En el mundo actual, enormemente tecnificado y globalizado, somos testigos de cómo el racismo, la xenofobia, la violencia hacia las mujeres, etc. son ejercidos a modo de una pandemia social cuyo número de contagios y muertes no cesa. Dentro de las minorías étnicas que históricamente han sido blanco del odio indiscriminado de otros grupos sociales están los judíos. Sobre ellos y las acusaciones de colaboracionista del régimen nazi y antisemita que se le atribuyen a Jung reflexiona Burston en la introducción al libro que ahora reseñamos (un texto conformado por una página de agradecimientos, una introducción, siete capítulos y un apéndice final). A este respecto, el mencionado autor refiere el trabajo de T. Kirsch The Jungians: A Comparative and Historical Perspective (1), donde se denuncia que los psicoanalistas (debe entenderse aquí los freudianos), so pretexto de las acusaciones ya mencionadas contra Jung, bien lo desacreditan, bien se niegan a estudiarlo. Lo paradójico para Kirsch es que un tercio de los analistas junguianos que existen en el mundo pertenecen a la etnia judía. Antes de ocuparse de este complejo asunto, Burston dedica su primer capítulo (Cap. 1, “El antisemitismo en el contexto histórico”) a trazar una imagen del antisemitismo, ocupándose en los siguientes de diversas cuestiones de gran interés, como perfilaremos seguidamente.
El antisemitismo así es juzgado como un fenómeno social que ha existido desde los siglos II y III d. C, incluyendo elementos étnicos y religiosos, materializán-dose en cada época histórica de una determinada forma. De gran interés, en nuestra opinión, es el vínculo que Burston establece entre el concepto de chimeria (un sistema que ayuda a comprender mejor fenómenos como la marginación social) y su clasificación del antisemitismo, que categoriza en dos tipos (de bajo y alto nivel). Enlazando una y otro, distingue entre un antisemitismo asentado en conspiraciones y una incitación directa a las masas para agredir al judío (antisemitismo de bajo nivel) y otro más refinado, sofisticado (antisemitismo de alto nivel), caracterizado por “educar” a otros en denigrar, diseminar y acabar convirtiendo en certeza indiscutible argumentos religiosos, seudocientíficos, filosóficos, etc. contra la etnia judía.
Entre los argumentos religiosos se esgrime el carácter deicida del pueblo judío, de ahí su rechazo al Nuevo Testamento y la adopción del Viejo Testamento como su Biblia (un texto originalmente escrito en paleo-hebreo, hebreo y arameo). Carentes de fidelidad a una tierra, a un lugar, los judíos vagan por el mundo, pero no como otros que buscan un país y/o continente para mejorar su calidad de vida, su futuro, sino porque allá donde van están siempre bajo sospecha, al ser los asesinos de Cristo. De esta detestable acción se sirvieron a juicio de distintos serios historiadores los nazis para que los católicos alemanes no alzasen su voz contra Hitler y la propaganda anti-judía que culminaría con la Solución final y el genocidio (Shoah) de seis millones de judíos. Pero la maquinaria nazi no solo usó la inacción del catolicismo alemán, sino también las diatribas luteranas contra los judíos. Más aún, en Aion. Contribuciones al simbolismo del sí mismo (2), una amplia monografía acerca del arquetipo del sí-mismo, se nos dice que la élite nazi estaba convencida de que con su campaña anti-judía culminaban el trabajo iniciado por M. Lutero (1463-1546) siglos atrás.
La ansiada igualdad para todos (incluidos así los judíos) que la Ilustración francesa prometía se tornó pronto en una quimera, un espejismo, pues la razón, el progreso, etc. se mostraron marcadamente insuficientes para eliminar el orden social existente y consolidar los cambios socio-culturales esperados (Cap. 2, “Ilustración, emancipación y el nacimiento del sionismo”). De igual modo, las tesis marxistas relativas al reparto de la riqueza e igualación entre clases sociales resultaron fallidas, culpando algunos en sus respectivos países a los judíos como los causantes de tal fiasco y a su vez los máximos beneficiarios. En respuesta a esto, nació la idea de crear un Estado judío, tierra de promisión a la que algunos se resistían a ir, dado el enraizamiento y la señal de identidad nacional que sentían hacia el lugar que habitaban, estando otros dispuestos a irse y sentirse seguros en el naciente Estado de Israel.
Dejando atrás algunas señas de identidad judía y su historia de persecución y tribulaciones hasta llegar a conformar el Estado de Israel, Burston se adentra en el temprano círculo psicoanalítico (Cap. 3, “Jung, Freud y el «inconsciente ario»”), entrando gradualmente en el polémico asunto de la actitud ambivalente de Jung hacia el antisemitismo y su presunto colaboracionismo con el nacionalsocialismo en la Alemania anterior a la Segunda Guerra Mundial. Al describir el inicio de la amistad Freud-Jung y su posterior ruptura, en la que indudablemente participaron razones teóricas pero también personales, sorprende que Burston (p. 41) haga una discreta alusión a Sabina Spielrein (1885-1942), cuando esta, paciente psiquiátrica de Jung y amante, fue tema de discusión entre ambos, al romper tal relación amorosa los límites de la relación terapéutica. Con todo, y esto es otro añadido nuestro, parece que Freud tampoco estaba en disposición de criticar nada a Jung, pues según analiza Barry G. Gale en su ensayo Love in Vienna. The Sigmund Freud-Minna Bernays Affair (3), el “padre del psicoanálisis” mantenía entonces también una relación extramarital con su cuñada Minna (a este delicado asunto, hemos dedicado un artículo aún pendiente de publicar titulado La influencia de las hermanas Bernays en la vida de Freud). Todo esto, aun admitiéndose, en nada invalida las respectivas contribuciones de Freud y Jung, como tampoco las de Spielrein, quien, por méritos propios contribuyó al saber freudiano, más allá de su liaison con Jung, como así han constatado historiadores del psicoanálisis como Henry Lothane o más recientemente quien escribe esta reseña (4).
De vuelta al tándem Freud-Jung, sabemos (aunque de esto como de otras cosas que diremos después nada señala Burston en su libro) que el último abandona el temprano círculo psicoanalítico en 1913, dos años después que A. Adler y W. Stekel, viendo la luz en julio de 1914 el ensayo Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (5). En tal escrito, Freud separó tajantemente el psicoanálisis clásico, freudiano, de la psicología adleriana y de la junguiana. Desde entonces, estas escuelas siguieron sus caminos independientes, fundando asociaciones y revistas particulares, celebrando sus propios congresos, etc.
Afirma Burston que después de esta ruptura con Freud, en los años 20 y 30 del siglo XX, Jung escribe sus primeros escritos antisemíticos (si bien no cita ninguno y por ende no alude a sus contenidos, tomando siempre fuentes secundarias para aludir a ellos) basados en un furibundo ataque a la psique judía y todo lo que esta representa. Para tal grave acusación, se apoya en el escrito de R. Stein titulado “Jung's ‘Mana’ Personality in the Nazi Era”, inserto en el libro Lingering Shadows: Jungians, Freudians and Anti-Semitism (6), responsabilidad editorial de A. Maidenbaum y S. Martin. De igual modo, refiere que Jung y M. Göring alabaron un libro del Dr. Robert Sommer, donde este afirmaba que la psiquiatría es una rama de la “raciología”, alentando a la “selección de los talentosos” usando para ello la eugenesia. Asimismo, señala la colaboración junguiana con el movimiento de fe alemán, una organización neo-pagana fundada por Jakob Wilhelm Hauer (1881-1962), firme partidaria del partido nazi y contraria al protestantismo sobre la base de que este rezumaba en exceso ideas y motivos judíos. ¿Pudo Jung hacer otra cosa? Desde que esta pregunta que ronda en mi cabeza no la hallo en el libro de Burston, tomaré aquí para intentar contestarla ideas prestadas del libro La psicología analítica de Carl Gustav Jung, autoría del Dr. A. Sánchez-Barranco (7). En este se afirma que las declaraciones junguianas que se conocen en esa época son contradictorias, mostrándose en ocasiones comprometido con Hitler y en otras huidizo. Sin pretender con esto justificarlo, el citado Sánchez-Barranco nos recuerda el clima de terror y barbarie presente en esos años. De interés también comenta que, en Consideraciones sobre la historia actual (8), Jung lleva a cabo una autocrítica defensiva, atacando a Hitler y al nacional-socialismo, calificando ambos de psicopáticos. Y, aun admitiendo el último origen arquetípico del personaje y de la ideología, resalta la posibilidad del doble desarrollo, para lo bueno o para lo malo, de tales arquetipos.
En cuanto a los escritos antisemíticos no concretados por Burston, cabría citarse, de nuevo recurriendo al libro de Sánchez-Barranco, la primera edición del El yo y el inconsciente (9), donde Jung expresó que en el inconsciente ario habría mayor creatividad que en el inconsciente semita, agotado por su excesiva racionalidad o dominio de la esfera de lo consciente, adscribiéndose así la idea de que en el nacional-socialismo existiría un origen arquetípico. En tono similar, Jung se expresaba en 1934, con ocasión de la publicación del artículo “Sobre la situación actual de la psicoterapia”, que editó la Zentralblatt für Psychotherapie und ihre Grenzgebiete, VII (10). Desde que tales ideas tenían, lógicamente, más de una posible interpretación, muchos colegas le recriminaron a Jung su actitud antisemita, de la que este hubo reiteradamente que defenderse, como así corrobora su extensa correspondencia, en la que aquel admite atacar a Freud y su psicología, pero no al judío en general (11). Con todo, A. Jaffé (1989/1992) ofrece una serie de datos que evidencian que la auténtica actitud de Jung nunca fue pro-nazi, sino más bien colaboracionista con el régimen, a fin de salvar a sus colegas judíos y a la propia psicología (y, más concretamente, a la psicoterapia) (12).
Aunque de nuestra propia indagación, incluir esta información nos parecía conveniente, dado que Burston no la menciona, cuando creemos que es importante para ofrecer al lector una imagen más ajustada de Jung, adoleciendo en esto el libro de falta de más rigor histórico. Más injustificable si cabe cuando el capítulo 3 (“Jung, Freud y el «inconsciente ario»”) es el más extenso de los siete capítulos que lo componen. Decíamos al inicio de esta reseña que un tercio de los analistas junguianos son judíos, pues bien, en el siguiente capítulo (Cap. 4, “Judaísmo, sionismo y psicología analítica, 1933-1959”) se indaga qué vínculos mantuvo Jung con dos importantes analistas junguianos judíos: James Kirsch (1901-1989) y Eric Neumann (1905-1960). Del primero, Burston analiza en detalle las misivas que aquel y Jung se intercambiaron desde 1929 (cuando Kirsch comenzó a ser analizado por Jung) hasta 1961, en que fallece el “padre de la psicología analítica”. Tal dilatado intercambio epistolar vio la luz en 2011, merced a la labor de A. C. Lammers, siendo publicado por la editorial inglesa Routledge (13). De ello Lammers concluye que Kirsch no idealizó a Jung, entablando ambos una amistad y colaboración sincera basada en los mutuos intereses intelectuales que compartían. Con todo, había discrepancias entre ellos, como así se evidencia en la misiva que Kirsch remitió a Jung el 7 de mayo de 1934, que este respondió el 26 del mismo mes.
En ella, aceptando uno y otro que los judíos adolecen del complejo de Cristo (al ser un pueblo deicida), Kirsch no compartía la idea junguiana de que el pueblo judío era incapaz de crear su propia cultura, lo que solo admitía para los judíos de la diáspora, esto es, aquellos nómadas que durante siglos no habían podido echar raíces ni asentarse en ningún lugar debido a que eran perseguidos. En cuanto a Neumann, quien conoció a Jung en 1934, antes de establecerse en Tel Aviv, critica a este, entre otras cosas, por su conocimiento fragmentario y sustentado en fuentes poco fiables de la etnia judía, como de su psique, que atribuye al tamiz freudiano de Jung a la hora de entender qué significa ser judío y qué es el judaísmo en su cara laica y religiosa. Como con Kirsch, Jung entablará con Neumann una correspondencia que, salvo los años de la Segunda Guerra Mundial, se extenderá de 1933 a 1940 y de 1945 a 1959. Mientras Kirsch se mantuvo fiel a Jung hasta el final, Neumann experimentó serios desencuentros, que, por no alargar esta reseña, dejamos que los interesados profundicen en ellos a través de las fuentes documentales que Burston cita en la pá-gina 78 de su libro. Por su parte, a continuación, (Cap. 5, “Repensando el pasado. El Vaticano II y sombras persistentes”), Burston, mirando al pasado, se pregunta por el antisemitismo institucional, para más señas, el auspiciado o consentido por la Iglesia católica. A este respecto, señala cómo durante el Concilio Vaticano II, celebrado de 1962 a 1965, bajo el mando papal de Pablo VI, se afirmará explícitamente que los judíos no eran responsables colectivamente de la crucifixión de Cristo, lo que ayudó a que tanto católicos como protestantes atenuaran los arraigados sentimientos anti-semitas que hasta entonces albergaban.
De más candente actualidad es lo que atañe al Estado de Israel y, por ende, la irresoluble pugna palestino-israelí acerca de Gaza y los territorios ocupados (Cap. 6, “Tierra Sagrada. Palestina, Israel y el derecho al retorno”). Aquí Burston reflexiona en la relación epistolar que mantuvieron Jung, Kirsch y Neumann acerca de la identidad judía e Israel, en la que, entre otras cosas, se señala la dificultad de cohesionar a los judíos allí asentados, dadas las diferentes lenguas que unos y otros hablan (más de 12 idiomas), como las tradiciones, sentido del humor, etc. que caracterizan a unos frente a otros. Así pues, aun siendo todos judíos, se hace necesaria una acción política y de índole psicológica tendente a dar un sentido de memoria cultural compartida. Complicando más este asunto si cabe están las diferencias irreconciliables que palestinos e israelís sostienen acerca de cómo solventar el litigio que ambas partes sostienen, realizando aquí Burston un minucioso análisis desde 1947 (en que se aprueba la resolución de Naciones Unidas 181, que solo los israelís aceptan) hasta la actualidad. Recomendamos a los interesados leer directamente a Burston y sacar sus propias conclusiones en torno a los argumentos-contraargumentos que expone a favor y en contra de palestinos e israelís respectivamente. Siendo consciente de los serios riesgos y peligros que amenazan nuestra cotidianeidad en este mundo globalizado (Cap. 7, “Antisemitismo y el inconsciente cultural”), el autor del libro llama a los junguianos a estar alerta y así interesarse por todos los fenómenos sociales que atenten contra la dignidad, la libertad y los derechos humanos. En auxilio de ello, alienta a usar el concepto de “complejo cultural” e “inconsciente cultural”, creados por Joseph Henderson, un analista junguiano en fecha ya temprana como 1947. No diré más en torno a esto, alentando a quienes lo deseen a leer y profundizar en otros textos que al final de este capítulo se referencian.
Termino esta reseña animando a los interesados en la obra junguiana a leer este libro, como a quienes no lo están a hacerlo también, pues como se deduce de lo aquí escrito resulta de gran interés, no solo por Jung en sí mismo, sino también porque aborda muchas cuestiones que trascienden el ámbito del temprano movimiento psicoanalítico, como son la identidad nacional, el racismo, los credos religiosos, etcétera.