Introducción
Entre los antecedentes de la comunidad terapéutica se cita de manera recurrente a Clifford Beers y el movimiento de Higiene Mental, la divulgación del psicoanálisis en un ámbito profesional y la actualización de la terapéutica psiquiátrica durante la segunda guerra mundial (1, 2). Tales tendencias se aprecian en Social Psychiatry: A Study of Therapeutic Communities, publicada en 1952 (3), donde Maxwell Jones describía su trabajo en la Industrial Neurosis Unit del Hospital de Belmont. Este proyecto piloto exploraba el potencial terapéutico de la estructura social y el patrón de interacciones que surgían espontáneamente en la unidad, al margen de la terapia individual o de las actividades de grupo. La idea de utilizar la sociabilidad como fuerza de cambio individual proporcionó un tratamiento eficaz y asequible para los incipientes sistemas estatales de salud, iniciándose diferentes procesos de transformación de la asistencia, con el soporte de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Se trataría, en este artículo, de conocer la recepción profesional de la comunidad terapéutica en nuestro medio, a través de la actividad e informes de José Luis Montoya Rico (Alicante 1932-2005), figura clave en las reformas tardofranquistas de las diputaciones provinciales. Licenciado en Medicina en 1956, hizo la especialidad en medicina interna en la Fundación Jiménez Díaz hasta 1958, aunque su formación propiamente psiquiátrica se realizó en Maryland. Su formación en EE. UU. se vio influenciada por el hospital y el sector como comunidad terapéutica. Este cambio promovía el estudio del trastorno mental como objeto sociocultural, perspectiva que en los 60 reinterpretó en términos de aculturación y asimilación la socioterapia de Belmont. A lo largo de la década, esta lectura negativa de la comunidad convivirá con su potencial como fuerza de cambio social e individual, dando lugar a distintas alternativas terapéuticas que exploraban la relación entre solidaridad comunitaria y libertad individual.
Sin embargo, en los años cincuenta, la asistencia psiquiátrica pública en la España franquista seguía un modelo manicomial dependiente de las diputaciones provinciales (4, 5). A partir de la década de los sesenta, algunas diputaciones, con la asesoría del Patronato Nacional de Asistencia Psiquiátrica (PANAP) (6), plantean proyectos provinciales de reforma de la asistencia de orientación comunitaria (7, 8), en los que Montoya va a jugar un importante papel. El psiquiatra llega a Oviedo en 1963 para planificar y coordinar la reforma del Hospital Psiquiátrico Provincial, manteniéndose hasta 1971, cuando se trasladó al Sanatorio Psiquiátrico de Conxo, donde permaneció hasta 1979 (9, 10).
El objetivo de este trabajo es analizar los informes de Montoya en los planes asistenciales de “La Cadellada”, Conxo y Jaén, aunque no se puede olvidar que asesoró o colaboró en los proyectos técnicos de las diputaciones de Albacete, Huelva, Valencia y Logroño o del Sanatorio de San José de Ciempozuelos (11). Su trayectoria profesional lo llevó nuevamente a Alicante en 1983, tras dos años en la Ciudad Sanitaria de Murcia, como director de los Servicios Psiquiátricos Provinciales y docente en la Facultad de Medicina CEU Cardenal Herrera (12, 13).
Paralelamente, en este trabajo se analiza la colaboración de Montoya en los proyectos de salud mental de la Oficina Regional para Europa de la OMS, que trataron de analizar variables de tipo sociodemográfico, diagnósticos, la disponibilidad de recursos extrahospitalarios o el número de profesionales en los servicios. No obstante, la instauración de un modelo comunitario tardó en generalizarse en nuestro país, y su divulgación en prensa especializada (14) y general apenas se hizo notar hasta principios de los setenta, con los llamados conflictos psiquiátricos (15, 16). Ya en democracia, Montoya formó parte de la Comisión de Planificación y Organización de la Asistencia Psiquiátrica, proyecto frustrado del primer Ministerio de Sanidad del 77 (11–16).
Para realizar este trabajo se han consultado los archivos de las Diputaciones Provinciales de Asturias, A Coruña, Pontevedra, Jaén, Murcia, Logroño, Albacete y Alicante, aunque tan solo los de Asturias, A Coruña y Jaén conservaban informes con autoría de Montoya. Se revisa, asimismo, su producción científica escrita y se aporta información procedente de entrevistas telefónicas a varios miembros de su familia (12).
Informes: los planes Montoya
a) Oviedo: “Una experiencia muy tecnocrática” (16, p. 22).
En junio de 1963, la Diputación de Oviedo contrata a José Luis Montoya para dirigir un grupo de estudios psiquiátricos que planifique la reforma del Hospital Psiquiátrico de Asturias, “La Cadellada” (17). Montoya se trasladó desde Maryland, una vez finalizada su formación como médico psiquiatra. En 1959, había obtenido una plaza en el Crownsville Hospital Center por mediación del psiquiatra aragonés Leonardo García Buñuel. Se desplazó a Estados Unidos con Carlos Medina Gil, psiquiatra que regresaría con Montoya a Oviedo tras una estancia posterior en Canadá (12).
Entre 1950 y 1963, los fondos federales que sufragaban la salud mental en EE. UU. basculaban entre la financiación de un modelo ambulatorio afianzado en torno a la patología adaptativa de posguerra y las reformas comunitarias de los viejos hospitales monográficos. El Crownsville Hospital Center era uno de los 302 hospitales de dependencia estatal que se beneficiaban del proceso de desinstitucionalización y mejoras promovidos por los Mental Health Programs of the Forty-Eight States (18). Fundado en 1910 en Annapolis, en la periferia de la capital del Estado, el Crownsville segregaba y atendía a la población afroamericana de Maryland, unos 1800 pacientes (19).
El segundo año de especialización, Montoya trabajó en el Seton Institute, un hospital monográfico de 330 camas administrado por las Hermanas de la Caridad. En 1946, el antiguo Mount Hope Retreat se transformó en el Seton, siguiendo los principios de la Milieu Therapy. El tercer y cuarto año continuó su formación en dos grandes complejos hospitalarios, el University of Maryland Hospital y el Johns Hopkins Hospital, ambos con programas de psiquiatría de enlace, atención sociocomunitaria y psiquiatría infantil acreditados para la especialidad por la American Psychiatric Association. Pocos meses antes del regreso de Montoya a Oviedo, el estado de Maryland decretaba el fin de la discriminación por raza en la asistencia psiquiátrica. Y pocos meses después, en octubre de 1963, Kennedy firmaba el Community Mental Health Act. La ley, que promovía la apertura de los centros de salud mental, abría el debate sobre la posición del hospital mental en la reforma y las modalidades de coordinación entre diferentes dispositivos (18, 20).
En el Estado español, con una atención pública y privada con centro en el hospital monográfico, este debate quedaría aplazado hasta la reforma socialista de los años ochenta. La financiación estatal y la reestructuración autonómica del territorio entrarán entonces en conflicto con las experiencias de transformación tardofranquistas de los viejos hospitales psiquiátricos de la diputación (7, 21, 22). Pero en 1963, el de la provincia de Oviedo -actual Principáu d’Asturies- es uno de los pocos hospitales que, dependiendo de una corporación local, se propone iniciar un proceso de reforma comunitaria (8, 9).
En 1960 “el índice de industrialización de Asturias resulta ser un 1,2% superior al nacional” (9, p. 94), pero “posee una proporción de camas por mil habitantes inferior a la media” (9, p. 106). José Luis López Muñiz, presidente de la Diputación de Oviedo desde 1957, inicia un plan de modernización de la provincia (23). Entre el 28 y el 30 de enero de 1963, el gerente del Hospital General de Asturias -Carles Soler Durall- invita a José Luis Montoya al Hospital Provincial de Oviedo (HPO) para redactar un informe preliminar (24). Inaugurado en 1925, se han acometido en la Cadellada sucesivas reformas de ampliación que han conservado su aislamiento geográfico y su diseño custodial. Proyectado para 500 plazas, en 1963 residen en el centro unos 1200 pacientes, y al alto número anual de admisiones se une un número similar de altas por fugas, “ensayo” y, especialmente, defunciones. La parálisis general progresiva ya no es el diagnóstico dominante, sino que la mayoría de los internados pertenecen al grupo esquizofrénico, psicosis maniacodepresiva o dependencia de alcohol. Aunque hay enfermos de cualquier edad, la industrialización de la provincia, el cambio del patrón de cuidados y la disminución de la tasa de natalidad aumentan la proporción de los trastornos de la vejez. Junto con los oligofrénicos, constituyen un grupo sin posibilidades terapéuticas dentro del hospital para los que se necesitan recursos específicos con los que no cuenta la provincia.
Además de dos directores médicos-psiquiatras -uno en la sección de hombres y otro en la sección de mujeres-, cada uno con su propia clínica privada, atienden el hospital entre cuatro o cinco médicos internos y de guardia, de los que solo uno tiene la titulación oficial en psiquiatría. La mayoría de ellos trabajan a tiempo parcial. Faltan en el psiquiátrico los recursos humanos y los planes de formación indispensables en un hospital moderno: psicólogos que seleccionen al personal y diagnostiquen a los pacientes, trabajadores sociales y enfermeras que visiten al paciente en su domicilio y personal especializado en rehabilitación industrial y socioterapia. El aislamiento geográfico de la Cadellada se refleja en la ubicación dispersa de los dispensarios ambulatorios locales o en la desconexión con el propio hospital provincial, con los que no se mantiene coordinación clínica ni estructura administrativa integrada: “no se trata solo de una mutua ignorancia, sino que hay sentimientos de desprecio, sorna, rencor, etc. (…) Y, como se dice comúnmente, el enfermo es el que siempre acaba por pagar el pato” (24, p. 6). Falta, en suma, una estructura engranada bajo un objetivo terapéutico que acote los “fines administrativos, económicos o hacia intereses del personal técnico” que dinamizan la asistencia, de tal manera que “cuando sucede esta situación, es el paciente el que tiene que ajustarse a las necesidades del hospital” (25, p. 130). Si en los informes previos al que coordina Montoya se subrayaba la necesidad de entender al enfermo mental “en las mismas condiciones que si de un enfermo orgánico se tratara” (26, p. 3) o se preguntaban cómo eliminar los obstáculos legislativos al ingreso de enfermos agudos en el hospital general (27), Montoya recomendaba en su informe preliminar un estudio de las necesidades y problemas psiquiátricos de la provincia (24).
Para tal tarea, la diputación encarga la dirección del mencionado grupo de estudios al propio Montoya, quien, junto con Carlos Medina Gil, asumirá el peso del proyecto (17). Formado por 3 psiquiatras y 5 asistentas sociales, el grupo desarrolla en un proyecto técnico las ideas esbozadas ya en el informe preliminar: creación de una unidad de psiquiatría de tratamiento socioterapéutico a corto plazo -dos o tres meses- dentro del hospital general para diagnóstico y tratamiento intensivo; apertura de un servicio de interconsulta; recursos materiales y humanos especializados dentro del Hospital Psiquiátrico para el tratamiento de enfermos de larga duración -laborterapia y rehabilitación social-, desviando hacia servicios específicos la patología propia de la edad, el alcoholismo o el retraso mental. El informe propone, además, un funcionamiento progresivo de centros ambulatorios que trasladen a la comunidad la atención del hospital; programas definidos de formación e investigación para el personal sociosanitario, con especial atención a la enfermería psiquiátrica; una dotación adecuada de personal según las recomendaciones de la OMS y, finalmente, labores de prevención y estudio de actitudes con participación de todas las instituciones comunitarias (judiciales, administrativas, parroquias, escuelas y agencias sociales). Pero lo que diferencia al informe de la Comisión de los anteriores no es solo su nivel de detalle, la atención a todos los aspectos objetivos -presupuestarios, arquitectónicos, administrativos, formativos y epidemiológicos-, su insistencia en la evaluación o su implantación por etapas, sino el posicionamiento a favor de una psiquiatría de cimientos modernos cuyos fundamentos, prioridades y nuevos métodos de tratamiento determinan los contenidos y la progresividad de la reforma. Cimentada en “factores orgánicos, sociales y psicológicos que contribuyen al desarrollo y a la aparición de las enfermedades mentales” (28, p. 15), y modelada por las recomendaciones de la OMS, la nueva orientación establece como “fin primordial la rehabilitación del paciente y la creación de una comunidad terapéutica dentro del hospital” (25, p. 130). También en Oviedo la apatía y la asociabilidad “dependen con frecuencia no de la enfermedad en sí, sino de los factores sociales o ambientales artificialmente creados por el hospital” (28, p. 12).
En la medida en que el manicomio funciona como agente de cronificación, se trata, por un lado, de “considerar los métodos y objetivos a alcanzar con el fin de conseguir una disminución de estos factores negativos [psicosociales] y estimular y desarrollar aquellos positivos” (29, p. 487) y, por otro lado, de poner en marcha una serie de medidas indicadas para prevenir la recidiva de la enfermedad, la hospitalización y el diagnóstico temprano del proceso morboso “antes de que sea lo suficientemente grave para requerir hospitalización” (28, p. 15). Montoya considera, por tanto, que es indispensable la creación de una red de atención extrahospitalaria “de acuerdo con las necesidades de esta provincia y para el estado actual de los medios que se encuentran en funcionamiento en Asturias” (25, p. 125).
El plan técnico de reforma empieza con una estructura de mínimos que parte de la selección, formación y contratación de recursos humanos. En un símil entre el hospitalismo y la atomización de la asistencia psiquiátrica en Asturias, reorganiza a nivel administrativo y clínico los recursos materiales de los que dispone la comunidad; jerarquiza e integra la gestión de los servicios psiquiátricos en el Órgano de Gestión del Hospital General de Asturias y organiza la asistencia dentro y fuera del hospital según las necesidades de tratamiento -corta y larga duración- y el sector-unidad geográfica delimitada por densidad de población- de procedencia. De todos modos, para garantizar la continuidad de la asistencia, asigna a cada sector un equipo multidisciplinar que, con dedicación exclusiva, adecuadamente retribuido y coordinado, atenderá al paciente independientemente del dispositivo de tratamiento. Frente a la aséptica objetividad del criterio geográfico, le corresponden al equipo el matiz individual y la dimensión social del abordaje comunitario. Dado el “carácter confuso y embrionario” (28, p. 15) de estos factores, la tarea implica el análisis de cada zona y de cada paciente, lo que paradójicamente obliga a una mayor autonomía y responsabilidad del equipo y a un modelo de ensayo en la práctica, método que trata de controlarse con programas de investigación que clarifiquen la confusión de la dimensión social, extrayendo factores que permitan una evaluación del resultado.
El plan del grupo de estudios progresó lentamente dentro del Hospital Provincial de Oviedo y la demora en la apertura de servicios intermedios, las discordancias sobre los diferentes modelos de comunidad terapéutica y las reivindicaciones laborales de parte del personal -antiguos cuidadores y médicos residentes- generaron tensiones internas, que se sumaron a las derivadas del proceso de competencia con la medicina local (9). Tales tensiones se harán evidentes con la conocida huelga de los médicos residentes de mayo de 1971, en cuyo contexto se produce el cese, read-misión y finalmente el traslado de José Luis Montoya a Conxo. La repercusión del llamado mayo asturiano a nivel nacional respondería, en opinión de Montoya, a una auténtica crisis sanitaria en la que confluirían las reivindicaciones de participación democrática en centros, equipos e instituciones con el degradado estado de la asistencia sanitaria. Finalizada la dictadura, concluiría Montoya sobre esta etapa: “cabía entonces la esperanza de que las autoridades políticas y sanitarias sabrían que había llegado el momento de plantearse una reforma profunda (…). Desgraciadamente no ha sido así, y tal y como pronosticamos entonces, los conflictos sanitarios han sido una pauta constante en la nación” (30, p. 417).
b) A Coruña/Conxo: “El mejor manicomio es el que no existe” (12)
El 30 de junio de 1969, la mitra compostelana vende por 53 millones de pesetas el manicomio de Conxo a la Diputación Provincial de A Coruña. “Tras largas y prolongadas gestiones de venta” (31), la nueva Fundación Pública Sanatorio Psiquiátrico de Conjo2 inicia, con centro en el viejo hospital, un proceso regional de reforma. A diferencia de Asturias, a principios de los setenta el peso de la asistencia psiquiátrica en Galicia recae en cuatro diputaciones diferentes -La Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra-. 2.607.003 de personas viven en unidades geográficas con perfiles sociodemográficos propios y recursos asistenciales heterogéneos.
Ninguno de los tres núcleos industriales de la región -A Coruña, O Ferrol y Vigo-, en los que se espera un crecimiento al alza de los ingresos, cuenta con hospital psiquiátrico propio. Conxo, con 1400 camas, situado a las afueras de Santiago de Compostela -centro eclesiástico y universitario de Galicia-, es el gran hospital monográfico para las provincias atlánticas y centro de descarga para Ourense y León (32). En 1959, se puso en marcha en Ourense, bajo la tutela del PANAP, el Hospital Psiquiátrico de Toén. En 1971 dispone de 150 camas y funciona como área piloto de la OMS (33, 34). Lugo interna a sus pacientes en el Hospital San Rafael, que fue construido en 1953 a iniciativa de la corporación provincial y en 1972 aloja ya a 412 residentes cuando estaban previstos 300 (35). Es notoria la precariedad de la asistencia en la provincia de Pontevedra, sin más centro de referencia que las 15 camas de la sala de psiquiatría del Hospital Provincial (36). Pontevedra concierta la asistencia con Toén y Conxo -40 y 300 camas, respectivamente- (37), en espera de la apertura del Sanatorio Psiquiátrico del Rebullón en Vigo (32).
La financiación de la red extrahospitalaria -dispensarios hospitalarios y centros comarcales- por parte de las corporaciones provinciales es anecdótica. Al igual que hemos descrito para Asturias, existe un conjunto aislado de dispositivos que responden a demandas, culturas e intereses propios negociados con el organismo de financiación. Siguiendo con el ejemplo de Pontevedra, en 1972 un total de 8 consultorios neuropsiquiátricos dependen de 4 entidades diferentes (37). Un psiquiatra contratado por la Seguridad Social trabaja siete horas y media semanales atendiendo 444 consultas, mientras que el mismo psiquiatra, en una jornada de dos horas semanales para la Cruz Roja, realiza un total de 36. En la misma provincia, se concierta la asistencia con los asilos, tonticomios, centros protegidos para menores y los hospitales de la Iglesia (37, 38). Finalmente, un pequeño porcentaje de la asistencia en la región depende de las clínicas privadas y del hospital militar de Ferrol, a las que se suman un conjunto disperso e informal de alternativas que absorben bajo modelos culturales o judiciales la demanda que no llega al hospital (34, 39).
Al año de la compra de Conxo, a iniciativa de la provincia de Lugo, las cuatro diputaciones se reúnen con las autoridades técnicas -directores médicos del hospital, Comisión de Beneficencia y Jefaturas Provinciales de Sanidad- para planificar de manera conjunta una asistencia ya centralizada en el gran psiquiátrico de la provincia de A Coruña. El plan inicial, “pese a la eficacia de los tratamientos activos de los que disponemos en la actualidad” (40, p. 9), separa a los enfermos en recuperables y no recuperables, proyectando para estos últimos dos grandes centros regionales de nueva construcción en los terrenos de Conxo: un hospital para crónicos no recuperables y otro para penados dementes, ambos con funciones custodiales. Además, con una función preventiva, se propone la construcción de un tercero para la patología de la infancia. La concentración del excedente en Conxo liberará espacio para la recuperación de enfermos agudos en los hospitales monográficos disponibles en la región, y para su control y tratamiento posterior se impone la “Psiquiatría del Sector”. “En la práctica”, el modelo aprovecha la errática red local para garantizar revisiones periódicas a fin de “insistir al enfermo y a sus familiares que no abandonen la medicación psicofarmacológica” (40, p 14). Finalmente, y frente a “la explotación inhumana” del modelo manicomial de laborterapia, se recomienda ceñirse al modelo inglés para cerrar la integración social del enfermo, recabando la colaboración del Ministerio del Trabajo.
En julio de 1971, Montoya accede por concurso a la gerencia del Sanatorio Psiquiátrico de Conxo. Un año más tarde, León se une al plan regional de las diputaciones gallegas. Lugo se desvincula y se incorpora la Dirección General de Sanidad (DGS) con la representación de Serigó Segarra. Asumiendo “la necesidad de atender la medicina psiquiátrica fuera del propio sanatorio” (41, p. 1), se formaliza una comisión de trabajo con el propio Serigó, Montoya, Hernández Cochón -jefe provincial de sanidad en A Coruña- y Cabaleiro Goás -gerente del Sanatorio de Toén-, que debe recabar y coordinar la información procedente de las cinco provincias. El resultado de la comisión es un plan general, síntesis final de tres planes provinciales -Coruña, Pontevedra, Ourense- que firma Serigó en mayo de 1972 (42), argumentando la regionalización de la asistencia bajo un modelo descentralizado en el sector por razones económicas.
El plan integra la financiación estatal -III plan de desarrollo y PANAP- y provincial, señalando con claridad la responsabilidad patrimonial de la Seguridad Social. Pero también resuelve el déficit de recursos en la región y en la provincia con 1500 camas en un remodelado Conxo -el hospital con mayor coste por enfermo-, a las que suma la apertura de pequeñas unidades psiquiátricas dentro del hospital general. Sobre esta última propuesta discrepa Montoya, coautor junto a Cochón del informe de A Coruña: “Yo personalmente conozco dos tipos o caminos a seguir: uno es el que han seguido los americanos, donde los enfermos «guapos» van a hospitales generales y los «feos» o más desagradables a los hospitales psiquiátricos. La otra forma, la británica, es, sencillamente, que no son unidades psiquiátricas sino servicios de Psiquiatría de la Comunidad que utilizan los Hospitales donde su ubicación sea más idónea” (43, p. 8). “Una concepción moderna de la asistencia” (44, p. 1), matiza Montoya en Galicia, implica aceptar a medio plazo un sector regional asilar en Conxo, pero solo mientras se descentraliza la totalidad de la asistencia intrahospitalaria en los sectores de Santiago, A Coruña y Ferrol, se cierra la ampliación de Toén y se abre el Sanatorio del Rebullón. “Con toda la objetividad y claridad de la Organización Mundial de la Salud” (44, p. 1), “lo más fundamental es la accesibilidad y proximidad de estos hospitales para la comunidad que atiende” (45, p. 2). En un plan similar al de Asturias, la unidad de internamiento, el hospital de día, los dispensarios y los sistemas progresivos de empleo y residencia forman parte de un continuo en el sector para la antigua demanda manicomial hasta el punto de que “el mismo personal o equipo asistencial debe ocuparse de los enfermos tanto en los servicios intra como en los extrahospitalarios” (32, p. 4).
El plan conjunto de mayo del 72 contó con la aprobación inicial de la Diputación de A Coruña y el visto bueno de la DGS, pero no de Montoya: “Su crítica principal, pero fundamental, [es] que sus principios principales (…) no se ajustan a las necesidades en asistencia psiquiátrica de esta provincia” (44, p. 1). Entre mayo y octubre de 1972, Montoya modificó la posición central de Conxo en el plan de A Coruña (42–45), acabando con el proyecto de una asistencia planificada conjuntamente a nivel administrativo. La diputación de la provincia aprobó finalmente un plan independiente de asistencia psiquiátrica en 1973.
No obstante, las tensiones entre una estructura provincial centralizada en Conxo y la descentralizada a nivel de sector continuaron hasta que la Diputación de A Coruña cesó a Montoya en otoño de 1979 (46). Así, escribía Montoya en 1976: “todavía la mitad de sus enfermos [de Conxo] proceden de otras provincias distintas de la coruñesa (…), repercutiendo negativamente en el funcionamiento del centro” (47, p. 3). De fondo, durante todo el periodo, “un ambiente repleto de tensiones laborales, políticas y profesionales entre grupos” que generó, por un lado, conflictos con la práctica privada y, por el otro, los paros y despidos del personal sanitario. De Oviedo a Conxo, explicaba Montoya, “la problemática ha sido más compleja”, ya que a las reivindicaciones de mejoras salariales y de una estructura más democrática se sumaban en Santiago las derivadas de “una ideología socio-política” (30, p. 417).
c) Jaén: “Al mismo paciente le va a seguir el mismo equipo, no la misma persona” (16, p. 25)
En abril de 1979, el PSOE obtiene representación mayoritaria en la Diputación de Jaén y la corporación prioriza la transformación del Hospital Psiquiátrico “Los Prados”. Tras varios intentos de reforma (48, 49), en 1980 se examinan tres proyectos para acabar con el enfoque intramanicomial del sanatorio, contratando finalmente a José Luis Montoya para la redacción del proyecto final que ejecutará Enrique González Duro (21). Entre Conxo y Murcia, Montoya se traslada brevemente a Jaén, como antes lo hizo a Albacete o a Ciempozuelos (12). El proyecto para “Los Prados” (11) sintetiza y unifica los planes previos, indicando la sistematización y estandarización de la reforma comunitaria de Montoya. Revisamos en este apartado los cambios más relevantes con respecto a los dilemas y directrices anteriores.
Inaugurado en 1952, “a pocos kilómetros de la capital (…) en un hermoso paraje”, a lo largo de los años setenta, el Hospital Psiquiátrico de Jaén se ha ido transformando en una Ciudad Sanitaria Provincial. En 1980, el complejo cuenta con un hospital general y una escuela de enfermería (50), dependencias que en palabras de Montoya “no han parecido servir para elevar el nivel de la institución psiquiátrica ni para paliar la marginación de aquella, es decir, la integración física y administrativa no ha dado lugar a una integración asistencial” (11, p. 1). Desde 1976, una vez finalizada la dictadura, Montoya mantiene una posición abiertamente crítica contra “la absoluta falta de planificación de la sanidad nacional y de la asistencia psiquiátrica” (47, p. 2), especialmente contra la “la nueva creación de centros de gran tamaño (…), con instalaciones y dotación de personal muy insuficientes (…) aislados de la comunidad” (47, p. 3). El manicomio se aproxima en su desposesión subjetiva a la institución totalitaria de Goffman: “ausencia de decoración (salvo los símbolos religiosos) y de instalaciones que denoten una preocupación por la individualidad y sociabilidad de los pacientes” (11, p. 5). En Los Prados, la “neurosis institucional” de Barton (11, p. 5) y las recomendaciones del grupo de expertos en Salud Mental de la OMS (11, p. 14) modelan la explicación de ese “ambiente frío y desacogedor” (11, p. 5). Además, determinan el fracaso de los programas de rehabilitación, el tardío inicio de la asistencia y la falta de cuidados comunitarios tras el alta.
En definitiva, lo que la práctica devuelve es que un sistema desconectado de recursos humanos y materiales extramurales es insuficiente. En Jaén, los llamados “feos” en Conxo (43, p. 8) son “los pacientes rechazados y rebotados de un servicio a otro” (11, p. 11) en una red extrahospitalaria diseñada bajo diferentes demandas, intereses y patrocinios, cuya descoordinación “mantiene y potencia la marginación de los internados dentro de los hospitales psiquiátricos” (11, p. 12). Se trata ya “de la abolición de la institución manicomial, creando y desarrollando nuevas alternativas que promuevan, mantengan y restauren la Salud Mental de la población” (11, p. 51), sin “crear falsas necesidades asistenciales” (11, p. 28), y, como en el ajedrez, dice Montoya, no depende tanto de las piezas del juego como de la estrategia a seguir (11, p. 52). Un modelo de psiquiatría comprehensivo y comunitario dispone sus recursos en red y mueve ficha para “prevenir antes que curar” (11, p. 6) y la táctica consiste en integrar el modelo en una triple dirección: medicina general y salud mental; niveles de prevención -primaria, secundaria y terciaria- y equipo asistencial con una comunidad en la que el sector -y no el hospital mental- delimita el ámbito de tratamiento.
El equipo asistencial multidisciplinar, tal y como fue definido en los informes previos, garantiza la continuidad del tratamiento, participa y dispone de la totalidad de los servicios de su sector en función de las necesidades de cada paciente, al margen del diagnóstico asignado o de la duración de la patología, “sin que ello signifique el borrar las competencias que son específicas de cada profesión, sino la existencia de un mínimo de contactos regulares entre los miembros del equipo a fin de compartir información” (11, p. 16). La hospitalización es otra pieza más y, dados los efectos nocivos observados en el hospital mental, debe utilizarse con precaución y por tiempo limitado, con objetivos definidos dentro de la estrategia global de tratamiento. Aun a costa de una política de puerta giratoria, se trata de mantener los vínculos, roles y responsabilidades civiles. Siendo realistas, el sector y el equipo deben absorber el desmantelamiento del hospital psiquiátrico, sin ignorar que una proporción de los enfermos permanecerán allí toda la vida o, al menos, hasta que la provincia cuente con medios para alojarlos en hogares de menor tamaño. La población del hospital se organizará en pequeñas unidades con programas de socioterapia y laborterapia que preparen para la integración comunitaria, “pero es indudable que existe el obstáculo serio del alto nivel de desempleo existente en la provincia” (11, p. 26). De hecho, la estructura social queda separada de la actividad terapéutica del equipo. Por una parte, el límite que impone la precariedad socioeconómica de la provincia a los programas de rehabilitación dependerá de la habilidad del equipo para promover, por un lado, “una política de utilización de los recursos existentes” (11, p. 14) y, por otro, está condicionada por la participación responsable de las instituciones implicadas, es decir, de los programas de inserción del Ministerio de Trabajo y de las Fundaciones Sociales.
La evaluación de los servicios de salud mental: la colaboración con la OMS
La recomendación de evaluar la organización y actividad de los servicios es una constante en los informes de Montoya, que, con un interés práctico, planteaba la cuantificación del rendimiento de fármacos y socioterapia. Recomendaba asociar los resultados al tipo de paciente y a sus factores psicosociológicos, a los de su entorno o a los del propio servicio y proponía evaluar los cambios y los efectos de las distintas variables a medio plazo e investigar las implicaciones socioeconómicas y psicológicas del cuidado en un entorno familiar. Finalmente, Montoya planteaba la necesidad de realizar estudios de campo y de valorar las actitudes en la comunidad de referencia. Si en Asturias “se perdió desde el principio la oportunidad de hacer un estudio serio del punto de partida” (51, p. 229), en Conxo formó parte, junto con Rafael Palacios y Francisco Torres, de uno de los proyectos de salud mental de la Oficina Regional para Europa de la OMS: the Mental Health Services in Pilot Study Areas (52).
A partir de la década de los sesenta, la tradicional preocupación de la OMS por los efectos de la industrialización, del desarraigo y la dispersión de las familias en la salud mental de la población se recondujo hacia una planificación de la asistencia supeditada a un programa de investigación sobre los factores epidemiológicos y culturales de la enfermedad mental. Durante la década de los setenta (53, 54), se barajaban una “diversidad de métodos epidemiológicos, de métodos de la ciencia del comportamiento, de métodos químicos y de métodos pedagógicos” para estudiar antes las “redes sociales de protección y las pautas de comportamiento que aumentan la resistencia del individuo” (54, p. 14) que los aspectos nocivos en la salud del cambio social.
La confusión de variables, programas y prácticas que se vertía en los informes de Montoya sobre la composición, estructura y funciones del equipo médico-social o las dudas sobre cómo proceder en su función vincular -continuidad entre dispositivos y relación con la comunidad- se reproducían en las encuestas de evaluación de la OMS (52). En 1973, las dificultades para unificar definiciones, sistematizar la recogida de datos y estandarizar el tratamiento en los distintos Estados miembro impulsaron la búsqueda de una metodología útil para planificar, evaluar y comparar servicios e intervenciones. Se parte de encuestas tipo que se ensayan y modifican en sectores heterogéneos con la finalidad de encontrar normas e indicadores básicos. La OMS coordina, asesora y organiza reuniones periódicas entre los participantes del grupo de trabajo del que forman parte 11 sectores piloto (52).
Por iniciativa de Anthony May (51), participan en el estudio el sector de O Ferrol y Leganés. “De un modo esporádico, inconstante, contando con algunos voluntarismos” (51, p. 229), se recopila información de tipo sociodemográfico que se relaciona con la tasa de cronicidad. Ambas variables se asocian con la disponibilidad de recursos extrahospitalarios, las características del hospital mental, el diagnóstico o el número de profesionales disponibles. Esta primera fase del estudio, planteada como ensayo metodológico, termina en 1974 sin encontrar indicadores válidos y precisos.
En 1977 comienza una segunda fase en la que cada sector compara el recorrido por los distintos recursos de dos cohortes: extra e intramural. Las evidentes diferencias entre áreas como Trieste, Tampere, Paris 13 o Belgrado, “en gran medida indescriptibles en términos estadísticos” (52), van cambiando los objetivos del estudio. Por un lado, es más útil para el grupo de trabajo “debatir los ítems relacionados de forma narrativa, pues esto permitiría a otros entender la situación en que funcionan los servicios y las estructuras bajo las cuales se desarrollaron” (52). Por el otro, a nivel local, el estudio suministra datos y mueve a la reflexión sobre servicios y prácticas. La fase III, con la que se cierra el proyecto en 1982, trata de dar cuenta de la amplia variabilidad sociocultural de las áreas describiendo antes patrones de cuidado que evolución por diagnóstico. “La única forma de llegar a conocer cómo funciona un servicio de psiquiatría es trabajar en él durante un periodo de tiempo (…) Los esquemas de cuidado que están aceptados internacionalmente deben ser adaptados a las circunstancias locales” (52, p. 73) decía Walsh, uno de los redactores de las conclusiones del estudio. Montoya formó parte del grupo de trabajo como consejero temporal asistiendo a las reuniones anuales. Presentó los resultados en el simposio del Pazo de Mariñán (51) -auspiciado por la Diputación de A Coruña en 1978-, asimilando el formato descriptivo recomendado en el estudio, pendiente todavía en esa fecha de publicación de resultados.
Así, en el sector de O Ferrol, si hay desviaciones a la baja sobre la demanda esperada por edad, género, comarca de residencia o prevalencia, se explica desde la tolerancia local hacia la enfermedad mental, en parte por su carácter rural y patriarcal, en parte por la ausencia de servicios accesibles dentro del sector. El escaso desarrollo de servicios sociales en el área desplaza la demanda hacia las consultas médicas que reciben pacientes con importantes problemas sociales. La multiplicidad de recursos con distintos patrocinios sesga la generalización de resultados de la cohorte ambulatoria que “excepcionalmente renovaba las visitas” (51, p. 233). No ocurre lo mismo con Conxo, que pese al plan del 72 se mantiene como única unidad de internamiento en A Coruña, recibiendo a los pacientes más enfermos del sector. Del hospital al dispensario hay más de 100 kilómetros, que el equipo terapéutico recorre habitualmente para mantener la continuidad del tratamiento, objetivo que se cumple con un tercio de la cohorte con los consiguientes reingresos. Finalmente, concluye Montoya, “las áreas que contaban con equipos y con medios personales y técnicos suficientemente experimentados han podido realizar este estudio con mayor rendimiento, aportando ideas propias (…). Ello exige un apoyo moral, técnico y económico por parte de las autoridades locales y del gobierno central” (51, p. 235).
El contacto de Montoya con la OMS no se limitó a este proyecto y, tal como estudia David Simón en esta monografía, la OMS financiaba una amplia actividad editorial (55), que incluía en su catálogo los informes de los Comités de Expertos, reconocidos por las autoridades de los Estados miembros y a los que aludía Montoya de manera explícita o implícita. La OMS promovía asimismo un marco de discusión y consenso mediante congresos, reuniones o proyectos como el EURO 4353 (52) y financiaba estancias formativas, de las que hizo uso Montoya para conocer la asistencia psiquiátrica de Holanda, Gran Bretaña y Noruega (11,30). Finalmente, enviaba periódicamente expertos que informaban sobre la situación sanitaria de los Estados miembro, entre ellos el conocido informe Brockington sobre la situación sanitaria en España de 1967 o el de Anthony May, que revisaba el estado de la salud mental en la Europa del 76. Brockington, como Montoya, recomendaba la sectorización del territorio y la integración administrativa como base estructural de un modelo de asistencia social y preventivo, y mencionaba el pluriempleo médico, la falta de enfermeros, el problema de la formación o de la estadística sanitaria, aconsejando la creación de un Ministerio de Sanidad (55). Antes que Brockington, Buckle (1966) y Early (1967) ya habían escrito sobre la salud mental en España. Buckle visitó Oviedo en tiempos de Montoya, comentando que “Oviedo ofrece el único ejemplo que vi en España de un hospital psiquiátrico provincial con personal a tiempo completo” (56, p. 5), opinión compartida con Early en su informe posterior. En líneas generales, recomendaban los planes Montoya, sugerencia respaldada por Anthony May, quien concluía, en 1971, que “el funcionamiento de los servicios de salud mental se basa por lo general en el ingreso hospitalario y la práctica privada ambulatoria” (57, p. 7). En 1972, Early volvería a España, escribiendo sobre su visita a Conxo que “el doctor Montoya, junto a otros jóvenes doctores contratados a tiempo completo (…) están deseando organizar un servicio competente” (58, p. 1).
Artículos, congresos y últimos escritos
Montoya publicó con otros autores varios artículos en la prensa especializada de la época (59–61). De manera recurrente trató el tema de la integración de la psiquiatría en el hospital general, bien mediante la apertura de unidades de hospitalización, bien a través de servicios de interconsulta a otras especialidades. Entre el 63 y el 83, varía la posible ubicación de estos servicios: anexa o integrada en el hospital general o ubicada en el monográfico para situarse finalmente dentro del hospital general. La ventaja de esta localización estaría en su función docente con el resto de los facultativos y en el diagnóstico diferencial. Superado el tiempo de hospitalización, era partidario de continuar el tratamiento en un centro integrado con recursos sociosanitarios para prevenir el hospitalismo. Como problema, señalaba la descoordinación de este tipo de servicios y su tendencia a aproximarse en exceso al modelo médico del hospital, con la consiguiente desconexión y selección de los llamados enfermos “guapos” (43, p. 8). Dedicó un par de artículos a la relación con el médico general y a la formación, temas trabajados asimismo en los informes y, en este mismo monográfico, en el artículo escrito por Olga Villasante.
Durante los setenta, participó en varios congresos (9, 11, 30, 51) y, a lo largo de la década, las comunicaciones desplazaron su interés desde la sociogénesis del trastorno al modelo de asistencia y a la evaluación de los servicios. Además del mencionado simposio de Mariñán (51), se conservan sus ponencias en el primer congreso de la sociedad Hispano Luso Americana de Psiquiatría (62). La sociedad, fundada en 1971, agrupaba al personal sociosanitario para investigar y promover la psiquiatría social. En el 78 celebraba este primer congreso, de cuya sesión inaugural se encargó Montoya. Describía diferentes modelos de asistencia para defender “un modelo basado en una red o sistema asistencial centrado en la comunidad” (62, p. 15), es decir, accesible 24 horas sin discriminación, ajustado por lo demás al modelo desmenuzado en los informes.
Finalizada la dictadura, se ocupó de la relación entre el modelo político y el modelo sanitario, considerando que no solo las cuestiones socioeconómicas dependían del primero, sino también “la orientación hacia una sociedad competitiva o hacia otra en la que se busque activamente la solidaridad, la cooperación o la integración ciudadana de todos sus habitantes, factores que influyen de modo decisivo sobre el marco sanitario” (62, p. 11). Ese mismo año, 1978, Montoya escribía que “la estructura sanitaria del país y la relación de esta con la ideología dominante u oficial” influyen en “las oportunidades que el enfermo tiene de sobrevivir como persona integrada en su medio” (30, p. 410). Ponía como ejemplo la socialización de la asistencia bajo políticas socialistas y comunistas que iban integrando las viejas ideas sobre familia y ambiente en nuevos conceptos -relación interpersonal, contexto sociofamiliar, estructura sanitaria-, modelos de organización y experiencias terapéuticas.
En el Estado español, la característica del sistema político durante el fran-quismo “ha sido quizás el autoritarismo y la negación de los problemas reales del país” (30, p. 410). Si la Seguridad Social, “en la práctica ha demostrado preocuparse por la rentabilidad en un sentido mercantil o capitalista” (30, p. 411) separando y eludiendo el problema de la hospitalización psiquiátrica, la DGS con el PANAP y las diputaciones no han dejado de construir grandes instituciones en las que los principios “autoritarios y burocráticos dominan sobre los asistenciales” (30, p. 412). Los mismos principios regían los hospitales de la Iglesia, cuyos conciertos dependían del coste por estancia. En esa misma línea, los cambios sociales y demográficos derivados de los planes de desarrollo destruían las redes tradicionales de pertenencia y cuidado e incrementaban la prevalencia del trastorno mental. Es preciso entonces “crear instituciones de control y marginación, ocultar estos casos que aparentemente suponen una lacra y un obstáculo al desarrollo económico” (30, p. 413). En el año de la aprobación de la Ley 180 en Italia, “se han empleado miles de millones” (30, p. 413) en obras de ampliación de los hospitales monográficos. Los diez minutos de consulta y el recurso a la psicofarmacología reproducían a menor escala y a nivel ambulatorio la desconexión de las unidades de internamiento, “pudiendo incluso agravar el problema del enfermo” (30, p. 419).
La respuesta autoritaria a los conflictos médicos de la primera mitad de la década de los 70, los límites de cobertura de la Seguridad Social, “la política salarial de los trabajadores sanitarios, la financiación de los servicios y la regulación del ejercicio privado de la medicina” señalaban asimismo que “la cuestión sanitaria es en el fondo una cuestión política” (30, p. 243). La relación entre ambas determinaba no solo el modelo sanitario, sino también “la actuación sobre los factores sociales y ambientales que inciden en la aparición y evolución de las enfermedades mentales” (30, p. 424). Esta inequidad estructural excedía para Montoya el marco sanitario y exigía reformas legislativas y tributarias, no tanto por razones de salud pública como de justicia social.
Finalmente, y sobre el mismo argumento, pertenecía a un ámbito político la universalidad e integración de una sanidad que garantizara una psiquiatría comunitaria, que, con base en el equipo terapéutico, satisficiera “en lo posible las necesidades de salud mental en un determinado sector y desarrolle sus actividades dentro de dicho sector, utilizando al máximo los recursos existentes en la comunidad” (30, p. 426).
Consideraciones finales
Los proyectos y el trabajo de José Luis Montoya Rico fundamentaban una estructura sanitaria integrada, homogénea y universalmente accesible como base para una psiquiatría comunitaria. En sus planes, la prevención -intervención precoz, rápida e intensiva-, el medio -organización, estructura sanitaria y equipo sociosanitario- y una atención adaptada a las necesidades del paciente garantizaban, una década después de la publicación de Delay y Deniker (63), la eficacia del tratamiento. El potencial terapéutico de la comunidad dependía de la disposición sectorizada de los recursos materiales, pero también de una adecuada dotación, formación y coordinación de unos recursos humanos responsables de la continuidad y la contextualización del tratamiento. Quizás por dirigirse a un público institucional, la organización y división del trabajo en los planes, su progresividad y evaluación recuerdan a un modelo de gestión empresarial en el que priman los principios de racionalización y eficacia.
Se presentaron como alternativa a la asistencia asilar y caritativa de Beneficencia, lastrada por los fundamentos ideológicos de la dictadura, sus vaivenes políticos y las limitaciones presupuestarias de unas corporaciones más pendientes de su proyección pública que de una medicina socializada. Partían de un modelo comunitario en desarrollo, surgido de experiencias locales que confluyeron y se generalizaron con la segunda guerra mundial, especialmente con la consolidación inmediatamente posterior de los modernos sistemas de salud (9,18). No obstante, con un cuerpo teórico en proceso de elaboración con múltiples influencias, queremos resaltar aquí las dificultades para mantener su carácter local y experimental dentro de una más que necesaria estructura sanitaria integrada (23).
La principal referencia de Montoya la encontramos -a modo de síntesis- en las recomendaciones del Comité de Expertos en Salud Mental de la OMS, institución de amplio prestigio con la que mantuvo una relación constante. La influencia de la organización se mantuvo en la indefinición del equipo médico social -que se trató de controlar con una metodología experimental- y también en la noción del sector. Este último, sin las características propias de la psychiatrie de secteur, se incorporó como herramienta de descentralización de la asistencia dentro de la región en un sistema aún por integrar a nivel estatal.
La colaboración con antropólogos y sociólogos que aconsejaban los informes OMS en los años cincuenta no acabó de concretarse en los planes Montoya. La cultura y la sociología, la experiencia subjetiva de los procesos de salud y enfermedad en el sector (8, 64, 65), temas centrales en otros modelos (7, 15, 66), quedaron relegadas a las prácticas informales del equipo terapéutico. En Oviedo, se leía a Caudill, Goffman, Stanton y Schwartz, Rapoport o Jones y se mantenía contacto con Tosquelles o Sivadon (9, 67). Las preguntas sobre los efectos beneficiosos de la sociabilidad y la cultura en la salud mental de la comunidad recuperaron su carácter experimental y se trasladaron a la estructura, organización e interacciones dentro del propio equipo, y de este con sus pacientes.
Ante la pregunta “¿Es posible una comunidad terapéutica y democrática en una sociedad que no lo es?” (9, p. 238), Montoya aducía que la falta de canales democráticos para resolver los conflictos encontraba su correlato en la precaria estructura y planificación de la asistencia sanitaria. Por otro lado, para una figura tan representativa del Mayo Asturiano como José García, las protestas, por su formato participativo, introducían el funcionamiento democrático en el propio equipo y en el Hospital Provincial de Oviedo. Además, de Oviedo a Conxo, el debate dentro de la comunidad terapéutica parece irse desplazando del funcionamiento a la función (68, 69) y, finalmente, hacia una recuperación de la experiencia subjetiva que se aproximaba a la contracultura desde la doble negación de Basaglia (70). De hecho, así se escribía en Conxo: “Para nosotros, a priori, el diagnóstico de incurable no existía, y por lo tanto no se trataba a nadie como tal, ni como crónico, ni como mueble, ni como cosa. Todo entraba en el terreno de lo real, de lo posible” (69, p. 100). Cuestiones todas ellas derivadas del primer freudomarxismo (71), crítica que, por otro lado, pasado el tiempo, introdujo la “locura” en un ámbito académico (72,73), contribuyendo a la popularización de una nueva cultura de la salud (8, 66). Vía comunidad terapéutica, se estrecharon lazos con la izquierda urbana y democrática, surgida de los grupos marginados por la izquierda de las fábricas. En suma, preguntas derivadas de una relectura de la política que llegaba a la psiquiatría de Italia y el Reino Unido desde los planteamientos y experiencias de la asistencia moderna en las sociedades democráticas de posguerra.
A lo largo de dos décadas que reconceptualizaban la política (74), Montoya defendió desde la “vieja política” una estructura sanitaria firme contra el manicomio, capaz de socializar un modelo de asistencia en la comunidad. Sus planes, que abrían las puertas de la psiquiatría a una nuova sinistra y a una New Left periféricas, chocaron constantemente -también en democracia (61)- con los intereses de las diputaciones provinciales. Contexto paradójico para un hombre al que sus hijos recuerdan como pragmático, que les respondía -medio en broma, medio en serio- cuando le preguntaban sobre su orientación política: “Yo soy Montoyista” (12).