del conflicto? (73). Parece claro que al saber que una parte importante de lo que buscamos en una entrevista clínica está en el elemento social de lo biopsico-social, nos va a ser mucho más posible entender aquello que encontremos en dicha entrevista.
Y, sin embargo, ¿puede haber un reverso tenebroso en todo este planteamiento? ¿Corremos el riesgo de desdibujar la vertiente psicológica en el encuentro con nuestros pacientes? ¿Qué efectos colaterales puede tener una formación en salud mental que establece líneas tan claras de separación entre aquellas condiciones patológicas que deben ser tratadas por los clínicos y esas situaciones que son eminentemente sociales y no deben ser asumidas en nuestro negociado? ¿Cabe tal vez la necesidad de pensar en una suerte de prevención quinaria que atienda a los riesgos que puede conllevar esa exitosa generalización de la indicación de no-tratamiento? ¿Cuánto de pseudomentalización, de modo simulado, puede desplegarse en esas entrevistas que aparentemente permiten al paciente conectar con sus propios recursos y desprenderse de rótulos diagnósticos que podrían conllevar la “sanitarización” de su malestar?
Recientemente (74), un análisis longitudinal sobre resultados terapéuticos en contextos clínicos conducía a dos conclusiones fascinantes. Por un lado, se evidenciaba que era el terapeuta concreto, y no tanto la modalidad terapéutica, el elemento explicativo fundamental de la varianza de los resultados. Por otro, y esto era aún más interesante y contraintuitivo, se concluía que la experiencia del terapeuta no solo no favorecía, sino que actuaba en detrimento de su eficacia terapéutica. Si asumimos que la eficacia de un encuentro terapéutico tiene como condición de posibilidad que el paciente se sienta mentalizado, que sienta que el terapeuta ha conectado con su vivencia subjetiva, podemos enlazar ese efecto negativo de la experiencia del clínico con el hecho de que esta puede dificultar una escucha limpia, mentalizadora y realmente comprometida con la subjetividad del paciente (36). Si Bion (75) hablaba de la importancia de una escucha que se liberara de la memoria y el deseo, Israël (76) insistía en la necesidad de un cierto amateurismo para acercarse a la clínica; de un cierto desprenderse de un cientifismo en el cual el exceso de mirada médica, psicológica o sociopolítica puede complicar las cosas. Ese amateurismo complejo y respetuoso, en el que el conocimiento se concilia con un acercarse al paciente desde una genuina posición de “no saber”, es el que debe caracterizar a un terapeuta mentalizante que puede escuchar la vivencia subjetiva del paciente sin renunciar a entender el síntoma como la mejor solución que un ser humano es capaz de encontrar para convivir con un conflicto que se le hace inasumible. Una solución por supuesto inconsciente, y una solución de compromiso, que no deja de resultar insuficiente y dolorosa, que enmascara, al tiempo que expresa, un problema y un sufrimiento que necesitan ser escuchados.
La elección de la consulta médica, psiquiátrica o psicológica como escenario privilegiado para la expresión del malestar tiene consecuencias indeseables y que se multiplican en la medida en que crece la medicalización de la vida y la expropiación de la salud. El hecho de que sea un clínico el interlocutor con el que se habla de aquello que duele (en lo emocional o en lo físico) facilita que el discurso se deslice hacia el registro de los síntomas, y que ese discurso sea codificado también en esa clave, privilegiándose la atención que se concede a todo aquello que puede identificarse como signo de patología, desdeñándose elementos de discurso que no encajan bien con lo que se espera escuchar en ese tipo de setting, y que se toman como periféricos, circunstanciales, redundantes; traduciéndose cada frase como un indicio que puede conducir a un diagnóstico reconocible. El relato del paciente no se despliega entonces integrando elementos interpersonales que impactan en una subjetividad cuyas peculiaridades se comprenden a partir de una memoria autobiográfica, de una historia vincular y de un estilo de apego, sino que se disgrega en indicios sintomáticos que se categorizan después desde la perspectiva del diagnóstico médico. El etiquetaje posterior encaja ya a la perfección con la lógica del protocolo, con una indicación de tratamiento (psicofarmacológico o psicoterapéutico).
Desde una posición combativa con tales excesos medicalizadores o psicologizadores, se privilegia la importancia de la legitimación y la normalización de un malestar social que no debe ser convertido en sufrimiento íntimo del individuo. Se propone la consulta como un espacio de acción política que permita alentar respuestas de carácter comunitario a infortunios cuyas causas pueden situarse en sociedades desequilibradas e injustas, marcadas por la precariedad. Se redefine la penalidad del paciente que llega a nuestras consultas como infortunios corrientes, consecuentes lógicos de las pleamares de la vida, reacciones emocionales saludables y con potencial activador y salutífero. Se anima a la posibilidad de actuar en “una sola entrevista” (3, 77) sobre un paciente que ha sido injustamente convertido en tal. Se alerta de los riesgos de un cierto colaboracionismo (con estructuras familiares, laborales o sociales aberrantes, disfuncionales, patriarcales, opresivas) si se asume al consultante como paciente para el que pueda estar indicada una escucha o una intervención de índole psicológica (57). Se alienta a abandonar el espacio clínico y a recurrir a redes comunitarias que, por desgracia, carecen muchas veces de potencial para la escucha de lo subjetivo aunque sí presenten la apariencia de lugares relacionales acogedores y propicios para el desahogo.
La idea de una prevención cuaternaria y el recurso técnico de la indicación de no-tratamiento contienen aspectos tremendamente valiosos. Aportan no solo una posición crítica, sino también una propuesta constructiva y detallada de intervención. Hacen posible el rescate de sujetos que se han transformado en pacientes y que corren el riesgo de ser desactivados por un aparato sanitario que ignora los contextos, multiplica los diagnósticos y es de gatillo fácil para la prescripción de tratamientos. Una posición meritoria pero que incluye el riesgo paradójico de seguir ignorando, desde la orilla opuesta, como si fuese un murmullo irrelevante, lo que un oído afinado para la escucha psicológica nunca debería dejar de escuchar: la subjetividad de nuestro interlocutor en la consulta.
Parece evidente que la pandemia de la COVID-19 puede disparar los riesgos de un exceso de intervención profesional a partir de la asunción de “los expertos” de que la ciudadanía será incapaz de gestionar su malestar emocional de una forma amateur. Pero existe también un peligro cierto de que el contexto actual dificulte en los clínicos una correcta lectura de la mente que se oculta tras la mascarilla (78). De que nuestra propia mente esté tan impactada por las circunstancias que nos rodean que se nos haga difícil desentrañar el impacto singular que las circunstancias tienen sobre el psiquismo de nuestro paciente.
Tal vez la pandemia deba ser entendida como una vicisitud vital más, por insólita e inédita que sea. Tal vez deba ser clasificada como infortunio corriente. Pero debemos entender también que este infortunio corriente se transforma muchas veces en miseria neurótica; o incide de manera poderosa sobre una psiquismo frágil y con escasa capacidad de mentalizar lo traumático, emergiendo entonces, con el ropaje de la reacción de adaptación, una problemática estructural que viene de largo. En esos casos, menos no es más. En esos momentos un poco puede ser mucho. En esas circunstancias un algo más de escucha psicológica y mentalizante marca la diferencia. En ese contexto se requiere esquivar el peligro del etiquetaje diagnóstico que impulsa el automatismo del protocolo. Pero se impone también eludir la tentación refleja de la indicación de no tratamiento solventada “en una sola entrevista” (3, 77). La comprensión de la subjetividad del paciente requiere atender a su malestar, delimitar las circunstancias en que este se dispara y ampliar el contexto vital a través de un recorrido biográfico en el que se atiende, de manera fundamental, a lo vincular. No se trata de poner en escena una psicoterapia en cualquier caso, pero sí de ofertar una exploración psicológica concienzuda en la que es obligado atender a lo que el paciente cuenta y a cómo lo cuenta; en la que la relevancia del acontecimiento actual se entiende a la luz de la historia que ha dado como resultado una determinada constitución psíquica; en la que está claro que solo cuando se ha revisado toda la trama y se sabe algo de los personajes se puede comprender la importancia de ese último fragmento de la novela, que es el que envuelve habitualmente el motivo de consulta de nuestro paciente.
Riesgos de una educación clínica orientada hacia el protocolo o la indicación de no-tratamiento
La práctica clínica, un oficio de artesanos que se ocupan de patologías y estructuras difícilmente clasificables (79), ha tendido a banalizarse en la hipermodernidad (80), imponiéndose la idea de que es posible (y hasta deseable) manejarse con un manual de instrucciones (el DSM) y una caja de herramientas (una guía de prescripción farmacológica o una selección de psicoterapias manualizadas, un protocolo, en definitiva) (79).
La hipertrofia de ese manual de instrucciones y la hegemonía de formas de abordaje que se pretenden fácilmente ejecutables han contribuido a la colonización del acontecer humano por parte de la psiquiatría y la psicología clínica, a la “sanitarización” de una vida cotidiana en la que el malestar es rápidamente traducido a una codificación diagnóstica que lleva aparejada una propuesta terapéutica. Sin embargo, pensar que la indicación de no-tratamiento “evita la iatrogenia inherente a cualquier intervención sanitaria, por bien hecha que esté y bienintencionada que sea” (3) es algo que resulta, cuando menos, ingenuo. Y transmitir al clínico en formación la idea de que la prevención cuaternaria nos protege de los efectos corrosivos que el capitalismo ha llevado a la esfera de la salud, sin que existan además contrapartidas para el paciente, ya que se trata de una práctica libre de daños, algo cercano a lo temerario. La indicación de no-tratamiento es una intervención, y una intervención potente que, como bien señalan quienes defienden sus virtudes, violenta de un modo intenso la narrativa propuesta inicialmente por el paciente (3). No se halla libre de los riesgos que son inherentes a cualquier otro tipo de actuación sanitaria, e incluye, además, un factor relevante y que incorpora una complicación extraordinaria, que es la pretensión de llevar a cabo una intervención muy compleja en un espacio de tiempo muy limitado, “en una sola entrevista” a ser posible (3, 77).
Con toda seguridad la indicación de no-tratamiento tiene sentido y utilidad, y puede permitir, en algunos casos, equilibrar algunos de los excesos propios de la medicalización del malestar y de la vida. Sin embargo, es preciso tener claro que tiene limitaciones y muy probables carencias. Y que es una herramienta potente y, como cualquier otra, potencialmente dañina, por lo que debe ser empleada cuidadosamente, solo en momentos específicos y cuando se dispone ya de un nivel de formación y de experiencia suficientemente amplios. De un modo muy razonable, los maestros más prudentes recomendaban seguir las indicaciones de Winnicott (81) y aprender a hacer intervenciones psicoterapéuticas largas antes de intentar aventurarse en las llamadas psicoterapias focales y breves. No es nada sencillo identificar un foco; ni perseverar en él sin que el paciente se sienta ignorado en puntos que son subjetivamente vividos como de gran importancia para él. Es muy complicado hacer algo complejo; más complicado hacerlo deprisa; y más aún hacerlo deprisa si antes no se dispuso de las herramientas teóricas y técnicas para practicar con tiempo, calma y supervisión aquellos procedimientos que se intentarán desarrollar después con mayor rapidez. Convendría en este punto, efectivamente, recordar los planteamientos de Winnicott (81) en su intento de esbozar una introducción a la consulta terapéutica.
Tal y como él lo planteaba, la consulta terapéutica era una técnica que, en puridad, difícilmente podía delinearse con claridad, y mucho menos manualizarse o protocolizarse. “No hay dos casos iguales” (81) y hay mucha más complejidad en la consulta terapéutica (tanto en lo que se refiere al material clínico en juego como en lo relativo a la interacción entre terapeuta y paciente) que en un tratamiento psicoanalítico tipo, y no, desde luego, porque el psicoanálisis carezca precisamente de complejidad (81). Winnicott no podía pensar en la consulta terapéutica sino teniendo como base toda la complejidad psicoanalítica, y declaraba que si un estudiante le preguntase acerca del modo en que formarse para hacer “consultas terapéuticas (que no son psicoanálisis)”, respondería con la recomendación de formarse en psicoanálisis (81). Es difícil identificar las claves de la narración de un paciente, y muy difícil hacerlo rápido. Del mismo modo que es dificilísimo intervenir rápidamente, siendo muy alto (continuaba Winnicott) el riesgo de sobresimplificar (81).
Tiende a olvidarse con demasiada frecuencia que los que proponen intervenciones breves, simplificadas, condensadas o integradoras lo hacen tras haber hecho recorridos largos y costosos en formación teórica y técnica, y tras haber desarrollado una actividad que permite hacer un acopio de experiencia irrenunciable. Ya Israël (76) lo planteaba con crudeza: “el psicoanálisis no se resume”, haciendo referencia al hecho de que no es posible ahorrarse una formación que es ardua, sí, pero que es la que permite hacer después evoluciones técnicas abreviadas o lecturas diagnósticas precisas y rápidas. Ninguno de los grandes autores de las terapias breves, de Luborsky a Malan, de Beck a Davanloo, empezó haciendo intervenciones de tiempo limitado. Enid Balint no se arriesgó a reclamar un formato de seis minutos para el paciente sin haber pasado antes muchas horas escuchando a los suyos (82). Los psicoanalistas relacionales leyeron mucho a Freud antes de poder desprenderse de él. Y Fonagy pasó por una formación psicoanalítica exquisita antes de proponer un modelo basado en la mentalización en el que se supone que es posible formarse y trabajar con un esfuerzo y un gasto de tiempo y estudio sensiblemente inferiores a los que él mismo invirtió. Los promotores de los modelos integradores hicieron itinerarios que incluyeron formaciones ortodoxas antes de ir integrando ingredientes de otros modelos o simplificando aspectos del enfoque de referencia original (y mal asunto si no fue así). Y los indicadores de no-tratamiento lo hacen tras años de experiencia en la arena de los centros de salud mental.
Educar al clínico en formación en una normalización, o incluso en una connotación positiva del sufrimiento subjetivo, trae consigo el riesgo del endurecimiento de su oído. Privilegiar la escucha de las circunstancias sociopolíticas del paciente para la comprensión de su malestar puede conllevar la pérdida de una sensibilidad en la que debería estar nuestro hecho diferencial. Es por completo razonable coincidir con Rendueles (83) en que las redes humanas naturales (familiares, profesionales, sindicales, de clase, etc.) pueden aportar lo que la “escucha mercenaria” del profesional “psi” solo proporciona de un modo artificial e ineficaz. No hay duda de que la transformación automática del displacer en síntoma diagnosticable y por lo tanto tratable por el “experto” sanitario elimina de modo radical la posibilidad de dar un sentido a lo que duele, y recorta los recursos personales del que queda designado como paciente. Es preciso acompañar a Derek Summerfield (84) en su idea de que Némesis médica (49) es un texto de obligada lectura para todo aquel que quiera dedicarse a la psicología clínica o la psiquiatría. Porque sí, efectivamente, la expropiación de la salud vivida por los habitantes de las sociedades tecnificadas resulta escandalosa y deplorable. Y, sin embargo, siguen existiendo muchas miserias neuróticas que precisan de una escucha psicológica para poder transformarse en infortunio corriente. Muchos sufrimientos que precisan una escucha mentalizante para que pueda activarse un funcionamiento resiliente. Sufrimientos que aparecen con mucha frecuencia con los ropajes de los “síndromes adaptativos” y que deberían ser enfrentados con algo más que escucha empática y contextualización de profundidad moderada.
Ilustración clínica
B. es una chica de 23 años, natural de un país del Este de Europa que llega en primera consulta a Psicología Clínica en el contexto de la pandemia, poco después del fin del confinamiento, con síntomas de ansiedad que se comprenden con facilidad dadas las características de su situación laboral. Su médico de cabecera la remite a petición de la propia paciente, y tras mostrarse ella reacia a iniciar la pauta farmacológica que se le ofrecía. La paciente trabaja en un centro de estética desde hace unos años, y ha pasado en poco tiempo de una situación amable, en la que se sentía valorada y reconocida por su antigua jefa, a otra áspera y casi hostil, en la que la nueva encargada la somete a una sobreexigencia constante, siendo notables tanto el exceso de control (en los horarios, los descansos, etc.) como la ausencia de estímulo y hasta la descalificación. El conflicto entre ellas ha ido creciendo y B. se ha visto desbordada por completo. Teme que la crisis desencadenada por la COVID-19 propicie ahora su despido. Duerme muy mal, presenta ansiedad, que cursa en ocasiones en forma de crisis, llora constantemente, también en consulta, al desplegar su relato. Se detecta en la exploración una consulta previa en Atención Primaria (AP), siendo una adolescente, por malestar emocional con predominio de elementos de corte ansioso. En aquellos momentos llevaba poco tiempo en España, en la localidad de Castilla-La Mancha a la que llegó procedente de su país, y a la que no le resultó fácil adaptarse, sin dominar aún el idioma y en un ambiente de instituto que no fue en exceso acogedor. Había fallecido también un abuelo… Su médico le prescribió en aquel momento unas pastillas que no recuerda y que no llegó a tomar, resolviendo su malestar a fuerza de tesón y voluntad. En el momento actual, sus circunstancias no son malas, más allá del momento laboral. Tiene una pareja con la que tiene buena relación, se lleva bien con su familia, tiene algunos amigos… Pero se ve incapaz de manejar las cosas en el trabajo. Está de baja y se le hace muy cuesta arriba pensar en volver a su puesto de trabajo.
Tal vez estamos en una situación óptima para la prescripción de un programa protocolizado dirigido al manejo de síntomas de ansiedad; o para la indicación de no-tratamiento, enfatizando lo comprensible de su sufrimiento dada la coyuntura actual (algo que, de hecho, naturalmente, hago) y recordándole cómo en otros momentos se ha podido reponer ante la adversidad sin otra cosa que sus propios recursos personales… Sin embargo, hay algo en la fragilidad de la paciente que me resulta llamativo y algunas pinceladas de su biografía que me animan a tomar las cosas con un poco más de calma. Me parece esencial tratar de situarme en una posición de “no saber”, escuchar desde la curiosidad respetuosa por saber cómo experimenta la paciente lo que le está tocando vivir (11, 29). Creo que es fundamental alejarme del lugar de experto que tiene una solución para un problema que rápidamente puede encuadrarse en una etiqueta diagnóstica. Creo que es importante no tener excesiva prisa por violentar su narrativa y forzar el alta tras una única entrevista. Y creo que tampoco es interesante lanzar interpretaciones de prueba en relación a la rabia que posiblemente la paciente siente y con la que no está siendo capaz de conectar. Me animo a tratar de escucharla más a ella y menos a mi teorización acerca de lo que yo supongo que le sucede (36, 74). Trato de vigilar mis sesgos de confirmación, dejar en suspenso las hipótesis que emanan de mi experiencia clínica y hago un esfuerzo por abrir una escucha mentalizante (6, 11), expresando con toda la elocuencia de la que soy capaz mi interés por crear en mi mente una representación de lo que hay en la mente de la paciente. Naturalmente, intento explicarme a mí mismo la razón por la que la paciente puede estar viviendo las cosas del modo en que lo hace, pero expongo esas posibles explicaciones en un estilo tentativo, partiendo de una posición de “no saber”, sin mentalizar por la paciente, sugiriendo en todo momento que no puedo estar seguro de lo que planteo, sino que son impresiones que parten en gran medida del modo en que creo que yo me sentiría si, con una historia como la suya, me sucediese a mí lo que a ella le está sucediendo.
La paciente me cuenta que fueron sus padres los primeros en emigrar a España, quedando su hermano y ella a cargo de los abuelos maternos, que no los trataban muy bien. Vivían asustados y no les fue fácil transmitir a sus padres su queja, aunque esta fue finalmente escuchada, lo cual permitió pasar a vivir con los abuelos paternos hasta el momento en que B. y su hermano se vinieron a España para reunirse con sus padres. Tiene muy buen recuerdo de estos abuelos paternos, en especial de su abuelo, cuya muerte motiva, en parte, en su momento, la consulta que la paciente hace a su médico de AP. Estos elementos biográficos aportan una luz nueva para entender la reacción de adaptación de la paciente a sus circunstancias actuales, y enfatizo este punto en la devolución con la que cierro la primera entrevista, antes de proponerle una nueva cita para completar evaluación. Nos resulta llamativo (a mi residente y a mí) el modo tan sentido en que la paciente se despide, enormemente agradecida por una escucha que entiendo ha podido ser muy diferente de aquella vivida con su médico de cabecera en Castilla-La Mancha, donde se sintió despachada con excesiva rapidez.
Llega mejor a la segunda entrevista, más animada y tranquila, y mi impresión es que pudo sentirse mentalizada en la primera, lo cual ha contribuido de modo importante a construir una relación marcada por la confianza epistémica (29). En ese contexto se hace más viable una comprensión conjunta de la importancia que para ella tiene el sentirse recogida en su malestar y valorada en los esfuerzos que hace cotidianamente por destacar; de cómo lo que sufre en la actualidad con su áspera jefa actualiza vivencias que evocan la soledad y el abandono experimentados con rabia y angustia cuando sus padres se van y los dejan a ella y a su hermano a cargo de unos abuelos maternos escasamente cuidadores; de cómo esa entrevista de apenas cinco minutos con un médico que escucha poco su duelo por la pérdida de su tan relevante abuelo paterno y que privilegia la prescripción de un fármaco para sus síntomas es algo que sería importante no repetir en el encuentro conmigo. Dos entrevistas de evaluación se transforman en lo que Winnicott (81) describió como “consultas terapéuticas”: algo que se aleja de un protocolo y que va -creo- más allá de la “indicación de no-tratamiento”.