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Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría

versión On-line ISSN 2340-2733versión impresa ISSN 0211-5735

Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol.41 no.139 Madrid ene./jun. 2021  Epub 04-Oct-2021

https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352021000100015 

Dossier: Encrucijadas en la clínica con niños y adolescentes

Los terceros en el bullying: ¿testigos o cómplices?

Third parties in bullying: witnesses or accomplices?

José Ramón Ubieto Pardo1 

1Psicólogo clínico y psicoanalista. Profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.

Resumen:

El artículo analiza la incidencia de los testigos de la escena del bullying destacando su importancia, tanto en la implementación del acoso como en su resolución. Propone algunas estrategias de abordaje que contemplen este hecho e incluyan al resto de agentes de la comunidad educativa, en una perspectiva de trabajo en red.

Palabras clave: acoso escolar; sadismo; trabajo en red

Abstract:

The article analyzes the incidence of the witnesses of the bullying scene, highlighting its importance, both in the implementation of the bullying and in its resolution. It proposes some approach strategies that contemplate this fact and include the rest of the agents of the educational community, in a networking perspective.

Key words: bullying; sadism; networking

La escuela es el lugar donde, más allá del universo familiar donde cada uno es acogido, se entra en contacto con el mundo, con los otros que lo habitan, los iguales y los que encarnan los ideales educativos. Es también el lugar donde cada niño/a debe consentir a las renuncias pulsionales que todo acto educativo comporta, al hecho de que para incluirse en esa nueva comunidad educativa deberá perder algo de su modalidad privada de satisfacción. Desde el control de esfínteres –exigido a medias con la familia– hasta los requerimientos de atención y esfuerzo para el aprendizaje, en detrimento del juego como única actividad anterior.

Ese proceso no va de suyo, incluye dificultades, lo que da a la educación ese carácter de perseverancia y creación de hábitos. Tampoco la llamada “socialización”, ese estar con los otros, está exenta de obstáculos. Los anhelos infantiles de exclusividad chocan con los ideales de igualdad y justicia distributiva.

Las manifestaciones sintomáticas en la infancia tienen, pues, en ese escenario educativo una amplia representación. Desde las ligadas a los impasses e inhibiciones en el rendimiento académico hasta las expresiones conductuales de rechazo a la autoridad del maestro/a, pasando por todos los malestares en el vínculo a los otros. De ahí la importancia de incluir a la comunidad educativa en el abordaje de esos problemas infantiles. Uno de ellos, sin duda muy importante por las consecuencias psíquicas que implica, es el acoso escolar.

la escena del acoso

Tradicionalmente se ha percibido el acoso escolar o bullying como un asunto de dos: acosador y víctima (1). Esa concepción lleva aparejada, en sí misma, una serie de consecuencias relativas a su abordaje. La primera es que el foco termina poniéndose solo en uno de los dos, generalmente la víctima, que debe abandonar el centro educativo o bien padecer ese acoso en silencio hasta su marcha definitiva al final de su etapa escolar. Si, por el contrario, el sancionado es el acosador, cabe la posibilidad de su expulsión o su castigo sin abandonar el centro. En cualquier caso, la víctima es quien recibe la sanción mayor, ya que la respuesta grupal de acoso y el sentimiento de indefensión aumentan. Se produce, entonces, una revictimización, en este caso como chivato o delator.

Una segunda consecuencia del presupuesto ‘dual’ es que los terceros, aquellos compañeros/as que asisten o, al menos, conocen la realidad del acoso sin intervenir, quedan a salvo de cualquier responsabilidad. Su silencio se reafirma como respuesta adaptativa al conflicto. De rebote, eso alivia también a los docentes de su posible inhibición, ya que el acoso queda circunscrito a una especie de asunto privado entre los dos protagonistas.

La experiencia clínica con sujetos que han sufrido acoso en su infancia y los datos obtenidos en nuestra investigación sobre el tema (2) nos confirman que la ley de hierro del bullying no es otra que el silencio y el secreto que se constituye como guardián de esa violencia vivida. Sabemos bien las consecuencias psicológicas que tiene para cada uno el peso del silencio cuando lo que queda sepultado psíquicamente es un acontecimiento traumático.

Nos conviene, entonces, si queremos aligerar ese peso y permitir al sujeto elaborar –en lugar de quedar fijado a la repetición– ese agujero en su historia, abrir la perspectiva y considerar el acoso como una escena con cuatro elementos y un nudo. Podemos imaginar que nos encontramos en un teatro y sobre el escenario están los protagonistas, aquellos en los que se pone el foco –serían los papeles del acosador/es y su víctima–. En la platea se encuentra el público, los testigos del drama, ellos soportan la representación, con su presencia, sus aplausos, su mirada y sus voces de aprobación o reproche. A veces, incluso pagan para hacer posible la obra. Ellos resultan ser la clave, puesto que sin su participación no habría espectáculo. Si se ausentan, la pantomima de los actores pierde todo su brillo, queda en muecas sin destinatario. En el acoso escolar, el público es la clase que asiste como testigo, mudo o cómplice activo, a la escena del acoso.

Pero aún podemos añadir un cuarto lugar, reservado para aquellos que no están presentes físicamente pero que, sin embargo, forman parte del asunto porque también son los destinatarios del mensaje: los padres, los docentes, adultos de referencia para esos chicos/as y a los cuales se les dirige –en forma de acting-out– la pregunta oculta en el acoso. Esa pregunta es el elemento que se anuda a esos cuatro lugares, es la clave del embrollo a resolver. Se puede formular de diversas maneras, en función de la edad, y siempre se trata de un interrogante inconsciente. Ellos lo actúan y nosotros podemos reconstruir la lógica y expresarlo como pregunta. Por ejemplo, para un niño de 8-9 años, edad en la que se empiezan a detectar los primeros casos de acoso, la pregunta que los acosa tiene que ver con su relación de amor a los padres y profesores. Se interrogan por el lugar que ocupan en el deseo de esos adultos, como hijos, como alumnos, si son o no amables para ellos. Y también empiezan a sospechar –y eso les inquieta– que ese amor no será eterno, al menos no en esa forma infantil. Ya han descubierto la muerte, las fantasías y los temores que los acosan bajo formas variadas, e intuyen que en breve tendrán que enfrentar la separación de ese mundo infantil y la incógnita de otros asuntos, hasta entonces en latencia, como la sexualidad.

Todas esas incertidumbres les inquietan y para calmarse tienen varias salidas: por un lado, las que refuerzan su posición amable como buenos/as estudiantes, buenos/as hermanos protectores de los más débiles, compañía amable de sus padres y madres. Por otro, las que fortalecen su físico (deportes) o su creatividad (manualidades, arte) y ahora, todas aquellas que sustituyen el juego simbólico tradicional a través de las pantallas (YouTube, videojuegos, TikTok…).

Hay que entender que en esos escenarios ellos y ellas no solo se divierten, también aprenden y sobre todo encuentran respuestas a sus interrogantes, sobre todo lo que mencionamos: el valor personal, la muerte y el futuro adulto.

Para algunos/as, esas respuestas no son siempre satisfactorias, no les otorgan el valor fálico –de objeto satisfactorio para el otro– que les gustaría. Y eso los deja en un impasse porque lo experimentan como un signo de falta insoportable y, además, es fácil pensar que habrá otro más amable y querido (hermano, amigo, compañero) que ellos. Es aquí donde surge la tentación de salir del impasse subjetivo a costa de otro, de un chivo expiatorio, elegido sin demasiado criterio. Basta que al acosador le produzca resonancia, por algún motivo contingente, esa falta. Por eso, el criterio de designación de la víctima tanto puede ser por exceso (un empollón, una chica muy simpática) como por defecto (obesidad, signo corporal, extranjero). Si el/la elegido no puede responder al acoso, la extraña pareja que forma con su victimario quedará soldada por un tiempo. A los testigos les resta decidir qué partido toman en ese juego peligroso.

Las formas que toma el acoso, en nuestro país y en otros (3), son diversas y actúan el sentimiento de rechazo experimentado inconscientemente por el acosador: en los varones pasa más por el rechazo físico –golpes, empujones, amenazas online– y en las chicas por el emocional –segregación en el patio o exclusión de los chats en las redes sociales– (4).

Una falsa salida temporal

En el caso de los adolescentes, la lógica no cambia mucho aunque toma un valor central el cuerpo, tal como lo señaló Freud (5) en su metáfora del túnel de la pubertad. Túnel donde quedan atrapados a la espera de encontrar dos salidas al mismo tiempo, la que los conducirá al lazo social como ciudadanos adultos y aquella que les permitirá posicionarse sexualmente. Aquí la pregunta ya no es tanto por el amor de los padres, de los que más bien hay que distanciarse, sino por la satisfacción que van a ser capaces de obtener con su nuevo cuerpo sexuado y del reconocimiento que tendrán por parte de los adultos.

El estado natural del adolescente es el acoso, acoso de ese cuerpo púber, y el bullying puede ser leído como una respuesta a ese vacío que les embaraza y perturba. Respuesta que pone en juego la crueldad como destino pulsional dirigido al cuerpo del humillado. Golpeando o humillando al otro pueden pensar que se desembarazan de eso que les agobia y que desplazan al otro-víctima.

El designado como chivo expiatorio sufre la manipulación de su cuerpo, en la escena del acoso, para dejar así a salvo el cuerpo del grupo. Cualquiera que los confronte al vacío experimentado –cuando todas las demás estrategias de domesticar ese real sexual falla– es candidato a ser acosado/a. Como vimos anteriormente, el rasgo es diverso: guapas, atrevidas, empollonas, tímidos, gordos, frikis…(6). El chivo expiatorio exorcizará todos los temores del grupo y pagará con su cuerpo acosado para que el resto pueda mantener el suyo a salvo.

Al tiempo, la víctima, inhibida en su acto de respuesta, puede también creer que de esta manera, al identificarse a ese lugar, se puede ahorrar el acto y evitar así el vacío. Esa extraña pareja, alrededor del objeto y bajo los focos del público presente y ausente, no pasa desapercibida, si bien se camufla o confunde entre múltiples dinámicas y sucesos diarios de la comunidad escolar. Su existencia es paradójica y a menudo se la valora erróneamente: se sabe de su existencia pero se desconoce el alcance de lo que le ocurre.

Los iguales, en tanto que testigos, saben de la existencia de esta escena pero suelen compartir la voluntad de desconocer, de minimizar la pendiente inhumana de esa relación. Aquí es donde devienen cómplices por exceso u omisión. Unos participan de algunas de las escenas de acoso haciendo de coro que ve y asiente, a veces jalea momentos de clímax o de posible desenlace. El coro vive con el corazón encogido y se pregunta, en voz baja, con espíritu taciturno, por lo que está ocurriendo.

El pánico de verse segregado de ese espacio compartido (pandilla, círculo del patio, chat..) y de los beneficios identitarios que conlleva hace que el sujeto se anticipe en su definición de ser “normal, uno como los demás” por temor a ser rechazado. Sus testimonios resaltan su deseo: callar y aplaudir para no ser víctimas ellos también. No es extraño que “off the record y fuera de cámara”, cuando nadie los ve o los oye, se dirijan a la víctima y le envíen mensajes de apoyo.

Toda esta escena del acoso se desarrolla en un tiempo especial, en un fuera de tiempo de la comunidad escolar, en los intersticios. El acoso es una puesta en escena entre bambalinas y mantiene un pulso con el coraje y la cobardía de la comunidad escolar. Se trata, por supuesto, de una falsa salida temporal, ya que ni resuelve los impasses propios de la pubertad ni se prolonga, de esa manera, más allá de los 16 años. Eso no obvia para que las secuelas en las víctimas puedan ser graves y duraderas, incluyendo encrucijadas dramáticas en las que hay que elegir entre la vida o la confesión/denuncia.

Secreto y silencios

La escena del acoso –en su dimensión de acting-out– es una escena que daría la ilusión de permitir un acceso controlado al goce del cuerpo del otro a través del grupo, reduciéndose así la extranjeridad vivida del propio cuerpo (7). Es como si la escena grupal –elemento presente en muchas prácticas adolescentes: masturbación, violaciones, consumos, conductas de riesgo– ayudase a cada uno a domesticar algo de ese empuje pulsional, vivido siempre como inquietante e imperativo.

Una escena, pues, alrededor de “la extraña pareja” que cada sujeto forma con el objeto innombrable. Una pareja donde el amor/odio se confunden, un odioenamoramiento (8) que vemos de manera clara en uno de los protagonistas de la película Bully –inspirada en sucesos reales–, que se deja maltratar por su mejor amigo a la espera de ese signo de amor que nunca llega.

La vivencia de este hecho por unos y otros es radicalmente diferente. El impacto de este sadismo no es igual para todos. Para la víctima, es un traumatismo que guarda en secreto y deja huella durante mucho tiempo. No pueden confiar ese episodio a nadie, ni a padres, hermanos, amigos o profesores. Los testimonios que encontramos en la clínica y en la literatura nos confirman el carácter traumático de ese acontecimiento para los acosados, que deja huellas indelebles y singulares, hasta el punto de que a veces tienen que pasar décadas para poder hablar de ello.

Para los acosadores y testigos, en cambio, puede ser un recuerdo adolescente más o menos culposo. La rabia es un afecto que encontramos a menudo en los testimonios clínicos y literarios, y que pervive durante décadas como el signo de ese acontecimiento traumático. La escritora Lolita Bosch, con una experiencia declarada públicamente como acosada, publicó una novela, ganadora de un premio, con el título La rabia. Es el testimonio sobre su condición de víctima del bullying. La rabia es ese resto que permanece pegado a su cuerpo de esa experiencia adolescente (9).

Ese traumatismo deviene en un goce no reabsorbible, un punto intratable para el sujeto, algo que queda pendiente de elaborar y que, de no hacerlo, se puede actuar inconscientemente, repitiendo la escena del acoso ocupando el lugar de la víctima o revertiendo la posición y ejerciendo de acosador.

Un perro tonto

Es el caso de M., que, tras años adolescentes de sufrir burlas por algún aspecto físico, él mismo no deja de burlarse cruelmente de algún subordinado con formas similares. Este joven paciente (28 años), como muchos otros, relata por primera vez en su vida –ya adulto– sus vivencias como niño y adolescente acosado. Se presenta desvitalizado en relación a su vida y sus relaciones personales, y se queja amargamente de los desplantes que sufre por parte de un amigo, del que espera signos de interés que recibe a cuentagotas. Hijo único de una pareja “muy unida y que se querían”, experimentó un sentimiento de soledad y abandono a los 11 años cuando el padre contrajo una enfermedad grave y tuvo que jubilarse e iniciar un periplo médico acompañado siempre de su esposa. La madre, que hasta entonces se había ocupado en exclusividad de él, lo dejó de lado los dos años más duros de la enfermedad del padre: “ni me miraba”. Es coincidiendo con la enfermedad del padre cuando él sitúa los primeros episodios de acoso escolar, relacionados con una pequeña marca en el rostro y con sus dientes, que se convirtieron en objeto de burla y acoso. Para él, eso tomó consistencia, porque esa marca era también la marca de la vergüenza que el padre (dientes oscurecidos) tenía para abordar a las mujeres, historia familiar que él conocía bien.

En los ambientes nocturnos, cuando sale de fiesta con los amigos, no puede acercarse a las chicas para seducirlas ya que tiene un gran temor al ridículo: piensa que cuando vean su cara se fijarán en un lunar que tiene y en sus dientes cuando sonría y pondrán cara de asco. Recuerda su primer intento de acercamiento a una chica a los 12 años, que lo conmocionó porque ella se rió y él lo interpretó como un evidente signo de asco y burla. Desde entonces no ha vuelto a intentarlo, porque además le preocupa que si lo hace delante de los amigos, estos se rían de él cuando reciba un desplante. Surge entonces la angustia, su pánico al descontrol y el recurso a la bebida como calmante de la angustia sobrevenida.

Su condición de víctima hay que situarla en relación a ese Otro dañino y cruel que se ríe de él sin que pueda introducir otra significación a ese hecho que no sea la de la exclusión y el abandono. Cada vez que le hablaba a la madre –durante el período de acoso escolar– de que los amigos no le hacían caso y, en calidad de testigos, aplaudían las burlas de otros, ella le respondía que debía distanciarse “usando la correa larga”. Frase que remite al perro cuando se lo pasea (o se lo abandona), metáfora fija que el analizante utiliza para aludir a la condición animal del otro: “X es un cacho perro, perro tonto …”. Parece como si todo sujeto quedase reducido a esa condición objetalizada y algo indigna, figura dócil que no puede responder. En su trabajo actual reactualiza ese fantasma, ocupando él el lugar de “acosador” de sus subordinados, de los que se burla y califica de “perros tontos” que no responden a su intimidación. Ignora así su propia posición fantasmática, no elaborada todavía y condenada, entonces, a la repetición.

Estrategias de prevención y abordaje del acoso escolar

¿Cómo hacer entonces para que todos los participantes de ese “espectáculo” dejen de asistir a él fascinados u horrorizados y se hagan corresponsables de la solución y no del problema, poniendo fin a esa escena cruel y sádica cuyas huellas psicológicas no son fácilmente olvidables?

La época nos dice que cuando detectamos un malestar en la infancia o en la adolescencia hay dos fórmulas easy, rápidas y sencillas. La primera es etiquetar ese malestar y medicarlo después. Cuando eso no funciona –y en el acoso parece complicado establecer un trastorno claro del acosador ya que no hay un perfil nítido–, se recurre a la segunda: la judicialización, con el previo de las sanciones reglamentarias y protocolizadas. Recientes trabajos (10) muestran que esto último –que puede incluir expulsiones– no parece funcionar, ya que, además, redobla la victimización del acosado, culpable ahora de su suerte. A nivel preventivo, es mejor guiarse por el doble principio ético de la participación y la corresponsabilidad, tal como hacen proyectos como el KIVA finlandés (kivaprogram.net) o el TEI, Tutoría Entre Iguales, español (11). Incluir a todos, y de entrada, como actores protagonistas de los planes de convivencia.

Estos proyectos, y otros similares, coinciden en algunos aspectos comunes que podemos enunciar de manera breve y que distinguen varios momentos y niveles de actuación con estrategias específicas:

  1. Prevenir el acoso escolar

    1. Favorecer la participación y la corresponsabilidad en la escuela y en la familia (12).

    2. Espacios de conversación tutoriales y colectivos donde se hable de los temas que les preocupan orientándoles sobre el uso/relación.

    3. Confiar en las invenciones y presentimientos de los niños/adolescentes como potencialidades a fomentar y descubrir.

    4. Buscar fórmulas de acompañamiento por parte de alumnos mayores y facilitar los vínculos a los alumnos/as más introvertidos (actividades programadas).

    5. Recordar, desde la escuela, a los alumnos/as que el acoso escolar es un delito y tiene consecuencias penales (13).

  2. Detectar el acoso escolar

    1. Abrir los ojos y los oídos en relación a los conflictos, más allá de las exigencias puramente académicas.

    2. Tener en cuenta que hay cosas importantes que pasan en los márgenes, allí donde no estamos los adultos (patios, lavabos, pasillos).

    3. Internet forma parte de nuestro mundo y no los podemos dejar solos con sus gadgets: móviles, ordenador, Tablet… (14).

    4. Estar atentos y disponibles a los signos corporales de malestar: dolores de barriga, de cabeza, pérdida de apetito, insomnio, cambios de humor, tristeza.

  3. Abordar el acoso escolar

    1. Cortar de raíz cualquier situación de acoso que se detecte. Tolerancia cero con la violencia.

    2. Ayudar, en primer lugar, a la víctima a superar la situación y ofrecer también apoyo a los acosadores para rectificar su posición.

    3. Enseñar al alumno/hijo a identificar profesores y amigos que pueden ayudarle si está preocupado por el acoso, evitando el aislamiento.

    4. Hacer una alianza entre escuela y familia para consensuar la estrategia evitando acciones unilaterales.

    5. Consultar a un profesional de la psicología cuando se valore necesario.

    6. No precipitarse en acciones: denuncias, cambio de colegio, hablar con el acosador y sus padres sin previamente hablar con el tutor.

    7. Coordinación en red de los profesionales (escuela, salud, servicios sociales) cuando el caso lo requiera y con el consentimiento de la familia.

Cuando el acoso ya se ha producido, de lo que se trata entonces es de implicarlos, a través de la palabra, en el abordaje del problema: conversar con ellos sobre lo sucedido y que tomen (su) posición de forma clara. Para ello es bueno que escuchen algún testimonio del acoso, sea a través de la ficción (películas, literatura) o –todavía mejor– de situaciones más próximas. Eso les ayudará a darse cuenta de que mirar para otro lado es siempre una falsa salida, y que hay otras más interesantes para ellos mismos.

Señaladas las virtudes de estos programas, propuestas “exitosas” sin duda en el abordaje del acoso escolar, hay que destacar cómo algunas ponen el énfasis en una omnivigilancia que evitaría cualquier manifestación de la crueldad, olvidando de esta manera que ese goce que sale por la puerta entra por la ventana y reaparece en otros escenarios, ahora más clandestinos: alrededores del centro educativo, comedor escolar, internet (15).

De igual manera ocurre con la proliferación de apps: Parental Click, Stop Bullying, B Resol, Zoom 1T, algunas de las cuales van en el mismo sentido: judicialización y detección. Eso no les quita valor, pero las resitúa en sus posibilidades y límites.

Pretender eliminar la pulsión de muerte es ignorar que el sadismo es un resto educativo, un goce no absorbible. Los recursos simbólicos a nuestro alcance, desde la educación misma hasta la creación o el deporte, nos permiten darle un destino menos nocivo, convertirla en una excusa para hacer lazo con el otro (competitividad, deporte, profesión), pero en ningún caso eliminarla. De ahí que todas las respuestas al acoso deban contemplar estos límites y apostar por la participación y corresponsabilidad de todos los actores, siendo conscientes al mismo tiempo de que un cierto fracaso es lógico y no debe impedir seguir adelante.

El odio sólido del que hablaba Lacan (16) es apuntar al objeto a –eso más íntimo de cada cual– de aquel que sufre el acoso, reducirlo a un desecho, puro objeto de rechazo. Sustraer lo más singular que tiene es la base del moralismo, siempre implícito en el acoso, que parte de una supuesta normalidad (de origen, estética, de modo de goce).

El arte ofrece también un tratamiento privilegiado de ese sinsentido mediante la construcción de una ficción. De ahí la proliferación de testimonios literarios que tratan de bordear ese real que surgió traumáticamente en la vida de cada sujeto: Musil, Vargas Llosa, Paolo Giordano, Cercas (17).

Un exhaustivo metaanálisis sobre estrategias preventivas (18) coincide en valorar positivamente estrategias muy alejadas de los patrones clásicos de la psicoeducación o las soluciones universales, iguales para todos. Mientras que no duda en admitir ampliamente (95%) que las respuestas exclusivamente punitivas, y especialmente aquellas que segregan y excluyen a los alumnos, solo fomentan el odio entre ellos y la ruptura de los vínculos (abandonos). Parecería que las aportaciones del psicoanálisis, ignorado por completo en esas investigaciones, arrojan más luz sobre ese real intratable y persistente en la tarea educativa.

Todas las iniciativas que hemos llevado a cabo por nuestra parte, y donde el énfasis ha estado puesto en la invención y no en el déficit, han generado intercambios positivos entre profesionales, familias y adolescentes capaces de atemperar esa pulsión autodestructiva, capacitando a todos en el abordaje de sus propias dificultades (19).

El éxito de las intervenciones requiere que la singularidad de cada alumno y alumna se recoja con suficiente detalle, que cada uno sienta que sus dificultades son escuchadas y tratadas sin volcarse en el grupo de manera anónima. Es por eso que los programas más efectivos son aquellos focalizados en sujetos o pequeños grupos.

La estrategia de intervención más exitosa es aquella que prioriza la conversación como instrumento de interacción que supone la participación e implicación de todos y todas, descartando modelos de interacción unívoca en las que “el experto” decide por todos.

Otro dato destacable es la continuidad de las intervenciones como un factor necesario para la consecución de objetivos y de impacto estable. La adolescencia es un tránsito, pero no es un pasaje corto ni rápido. A veces, incluso, puede eternizarse. Todas las evidencias de trabajo en esta etapa constatan que la incidencia educativa solo se consigue si el acompañamiento se alarga un tiempo mínimo, que en ningún caso puede ser inferior a un año y lo deseable es entre 2 y 3.

Finalmente, hay que destacar cómo el trabajo cooperativo, en cualquiera de sus prácticas (trabajo en red, grupos de discusión, grupos operativos por proyectos), mejora también los resultados al basarse en esos dos principios éticos irrenunciables: la participación y la corresponsabilidad (20). En el caso del acoso escolar sabemos que solo así es posible abordar un problema que ya de entrada se define por “ser de todos” y no solo de aquellos que lo protagonizan en primera persona.

Bibliografía

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Recibido: 26 de Diciembre de 2020; Aprobado: 10 de Mayo de 2021

Correspondencia: José Ramón Ubieto, (jubieto@yahoo.es)

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