Introducción
Como es bien sabido, a comienzos de la década de los setenta se produjeron en España una serie de conflictos y movilizaciones en los manicomios españoles, así como ciertas experiencias alternativas, que se encuadraban en lo que se ha llamado “las luchas psiquiátricas del tardofranquismo”. No cabe duda de la importancia de tales acontecimientos que, aun dando lugar a debates en torno a la naturaleza del proceso (1,2) y al papel desempeñado por la “generación de la democracia” (3), contribuyeron a crear unas condiciones propicias para la reforma psiquiátrica iniciada en los años ochenta (4). El activismo profesional en salud mental y, de manera particular, las actividades de la Coordinadora Psiquiátrica y la recepción del movimiento antipsiquiátrico (5,6) o del psicoanálisis (7) dieron lugar a un pensamiento crítico en torno a la locura y a su abordaje que ha sido ampliamente estudiado en los últimos años (8-12).
Menor atención se ha prestado a la labor de otros profesionales que, desde posiciones menos contestatarias, contribuyeron también a una cierta renovación de las ideas y prácticas psiquiátricas. Se trata de autores considerados “menores”, pues carecieron del poder e influencia de figuras más conocidas y carismáticas, pero, a poco que profundicemos en sus aportaciones concretas, deberemos reconocer el interés histórico de su trabajo y la importancia de sus propuestas. Así, por ejemplo, los trabajos de David Simón (13,14) o de Enric Novella (15) sobre el Patronato Nacional de Asistencia Psiquiátrica (PANAP) han puesto de manifiesto las contradicciones de la atención psiquiátrica durante el segundo franquismo, pero también han destacado la activa labor de Adolfo Serigó Segarra al frente del PANAP cuando, a pesar de sus dificultades organizativas y de gestión, propició espacios para pensar la salud mental en clave de salud pública o para recurrir a la antropología y a la sociología en el análisis de las relaciones entre salud mental y sociedad, eso sí, siempre en el marco de una muy limitada modernización tecnocrática de la psiquiatría española (15). La obra de Serigó ha sido, en general, muy poco reconocida y casi ignorada por la historiografía psiquiátrica y es posible que, como apunta Comelles (16) o el propio Simón (14), sus aportaciones no se hayan tenido en cuenta por haber ostentado cargos en el organigrama de la sanidad franquista. Algo similar ha ocurrido con otros autores que, vinculados a la universidad o a otras instituciones, no formaron parte de las movilizaciones sociales o políticas del tardofranquismo, tampoco se enfrentaron de manera crítica con la “psiquiatría oficial”, pero fueron capaces de incluir en su discurso y en sus prácticas novedades teóricas e investigaciones que otorgaron mucha importancia a los determinantes sociales de la salud mental o al psicoanálisis. El estudio de estos profesionales, y de sus contribuciones, resulta fundamental para obtener una panorámica más completa de lo que fue la psiquiatría española de los años setenta y ochenta.
En 1976 apareció una monografía titulada Psiquiatría social cuyo autor era José Luis Martí-Tusquets (17), en aquel momento director del Instituto Frenopático y profesor de la Escuela de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Barcelona. Fue discípulo y colaborador primero de Ramón Sarró Burbano, catedrático de Psiquiatría desde 1950 hasta su jubilación en 1971, y más tarde de Joan Obiols i Vié, su sucesor en la cátedra. Obiols escribió un prólogo para Psiquiatría social, un libro que “en nuestro país es el primero que se publica con este nombre” (18), en el que ofrece claves significativas no solo sobre sus contenidos sino sobre la importancia de este enfoque para el grupo en el que se origina. Parte Obiols de la idea de que “la psiquiatría ha de ser siempre social” (18, p. 12), pero aunque desde un punto de vista conceptual esto resulte evidente, en la práctica no lo es tanto y por eso “el estudio de los mecanismos sociales exige, sin lugar a dudas, una especialización”. El libro de Martí-Tusquets contribuiría a la formación de esos especialistas que deberían incorporar a su quehacer profesional conocimientos y técnicas específicas, pues “la valoración de los factores ambientales, de las relaciones interhumanas, la aparición de la noción de grupo, el descubrimiento de la psicodinamia y la consideración de las relaciones interpersonales como algo consubstancial a la naturaleza humana son aportaciones que se han producido en las últimas tres décadas” (18, p. 12).
Como todos los prólogos, el de Obiols cumple con su objetivo de presentación y legitimación del autor y su obra. Destaca la madurez y experiencia clínica de Martí-Tusquets, así como su interés por las técnicas de terapia grupal, por la sociometría o por los enfoques dinámicos. Sus contribuciones previas en estos campos, junto a otras lecturas y referencias que abordaremos a continuación, nos permitirán entender los itinerarios intelectuales que lo llevaron a elaborar su propuesta. El objetivo de las páginas que siguen es analizar los fundamentos teóricos y las influencias intelectuales que llevaron a este autor catalán a formular su concepto de psiquiatría social en el contexto de la Transición democrática.
Psiquiatría social: hacia una definición
Antes de llegar a una definición de lo que Martí-Tusquets entiende por psiquiatría social conviene señalar algunos de sus puntos de partida. Estamos en la década de los setenta, cuando conceptos como el de higiene mental, salud mental, psicología social y psiquiatría social ya habían tenido un importante recorrido previo. En 1948 se celebró en Londres el International Congress on Mental Health, en el que se propusieron evoluciones conceptuales importantes llamadas a transformar la higiene mental (eugenesia, higiene racial, defensa social) en salud mental (prevención, bienestar, ciudadanía) (19). Dos años más tarde, en 1950, la reunión del Comité de Expertos en Salud Mental de la OMS celebrada en Ginebra llegó a redefinir la higiene mental como el “conjunto de actividades y técnicas que fomentan y mantienen la salud mental”, entendiendo esta última (la salud mental) como la “condición, influida por factores biológicos y sociales y sujeta a fluctuaciones, que permite al individuo lograr una síntesis satisfactoria de sus propios impulsos instintivos potencialmente conflictivos; formar y mantener relaciones armoniosas con otros; y participar en cambios constructivos en su entorno social y físico” (20, p. 4). Siguiendo las tendencias internacionales, y aunque España no participó en el congreso de Londres, se produjo en nuestro medio una reactivación de la higiene mental (21) que dio lugar, ya en la década de los sesenta, a su sustitución por el nuevo concepto de salud mental promovido por la OMS (22).
Aunque el término psiquiatría social empezó a utilizarse a comienzos del siglo XX (23, 24) y no siempre significó lo mismo (25,26), fue también en los años cincuenta cuando se consolidó el interés por el estudio de la etiología y de la dinámica de las enfermedades mentales vistas en su entorno social y cultural, de la mano, entre otros, de autores como el antropólogo y psicólogo social Marvin K. Opler (27). En 1958, una nueva reunión del Comité de Expertos en Salud Mental de la OMS incorporó el concepto de psiquiatría social, un término “de uso relativamente reciente” y que se refiere a las “medidas preventivas y curativas que están encaminadas a conseguir la competencia del individuo para un uso satisfactorio de su vida en relación con su propio ambiente social” (28, p. 3). Esta definición de la OMS contenía dos premisas fundamentales: por un lado, que las personas con enfermedades mentales pueden adaptarse a un entorno social complejo; y por otro, que los contactos y las relaciones sociales resultan útiles para la prevención y curación de los trastornos mentales. En todo caso, sin desmerecer la importancia que las instancias supranacionales como la OMS pudieron tener en la asimilación y desarrollo de conceptos como salud mental o psiquiatría social, marcando unas tendencias a las que Martí-Tusquets no fue ajeno, otras iniciativas y propuestas de procedencia diversa influyeron en la conformación de su pensamiento.
Desde un punto de vista epistemológico, Martí-Tusquets intenta superar reduccionismos, tanto biológicos como sociológicos, y opina que “para el estudio de la mente del ser humano han de conjugarse dialécticamente los procesos neuro-fisiológicos, los de la reflexión consciente e inconsciente con los de su interexperiencia vivencialmente sentida en las interacciones de su realidad sociocultural” (17, p. 16). En consecuencia, propone una “socio-clínica” que aborde “la observación, el estudio, la experimentación y el análisis del ser humano enfermo mental en su auténtica consideración totalitaria, complejo de relaciones interhumanas, de interacciones, de interexperiencias y de transacciones comunicativas” (17, pp. 16-17).
Resulta interesante esta “consideración totalitaria” que el autor propugna y que lo sitúa ante el conflicto epistemológico entre fragmentación y totalidad del sujeto psicológico (29), al entender las manifestaciones psicopatológicas desde un punto de vista no esencialista; es decir, más allá de su realidad concreta y fragmentada, y teniendo en cuenta no solo el fenómeno en sí, sino su condición contextual. Las palabras de Martí-Tusquets al respecto no dejan lugar a dudas: “Nosotros entendemos la investigación científica en socioclínica psiquiátrica en un plano algo distinto, menos reduccionista que el específico racionalista-científico-natural o experimentalista. La consideramos en un sentido mucho más amplio que incluye toda la dialéctica de su naturaleza social” (17, p. 16). Crítico con las perspectivas exclusivamente científico-naturales y positivistas, se muestra partidario de incorporar elementos de análisis fenomenológicos y dialécticos -el método socrático-platónico de la contraposición y la discusión- que permitan analizar las experiencias y las relaciones humanas, entendiendo por experiencia “la recepción vivencial y sensible, razonada, consciente e inconsciente de los sujetos y objetos externos” (17, p. 17).
Finalmente, Martí-Tusquets acaba definiendo la psiquiatría social como “aquella disciplina que utilizando los conocimientos de las ciencias sociales se dirige hacia la investigación, el estudio y el tratamiento de las enfermedades mentales, procurando además su prevención por medio de la correcta integración del individuo en su ambiente social” (17, p. 22). Una definición aparentemente sencilla que, aunque recordando en parte a la de la OMS, se nutre de un abanico amplio de enfoques y perspectivas que se atraviesan y complementan mostrando la complejidad del pensamiento psiquiátrico-social de nuestro autor. Intentemos enumerar y analizar brevemente dichos enfoques.
Socio-génesis de la enfermedad mental y epidemiología psiquiátrica
La reflexión sobre las causas sociales de los trastornos mentales es uno de los elementos claves de la psiquiatría social. Al respecto, Martí-Tusquets afirma que existen patologías que “presentan claros aspectos sociales, económicos o culturales, como la esquizofrenia referente a la cual hablamos de zonas de alto riesgo, según la definición de los sociólogos Robert Faris y Warren Dunham” (30, p. 15, 17, pp. 99 y ss.).
Merece la pena detenernos brevemente en la alusión al influyente y conocido trabajo de Faris y Dunham. Mental Disorders in Urban Areas: an Ecological Study of Schizophrenia and Other Psychoses fue el resultado de una investigación desarrollada entre 1912 y 1934 en la ciudad de Chicago que puso de manifiesto la relación entre pobreza y enfermedad mental (31). Con un amplio tamaño muestral: casi 35000 pacientes mentales ingresados en cuatro hospitales estatales y ocho sanatorios privados de dicha ciudad, y tras hacer un mapeo por barrios de la procedencia de dichos pacientes, se encontró que el mayor número de casos diagnosticados de esquizofrenia paranoide se daba en zonas de la ciudad caracterizada por Hobohemia1 (barrios de renta baja con artistas bohemios, pero también con vagabundos y población indigente); mientras que la esquizofrenia catatónica era más frecuente en los distritos con mayor población de inmigrantes extranjeros y afroamericanos pobres. La mayor incidencia de alcoholismo y drogadicciones apareció en los barrios de transición a la pobreza y, finalmente, la psicosis maniaco-depresiva, así como las psicosis seniles y por arterioesclerosis, tuvieron una distribución más aleatoria entre las distintas zonas urbanas. Tras el estudio, sus autores concluyeron que las formas de vida inestables y desorganizadas, el aislamiento social, el estrés, la frustración, la pobreza y la exclusión social que se daban en las zonas urbanas más desfavorecidas desempeñaban un papel determinante en la génesis de buena parte de los desórdenes mentales.
El interés de Martí-Tusquets por la epidemiología psiquiátrica queda patente en aportaciones posteriores a su Psiquiatría social, como su manual sobre Conceptos fundamentales de epidemiología psiquiátrica (32), pero es en el ya citado Enfermedad mental y entorno urbano (30) donde se puede apreciar con más claridad la influencia del modelo de investigación propuesto por Faris y Dunham. El autor catalán identifica las zonas de riesgo alcohólico y las zonas de alta frecuencia esquizofrénica en Barcelona en sendas investigaciones que analizan también las condiciones socioeconómicas, de vivienda, urbanismo, etc. de los distritos y barrios de la ciudad. El estudio epidemiológico recuerda al realizado años antes en Chicago, pues, aunque con un tamaño muestral más limitado (N=1264; 772 hombres y 492 mujeres), la estrategia fue similar. Para el estudio sobre prevalencia de la esquizofrenia se recurrió al registro del número de casos que habían requerido ingreso en centros psiquiátricos de la ciudad de Barcelona (Instituto Municipal de Psiquiatría de Urgencias, Hospital Clínico y el Mental de la Santa Cruz y San Pablo) entre 1940 y 1979, situando a cada paciente en su lugar de residencia habitual con el fin de determinar con precisión la existencia de zonas de “alta frecuencia” o de “alta concentración” –término que prefiere al de “zonas de riesgo” – que justifiquen un refuerzo de las actividades de seguimiento y prevención. Se trataba, pues, de un trabajo epidemiológico de tipo descriptivo, longitudinal, retrospectivo y de cohortes (30).
No es objeto de este ensayo profundizar en la metodología ni en los resultados del estudio, pero sí destacar la alta prevalencia tanto de alcoholismo como de esquizofrenia encontradas en las zonas de Ploble Sec, Raval y Ciutat Vella. Según Martí-Tusquets, “la proximidad del puerto y de la estación de ferrocarril hace que estos barrios sean receptores y dique contenedor de todas las corrientes migratorias (actuales y pasadas)”, y continúa afirmando que “tras los edificios pantalla que protegen las Ramblas del abigarrado caos urbanístico que a ambos lados tiene lugar, encontramos una seria degradación de la vivienda, gran cantidad de pensiones y bares, y el lamentable espectáculo de la prostitución callejera que confiere a estos barrios un inconfundible aire de marginación”. El estudio concluye que “existe un evidente relación entre condición socio-económica-cultural y patología. Las áreas urbanas menos favorecidas dan cobijo a las zonas de concentración alta de casos [psiquiátricos]” (30, p. 213), pues no en vano “algunos sectores urbanos reúnen una serie de características verdaderamente anormales que nos hacen suponer una verdadera alteración de la estructura biopsicosocial de sus habitantes, que les hagan más susceptibles y vulnerables” (30, pp. 266-267).
El intento de replicar la investigación de Faris y Dunham es muy evidente y reconocido por los propios autores hasta el punto de que en la contracubierta del libro se afirma que “es la primera vez que por autores de habla hispana se confirman las hipótesis planteadas por Fahris (sic) y Dunham (EE. UU.) y comprobadas también en otras ciudades americanas y europeas”. Aun así, en esta reflexión sobre desigualdades y salud mental pueden detectarse otras influencias como la del importante trabajo realizado en New Haven por el sociólogo August Hollingshead y el médico Frederick Redlich titulado Social Class and Mental Illness. Estos autores, además de confirmar una mayor distribución de trastornos mentales en zonas de bajo nivel socio-económico, insistieron en las diferencias de acceso a los servicios y a la atención en salud mental por clase social (33). Se trata de otro clásico de la psiquiatría social que ha sido objeto de análisis diversos (34-36) y que Martí-Tusquets y Murcia Grau citan en su estudio sobre la esquizofrenia en Barcelona (30, p. 208).
Además de la contribución de Martí-Tusquets y sus colaboradores a la epidemiología psiquiátrica, no podemos dejar de aludir aquí a otro importante pionero de este tipo de estudios en la España de las primeros años ochenta. Me refiero a Antonio Seva Díaz, discípulo del psiquiatra y célebre ajedrecista Ramón Rey Ardid, a quien sucedió en la cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Zaragoza. El propio Martí-Tusquets destaca que “el profesor Seva Díaz (…) ha dedicado esfuerzos en la investigación de las características psicosociales que pueden alterar la salud mental y física de la población”, considerando sus obras de “inexcusable conocimiento” (30, p. 121). Es de señalar la especial importancia del Cuestionario Psicosocial Zaragoza, que Seva ideó en la década de los setenta y que aplicó a diversas poblaciones con el fin de “correlacionar múltiples factores y circunstancias de orden psicológico, social, cultural, laboral, de ritmo de vida, etc., con los diferentes niveles de salud y desequilibrio psicopatológico” (37, p. 15). Los estudios de psiquiatría social, epidemiología y ecología sociocultural dirigidos por Antonio Seva se llevaron a cabo en poblaciones urbanas como Zaragoza (37), pero también en el medio rural (38,39).
Antonio Seva Díaz es, sin duda, otro de esos autores que, como Martí-Tusquets, ha sido injustamente olvidado por la historiografía reciente. Su ingente producción -no solo en el ámbito de la psiquiatría social-, su labor docente, su trabajo clínico y asistencial en el Sanatorio Psiquiátrico de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza, donde puso en marcha grupos socio-terapéuticos y otras iniciativas próximas a la psicoterapia institucional (40), y otras iniciativas institucionales, como la fundación en 1986 de la revista internacional European Journal of Psychiatry, suponen aportaciones de gran interés que bien merecerían un estudio amplio y pormenorizado.
Relaciones y experiencias sociales
El sociólogo y antropólogo francés Roger Bastide se preguntaba en su Sociologie des maladies mentales si no sería mejor decir que la locura es un fenómeno social en lugar de que la locura proviene de causas sociales (41). El alcance de esta obra, así como el papel de Bastide en la configuración disciplinar de la sociología de las enfermedades mentales, ha sido notable (42). Dos años más tarde de su publicación en francés apareció la edición en castellano (43), que es la que Martí-Tusquets utiliza para ordenar sus ideas en torno a una serie amplia de “planteamientos sobre la psiquiatría social a través de los cuales se define su campo de trabajo (…) tal como sugiere R. Bastide” (30, p. 16). Existe en la obra de Martí-Tusquets un intento de entender la locura como fenómeno social, por eso otorga la máxima importancia a las relaciones y experiencias sociales de las personas. Sus referentes, diversos y no siempre fáciles de identificar, podrían estructurarse de la siguiente manera.
En primer lugar, considera a Maxwell Jones la figura “más significativa del movimiento de psiquiatría social” (17, p. 20). Como es sabido, el modelo de comunidad terapéutica propuesto por Jones (44,45) en los años cincuenta influyó de manera poderosa en las experiencias de los (anti)psiquiatras británicos o en las reformas basaglianas en Italia (46), pero los enfoques comunitarios y grupales comenzaban a estar presentes en muy diversos contextos, como, solo a modo de ejemplo, en la psicoterapia institucional francesa o en los “grupos de análisis” del Instituto Tavistock de Relaciones Humanas, próximo a Londres y de orientación psicoanalítica (47). Para Martí-Tusquets, “la dinámica de grupo se presenta como un estudio de microgrupos en términos gestaltistas. El grupo constituye una ‘realidad nueva’, lo que influye en el sujeto por el solo hecho de estar presente o pertenecer a él” (17, p. 309).
Aunque Martí-Tusquets reconoce su deuda con Jones y con otros autores, no cabe duda de que el ascendente de Kurt Lewin es, en este caso, más que evidente. La alusión a la Gestalt y también la utilización del concepto “campo social”, con sus “fuerzas de atracción y aversión, sus sistemas de tensión grupal, describiendo y formalizando simbólicamente las barreras y fronteras entre los grupos” (17, p. 310), lo sitúan con claridad en la psicología social de Lewin (48, 49), hasta el punto de llegar a afirmar que los métodos experimentales de la psicología social están en la base de la psiquiatría social “ya que estudia los pequeños grupos. (…) La dinámica de grupos y la terapia grupal derivadas de los trabajos de Kurt Levin (sic) tienen como fundamento la psicología social” (30, p. 17).
La terapia familiar entraría también, al menos en parte, en esta concepción grupal. Su carácter innovador es señalado por Martí-Tusquets: “Ha sido necesario que la psiquiatría entrara de lleno en su etapa dinámica y social para que la investigación y la práctica terapéutica osaran actuar sobre el grupo primario o familiar en el que se desarrolla la vida humana en la salud o la enfermedad” (17, p. 391). Pero la reflexión sobre el grupo familiar se extiende a las “relaciones familiares descalificadoras” (30, p. 19), en cuya definición y comprensión se recurre a la teoría del “doble vínculo”. Como se sabe, la teoría del doble vínculo (double bind) fue formulada originariamente por Gregory Bateson y la escuela de Palo Alto en 1956 (50) para explicar la esquizofrenia como un problema de comunicación –de mensajes contradictorios– en el seno de las relaciones familiares. Se trata de una teoría compleja, que ha tenido actualizaciones conceptuales (51), pero que ejerció una gran influencia en autores como Ronald Laing (52), quien amplió la visión de “doble vínculo” e insistió en el papel de la sociedad, y de la familia, en la génesis de la esquizofrenia. En suma, Martí-Tusquets, siguiendo a Bateson, a Stoetzel (53) y, sobre todo, a Sullivan y su teoría de las relaciones interpersonales (54, 55), considera que “la enfermedad mental es un problema de comunicación y relación entre factores culturales y psicosociales en cuyo seno se desarrolla la personalidad del individuo” (30, p. 21).
Una última referencia de interés en este apartado es la de Jacob Levy Moreno. Fundador del psicodrama y la sociometría, pero con muchos más registros en otros campos del conocimiento como ha puesto de manifiesto su hijo Jonathan D. Moreno (56), es citado por Martí-Tusquets, a través de algunas ediciones en castellano de sus obras (57,58), para indicar que “la existencia humana es meramente un juego de roles, ya que el ego surge del rol que se represente” (30, p. 19) y señalar la utilidad del psicodrama como una forma de terapia grupal.
En 1958, presidido por Ramón Sarró y con Martí-Tusquets en la secretaría de organización, se celebró en Barcelona el III Congreso Internacional de Psicoterapia. A dicho congreso acudieron figuras muy representativas de la psicoterapia de grupo, como S.H. Foulkes (59) o como el propio Jacob Levy Moreno, que inauguró la sección de psicodrama. En 1953, Sarró y Martí-Tusquets ya habían puesto en marcha un “equipo psicodrámatico” en la Facultad de Medicina, pero ahora el intercambio con las grandes referencias internacionales termina afianzando sus propósitos. Foulkes había fundado en 1952 el Group Analytic Society, del que Martí-Tusquets se hizo socio. También se mantuvo el contacto con Moreno, quien en 1968 retornó a la Universidad de Barcelona para ser nombrado doctor honoris causa, lo que vino a consagrar definitivamente la psicoterapia psicodramática, de la que los psiquiatras catalanes son considerados pioneros en nuestro medio (60), con aportaciones posteriores de interés (61).
En definitiva, con todo este bagaje teórico, Martí-Tusquets concluye que “la psiquiatría social debe favorecer la reconstrucción de los esquemas de socialización y relación que se desmoronaron e impiden una correcta comunicación entre el enfermo y su entorno” (30, p. 22) y termina enumerando una amplia variedad de técnicas y posibilidades terapéuticas que se encuadrarían en esta forma de entender la atención: terapia grupal, dinámica de grupo, psicodrama, sociodrama, grupo de ludoterapia, grupo de ergoterapia, grupo de emotividad, grupo de reeducación psicomotriz (expresión corporal), terapia familiar, comunidad terapéutica. La arteterapia merece en el contexto que nos ocupa una mención especial debido al interés de los psiquiatras catalanes por el papel del arte como auxiliar en las terapias psicoanalíticas y como actividad ocupacional y lúdica. Ya Sarró se había ocupado de estos temas pero destacaremos aquí que Joan Obiols -gran amante del arte, médico de Dalí y uno de los pioneros de la arteterapia en España- había publicado en 1963 un conocido texto sobre “Psicoterapia por arte” (62) y que el mismo año de la publicación de Psiquiatría social, en 1976, se celebró en Barcelona la Iª Jornada de Pintura Psiquiátrica de Cataluña, en la que Obiols presentó una ponencia titulada “Expresión plástica como agente terapéutico en psiquiatría”. Participaron también Didec Parellada con “Contribución de un taller de dibujo y pintura a la asistencia en el hospital psiquiátrico” y el propio Martí-Tusquet con otra ponencia en la que aportó los “Resultados de una experiencia de pintura mural espontánea en el Instituto Frenopático” (63). Como se sabe, el recurso de la arteterapia no fue exclusivo del núcleo catalán, pudiendo identificarse otras experiencias como, desde unos presupuestos un poco diferentes, la de Enrique González Duro en el Hospital de Día de Madrid (10); pero de lo que no cabe duda es del papel que la tradición psicopatológica y psicoterapéutica local desempeñó en la incorporación de la arteterapia a los presupuestos manejados por Martí-Tusquets.
Terminemos este apartado señalando que Martí-Tusquets fue socio fundador, y posteriormente presidente, de la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de Grupo, que empezó a funcionar en 1974 y que reunió “a una buena representación de profesionales que tienen como elemento común el interés por la psicoterapia de grupo, incluyendo a aquellos que tienen una orientación más social y con clara influencia de Pichon-Rivière, a los de la vertiente gestáltica y cercanos a Moreno, y a otros que ponen mayor énfasis en la lectura psicoanalítica” (60, p. 10).
Psiquiatría social y antipsiquiatría
Como es sabido, el término antipsiquiatría siempre ha resultado confuso y ambiguo. En los años sesenta y setenta sirvió para agrupar una serie amplia de teorías y discursos, prácticas y acciones que se salían de la ortodoxia de la psiquiatría académica. En un sentido amplio, la antipsiquiatría “no encierra un conjunto doctrinal ni un tipo de praxis estandarizada, sino una serie de posturas críticas que solo adquieren sentido en su particular contexto” (64). Quizá por eso, tradiciones tan diferentes como las representadas por Laing y Cooper en Gran Bretaña, Szasz en Estados Unidos o Basaglia en Italia hayan sido consideradas antipsiquiátricas, aun cuando sus diferencias son muy notorias y no todos estuvieron de acuerdo con la etiqueta (46). Pero de lo que no cabe duda es que para un psiquiatra con los intereses de Martí-Tusquets, la llamada antipsiquiatría no podía pasar desapercibida. Nuestro autor no es un marxista reconocido, pero asegura que “el materialismo histórico intenta (…) comprender los hechos y los fenómenos, el hombre sano o enfermo, teniendo en cuenta las condiciones de existencia, es decir, las estructuras sociales y las luchas que los individuos y los grupos libran entre sí” (17, p. 27). Tampoco es un antipsiquiatra, pero reconoce una cierta proximidad a la misma cuando considera que “la psiquiatría actual en la búsqueda de nuevos caminos que la lleven a la interpretación y descubrimiento de las causas de la enfermedad mental se convierte en psiquiatría social y hasta cierto punto en antipsiquiatría en tanto en cuanto aquella se define como clásica, estática, descriptiva, adaptativa y por lo tanto represiva” (17, p. 26).
No son de extrañar, pues, las alusiones a los Internados de Goffman (65) o a La institución negada de Basaglia (66) para ilustrar la importancia del entorno social y las estructuras y relaciones de poder asociadas al ejercicio de la psiquiatría (30, p. 17). Especial interés tiene la visión que Martí-Tusquets ofrece de la Historia de la locura en la época clásica, de Michel Foucault. En su breve análisis de esta obra explica que “Después de ser rechazada por la sociedad, la locura, nos demuestra Foucault, fue recogida por los medios científicos y el conocimiento que de ella se ha obtenido ha conducido más a denunciarla que a aceptarla” (17, p. 28). Considera a Foucault un “contestatario de la psiquiatría” pero no por ello lo ignora o lo demoniza, sino que reconoce en su obra una parte de razón al denunciar unos excesos que deben ser evitados y corregidos, si bien muestra su desacuerdo hacia análisis demasiado globalizadores y termina defendiendo la muy complicada labor de los psiquiatras. Sin embargo, con independencia de las opiniones sobre la obra de Foucault, lo que me parece más reseñable es que la obra del autor francés fuera considerada lectura obligada por Martí-Tusquets a la hora de reflexionar sobre la locura y la psiquiatría. La historiografía más reciente ha discutido sobre la recepción de Michel Foucault entre los psiquiatras más progresistas en la España de la Transición, los que se movían en el ámbito de la Coordinadora Psiquiátrica y de las reivindicaciones sociales (1, 5, 67), pero rara vez se apunta el interés que también pudo suscitar en autores de un perfil diferente, como el que nos ocupa.
Asimismo, Martí-Tusquets no olvida la obra de Thomas Szasz, el “representante más destacado de la antipsiquiatría norteamericana” (17, p. 30). Se refiere expresamente a dos de sus obras más conocidas (68, 69) y elogia la erudición y capacidad de su autor para relacionar algunos trastornos mentales con la estructura sociopolítica de la época que se considere. Sin embargo, considera que sus alegatos son “un tanto novelescos y apasionados” y que no contribuyen a la solución de los complejos problemas derivados de la clínica. Recuérdese que Szasz fue profesor de Psiquiatría en la Universidad de Siracusa y ejerció como psicoterapeuta privado, pero tuvo muy escasa experiencia en el ámbito de las psicosis (70). Finalmente, Martí-Tusquets explica su posición en relación con estos dos últimos autores: “El pensamiento de Szasz nos parece interesante por lo que tiene de revulsivo y de toma de conciencia, pero hemos de aceptar que su análisis histórico de la locura, como también el de Michel Foucault, se inicia hacia el final de la Edad Media, se centra en el Renacimiento y se diluye en su evolución posterior. Con ello, tanto uno como otro investigador nos parece que hacen un servicio importante pero parcial” (17, p. 32-33).
Puede que Martí-Tusquets no alcanzase a vislumbrar las posibilidades del enfoque genealógico foucaultiano, pero es de destacar que, aun proviniendo de una tradición académica e intelectual diferente, en ningún momento descalifica a estos autores, sino que los considera importantes, con acuerdos y desacuerdos, en el proceso de conceptuación de la psiquiatría social. No obstante, la influencia de los (anti) psiquiatras británicos es mucho más determinante en su pensamiento.
El psiquiatra catalán señala que “Laing y Cooper, en su intento de comprender la locura, utilizan la ‘racionalidad dialéctica’ que había sido claramente diferenciada de la ‘racionalidad analítica’ por Sartre en su Crítica de la razón dialéctica y asimismo incorporan los conceptos de praxis, proceso, alienación (…) y en general toda la fenomenología que derivada de Hegel había sido sistematizada y utilizada en forma concreta y práctica por Marx” (17, p. 26). Es evidente que Martí-Tusquets se está refiriendo a Razón y violencia, el libro en el que Laing y Cooper, analizando la obra del filósofo francés, intentan aunar marxismo con existencialismo (71). También resulta de utilidad para Martí-Tusquets la lectura de El yo dividido de Laing, pues “ofrece una explicación psicosocial y existencialista de la esquizofrenia y la enfermedad mental en general” (30, p. 19). La obra de Laing es compleja y, sin duda, tiene muchos niveles de análisis (72). En el ámbito profesional de la psiquiatría y el psicoanálisis la enseñanza de Donald Winnicott, su supervisor en la Clínica Tavistock, resulta fundamental en la formulación del yo dividido (divided self) (73), así como la teoría del doble vínculo a la que hemos aludido con anterioridad.
Ya hemos visto la importancia que la psiquiatría social de Martí-Tusquets otorga a las relaciones familiares y es en este contexto en el que puede apreciarse más claramente su interés por las aportaciones de los (anti)psiquiatras británicos. En 1973 presentó como coautor una ponencia al IV Congreso Nacional de Psicología sobre terapia familiar (74), en cuyos apoyos bibliográficos aparecen autores como Bateson y la teoría del doble vínculo, Laing o Esterson (75), y en Psiquiatría social asegura que “en nuestra opinión y experiencia, es en esta nueva forma de estudiar las familias en sus nexos y relaciones de interexperiencia donde adquiere el trabajo de Laing y Cooper un auténtico valor” (17, p. 37).
Esta “nueva forma de estudiar las familias” había sido propuesta por Laing en The Divided Self (73) y en The Politics of the Family (52), así como en Sanity, Madness and the Family (75), que firma con Aaron Esterson. Por su parte, David Cooper, en The Death of the Family (76) o en The Grammar of Living (77), busca nuevas formas de vivir más allá de la familia nuclear y burguesa y un poco más tarde, en The Language of Madness (78), entiende la locura como un acto de resistencia y un signo de la naturaleza represiva de la familia. Martí-Tusquets no termina de estar de acuerdo con Cooper, pues considera que “compulsivamente busca sistemas familiares menos restrictivos pero fracasa en su intento” (17, p. 35), aun cuando reconoce la importancia de la crítica a la familia como modelo de organización social. Ya hemos comentado los problemas de comunicación que, siguiendo a la escuela de Palo Alto, podían definir las “relaciones familiares descalificadoras”, pero advierte ahora que este fenómeno, que “adquiere su acmé con el libro de Cooper, La muerte de la familia”, en realidad viene desarrollándose desde hace algunas décadas a raíz de estudios psicoanalíticos que condujeron al concepto de “madre esquizofrenógena”, y prosigue indicando que “es lógico que si algunos investigadores consideran que la influencia morbosa de la madre” -que amplía a los roles materno y paterno- “es el agente causal de la esquizofrenia, haya que estudiar a fondo esta hipótesis y experimentar sus resultados” (17, p. 33). Como se sabe, el concepto de “madre esquizofrenógena” es atribuido a la psicoanalista Frieda Fromm-Riechman (79) y, aunque se trata de un término controvertido que fue objeto de críticas diversas (80, 81), lo que nos interesa resaltar aquí es la presencia de este tipo de categorías en los intereses de Martí-Tusquets.
Unos intereses que en modo alguno lo sitúan entre los partidarios de la antipsiquiatría, pero tampoco entre sus más conspicuos detractores. Así, por ejemplo, insiste en la necesidad de llamar la atención sobre la abundancia de fenómenos de comunicación disociada, intuiciones deliroides, creencias mágicas y actitudes morbosas tan frecuentes en familias de esquizofrénicos, pero se apresura a aclarar que “de ahí a proclamar la antipsiquiatría o a declarar la muerte de la familia, como pretenden David Cooper y algunos otros autores, consideramos que media una distancia” (17, p. 40). En este mismo sentido considera que “la solución de Cooper al proponer una posible y vaga comunidad hiperpermisiva nos parece completamente utópica, y desde luego anticientífica” (17, p. 40). Es de suponer que se está refiriendo a Villa 21, la comunidad terapéutica experimental que Cooper puso en marcha en el Hospital Shenley, próximo a Londres, pero su criterio se extiende también a otras experiencias, entre las que podría considerarse la de Kingsley Hall de Laing, y a las que denomina “anti-hospitales”, considerando que constituyen el punto más débil de esta corriente de pensamiento.
Además del componente utópico de la antipsiquiatría, Martí-Tusquets critica también su tendencia a la generalización. Argumenta, en este sentido, que al pensar que la influencia de lo social actúa por igual sobre las diversas enfermedades psíquicas se cae en un “error de universalización, como demuestra la misma experiencia social e histórica”, para finalmente retornar a un enfoque más disciplinar y especializado en el que “únicamente la profundización en el análisis individual y sociofami-liar puede ir creando en nosotros mismos y en nuestro campo de acción (hospital, sociedad, etc.) la toma real de conciencia para permitir un cambio paulatino que no debe ser solo estructural sino fundamental y primariamente de actitud” (17, p. 38). La orientación médica y psiquiátrica de Martí-Tusquets, y contraria al pensamiento antipsiquiátrico, es obvia y sus críticas son similares a otras muchas realizadas desde el núcleo de la profesión psiquiátrica: “resulta paradójico que algunas corrientes antipsiquiátricas abogando por la libertad del ser humano olviden que la labor fundamental de la psiquiatría consiste precisamente en hacer posible esta libertad en el individuo que la ha perdido o que no ha llegado a ejercerla jamás” (17, p. 43).
Ante el cuestionamiento antipsiquiátrico a la psiquiatría tradicional, Martí-Tusquets reacciona con un discurso legitimador de su especialidad y de su oficio, pero su interés por las relaciones entre locura y sociedad lo llevan a tener en cuenta determinadas formulaciones procedentes de autores considerados antipsiquiatras en la construcción de su psiquiatría social. Me parece que esta es una de las virtudes de su trabajo, intentar conocer con respeto los planteamientos de los psiquiatras críticos para asimilar parte de su discurso (psiquiátrico), por más que no le interesen sus connotaciones políticas, critique sus prácticas o se desentienda del movimiento social que representaron.
Antropología cultural, mitos y psicoanálisis
Un último aspecto a destacar entre los planteamientos teóricos de Martí-Tusquets en su construcción intelectual en torno a la psiquiatría social tiene que ver con el estudio del mito y sus lecturas sobre antropología cultural. Se interesa por los estudios de Bronisław Malinowski (82) o de Margaret Mead (83) sobre los comportamientos “anormales” en sociedades diferentes a la occidental, otorgando importancia a los estudios de “psiquiatría comparada” o de psiquiatría transcultural. Otorga especial importancia a la obra de Lévi-Strauss (84) indicando que este autor “analizó las relaciones estructurales de algunas tribus primitivas para determinar cómo se establecen en una forma mágica”, lo que, según afirma, sirvió a Ernst Cassirer para “sistematizar el mito dentro de la estructura social” (30, p. 18). Martí-Tusquets hace este comentario casi de pasada, pero es evidente que el interés por la antropología y por los mitos tiene un cierto sello de escuela, pues son conocidas, y así lo admite Martí-Tusquets, las elaboraciones que su maestro Ramón Sarró realizó al respecto. Ernst Cassirer acuñó el concepto de “existencia mítica” para referirse al tipo de vivencias de las que la cultura occidental está alejada pero que todavía podrían encontrarse en el mundo no-occidental (85). Basándose en estos estudios, y en los de otros antropólogos culturales como Lucien Lévy-Bruhl (86), Sarró consideraba, al menos en su primera época, que el ser humano “primitivo” habita fundamentalmente en un mundo mítico y que su estudio etnográfico puede aportar claves importantes para comprender el pensamiento esquizofrénico. Posteriormente realizó, desde un abordaje mítico-fenomenológico, estudios de las temáticas delirantes más recurrentes en la esquizofrenia, a las que definió como “mitologemas” o “deliremas” (87), lo que le acerca, obviamente, a la psicología analítica junguiana. Esta idea del delirio como paradigma de un pensamiento mítico ha sido recuperada en los últimos años por algunos autores (88, 89) y expresamente señalada por Martí-Tusquets: “El profesor R. Sarró (1972) trabajó en una teoría de los mitos (mitologemática), y describió 36 mitologemas o temas delirantes más comunes entre los esquizofrénicos” (30, p. 18).
No se trata aquí de profundizar en el pensamiento psiquiátrico de Ramón Sarró, pero sí de corroborar, brevemente, su influencia en Martí-Tusquets. La importancia que este concede a la antropología cultural o a la relación entre mito y delirio en su manera de pensar la psiquiatría social tiene que ver, sin duda, con el ambiente intelectual en el que Sarró y sus colaboradores desarrollaban sus actividades académicas. Lo mismo ocurre con su proximidad al psicoanálisis. Cabe recordar que Sarró y Martí-Tusquets tramitaron la invitación y recibieron a Jacques Lacan cuando este viajó a Barcelona con el fin de impartir la conferencia en la sesión inaugural de la Asociación de Psiquiatría de la Academia de Ciencias Médicas en 1972 (90). Algunos años antes, Martí-Tusquets había publicado el que probablemente es el primer trabajo en castellano que analiza la obra de Lacan (91). En un artículo posterior, su objetivo fue integrar el análisis estructural del psicoanálisis lacaniano en su reflexión sobre las instituciones psiquiátricas (92), lo que lo llevó a reflexionar sobre la tesis del inconsciente estructurado como lenguaje y su aplicación a las comunidades terapéuticas (93,94). Un conjunto de trabajos anteriores a su Psiquiatría social que nos han permitido aventurar la existencia de un nexo entre una determinada lectura del psicoanálisis y los planteamientos antipsiquiátricos y de crítica institucional de la época (7) y que dan sentido y matizan lo ya expuesto en torno a la psiquiatría social y la antipsiquiatría y el papel del psicoanálisis en su compleja articulación.
Conclusión
Como hemos visto en las páginas precedentes, la noción de psiquiatría social fue objeto de una muy elaborada propuesta por parte del psiquiatra catalán José Luis Martí-Tusquets. Nos hemos limitado aquí a esbozar algunos de los principios doctrinales de los que este autor se dotó para establecer un marco conceptual y metodológico al respecto. Se trata, pues, de una primera aproximación que deberá completarse con análisis más finos y profundos de aspectos más concretos y de prácticas, técnicas y estudios que aquí solo han quedado apuntados. Lo que sí parece evidente es la existencia en la España del tardofranquismo y la Transición de profesionales cultos, con lecturas diversas, con actitudes abiertas y con un grado de compromiso científico, clínico y social que no puede ni debe ignorarse. Con frecuencia los historiadores caemos en cómodos reduccionismos apriorísticos que condicionan las fuentes que elegimos y las preguntas que formulamos. El interés por las instituciones más relevantes o por las figuras más conocidas y carismáticas ha caracterizado buena parte de una historiografía que presta una atención muy relativa a algunos autores, probablemente por no tener una estrecha relación o un marcado protagonismo en el eje saber-poder de la psiquiatría española. Martí-Tusquets no es Vallejo Nágera, ni López Ibor, ni Sarró, tampoco es Castilla del Pino o Martín Santos. Se le puede encontrar nombrado o citado esporádicamente, en general como compañero de viaje, o incluso como fiel escudero, de Ramón Sarró o de Joan Obiols, pero creo, aun reconociendo su vinculación a esta escuela catalana, que su aportación personal en el ámbito de la psiquiatría social tiene una importancia histórica nada desdeñable. Pionero entre otros –como Antonio Seva– de la epidemiología psiquiátrica o de la terapia grupal en nuestro país, fue capaz de aunar psiquiatría, psicoanálisis, psicología social, antropología cultural, etc. en la elaboración de un discurso que también dialogó con la antipsiquiatría. En todo caso, no se trata de “rescatar” autores más o menos olvidados, sino de ampliar las expectativas historiográficas a otras sensibilidades generadoras de discursos y prácticas que superen o que, al menos, problematicen los tradicionales compartimentos estancos, a veces demasiado esquemáticos y cerrados, entre psiquiatría universitaria y manicomial, psiquiatría biológica o dinámica o psiquiatría reaccionaria y progresista.