Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
Alejandra Pizarnik, “La palabra que sana” (El infierno musical, 1971)
La medicina, “un saber transformado en poder”
El pensador y escritor ginebrino Jean Starobinski (1920-2019) fue autor de grandes ensayos que merecieron un reconocimiento mundial y le valieron múltiples recompensas; también de una miríada de artículos, dispersos en revistas y volúmenes de mínimo “impacto” y que permanecieron durante mucho tiempo casi imposibles de encontrar (1). La interdisciplinariedad es hoy poco más que un imperativo burocrático. Pero en un hombre caracterizado como “el último humanista” y “el último enciclopedista” (2–4), se desenvolvió de manera orgánica y se manifestaba como una actitud natural. Su formación, decía, era “anfibia” (5). En 1957, publica su tesis doctoral, Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, que marca duraderamente no solo los estudios sobre Rousseau, sino también la crítica literaria en general. Durante ese mismo año, es médico residente en la clínica psiquiátrica de Cery, cerca de Lausanne, última fase de una formación que culmina en una tesis sobre la historia del tratamiento de la melancolía publicada en 1960. Entre 1958 y su jubilación en 1985, ocupa en la Universidad de Ginebra una cátedra ad personam de Historia de las Ideas; desde los años 1960, es también catedrático de Literatura Francesa y profesor asociado de Historia de la Medicina.
La obra de Starobinski representa, en parte, perspectivas e instrumentos que las ciencias humanas y las humanidades han en gran medida abandonado. Los auto-res que estudió pertenecen al cuestionado grupo de los hombres europeos y blancos cuyos trabajos científicos, literarios y artísticos configuran la casi totalidad del denostado “canon occidental”. Tampoco siguió las modas. Aunque su obra incluye aportes metacríticos (6), se mantuvo alejado de los debates que tanto excitaban a sus colegas parisinos en los años 1960 y 70. No se implicó en el giro hacia la materialidad que las ciencias humanas tomaron más tarde, ni incorporó a su quehacer el constructivismo, la deconstrucción, la perspectiva de género o la teoría queer. Veía con escepticismo la “muerte del sujeto” o la “muerte del autor” (rotundamente diagnosticadas por Michel Foucault y Roland Barthes en 1966-67) y no consideraba al ser humano como una entidad esencialmente discursiva y performativa. Estos rasgos, que parecen meramente privativos, no son tanto expresiones de rechazo cuanto manifestaciones de la distancia que Starobinski siempre mantuvo respecto de la metodolatría, la jerga, los marcos teóricos sistemáticos y las explicaciones presuntamente integrales del quehacer humano.
Esa postura puede ya percibirse en reflexiones inéditas sobre la medicina de los años 1940 y en algunas publicaciones de principios de los años 50 (7). Nunca dejará de afirmarse y se manifiesta claramente en sus escritos de historia de la medicina. Si, por un lado, se los puede calificar de “tradicionales”, por el otro plasman preocupaciones primordiales, y siempre actuales, relacionadas con la práctica médica y los valores que supone. Su Historia de la medicina, de 1963, fue un encargo para una colección sobre las ciencias y las invenciones; abundantemente ilustrados, los libros se destinaban al público general y se distribuían en grandes tiradas y en varios idiomas simultáneamente. Se trata de un texto marginal dentro de la obra de Starobinski. Sin embargo, su descripción de un progreso lineal hecho de descubrimientos, así como su periodización y sus contornos geográficos y cronológicos (de la Grecia arcaica a la medicina del siglo XX en los países económicamente desarrollados, pasando por la Edad Media, el Renacimiento y la Edad Moderna europeas), son representativos de la auténtica visión de su autor, y corresponden al modo en que enseñó la historia de la medicina durante casi tres décadas (8). Starobinski permaneció fiel a la convicción de que “el desarrollo histórico de la medicina solo puede entenderse como el efecto de un rechazo activo al pensamiento mágico-religioso y a todos los prestigios asociados a la tradición” (9, p. 23). A pesar de una sensibilidad que lo mantuvo alejado del anacronismo simplista o de la tentación de juzgar el pasado refiriéndose directamente al presente, su Historia de la medicina ilustra la óptica “presentista” que dominó en la historia de las ciencias hasta los años 1960 (10) – no en el sentido de que busca legitimar o glorificar el presente, pero sí en la medida en que denota una gran confianza en el progreso de los fundamentos científicos de una disciplina. Observar que su Historia de la medicina es exactamente contemporánea de El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica sugiere la distancia que la separa de la historiografía que presuntamente la supera.
Excurso 1: Starobinski y Foucault
Starobinski decía que, aunque no siempre estuviera de acuerdo con Michel Foucault, apreciaba cómo este dirigía su mirada hacia horizontes dispares que sabía acercar entre ellos (11). La reseña que publica en la New York Review of Books de la traducción al inglés del célebre libro del pensador francés elogia su inteligencia y estilo, pero también ratifica y esclarece las diferencias. A la voluntad foucaultiana de circunscribir el análisis a la “superficie del discurso” y de rechazar las interpretaciones que dan cabida a elementos causales, Starobinski contrapone la forma en que, “al escribir sobre los mismos acontecimientos, otros historiadores aportan una serie de factores cuyo efecto combinado consideran determinante en el nacimiento de la medicina clínica” (12). Adicionalmente, contrasta la “actitud autista y autosuficiente” de Foucault con la manera en la que los representantes de la historiografía “tradicional” (las comillas son suyas) tienen en cuenta el trabajo de sus colegas.
Esas observaciones están en consonancia con las razones que explican la pobre recepción de Foucault entre los historiadores de profesión (13). En particular, apuntan al ámbito del que Foucault buscaba más explícitamente deslindarse: la historia de las ideas, o sea (escribía) “una historia que sería también un análisis de los errores que podrían evaluarse a posteriori; o un desenmascaramiento de los equívocos a los que están ligados y de los que podría depender lo que pensamos actualmente” (14, p. 631)1. La definición de Foucault es tendenciosa, pero revela una postura básica que puede oponerse a la de Starobinski, quien a menudo evocó la importancia para su desarrollo del descubrimiento de la historia de las ideas durante su estadía en la Universidad Johns Hopkins en 1953-1956. El crítico decía “je résiste à Foucault, quand il renvoie aux vieilles lunes l'histoire des idées”, explicaba por qué no basta con adoptar la noción de “discurso” para que la de “idea” quede obsoleta, y aceptaba que, para evitar malentendidos, se hable de “historia intelectual” (16). Con todo, respecto de la historia de la medicina específicamente, ilustra cómo solía enseñarse en las facultades de ciencias médicas. Sus apreciaciones y referencias remiten a ese universo, que su propia Historia de la medicina ejemplifica de modo divulgativo.
Al mismo tiempo, Starobinski lee a Foucault con su sensibilidad de crítico literario. Tanto es así que detecta en El nacimiento de la clínica una paradoja significativa:
No es el menor de los atractivos de su libro el hecho de que repetidamente nos permita vislumbrar el rostro, los rasgos personales y distintivos de un filósofo-historiador cuyo objetivo declarado es, sin embargo, deshacerse del sujeto y de la subjetividad, desaparecer en su propio discurso (tal vez desaparecer de su discurso), y dejar el camino libre para una formulación de las reglas anónimas que rigen el conocimiento y el comportamiento humanos (12).
Además del elemento irónico, el comentario de Starobinski manifiesta su habitual atención al “movimiento” de los autores que analiza y al “peligroso pacto del yo con el lenguaje” que, a partir de Rousseau y con él, singulariza a la modernidad (17, p. 239).
No cabe duda de que hay grandes divergencias entre los dos pensadores, en sus estilos, sus modos de trabajar, sus temas específicos de investigación, su impacto en las ciencias humanas. Existen, con todo, dos relevantes convergencias. En primer lugar, ambos se ocupan de la historia de la subjetividad. Comparten la preocupación por el sujeto como objeto para sí y para las disciplinas del saber, y por la consiguiente conexión entre la subjetivación y la objetivación, el ser y el conocimiento, la experiencia y el discurso. Pero mientras que Starobinski vincula la constitución del sujeto con cómo la expresión de sí depende de saberes y vocabularios que modulan la experiencia misma de quien se expresa, Foucault la enlaza con las relaciones de poder inseparables del saber, lo que lo lleva a interesarse, por ejemplo, en la producción de los “cuerpos dóciles” (dos breves textos [14, 18] ayudan a entrar en este vasto tema). En segundo lugar, y más allá de sus diferencias, reúne a los dos excelsos ensayistas la convicción de que, como lo escribió Foucault, el ensayo es “el cuerpo vivo de la filosofía”, al menos en la medida en que esta es “un ejercicio de sí, en el pensamiento” (19, p. 12).
Excurso 2: La historia de la medicina como crítica comprometida
Lo esencial del posicionamiento de Starobinski con respecto a la historia de la medicina no se reduce a la dimensión historiográfica. Esa historia es para él un recurso de la “visión binocular” que le permite abarcar el progreso de las ciencias junto con las obras literarias, pero manteniendo la especificidad de cada lenguaje, que ve conectados en una tensión definitoria de la modernidad (20–23). Por otro lado, la historia de la medicina opera como una suerte de “crítica comprometida” (24, 25). Esta supone por parte de Starobinski la desconfianza hacia una medicina que se ofreciera como sistema global, el rechazo de los esquemas explicativos cerrados, y la insistencia en la necesidad de distinguir entre la medicina (científica, racional y crítica) y la anti-medicina (arraigada en sistemas de creencias). Es, además, una propuesta ética, enraizada en una visión de la medicina como praxis y claramente formulada desde la primera línea de su Historia: “La medicina moderna es la ciencia aplicada por la que actuamos, directa o indirectamente, sobre los procesos que tienen lugar en el cuerpo humano. Es un saber transformado en poder” (9, p. 21). Por eso, el avance de la racionalidad y la cientificidad no basta para que la medicina realice su vocación; para ello, hace falta armonizar en la práctica la aplicación técnica de los conocimientos con “una relación que atienda a las necesidades afectivas” del paciente (9, p. 21).
El acto médico tiene entonces una doble vertiente: los problemas del cuerpo, que son objeto de saberes iguales a los que podemos adquirir sobre el resto de la naturaleza; y el vínculo terapéutico, que convierte a la medicina en un “arte del diá-logo”. Las condiciones de ese diálogo, explica Starobinski, no son mero reflejo de los parámetros inalterables de la psicología humana, sino que están sujetas a las mismas transformaciones que las sociedades. Lo que cambia a lo largo de los siglos “no es solo el arsenal de recursos a disposición del médico, sino también la propia figura del médico y la naturaleza del lazo que lo une a su paciente” (9, pp. 21-22). Como la historia sirve aquí para pensar la práctica presente, la narración retorna naturalmente a la cuestión ética que la motiva. Por eso Starobinski cierra su relato observando que, “al igual que todas las técnicas”, la medicina no puede definir normas y valores; “no sustituye a la sabiduría” ni nos hace “más conscientes de nuestros objetivos”. En definitiva: “Solo nos hará más felices si sabemos exactamente qué pedirle” (9, pp. 106-107). Puede ser que este simple pensamiento refleje un humanismo en apariencia anticuado, pero la pandemia de COVID-19 le ha dado una perturbadora actualidad (26).
Tal como Starobinski la concibe, la historia de la medicina dista de reducirse al campo de las ciencias médicas (27). Conlleva la evolución de la relación entre el médico y el paciente, así como una atención ética a las prácticas que la materializa. El progreso de las ideas, las teorías, los descubrimientos y los actos terapéuticos supone la historia de la experiencia encarnada, con la cual interactúa. En otras palabras, implica la historia del Leib, del cuerpo vivido de la fenomenología, junto al Körper objetivado de las ciencias. Estos rasgos se manifiestan notablemente en el ámbito de la historia de la melancolía, uno de los principales temas starobinskianos. Su ideal historiográfico es aquí Saturno y la melancolía, un monumento de los estudios humanísticos publicado en 1964, pero con orígenes en los años 20 (28, 29). Sin embargo, un libro como Melancolía y sociedad (1969), de Wolf Lepenies (30), u otros más recientes, como Sol negro. Depresión y melancolía, de Julia Kristeva (31), confirman el hecho de que la melancolía puede servir de lente a través del cual entender una cultura en muchas de sus dimensiones, desde la vivencia corporal y psíquica individual hasta los fenómenos de masas.
Es en esa perspectiva que la nostalgia, considerada originalmente como una forma de la melancolía, ha sido objeto de investigaciones históricas de largo alcance (p. ej., 32, 33) y de reflexión filosófica en torno del tiempo y de la identidad (p. ej., 34, 35). Conservando a veces su connotación patológica, se ha puesto de moda como categoría para analizar la modernidad y las pérdidas que supone, especial-mente en la antropología, los estudios culturales y poscoloniales, los estudios sobre el patrimonio y la crisis ecológica, y los memory y nostalgia studies, que combinan la investigación del fenómeno nostálgico con los empleos críticos del concepto (36–40; ver 41 y 42 para metacomentarios)2. Podría decirse que ese desarrollo arranca durante el romanticismo y la época victoriana, cuando la nostalgia deja de ser exclusivamente una categoría diagnóstica y una forma de sufrimiento individual para convertirse en una categoría estética y una forma de la memoria colectiva. La psicofisiología decimonónica desempeñó un papel importante en esa transformación (43); y el valor de nostalgia como concepto analítico forma parte del “giro emocional” que examinaremos más adelante. Starobinski no hubiera utilizado la noción de nostalgia como instrumento de análisis. Más bien, ese empleo del término le hubiera parecido mostrar el significado que en ciertos momentos y contextos se otorga a un afecto particular, y cómo ello contribuye a dar forma a las subjetividades. Le hubiera servido para pensar el vínculo entre, por un lado, las experiencias vividas en el plano individual y social, y, por el otro, el universo de los conceptos y la expresión literaria.
Ese vínculo es el tema central del pensamiento de Starobinski sobre la subjetividad y su historia. Veremos a continuación cómo aparece en su obra, relacionándola con dos direcciones de la investigación contemporánea, el “giro interoceptivo” y el ya mencionado “giro emocional” o “afectivo”.
Lo emocional y lo interoceptivo
Partiendo a menudo de una visión simplista de la historia de la filosofía, ambas tendencias dicen querer sobrepasar aquello que el neurocientífico Antonio Damasio utilizó como título de un libro famoso: el supuesto “error de Descartes”, o sea, la disyunción dualista del cuerpo y la mente, de la emoción y la racionalidad.
Al menos en el mundo anglo-norteamericano, fue durante los años 90 del siglo XX que, a partir de una relectura de Descartes, Malebranche y Spinoza, se prestó cada vez más atención a las teorías de las pasiones. Ese “giro afectivo” (p. ej., 44) tuvo lugar no solo en la historia de la filosofía, sino también en la psicología, la sociología y la economía, y dio lugar al nuevo campo de la historia de las emociones. La estrecha relación de lo emocional con lo sensible y lo corpóreo vincula el giro afectivo con el “giro interoceptivo” (45), que es una de las manifestaciones más significativas del renovado papel del cuerpo a modo de fundamento de funciones, como la razón y la conciencia, que se solían oponer a lo corpóreo. Dado que la percepción de las sensaciones del interior del cuerpo no es un tema nuevo en la investigación fisiológica, la originalidad del giro interoceptivo debe buscarse en su inspiración interdisciplinaria y en la importancia fenomenológica y ontológica que le da a la interocepción (46).
Ambas corrientes comparten la ambición de reintegrar el cuerpo en la historia, las ciencias humanas y las ciencias neurocognitivas. También los une la ambición de superar varios antagonismos persistentes: entre la naturaleza y la cultura, el lenguaje y la experiencia, el discurso y la fisiología, lo simbólico y lo corpóreo, lo íntimo y lo público, lo individual y lo colectivo. No sin razón, uno de los más reconocidos historiadores de las emociones escribía en 2020 que el “‘problema de las emociones’, o sea, el hecho de que muchas de ellas sean corpóreas y al mismo tiempo tengan significado, todavía queda por resolver” (47, p. 168). Mas allá de su dimensión epistémica, este problema pone de manifiesto el deseo latente de comprender al otro en su especificidad más íntima. ¿Qué nos dice, a propósito de ese deseo, la perspectiva de Starobinski sobre la relación de las palabras y las cosas en el ámbito del cuerpo y de los sentimientos?
En 1981, al principio de una Breve historia de la conciencia del cuerpo, el crítico observaba que todo parecía girar en torno al cuerpo,
como si lo encontrásemos de nuevo después de un larguísimo olvido: la imagen corporal, el lenguaje corporal, la conciencia del cuerpo, la liberación del cuerpo se han convertido en palabras clave. Por contagio, los historiadores se interesan por todo lo que las culturas anteriores a la nuestra han hecho con el cuerpo: tatuajes, mutilaciones, celebraciones, rituales ligados a diversas funciones corporales. Los escritores del pasado, de Rabelais a Flaubert, son a su vez tomados como testigos. Debemos por lo tanto darnos cuenta de que no somos los Cristóbal Colón de la realidad corpórea. Esta es el primer conocimiento que entró en el saber humano: “conocieron que estaban desnudos” (Génesis 3:7). Y desde ese momento, el cuerpo nunca más pudo ser ignorado (48, p. 261).
Escritas hace cuarenta años, estas observaciones se remontan a los primeros tiempos de la historia y la sociología del cuerpo tal como surgían en una atmósfera ya marcada por Michel Foucault. Algunos historiadores han hablado de aquella época como de un “momento somático” (49, p. 394) a partir del cual se toma al cuerpo como objeto histórico y biopolítico, y como emplazamiento de la subjetividad y la intersubjetividad.
Ese momento, del que los giros emocional e interoceptivo descienden directamente, encuentra a Starobinski bien preparado. Su primer gran proyecto, sobre el que llegó a redactar, en 1947, un proyecto de tesis doctoral, fue una fenomenología del comportamiento enmascarado (50). El estudio de la máscara, con su dinámica de la ocultación y la denuncia, toma diversas formas a lo largo de su obra. Incluye, entre otros, el tema de la melancolía, que incorpora la figura del melancólico como arquetipo del desenmascarador, y la cuestión del cuerpo propio como sede de la experiencia de sí y de los otros. El sociólogo canadiense Éric Gagnon señala que una buena parte de la obra de Starobinski conforma una suerte de “fenomenología histórica” sobre las maneras en que “el individuo se piensa y se dice a sí mismo” (51). Efectivamente, si la subjetividad moderna despunta y se estructura en torno a la interioridad y a la propiedad intransferible del cuerpo propio, Starobinski (como lo nota Gagnon) no se limita a recorrer algunas etapas de su historia, sino que se propone describir su “poética”. Esto nos lleva directamente al giro emocional y al giro interoceptivo.
Empecemos por la historia de las emociones, considerando los escritos de Starobinski sobre el concepto de nostalgia (cuatro artículos, tres de los años 1960 y uno de 2003). Aunque la historia de la nostalgia forma parte de la historia de las emociones, Starobinski siempre habla de sentimientos. Nunca explicó esa preferencia, pero es pertinente que el término “sentimiento” subraye la dimensión fenomenológica y el estado emocional del individuo. La nostalgia ofrece una espléndida oportunidad para quien, como Starobinski, busca tomar la semántica histórica y la historia de los conceptos como hilo conductor para una historia cultural e intelectual a gran escala (52–54). Por un lado, la invención de la palabra y su difusión se pueden datar y seguir con precisión; por el otro, el neologismo sirve de punto de partida para una “historia de las ideas sin fronteras” tal como la soñaba el autor (55, p. 98). En 1963, comentaba que una investigación adecuada sobre el tema debería abarcar la historia de los sentimientos y las mentalidades; la historia de las estructuras sociales, étnicas y demográficas que dan un “fundamento concreto” a la historia de los sentimientos; la historia de la ciencia, la filosofía y la literatura; y, por último, una reflexión filosófica “sobre el significado moral y metafísico de la experiencia nostálgica” (56, p. 1505). Aunque no la llevara a cabo en el caso de la nostalgia, tal investigación seguía siendo el ideal a seguir.
Todo parte de una tesis de medicina defendida en Basilea en 1688. Con ella, afirma Starobinski, asistimos a “la creación de una enfermedad”, a una palabra inventada para introducir un sentimiento particular en la nomenclatura médica. Starobinski cita al respecto una máxima de La Rochefoucauld, el moralista francés del siglo XVII que decía “Hay personas que nunca se habrían enamorado si nunca hubieran oído hablar del amor”. Da la impresión de que considera que la nostalgia existe solo cuando recibe un nombre culto y especializado. Veremos, sin embargo, que ese determinismo lexical o lingüístico es solo aparente y le sirve a Starobinski para reflexionar sobre los límites cognoscitivos de la fenomenología histórica. En 1966, explica que la historia de los sentimientos plantea una “cuestión de método, que tiene que ver con la relación entre los sentimientos y el lenguaje”. Escribe:
Los sentimientos cuya historia deseamos rastrear solo son accesibles para nosotros después de que se han manifestado, verbalmente o por cualquier otro medio expresivo. Para el crítico y el historiador, un sentimiento solo existe después de formar parte del lenguaje. No se puede comprender nada de un sentimiento antes de que se nombre, se designe y se exprese. Por lo tanto, no es la experiencia afectiva en sí lo que se presenta a nosotros: solo la parte de la experiencia afectiva que se ha vertido en un estilo puede atraer al historiador. (57, p. 92).
Starobinski agrega que “la verbalización de la experiencia afectiva forma parte de la estructura misma de la vivencia”. Por eso, según él, “la historia de los sentimientos no puede ser otra cosa que la historia de las palabras en las que se enunció la emoción”. En la medida en que la experiencia subjetiva de los seres humanos del pasado queda fuera de nuestro alcance en sí misma, debemos tratarlos como habitantes de un país lejano “cuyas costumbres e idioma son diferentes y deben aprenderse con paciencia” (57, pp. 93-4).
Esta no es la única vez que Starobinski pone de manifiesto su rechazo de las interpretaciones psicológicas y los diagnósticos retrospectivos, y desestima la pretensión de llegar a la experiencia vivida de los seres humanos del pasado. Por ejemplo, en su libro de 1999, Acción y reacción. Vida y aventuras de una pareja, admite: “Sin perder el interés por los fenómenos que preceden la atención teórica que los capta, hemos preferido centrar nuestra atención en el lenguaje en el que han sido descritos” (58, p. 350). Décadas antes, en La relación crítica, su más famosa recopilación de ensayos, declaraba:
Nada nos obliga a ir en busca de una vivencia [Erlebnis]. […] La obra revela no solo por su semejanza con la experiencia interior del autor, sino también por su diferencia. Si los documentos son lo suficientemente abundantes como para proporcionar una imagen “verosímil” de la personalidad empírica del autor, entonces podemos valorar una nueva distancia: aquella por la cual la obra trasciende y transforma los datos originarios de la experiencia. (59, pp. 62-3)
La biografía de un autor puede revelar no lo que su obra refleja, sino a qué se opone, y evidenciar así su “coeficiente de negatividad”. La escritura, dice también el crítico, “no es el dudoso medio de la experiencia interior: es la experiencia misma” (59, p. 18). Como lo escribía ya en su tesis a propósito de Rousseau, “la palabra es el yo auténtico, pero por otro lado revela que aún falta la autenticidad perfecta, que la plenitud está aún por conquistar […]” (17, p. 239).
En definitiva, el lenguaje, o mejor dicho el habla, la parole en el sentido del acto lingüístico individual, es al mismo tiempo un obstáculo y una vía de acceso. Esto define el límite de lo que podemos saber en el ámbito de la historia de las emociones y de la experiencia. Así lo han entendido también historiadores como Javier Moscoso cuando advierte que las vivencias a las que tenemos acceso siempre vienen dadas bajo la forma del relato y que el desafío (para el historiador) no reside en resolver el pertinaz “problema de las otras mentes” y llegar a penetrar las experiencias subjetivas, “sino en comprender cómo las emociones se transforman en expresiones culturalmente significativas” (60, p. 138).
No obstante, puesto que se trata de comprender a los seres humanos del pasado en sus propios términos, permanece implícitamente el desafío de articular esas expresiones con la experiencia vivida, de imaginar lo que puede existir antes o independientemente del discurso. En su último artículo sobre la nostalgia, Starobinski aclara su postura al respecto. Por un lado, reconoce que los sentimientos son una “virtualidad antropológica fundamental” que preceden a las palabras que los designan; por otro, dice, “solo existen para nuestra conciencia reflexiva a partir del momento en que reciben un nombre” (61, p. 191). Esto es más sutil que el mero determinismo lexical. El lenguaje que describe los fenómenos afectivos pesa menos por su capacidad de nombrar que de dar forma a una conciencia. Por eso a Starobinski no le interesa solamente el vocabulario, sino también, y sobre todo, el estilo en que se enuncia la experiencia afectiva. Aquí se manifiesta a la vez un punto de vista epistemológico y ontológico sobre la relación entre las palabras y las cosas, y una afirmación de la función ética del lenguaje. Para entendernos a nosotros mismos o a los seres humanos del pasado, dependemos de una “conciencia reflexiva” inseparable de la palabra. Esto nos lleva al giro interoceptivo.
La cenestesia, o sea, la sensación interior del estado del cuerpo propio, fue una de las principales “pistas temáticas” que Starobinski siguió a lo largo de su vida; su interés por lo que, en sus propias palabras, “da testimonio de la percepción íntima del cuerpo” fue constante (62). El tema aflora en sus libros sobre Montesquieu, Diderot, Montaigne y Rousseau, así como en un número considerable de artículos. En una entrevista de 1990, decía, a propósito de la experiencia del cuerpo, que “el nudo psicosomático es precisamente lo que permite abordar conjuntamente un aspecto vivido y expresado verbalmente, y un aspecto explorado objetivamente por el médico” (63, p. 298). Hacía así hincapié en la articulación de la experiencia, la expresividad y el saber.
Hemos visto que, en su Breve historia de la conciencia del cuerpo, Starobinski sostiene que el primer conocimiento que entró en el saber humano concierne la realidad corpórea. Pero después de citar la Biblia, afirma también que “la conciencia del cuerpo, tal como se la practica y tal como se habla de ella en nuestra sociedad, tiene ciertos rasgos originales y nuevos que es importante poner de manifiesto” (48, p. 261). Los verbos utilizados, hablar y practicar, dan la clave de un argumento que va más allá de la cuestión histórica para poner de relieve la función existencial del habla. Por ejemplo, el artículo examina, en la medicina de finales del siglo XIX y principios del XX, el carácter metafórico de ciertos argumentos psicomédicos relativos a los trastornos de la cenestesia, así como el “carácter poético” de la expresión de los pacientes y la abundancia de metáforas que utilizan para describir sus síntomas. El cuerpo que entra aquí en escena no se reduce ni a un relato sobre el cuerpo ni a los datos de la fisiología: es el que produce mensajes significantes, verbales y no verbales. De modo parecido, según la lectura starobinskiana, el cuerpo de la teoría freudiana no es una “fuente explicativa”, sino un “lugar de realización de las finalidades expresivas del deseo” (48, p. 273).
Para Starobinski, la conciencia del cuerpo propio –o de manera más amplia, las “razones del cuerpo” (64)– es mucho menos un capítulo de la historia de la medicina que un tema consustancial a su proyecto crítico. (No es casualidad que la “Escuela de Ginebra”, el grupo de autores con el que se le asocia, se defina por haber desarrollado una “crítica de la conciencia” [65, 66]). Para Starobinski, la conciencia del cuerpo deviene diciéndose; solo conocemos su existencia expresiva, aquello que se plasma en narraciones y en actos comunicativos. Por eso, en tal perspectiva, resulta imposible separar las dimensiones ontológica y fenomenológica de la existencia. Ya hemos notado que tal punto de vista otorga al lenguaje una función ética. Lo apreciaremos de nuevo a través de una lectura de La Rochefoucauld que destaca el nexo entre la ética y la estética.
Starobinski argumenta que, para el moralista, el habla, la parole, es “el fundamento de un orden específicamente humano” que logra, a través de la expresión, “una especie de redención” de nuestra naturaleza corrupta (67, pp. 214, 219). La Rochefoucauld instaura así una “estética del sujeto hablante”. Esta estética es a la vez una ética, que Starobinski llama “sustitutiva” porque hace advenir un individuo que no se descubre dentro de sí mismo, sino en la relación (67, p. 224). El discurso melancólico que denuncia a las virtudes como vicios disfrazados manifiesta una confianza en el lenguaje que equivale a “una confianza en la razón humana” (67, p. 229). Precisamente en esa confianza se apoya la visión histórica y crítica de Starobinski.
Esto se aprecia también en el breve homenaje a Maurice Merleau-Ponty que publica tres semanas después de la repentina muerte del filósofo francés en mayo de 1961. Es bien conocido que el vínculo entre la corporalidad y la expresión es el meollo de la fenomenología de Merleau-Ponty. Starobinski escribe: “Encontramos en su obra modelos de crítica literaria” (68, p. 18). Esta observación, aunque hecha de pasada, pone a la vista de qué manera entiende su propio proyecto. Del mismo modo que el sentido más profundo de la crítica puede ser filosófico, la filosofía puede adoptar las formas de la crítica literaria o artística. Starobinski celebra la atención que Merleau-Ponty presta a “los poderes expresivos” del ser humano, poderes enraizados en la corporeidad y en la vivencia que el cuerpo hace posible. “Nuestra conciencia está de entrada involucrada en un cuerpo y en una situación vivida” (68, p. 18). Aunque para captar al ser humano “desde la base” haría falta recobrar la vida prerreflexiva (algo así como el minimal self debatido en filosofía [69]), para entender su existencia nos vemos obligados a pasar por la expresión, que inmediatamente nos vincula los unos a los otros (68, p. 18). Como señala Carmelo Colangelo, “la convicción inquebrantable” que Starobinski encuentra confirmada en Merleau-Ponty es que la sustancia misma de toda obra es relacional (70, pp. 128-9). En dicha sustancia relacional, y por consiguiente expresiva, reside el papel ontológico, fenomenológico y ético de la corporeidad y de la conciencia del cuerpo.
La enunciación y la vivencia
El discurso que Starobinski toma como objeto de análisis fusiona la enunciación y la vivencia. Como ya dijimos, la actividad interpretativa del crítico ginebrino no aborda la psicología; pero sí es propiamente fenomenológica, y ello, incluso en un texto tan aparentemente limitado a cuestiones históricas como su tesis de medicina, una Historia del tratamiento de la melancolía publicada en 1960. Cuando escribe, por ejemplo, que la bilis negra es “una metáfora que se ignora a sí misma, y que pretende imponerse como un hecho empírico” (71, p. 70), pone de manifiesto la influencia del filósofo de la ciencia Gaston Bachelard –pero la referencia a un proceso de meta-forización remite en última instancia a la fenomenología del sentimiento, del cuerpo propio y de la expresión cenestésica.
Detengámonos, para finalizar, en lo que es tal vez el mejor ejemplo, dentro de la obra de Starobinski, de una interpretación que enlaza la experiencia emocional e interoceptiva con su enunciación expresiva: el artículo de 1983 “La escala de las temperaturas. La lectura del cuerpo en Madame Bovary”. Este espléndido análisis de la novela que Gustave Flaubert publica en 1856 lleva a Starobinski a plantear la posibilidad de que la cenestesia sea la única esfera de la experiencia capaz de librarse de los clichés que, según Flaubert, se infiltran en todos los comportamientos y en todos los discursos. Se trata, dice el crítico, de saber si, “más acá de las palabras, y por el hecho mismo de ser inarticulado”, el lenguaje corporal no sería “la única expresión humana no contaminada por el tópico y la ineptitud” (72, p. 77).
En vez de responder, Starobinski propone un nuevo interrogante, preguntán-dose por la forma que sería capaz de retener y comunicar la “verdad del sentir […] más allá de los límites del cuerpo propio” (72, p. 77). La elegante contraposición entre el “más acá de las palabras” y el “más allá de los límites del cuerpo” perfila el espacio donde podríamos acercarnos a la experiencia del otro: el de la forma de su discurso, lo que en otro lugar el crítico llama la “fina piel de la apariencia” (73). La experiencia cenestésica de Emma Bovary pertenece a un personaje de ficción. Pero como solo el creador omnisciente puede representar “lo que para la conciencia del personaje se produce en el límite de lo irrepresentable” (72, p. 61), la imaginación literaria abre posibilidades vetadas a la racionalidad histórica o científica.
Esta limitación no implica una ausencia de relación con la vivencia. Al contrario, existe una “circularidad entre la experiencia personal y la imaginación literaria”. Starobinski señala lo que Flaubert toma de su experiencia del deseo, de la ilusión y del cuerpo para atribuirlo a Emma, y cómo lo que imagina en el cuerpo de su personaje se repercute en él, por ejemplo como episodios de crisis nerviosa. En resumen: “Flaubert figura en el cuerpo de Emma las sensaciones que él mismo experimentó; y experimenta en su cuerpo las sensaciones que representó en la subjetividad carnal de Emma”. Al mismo tiempo, Starobinski insiste en que Emma Bovary no es “la figuración del escritor en la novela” (72, pp. 67, 69). En pocas palabras –y esto es casi la esencia de la crítica starobinskiana–, el texto, en el sentido amplio de todo aquello que se ofrezca a la interpretación, nunca es mero “reflejo” de una vida y sus circunstancias, sino que implica la posibilidad de trascenderlas y se incorpora a esa vida como un elemento constituyente. La obra tiene en ese sentido “una especie de poder desrealizador” con respecto a nuestras motivaciones y a la inquietud que manifestamos por nosotros mismos (70, p. 132). Lo primordial es la manera en que una reflexividad que existe en relación de dependencia mutua con un cuerpo utiliza los recursos del lenguaje y se afirma como un estilo.
Terminemos volviendo al giro emocional y al giro interoceptivo. Por un lado, vimos que las disciplinas que los conforman intentan, aunque rara vez de forma directa y explícita, conciliar la naturaleza y la cultura, lo universal de las emociones y de la interocepción como procesos psicobiológicos y lo particular, que se plasma en sus manifestaciones en diversos individuos y culturas. El obstáculo a dicha conciliación reside en que la experiencia emocional y la percepción íntima del cuerpo solo nos llegan gracias a sus expresiones, que son necesariamente contingentes. Por otro lado, vimos que Starobinski estudia la historia de los sentimientos y de la cenestesia guiado por la convicción de que, si bien el lenguaje y el estilo conducen a la experiencia del otro, lo hacen imponiendo un límite más allá del cual no se transita sin anacronismo o especulación arriesgada.
A pesar de ello, persiste el deseo de acceder a la experiencia del otro. Starobinski hace suya la hermosa frase de Montaigne, “La palabra es mitad de quien habla, mitad de quien la escucha” (74, pp. 9-10). Fiel en este punto a Merleau-Ponty, observa que la interioridad se constituye “a través de nuestra relación con el mundo exterior y con los seres con quienes la vida nos pone en contacto” (75), pero agrega que estos seres configuran un universo que subsiste fuera de nuestro alcance. En su obra inconclusa La prosa del mundo, el fenomenólogo francés escribía: “La subjetividad inalienable de mi habla me hace capaz de comprender esas subjetividades pasadas de las que la historia objetiva no me daba más que huellas” (76, p. 1455). En la perspectiva de ambos pensadores, cuando nuestra propia interioridad nos acerca a esas subjetividades ajenas, remite a la alteridad inalcanzable que la constituye.
En conclusión, la “lección” que Starobinski puede ofrecer al historiador y al antropólogo de la emociones y de la experiencia se resume en la exigencia de acatar la dialéctica del lenguaje como camino y barrera, recurso y limitación. Mediante su materialidad y contenido, gracias a la metamorfosis de la experiencia en un estilo, el texto nos pone en presencia del otro. Pero lo que aquí opera no es una transustanciación. Las apariencias revelan al tiempo que ocultan; una brecha infranqueable separa las cosas de las palabras y disocia al ser humano de la huella que deja; más provechoso es atender al “coeficiente de negatividad” del testimonio, incluso del más íntimo, que atribuirle inmediatez absoluta. Seguir esa dialéctica implica acompañar su movimiento, o sea: desistir del contacto inmediato con el otro cuya existencia es una condición de la nuestra, pero sin renunciar obligatoriamente al deseo de alcanzarlo mientras continuamente nos esquiva. La “inquietud” que suscita ese deseo mantiene el impulso de la búsqueda (77), y esta pone de manifiesto el carácter histórico de la mirada de Jean Starobinski. Si la historia de los sentimientos y de la conciencia del cuerpo es un capítulo de su empeño crítico, es porque su crítica es una forma de hacer historia que nunca pierde al “nudo psicosomático” de vista3.